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Parte III: Leyendo a los demás » 11. La sensibilidad social

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11. La sensibilidad social

Hace años utilicé ocasionalmente los servicios de un editor independiente. No había modo, cada vez que emprendíamos una conversación casual, de ponerle fin. Yo le enviaba, a través de mi tono y ritmo de voz, señales de que habíamos terminado, pero él las ignoraba todas y seguía y seguía y seguía. Si yo decía: «Tengo que marcharme», él no dejaba de hablar; si cogía las llaves de mi coche y me encaminaba hacia la puerta, él me seguía hasta el coche sin dejar de hablar y tampoco lograba que callase si le decía: «¡Hasta luego!».

He conocido a varias personas como ese editor, aquejadas de la misma ceguera a los signos más o menos tácitos de que una conversación ha concluido. Esa ceguera es, dicho sea de paso, uno de los indicadores diagnósticos de la dislexia social. Su opuesto, la intuición social, refleja nuestra exactitud en la decodificación de la corriente de mensajes no verbales que las personas nos envían de continuo y modulan silenciosamente lo que están diciendo.

Independientemente de que se trate de un intercambio rutinario de saludos o de una tensa negociación, todas nuestras interacciones van acompañadas de una continua corriente de información no verbal que discurre en ambas direcciones. Y los mensajes transmitidos por esa información son tanto o más importantes incluso que lo que podamos estar diciendo.

Es más probable que el aspirante a un puesto de trabajo se vea contratado si, durante la entrevista de selección, se mueve en sincronía con el entrevistador (pero no como simple ejercicio de mímesis, sino como subproducto natural de la sincronización intercerebral). Este es el tipo de problema que afecta a las personas «gestualmente disfuncionales», un término acuñado por los científicos para referirse a quienes tienen problemas a la hora de identificar adecuadamente los movimientos que subrayan lo que se está diciendo.

El príncipe Felipe, marido de la reina Isabel II, conocido por sus meteduras de pata sociales, se describe a sí mismo como un experto en «dontopedalogía», es decir, la ciencia que consiste en «meter el pie en la boca de los demás».

Consideremos, por ejemplo, la primera y transcendental visita que, después de 47 años, realizó a Nigeria, en calidad de consorte real, con su esposa, para inaugurar un congreso de las naciones de la Commonwealth. Cuando el presidente del país, orgullosamente vestido con ropajes nigerianos tradicionales, fue a darles la bienvenida al aeropuerto, el príncipe Felipe le espetó con desdeño: «No hace mucho que se ha levantado de la cama, ¿verdad?».

En cierta ocasión, el príncipe escribió a un amigo de la familia: «Sé que no tienes muy buena opinión de mí. Soy brusco y descortés y digo muchas cosas fuera de lugar. Pero, cuando descubro que he molestado a alguien, me siento muy mal y trato de enmendar las cosas»[149].

Esta descortesía constituye una evidente falta de autoconciencia. Las personas así desconectadas no solo meten la pata con frecuencia, sino que se sorprenden cuando alguien les llama la atención por haberse comportado de forma inadecuada. Ya sea que hablen en voz demasiado alta en un restaurante o que se muestren duros sin ser conscientes de ello, son personas que hacen sentirse incómodos a los demás.

Richard Davidson utiliza, para determinar la sensibilidad social, una prueba, centrada en la zona neuronal que se ocupa del reconocimiento y la lectura de las caras («el área fusiforme facial»), en la que la gente contempla fotografías de diferentes rostros. Si se nos pide que identifiquemos la emoción que experimenta una determinada persona, el escáner cerebral muestra una activación del área fusiforme. Como cabría esperar, las personas socialmente más intuitivas muestran, en tal caso, un elevado nivel de activación. Quienes, por el contrario, tienen dificultades en conectar con la longitud de onda emocional, muestran niveles mucho más bajos.

Los autistas presentan una escasa activación de la región fusiforme y una activación muy elevada de la amígdala, que se ocupa del registro de la ansiedad[150]. Tienden a ponerse muy ansiosos viendo rostros, especialmente los ojos de otras personas, una fuente muy rica en datos emocionales. Las patas de gallo en torno a los ojos, por ejemplo, son claros indicadores de que la persona en cuestión se siente sinceramente feliz, mientras que su ausencia, por el contrario, es indicio de que la sonrisa es fingida. Son muchas las cosas que los niños aprenden sobre las emociones mirando a los ojos de las personas, un aprendizaje inaccesible a los autistas, que evitan mirar a los ojos.

Pero todo el mundo fracasa en algún punto de esta dimensión. Cierto gestor de una asesoría financiera había sido acusado de acoso sexual tres veces en otros tantos años, y cada vez, según me contaron, se había quedado muy sorprendido, porque no tenía la menor idea de estar comportándose inapropiadamente. Las personas propensas a dar pasos en falso tienen dificultades para detectar las grandes reglas implícitas de una situación y conectar con los signos sociales que están haciendo sentirse incómodos a los demás. Su ínsula esta, por así decirlo, fuera de onda. Son personas que no tienen problemas, por ejemplo, en escribir un mensaje de texto en medio del funeral de un colega.

La conciencia de uno mismo y el control cognitivo también pueden ayudar. ¿Recuerdan el caso de la mujer que sabía tanto que podía leer mensajes no verbales sutilísimos y verse obligada a decir algo embarazoso? Para aumentar su conciencia interna y que el control cognitivo correspondiente la convirtiera en una persona más discreta, intentó la práctica de la meditación mindfulness.

Al cabo de unos cuantos meses de práctica dijo: «Hay veces en las que, en lugar de responder automáticamente a lo que me dice el cuerpo de la gente, ahora puedo elegir, si lo deseo, no comentar nada. ¡Menos mal!».

La comprensión del contexto

También hay situaciones en las que todo el mundo, al menos al principio, está desconectado. Es inevitable que, cuando nos adentramos en una nueva cultura cuyas reglas ignoramos, incurramos inadvertidamente en todo tipo de errores de protocolo. Recuerdo que, en un monasterio de las montañas de Nepal, una excursionista europea transgredió, sin darse cuenta, con sus pantalones muy cortos, las normas de etiqueta nepalíes.

Quienes, en una economía global, se dedican a hacer negocios con diferentes tipos de personas, deben tener una especial sensibilidad hacia las normas implícitas. En Japón me enteré, a través de la experiencia, del ritual que acompaña al momento de intercambio de tarjetas. Los estadounidenses tenemos la costumbre de guardar la tarjeta sin mirarla siquiera, algo que, para un japonés, supone una falta elemental de cortesía. En tal caso, según me contaron, uno debe sujetar la tarjeta con cuidado con ambas manos y contemplarla un rato con esmero antes de colocarla en un tarjetero especial (un consejo que llegó un poco tarde porque, sin echarle siquiera un vistazo, acababa de guardarla en el bolsillo).

La habilidad intercultural para la sensibilidad social parece ligada a la empatía cognitiva. Debido a su mayor velocidad para descubrir las normas implícitas y aprender los modelos mentales exclusivos de una determinada cultura, los ejecutivos que destacan en esta asunción de perspectiva, por ejemplo, son los que mejor se desenvuelven en destinos de ultramar.

Las reglas básicas que determinan lo que es apropiado pueden establecer barreras infranqueables entre compañeros de trabajo de diferentes culturas. Un ingeniero austriaco que trabaja para una empresa holandesa se lamentaba, en este sentido, diciendo: «La cultura holandesa valora muy positivamente el debate. Crecen con él desde la escuela primaria. Lo consideran necesario. Pero a mí ese tipo de debate no me gusta. Me parece molesto, demasiado frontal. Supuso un auténtico reto no tomarme de manera personal esas confrontaciones y seguir conectado».

Las reglas fundamentales también dependen, dejando a un lado la cultura, de la persona con la que estamos en ese momento. Hay bromas que podemos hacer a nuestros compañeros, pero que jamás deberíamos hacer a nuestro jefe.

La atención al contexto nos permite reconocer pistas sociales sutiles que pueden determinar nuestra conducta. Quienes permanecen así conectados actúan con habilidad independientemente de la situación en que se encuentren. No solo saben lo que deben decir y hacer, sino también, de un modo igualmente vital, lo que no deben decir ni hacer. Se atienen instintivamente a ese algoritmo universal de la etiqueta que consiste en comportarnos del modo en que vemos que se comportan los demás. La sensibilidad hacia el modo en que la gente se siente con respecto a lo que hacemos o decimos nos permite atravesar con éxito cualquier campo de minas sociales.

Aunque podamos tener algunas ideas conscientes sobre tales normas (como las que determinan el modo de vestirse durante el llamado «viernes informal» [que consiste en dejar, ese día, aparcados el traje y la corbata] en el trabajo o comer solo con la mano derecha en la India, por ejemplo), la comprensión de las normas implícitas es habitualmente intuitiva, es decir, una capacidad propia de las vías neuronales ascendentes. La sensación sentida de lo que resulta socialmente apropiado es de orden corporal, y, cuando estamos «desconectados», es la manifestación física de que «esto no está bien», quizás porque estemos recibiendo señales sutiles de malestar o embarazo procedentes de las personas que nos rodean.

Si desatendemos (o nunca hemos atendido) a las sensaciones de estar socialmente desconectados, seguiremos sin darnos cuenta de lo perdidos que nos hallamos. Una prueba cerebral para determinar la atención al contexto se centra en el funcionamiento del hipocampo, que es un nexo para los circuitos que se ocupan de calibrar las situaciones sociales. La zona anterior del hipocampo se apoya en la amígdala y desempeña un papel fundamental en el ajuste de nuestra conducta al contexto. La región anterior del hipocampo, en conexión con el área prefrontal, se encarga de silenciar el impulso que nos lleva a hacer algo inapropiado.

Quienes más atentos están a las situaciones sociales —sugiere Richard Davidson— presentan una mayor actividad y conectividad en estos circuitos cerebrales que quienes no se desenvuelven tan bien. Es el hipocampo, en su opinión, el que nos lleva a no comportarnos igual cuando estamos en casa o cuando estamos en el trabajo y a comportarnos de modo distinto con el mismo compañero de trabajo cuando estamos en la oficina o cuando estamos en el bar.

La conciencia del contexto también contribuye, en otro nivel, a cartografiar las redes neuronales de un grupo, de una nueva escuela o de un trabajo, ayudándonos a movernos adecuadamente en el mundo de las relaciones. Quienes más influencia tienen en una organización no solo experimentan el flujo de las relaciones interpersonales, sino que también saben identificar a los individuos de más peso, de modo que, cuando la necesitan, centran toda su atención en convencer a estos, que serán, a su vez, quienes se encarguen de convencer al resto.

Luego están las personas que solo están desconectadas de un determinado contexto social, como aquel campeón de videojuegos pegado tanto tiempo al monitor de su ordenador que, cuando accedió a entrevistarse en un restaurante con un periodista, se quedó desconcertado de que, el día de San Valentín, estuviese tan lleno.

El polo extremo de la «desconexión» en la lectura del contexto social nos lo proporciona la persona aquejada de trastorno de estrés postraumático (TEPT), que reacciona a un dato inocente, como la señal de alarma de un automóvil, escondiéndose debajo de la mesa, como si de un cataclismo se tratara. Curiosamente, el hipocampo se encoge en las personas que padecen de TEPT y crece de nuevo cuando menguan sus síntomas[151].

La división invisible de poder

Miguel es un jornalero, uno de esos incontables inmigrantes ilegales mexicanos que subsisten con salarios de miseria realizando trabajos de un día de jardinería, pintura, limpieza o de cualquier otra cosa.

En Los Ángeles, los jornaleros se concentran, de madrugada, cerca de las paradas del metro, donde acuden en coche los residentes para ofrecerles trabajo. Un buen día, Miguel aceptó un trabajo de jardinería para una mujer que, después de una larga jornada laboral, se negó a pagarle un solo centavo.

Esa decepción fue el argumento que Miguel representó en un taller del llamado «teatro de los oprimidos», destinado a movilizar la empatía de una audiencia relativamente privilegiada hacia la realidad emocional de las víctimas de la opresión.

Después de que Miguel describiese la escena, un voluntario, en este caso una mujer, debía representarla y ofrecer una posible solución.

«Entonces se dirigió a la persona que lo había contratado —me contó Brent Blair, el productor de la obra— y, tratando de razonar con ella, le explicó lo injusta que había sido».

Para Miguel, sin embargo, esa alternativa no era posible. Tal vez lo fuese para una estadounidense de clase media, pero resultaba completamente fuera del alcance de un inmigrante ilegal que se veía obligado a trabajar de jornalero.

«Miguel contempló la historia en silencio desde una esquina del escenario —añadió Blair— pero, al finalizar, no pudo girarse para mirarnos… porque estaba llorando. Según nos dijo, hasta que no vio su historia contada por otra persona no se dio cuenta de lo oprimido que estaba».

El contraste entre el modo en que la mujer imaginaba la situación de Miguel y su realidad ilustra dolorosamente las implicaciones de no ser visto, de no ser escuchado y de no ser sentido, es decir, de ser alguien al que cualquiera puede explotar.

Cuando el método funciona y personas como Miguel tienen la posibilidad de contemplar su historia desde una perspectiva ajena, alcanzan una nueva visión de sí mismos. Cuando los miembros de la audiencia se levantan y se convierten en actores, comparten en teoría la realidad de la persona oprimida y «simpatizan» (en el significado etimológico del término, es decir, sintiendo el mismo pathos o dolor) con ella.

«El hecho de representar una experiencia emocional te permite entender el problema a través del corazón y de la mente y encontrar nuevas soluciones», afirma Blair, que dirige el máster de artes teatrales aplicadas en la Universidad del Sur de California y emplea estas técnicas para ayudar a los miembros de comunidades marginadas. Él ha escenificado este tipo de representaciones con miembros de las bandas de Los Ángeles y víctimas de violación en Ruanda.

Esto le ha permitido identificar un rasgo sutil que, además de otros signos invisibles de estatus social y desamparo, posibilita el poderoso desconectar del impotente, lo que atenúa la empatía.

Blair relata, en este sentido, un momento de un congreso mundial en el que acabó cobrando clara y dolorosa conciencia del modo en que lo veía alguien más poderoso. Estaba escuchando al director general de una empresa de refrescos de ámbito mundial —conocida por haber reducido los sueldos de sus trabajadores— alabar el modo en que su compañía contribuía a la salud de los niños.

Durante el tiempo dedicado a las preguntas que siguió a la charla, Blair formuló una pregunta deliberadamente provocadora: «¿Cómo puede hablar de niños sanos sin pagar salarios sanos a sus padres?».

Cuando el director general, ignorando la pregunta, pasó a la siguiente, Blair experimentó súbitamente en sus propias carnes lo que era ser un paria.

La capacidad de los poderosos de ningunear a las personas (y las verdades) incómodas y de no prestarles atención ha acabado convirtiéndose en un tema de interés de los psicólogos sociales, que están estudiando las relaciones entre el poder y la gente a la que prestamos más y menos atención[152].

Es comprensible que prestemos más atención a las personas que más valoramos. Si somos pobres, dependemos de nuestras buenas relaciones con amigos y familiares cuya ayuda podemos necesitar, como alguien, por ejemplo, que acuda a recoger a nuestro hijo de 4 años a la guardería y cuide de él hasta que volvamos del trabajo. Quienes carecen de recursos y tienen una frágil estabilidad «deben apoyarse en los demás», afirma Dacher Keltner, psicólogo de la Universidad de California, en Berkeley.

Por eso, según Keltner, los pobres están especialmente atentos a los demás y a sus necesidades. Los ricos, por su parte, pueden comprar ayuda, pagar las atenciones de un centro de cuidado de día o contratar a una canguro. Eso significa que los ricos suelen ser también menos conscientes y prestar menos atención, en consecuencia, a las necesidades ajenas.

Su investigación ha puesto de relieve esta falta de aprecio en sesiones de solo cinco minutos[153]. Los más ricos (al menos entre los universitarios estadounidenses) muestran menos signos de compromiso (contacto ocular, asentimiento de cabeza y risas) y más muestras de desinterés (mirar el reloj, hacer garabatos o moverse nerviosamente). Los estudiantes de familias ricas se muestran, en suma, más fríos, mientras que los de origen más humilde, por el contrario, parecen más comprometidos, cordiales y expresivos.

En cierta investigación llevada a cabo en Holanda, personas desconocidas contaban episodios vitales dolorosos, que iban desde el fallecimiento de un ser querido hasta el divorcio, la separación, la traición o el hecho de haber sido víctimas, cuando eran pequeños, de acoso infantil[154]. De nuevo, en este caso, las personas pertenecientes a estratos económicamente más poderosos tendían a ser las más indiferentes, es decir, las que menos parecían sentir el dolor ajeno y las que menos empáticas y menos compasivas, en consecuencia, se mostraban.

El grupo de Keltner ha descubierto lagunas atencionales similares comparando la diferente habilidad para leer las emociones en las expresiones faciales de quienes ocupan los niveles más elevados de una organización y de quienes pertenecen a los estratos inferiores[155]. Los individuos con un estatus más elevado tienden a centrar menos la mirada en la persona con la que se relacionan, con el consiguiente aumento de la probabilidad de que interrumpan y monopolicen la conversación, signos evidentes de desatención.

Las personas pertenecientes a un estatus social inferior, por su parte, se desenvuelven mejor en pruebas de exactitud empática, como leer, por ejemplo, las emociones de otra persona en su rostro o hasta en los músculos que rodean sus ojos. Sea cual fuere el aspecto que consideremos, prestan una mayor atención a los demás que quienes ocupan un estatus más elevado.

Existe una variable muy sencilla que nos ayuda a identificar el lugar que ocupa cada persona en la escala de poder. ¿Cuánto tiempo tarda la persona A en responder a un mensaje enviado por la persona B? Y es que, cuanto más tiempo ignora alguien un mensaje antes de responder, más elevado es su estatus social relativo. Basta con tomar buena nota de ese dato dentro de una organización para hacernos una idea muy precisa de la distribución de poder. Es evidente, en este sentido, que el jefe es quien deja sin responder el mensaje horas enteras mientras que, quienes ocupan un estatus inferior, responden a los pocos minutos.

Existe un algoritmo para esto, una técnica de recopilación de datos llamada «detección de la jerarquía social automatizada», desarrollada en la Universidad de Columbia[156]. Aplicado al tráfico de correo electrónico de Enron Corporation, ese método identificó correctamente, teniendo solo en cuenta el tiempo transcurrido en responder a los mensajes de una determinada persona, quiénes eran los jefes y quiénes los subordinados. Y las agencias de inteligencia han apelado, del mismo modo, a este tipo de técnicas para esbozar la cadena de mando de sospechosos de terrorismo e identificar a las figuras clave.

El poder y el estatus son muy relativos y cambian de un encuentro a otro. Cuando los alumnos de familias ricas imaginaban estar hablando con alguien de un estatus superior al suyo, mejoraba su capacidad de leer las emociones expresadas en los rostros.

De este modo, la atención que prestamos a los demás parece depender del lugar que creemos ocupar en la escala social, siendo mayor la vigilancia cuanto más subordinados nos creemos y menor, por el contrario, cuando nos sentimos superiores. El corolario de todo ello es que, cuanto más nos importa algo, más atención le prestamos y más, en consecuencia, lo cuidamos. Y esta conclusión muestra la profunda relación que existe entre la atención y el amor.

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