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Parte IV: El contexto mayor » 13. La ceguera sistémica

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13. La ceguera sistémica

Mau Piailug sabía leer, como si de un GPS se tratara, las estrellas, las nubes, las olas del océano y el vuelo de las aves. Y podía hacerlo, en medio del Pacífico Sur teniendo, durante semanas enteras, el cielo como único horizonte, gracias al conocimiento de los océanos que le habían transmitido sus ancestros de Satawal, su isla natal de las Carolinas.

Nacido en 1932, Mau era el último superviviente conocedor del sistema de navegación tradicional que había permitido a los polinesios surcar, con un sencillo catamarán, los centenares y hasta miles de kilómetros que separan las diferentes islas. Este arte de navegación tiene en cuenta datos sistémicos tan sutiles como la temperatura y salinidad del agua del mar, los restos de vegetales y objetos flotantes, las pautas de vuelo de las aves marinas, el calor, la dirección y la velocidad del viento, el oleaje y el movimiento nocturno de las estrellas. Todos esos detalles acababan cuajando en un mapa mental que se transmitía, a través de cantos, danzas e historias nativas, de generación en generación, informándoles de la posición relativa ocupada por cada isla.

Eso fue lo que permitió a Mau atravesar, en 1976, con una canoa polinesia de doble casco, los 3800 kilómetros que separan Hawai de Tahití, un viaje que convenció a los antropólogos de la posibilidad de que los antiguos isleños surcasen rutinariamente, de un archipiélago a otro, el Pacífico Sur.

Medio siglo después de que Mau demostrase poseer un conocimiento tan sofisticado de los sistemas naturales, los polinesios apelan ahora a los sistemas de navegación asistida que nos proporciona la moderna tecnología. La suya era, pues, una tradición agonizante.

Ese épico viaje reavivó, entre los nativos del Pacífico Sur, un interés, que prosigue hasta hoy en día, por el arte, casi agonizante, de la navegación tradicional. Así fue como, medio siglo después de su iniciación en el arte de la navegación, Mau volvió a celebrar, por vez primera, ante un puñado de alumnos, la misma ceremonia que jalonó su iniciación en esa tradición.

Esta tradición, transmitida de generación en generación de ancianos a jóvenes, ilustra el tipo de conocimiento local que ha ayudado a los pueblos nativos a resolver problemas fundamentales de supervivencia ligados al alimento, la seguridad, la ropa y el cobijo en muy diversos nichos ecológicos desperdigados por todo el mundo.

El conocimiento de los sistemas —que nos permite identificar y cartografiar pautas y descubrir, tras el aparente caos del mundo natural, un orden oculto— se ha visto alentado, a lo largo de la historia humana, por la necesidad perentoria de supervivencia que ha obligado a los pueblos nativos a entender sus ecosistemas locales. Era imperativo, para ellos, saber qué plantas eran tóxicas, cuáles servían de alimento o de medicina, dónde conseguir agua potable, en qué lugares recolectar hierbas y encontrar comida o cómo leer los signos de los cambios estacionales.

Y ese es un auténtico problema porque, si bien es cierto que la biología nos ha dotado de un repertorio integrado de conductas ligadas a satisfacer funciones tales como comer, dormir, aparearnos, criar, luchar, huir, etcétera, no lo es menos que también nos ha dejado huérfanos de herramientas neuronales que nos permitan entender los sistemas mayores dentro de los cuales todo eso ocurre.

Los sistemas son, a primera vista, inaccesibles a nuestro cerebro, lo que significa que no podemos registrar directamente los muchos sistemas de los que depende nuestra realidad vital. Solo podemos entenderlos indirectamente a través de modelos mentales (ligados, por ejemplo, al oleaje, las constelaciones y el vuelo de las aves marinas) a partir de los cuales tomamos nuestras decisiones. Nuestra intervención será más adecuada cuanto más se atengan esos modelos a los datos (como ilustra el caso de un cohete dirigido a la Luna) y menos en el caso contrario (como la mayor parte de la política educativa).

El conocimiento tradicional está compuesto de lecciones difícilmente aprendidas que, con el paso del tiempo, se han acumulado y distribuido por un determinado grupo (como sucede, por ejemplo, con las propiedades curativas de determinadas plantas) y que las generaciones mayores se encargan de transmitir a las más jóvenes.

Elizabeth Kapu’uwailani Lindsey era una discípula de Mau y antropóloga hawaiana especializada en etnonavegación, exploradora y miembro de la National Geographic Society, que ha asumido la misión etnográfica de rescatar y conservar aquellos conocimientos y tradiciones de su etnia que se hallen en peligro de extinción.

«El olvido de los conocimientos tradicionales nativos se debe, en gran medida —según me dijo— a los procesos de aculturación, colonización y marginación a que la sabiduría nativa se ha visto sometida por parte de los diferentes gobiernos. Esta tradición se transmite de formas muy diversas. El baile hawaiano, por ejemplo, encierra un código de movimientos y cánticos que cuentan nuestra genealogía, los acontecimientos más importantes de nuestra historia cultural y nuestro conocimiento también de la astronomía y las leyes de la naturaleza. Todo en él, desde los movimientos de los danzantes hasta los cánticos y el sonido de los tambores pahu, tiene un significado.

»Estas danzas —añadió— eran tradicionalmente sagradas, pero cuando llegaron los misioneros, las consideraron inmorales. No fue hasta nuestro renacimiento cultural, que se produjo durante la década de los setenta, cuando el antiguo hula, el llamado hula kahiko, volvió a oírse. El hula moderno se había visto reducido, hasta entonces, a un mero divertimento para turistas».

Mau estudió, durante varios años, con muchos maestros. Su abuelo lo eligió, cuando apenas tenía 5 años, para convertirse en un futuro navegante. A partir de ese momento, se unió a los hombres, preparando las canoas para ir de pesca, navegando por el mar y escuchando, al llegar la noche, sus relatos de navegación mientras bebían en el cobertizo de la canoa, y aprendiendo las enseñanzas en ellos integradas. Fueron seis los expertos navegantes que, a lo largo de todo ese proceso, tutelaron su aprendizaje.

La tradición nativa constituye la ciencia fundamental, el conocimiento acumulado que, con el paso de los siglos, ha ido creciendo hasta convertirse en una floreciente diversidad de especialidades científicas, un desarrollo que muy probablemente se haya estructurado obedeciendo a un impulso innato de supervivencia que nos obliga a tratar de entender el mundo que nos rodea.

La invención de la cultura fue, para el Homo sapiens, una gran innovación que supuso la creación del lenguaje y el establecimiento de una red cognitiva de comprensión compartida que va más allá del conocimiento y la vida del individuo aislado y a la que, en función de las necesidades, podemos apelar y transmitir a las nuevas generaciones. La cultura porta también consigo la diversificación de habilidades y la especialización y se ve jalonada, en consecuencia, por la aparición de comadronas, sanadores, guerreros, constructores, agricultores y tejedores. Cada uno de esos diferentes dominios de la experiencia puede ser compartido y quienes poseen el acervo más profundo de conocimientos de cada uno de esos campos se convierten en guías y maestros de los demás.

El conocimiento tradicional ha desempeñado un papel fundamental en nuestra evolución social como correa utilizada por las culturas para transmitir su sabiduría a lo largo del tiempo. La supervivencia de las hordas primitivas dependía, en los albores de nuestra evolución, de su inteligencia colectiva para entender su ecosistema local (anticipando los cambios estacionales, los momentos clave para sembrar, cosechar y demás que acabaron codificándose en los primeros calendarios).

A medida, sin embargo, que la modernidad nos ha proporcionado aparatos capaces de reemplazar el conocimiento tradicional (como brújulas, cartas de navegación y, finalmente, los mapas de Google), los pueblos nativos, olvidando sus tradiciones locales (como el arte de la navegación), han ido incorporándose a la corriente general.

Así es como hemos ido perdiendo la experiencia tradicional de conectar con los sistemas de la naturaleza. El momento en que se da el contacto de los pueblos indígenas con el mundo exterior marca también el comienzo del proceso gradual de olvido de su tradición.

Cuando hablé con Lindsey, estaba preparando un viaje al Sudeste Asiático para visitar a los moken, los llamados «nómadas del mar». Poco antes de que el tsunami del año 2004 asolara las islas del océano Indico donde habitaban, los moken «se dieron cuenta —según me dijo— de que los delfines se alejaban de la costa y las aves dejaban de cantar. Fue entonces cuando, orientando la proa de sus embarcaciones mar adentro, se dirigieron hacia un lugar en que, cuando pasó, la cresta del tsunami apenas si se notó, de modo que ningún moken resultó herido».

Los pueblos que, por el contrario, habían olvidado las artes antiguas de escuchar a las aves, observar a los delfines y saber qué hacer con todo eso, sufrieron las consecuencias. A Lindsey le preocupa que los moken estén viéndose ahora obligados, tanto en Tailandia como en Birmania, a renunciar a su vida de nómadas marinos y asentarse en tierra firme. Basta con que el eslabón de una generación deje de transmitir esta modalidad de conocimiento para que la cadena se rompa y esa forma de inteligencia ecológica acabe desvaneciéndose de la memoria colectiva.

Como me dijo Lindsey, antropóloga educada por sanadores nativos en Hawai: «Cuando íbamos al bosque a buscar plantas medicinales o flores para hacer guirnaldas, mis mayores me enseñaron a recoger solo unas pocas flores u hojas de cada rama de modo que no quedase, en el bosque, huella alguna de nuestro paso. Pero los muchachos de hoy en día no tienen empacho alguno en romper ramas y dejarlo todo lleno de bolsas de basura».

Esta actitud negligente me ha dejado perplejo muchas veces, en especial cuando he investigado nuestra ignorancia colectiva a la hora de enfrentarnos a la amenaza que la actividad humana cotidiana supone para la supervivencia de nuestra especie. Es como si, incapaces de anticipar los efectos adversos provocados por los sistemas humanos que se ocupan de la energía, el transporte, la industria o el comercio, fuésemos también, en consecuencia, incapaces de remediarlos.

La ilusión de la comprensión

Un importante mayorista de revistas de ámbito nacional se enfrentaba al problema de que, según la información que llegaba desde los puntos de venta, más o menos un 65% de las publicaciones que comercializaba jamás llegaban a venderse. Por esta razón, la cadena comercial, una de las mayores de todo el país, se reunió con un grupo de editores y distribuidores para ver lo que, al respecto, podían hacer.

Para la industria de las revistas, asfixiada por la caída de las ventas y los medios digitales, se trataba de un problema apremiante que nadie, hasta entonces, había podido resolver. Pero habían llegado a un punto en el que ya no podían seguir encogiéndose de hombros y se vieron obligados a abordarlo en serio.

«El despilfarro era, tanto desde el punto de vista del coste como desde la perspectiva del carbono emitido, extraordinario», me dijo Jib Ellison, director general de la consultoría Blu Skye.

«Descubrimos —añadió Ellison— que, como la mayor parte de la cadena de producción y distribución había sido creada en el siglo XIX, su visión se centraba en consecuencia, de manera casi exclusiva, en las ventas, sin considerar siquiera la sostenibilidad ni la gestión de los residuos».

Uno de los mayores problemas era que los anunciantes no pagaban su publicidad en función de las ventas, sino del número total de revistas publicadas. Pero una revista podía permanecer semanas o hasta meses «en circulación» olvidada en un estante, hasta verse finalmente reducida a pulpa de papel. Por ello, los editores tomaron la decisión de reunirse con los anunciantes y presentarles una nueva modalidad de facturación.

Cuando la cadena comercial analizó cuáles eran las revistas que más se vendían y en qué tiendas, se dieron cuenta también, por ejemplo, de que Roadster se vendía muy bien en cinco tiendas, pero pésimamente en otras cinco. Y ese descubrimiento les permitió adaptar el destino de las revistas a la demanda concreta de cada punto de venta, un ajuste muy sencillo que redujo las pérdidas en un 50%. Esto no solo supuso un gran avance medioambiental, sino que también dejó espacio libre en los estantes y ahorró dinero a los editores.

La solución a estos problemas requiere de una visión que tenga en cuenta todos los sistemas que se hallan en juego. «Buscamos problemas sistémicos —me dijo Ellison— que ninguna persona, gobierno ni empresa aislada es capaz de resolver». El primer gran paso adelante en la resolución del problema de las revistas fue simplemente el de reunir a todos los participantes y empezar, de ese modo, a tener en cuenta los sistemas mayores[164].

«La ceguera sistémica es el mayor de los problemas al que, en nuestro trabajo, nos enfrentamos», dice John Sterman, que ocupa la cátedra Jay Forrester en la Sloan School of Management del MIT. Forrester, el mentor de Sterman, fue uno de los fundadores de la teoría sistémica, y Sterman es, desde hace años, el experto en sistemas del MIT y quien dirige, en dicha institución, el departamento de Dinámica de Sistemas.

Su manual, ya clásico, sobre aplicación del pensamiento sistémico a organizaciones y otras entidades complejas, subraya la inadecuación del concepto al que hoy denominamos «efectos colaterales». En un sistema no hay, en su opinión, efectos colaterales, sino tan solo efectos, a veces anticipados y otras no. Lo que llamamos efectos colaterales no es más que un reflejo de nuestra comprensión inadecuada del sistema. En un sistema complejo, causa y efecto pueden hallarse —según Sterman— mucho más alejados en el espacio y el tiempo de lo que solemos creer.

Sterman aporta, en este sentido, el ejemplo de los debates en torno a la supuesta «emisión cero» de los coches eléctricos[165]. Porque hay que decir que, al extraer su electricidad de una red energética en la que intervienen fábricas que emplean combustibles fósiles (y, en consecuencia, contaminantes), esos vehículos distan mucho de ser, desde una perspectiva sistémica, de «emisión cero». Y aunque la energía se generase, pongamos por caso, en granjas solares, también deberíamos tener en cuenta el coste que, para el planeta, presentan las emisiones de gases de efecto invernadero generados durante el proceso de la fabricación de los paneles solares y la cadena de suministro de energía[166].

Una de las peores consecuencias de esta ceguera sistémica se produce cuando, con la intención de resolver un problema, los líderes implantan estrategias que ignoran la dinámica sistémica subyacente.

«Ese tipo de abordajes es engañoso —afirma Sterman—. Es cierto que, considerado a corto plazo, se obtiene una solución… pero, a medio plazo, el problema reaparece, a menudo multiplicado».

Construir, para tratar de resolver los problemas de tráfico, carreteras cada vez más anchas constituye, en este sentido, una solución miope. Nadie niega que el aumento del caudal de tráfico alivie, a corto plazo, el problema, pero la misma facilidad de desplazamiento así generada acaba provocando, por toda la zona, un efecto de dispersión de viviendas, comercios y centros de trabajo. Y ese aumento del tráfico acaba desembocando en embotellamientos y atrasos iguales, cuando no peores, que antes, y el tráfico sigue creciendo hasta que el volumen de desplazamientos vuelve a estancar el tráfico.

«La congestión se ve regulada por un bucle de retroalimentación —sostiene Sterman—. Cuanto mayor es la capacidad de tráfico, más automóviles se venden, más se desplaza la gente en coche y más lejos viaja. Pero, cuando la población aumenta, la fluidez del tráfico se reduce y los atascos aumentan.

»La gente suele atribuir lo que le sucede —prosigue Sterman— a acontecimientos cercanos en el espacio y el tiempo, cuando, en realidad, se trata del simple fruto de la dinámica del sistema mayor en que se hallan inmersos».

Creemos que estamos parados porque se ha producido un atasco, sin darnos cuenta de que ese atasco es una consecuencia de la dinámica sistémica de las redes viarias. La desconexión entre tales sistemas y el modo en que nos relacionamos con ellos se deriva de una distorsión de nuestros modelos mentales. Culpamos a los demás conductores de entorpecer el tráfico sin darnos cuenta de la dinámica sistémica que nos ha llevado hasta allí.

Y el problema se agrava por lo que se ha venido en llamar «ilusión de la profundidad explicativa», que nos lleva a creer que entendemos un sistema complejo cuando, en realidad, no tenemos, de él, más que una comprensión superficial. Basta con tratar de explicar en serio cómo funciona una red eléctrica o por qué el aumento de las emisiones de dióxido de carbono intensifica la energía de las tormentas para poner de relieve la naturaleza ilusoria de nuestra comprensión del funcionamiento de los sistemas[167].

Pero, además de la incongruencia entre nuestros modelos mentales y los sistemas que pretenden cartografiar, existe un problema todavía más profundo, y es que nuestros aparatos perceptuales y emocionales son totalmente ciegos a los sistemas. El cerebro humano se vio modelado por las herramientas que nos ayudaron a sobrevivir en una época en la que los primeros humanos empezaron a vagar por la naturaleza, en particular durante la era geológica del pleistoceno (desde hace, aproximadamente, 2 millones de años hasta hace unos 12 000 años, momento en el cual entró en escena la agricultura).

Estamos muy conectados con el crujido de una rama, que puede advertirnos de la proximidad de un tigre, pero carecemos de aparato perceptual que nos permita detectar el adelgazamiento de la capa de ozono atmosférica o los agentes cancerígenos contenidos en las partículas que respiramos en un entorno urbano contaminado. Y, aunque estas amenazas pueden acabar siendo tan letales como aquella, nuestro cerebro carece de radar que nos permita identificarlas directamente.

Visibilizar lo intangible

Pero el nuestro no es solo un desajuste perceptual. Cuando los circuitos emocionales (especialmente la amígdala, gatillo de la respuesta de lucha o huida) detectan una amenaza inmediata, nos inundan de hormonas (como el cortisol o la adrenalina), que nos predisponen en uno u otro sentido. Pero, por más que oiga hablar de los posibles peligros que nos acechan en los años o siglos venideros, nuestra amígdala ni siquiera parpadea.

Los circuitos de la amígdala, ubicados en medio del cerebro, se activan automáticamente siguiendo un camino ascendente. Confiamos en ellos para que nos alerten de los peligros y nos digan a qué debemos prestar más atención. Pero esos sistemas automáticos, habitualmente tan útiles para dirigir nuestra atención, carecen de aparato de registro sensorial o de carga emocional que nos permita detectar los sistemas y sus peligros, dejándonos, en este sentido, inermes.

«Es más fácil neutralizar una respuesta automática ascendente con una respuesta que apele al razonamiento descendente que movernos en ausencia completa de señales —observa Elke Weber, psicóloga de la Universidad de Columbia—. Pero esta es, precisamente, la situación en la que, con respecto al medio ambiente, nos hallamos. No hay nada, en este hermoso día de verano en el valle del Hudson, que nos alerte del calentamiento de la atmósfera de nuestro planeta.

»En condiciones ideales, parte de mi atención debería fijarse en eso porque, considerado a largo plazo, constituye un auténtico peligro —señala la profesora Weber, cuyo trabajo incluye informar a la National Academy of Sciences [Academia Nacional de las Ciencias] sobre la toma de decisiones que afectan al medio ambiente[168]—. Pero no existe mensaje ascendente alguno que nos advierta de la necesidad de prestar atención, nada que nos diga: “¡Peligro! ¡Haz algo!”. Por ello resulta tan difícil de abordar. No advertimos lo que no está aquí y no existe ningún sistema mental que nos avise de ello. Y lo mismo podríamos decir con respecto a nuestra salud o los ahorros para nuestra jubilación. No recibimos, cuando estamos comiéndonos un postre muy apetitoso, señal alguna que nos diga: “Si sigues así, morirás dentro de tres años”. Y tampoco hay nada que nos indique, cuando nos decidimos a comprar un segundo coche: “Esta es una decisión de la que te arrepentirás cuando seas un anciano desvalido”».

El doctor Larry, cuyo misión consiste en combatir el calentamiento global, lo dice del siguiente modo: «Persuadir a la gente de que hay un gas incoloro, inodoro e insípido que, debido al uso que los seres humanos hacemos de los combustibles fósiles, se acumula en la atmósfera y retiene el calor del Sol es una empresa muy difícil.

»Esto es lo que, en realidad, nos dice la ciencia más compleja y global —añade—. Más de 2000 científicos del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático han reunido probablemente la más interesante recopilación de descubrimientos científicos de toda la historia. Y lo han hecho con la intención de convencer a la gente de que no están teniendo adecuadamente en cuenta los peligros que esta situación entraña.

»Porque, a menos que usted viva en las Maldivas o Bangladés, todo esto le parecerá muy lejano —señala el doctor Larry—. La dimensión temporal constituye un gran problema ya que, si el ritmo del calentamiento global se acelerase, nos veríamos obligados a prestarle la debida atención; no dentro de siglos, sino de años. Pero ante esto, como ante la deuda nacional, nos decimos: “Dejaré que lo resuelvan mis nietos. Estoy seguro de que ellos encontrarán alguna solución”.

»Es difícil —afirma el profesor Sterman— convencer a la gente del cambio climático, porque se produce en un horizonte temporal tan distante que nos resulta indiscernible. Nuestra atención solo se ve atraída por problemas como el chasquido de la hojarasca al ser pisada, pero no por los grandes problemas como los que ahora estamos considerando».

Hubo un tiempo en que la supervivencia de los grupos humanos dependió de su sintonización ecológica. Hoy en día disfrutamos del lujo de poder vivir empleando ayudas artificiales, o eso es, al menos, lo que parece, porque las mismas actitudes que nos llevan a confiar en la tecnología nos abocan a una peligrosa indiferencia hacia el estado de nuestro mundo natural.

Necesitamos, pues, para enfrentarnos adecuadamente al reto de un inminente colapso sistémico, una especie de prótesis mental.

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