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Parte IV: El contexto mayor » 14. Las amenazas distantes

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14. Las amenazas distantes

En cierta ocasión, el yogui indio Neemkaroli Baba me dijo: «Podemos planificar lo que sucederá dentro de un siglo, pero ignoramos lo que ocurrirá a continuación».

Por otra parte, como señala el escritor ciberpunk William Gibson: «El futuro ya está aquí, solo que no se halla uniformemente distribuido».

En algún punto intermedio entre ambas visiones reside lo que podemos saber sobre el futuro. Podemos tener, por una parte, ciertas vislumbres, pero siempre es posible, por la otra, la aparición de un «cisne negro» [metáfora sistémica que se refiere a un evento altamente improbable] que acabe con todo[169].

En su profético libro titulado In the Age of the Smart Machine, publicado en la década de los ochenta, Shoshona Zuboff advirtió que el advenimiento de los ordenadores estaba achatando las jerarquías de las organizaciones. Donde antes el conocimiento significaba poder y el más poderoso era quien más información atesoraba, los nuevos sistemas tecnológicos estaban abriendo a todo el mundo la puerta de acceso a la información.

El futuro no se hallaba, en la época en que Zuboff escribió su libro, uniformemente distribuido. Internet todavía no existía y nadie sabía entonces nada de la Nube, YouTube o Anonymous. Pero hoy en día (como también mañana), el flujo de información se difunde con mayor libertad y no se halla circunscrito al seno de una organización, sino que tiene un alcance global. Eso fue lo que permitió que un vendedor de fruta que se prendió fuego en un mercado de Túnez inaugurase la llamada primavera árabe.

Existen dos ejemplos clásicos de las implicaciones que conlleva no saber lo que ocurrirá en el momento siguiente. Por una parte, se halla la predicción en 1798 de Robert Malthus, según la cual el crecimiento demográfico condenaría a la existencia humana, atrapada en una espiral descendente de miseria y hambre, a una «lucha perpetua por el alimento y el cobijo», y, por la otra, la advertencia realizada, en 1968, por Paul Erlich, de que la «bomba demográfica» desencadenaría, en torno a 1985, grandes hambrunas.

Malthus fracasó porque no tuvo en cuenta la Revolución Industrial y los medios de producción en masa, que permitieron a más personas vivir más tiempo. Los cálculos de Erlich, por su parte, tampoco tuvieron en cuenta la irrupción de la llamada «revolución verde», que aceleró la producción de alimentos por encima de la curva demográfica.

La era antropocénica, iniciada con la Revolución Industrial, marca la primera era geológica en la que la actividad de una especie (la humana) degradó inexorablemente los sistemas globales que sustentan la vida en este planeta.

La era antropocénica constituye un claro ejemplo de colisión de sistemas. Los sistemas humanos de construcción, energía, transporte, industria y comercio erosionan a diario sistemas naturales como los ciclos del nitrógeno y del carbono, la rica dinámica de los ecosistemas, la disponibilidad de agua potable, etcétera[170]. Y lo más importante es que esta agresión ha experimentado, en el último medio siglo, lo que los científicos denominan una «gran aceleración» que ha intensificado el ritmo al que aumenta la tasa atmosférica de dióxido de carbono[171].

Tres son las fuerzas, según Erlich, de la huella planetaria humana: lo que cada uno consume, el número de habitantes, y los métodos utilizados para obtener las cosas que consumimos. Partiendo de esas tres medidas, la Royal Society del Reino Unido trató de estimar la capacidad de la Tierra para sustentar a la humanidad, es decir, el número máximo de personas que nuestro planeta puede alimentar sin que se produzca un colapso en los sistemas que soportan la vida. Su conclusión es que… depende.

La mayor de las incógnitas fue el progreso de la tecnología. China, por ejemplo, expandió inquietantemente su capacidad para generar electricidad a partir del carbón y, más recientemente, ha aumentado su empleo de la energía solar y eólica hasta convertirse en la mayor potencia mundial. El resultado neto ha sido que la ratio de CO2 emitido en función del producto económico ha descendido bruscamente en China, durante los últimos 30 años, aproximadamente un 70% (aunque estas cifras oculten el constante aumento del número de plantas eléctricas de la llamada «fábrica del mundo» que se alimentan de carbón)[172]. La revolución tecnológica podría, en el caso de que descubramos métodos que no creen nuevos problemas ni se limiten a ocultar los viejos, protegernos de nosotros mismos, permitiéndonos emplear los recursos de un modo que tengan en cuenta los sistemas en los que se sustenta la vida de este planeta.

Eso es, al menos, lo que cabría esperar. Pero las fuerzas económicas imperantes, más preocupadas por ganar dinero que por la virtud planetaria de la sostenibilidad, prestan muy poca atención a este tipo de revoluciones tecnológicas.

Durante la crisis económica que comenzó en 2008, por ejemplo, la tasa de CO2 no empezó a reducirse, en los Estados Unidos, por mandato del Gobierno, sino por imperativos del mercado. La caída de la demanda y el abaratamiento del precio del gas natural para alimentar a las centrales eléctricas reemplazaron al carbón (aunque la contaminación local y los problemas de salud generados por el fracking [método de fractura hidráulica] para extraer el gas hayan creado otros quebraderos de cabeza).

Estos problemas podrían deberse a la existencia, en el cerebro humano, de un punto ciego. El aparato perceptual que alimenta a nuestro cerebro está sintonizado con un rango de datos imprescindibles, en su momento, para garantizar nuestra supervivencia. Por ello contamos con un foco de atención que nos permite discriminar entre sonrisas y ceños fruncidos y discernir un gruñido del llanto de un bebé, pero carecemos de radar neuronal que nos ayude a detectar las amenazas que se ciernen sobre los sistemas globales de los que depende la vida humana. Hay amenazas que son demasiado grandes o demasiado pequeñas para poder ser directamente percibidas. Por eso, ante la noticia de estas amenazas globales, nuestros circuitos atencionales tienden a encogerse de hombros.

Pero lo peor es que nuestras principales tecnologías fueron inventadas mucho antes de que tuviéramos el menor indicio de la amenaza que entrañan para nuestro planeta. La mitad de las emisiones industriales de CO2 se origina en los procesos de fabricación de acero, cemento, plástico, papel y energía. Y aunque, mejorando esos métodos, podríamos reducir sustancialmente tales emisiones, sería mucho mejor reinventarlos para minimizar su impacto negativo o reabastecer incluso al planeta.

¿Qué podría convertir a esta reinvención en algo rentable? La respuesta reside en un cuarto factor, soslayado por Erlich y otros que también han intentado diagnosticar este dilema, a saber: la transparencia ecológica.

Saber en qué aspecto de un sistema debemos centrarnos supone una gran ventaja. Consideremos, por ejemplo, uno de los problemas que amenazan a nuestra especie, nuestro suicidio lento y masivo, a medida que los sistemas humanos van degradando los sistemas globales en los que se sustenta la vida de este planeta. Este es un problema que quizás podamos empezar a entender con el análisis del ciclo vital [acrónimo de ACV o, en inglés, LCA, de life cycle analysis] de los productos y procesos que lo causan.

El análisis del ciclo vital de cada uno de los cerca de 2000 eslabones que componen la cadena de suministro de un simple recipiente de cristal pone de manifiesto, por ejemplo, la existencia de numerosos impactos, que van desde las emisiones al aire, el agua y el suelo hasta el impacto sobre la salud o la degradación de un determinado ecosistema. La adición de soda cáustica a la mezcla del cristal (uno de esos vínculos) da cuenta del 6% del impacto ecológico provocado por la fabricación de ese recipiente y del 3% de sus daños para la salud, mientras que el 20% del efecto sobre el calentamiento climático provocado se debe a las plantas eléctricas que generan la energía eléctrica necesaria para su creación. Y cada uno de los 659 ingredientes utilizados en su fabricación posee su propio perfil en el análisis del ciclo vital… y así hasta el infinito.

Pero el tsunami de información proporcionado por el análisis del ciclo vital puede resultar desmesurado hasta para los ecologistas más recalcitrantes. Un sistema de información diseñado para almacenar toda la información referente al ciclo vital arrojaría un desbordante aluvión de millones o hasta miles de millones de datos puntuales. El conocimiento de tales datos, sin embargo, puede ayudarnos a identificar el momento más adecuado de la historia de ese producto en que nuestra incidencia contribuiría más positivamente a reducir su impacto ecológico[173].

La necesidad de centrarnos en un orden menos complejo (ya sea para ordenar nuestro armario, implantar una determinada estrategia comercial, o analizar los datos que nos proporciona el análisis del ciclo vital) refleja una verdad fundamental. Y es que, por más que vivamos dentro de sistemas sumamente complejos, carecemos de la capacidad cognitiva necesaria para entenderlos o gestionarlos adecuadamente. Y nuestro cerebro ha resuelto el problema que supone sortear la complejidad recurriendo a reglas de decisión muy sencillas. Navegar, por ejemplo, por el intrincado mundo social compuesto por todas las personas que conocemos resulta más fácil si apelamos, como regla general de organización, a la confianza[174].

Existe, para simplificar el aluvión de información proporcionada por el análisis del ciclo vital, un software prometedor que se centra en los cuatro principales impactos que se producen en los cuatro niveles de la cadena de distribución de un producto[175]. Esto abarca cerca del 20% de las causas que explican en torno al 80% de los efectos, una ratio (conocida como principio de Pareto), según la cual basta, para explicar la mayoría de los efectos, con un pequeño número de variables.

Este procedimiento heurístico es el que explica que un determinado flujo de datos desemboque en un «¡Eureka!» o que la información acabe desbordándonos. Esa alternativa («¡Ya lo entiendo!» versus «¡Demasiada información!») está ligada a los circuitos dorsolaterales, una delgada franja ubicada en el área prefrontal del cerebro. El árbitro, pues, de ese punto de inflexión cognitivo reside en las mismas neuronas que mantienen a raya los impulsos turbulentos de la amígdala. Cuando nos vemos cognitivamente desbordados, el sistema dorsolateral se rinde, nuestras decisiones empeoran y aumenta también nuestra ansiedad[176]. porque es muy probable que, en tal caso, rebasemos el punto de inflexión a partir del cual el aumento de datos no haga sino empeorar las cosas.

Resulta mucho mejor centrarse, en medio de un aluvión de datos, en un pequeño número de pautas significativas, ignorando simultáneamente el resto. Nuestro neocórtex incluye un detector de pautas destinado a simplificar la complejidad ateniéndonos a reglas de decisión manejables. Una capacidad cognitiva que sigue aumentando a medida que pasan los años es la denominada «inteligencia cristalizada», es decir, la capacidad de diferenciar lo relevante de lo anodino o, dicho en otras palabras, la señal del ruido. Esto es lo que algunos llaman también sabiduría.

¿Cuál es nuestra huella positiva?

Yo estoy tan atrapado en esta situación como todo el mundo. Y debo decir que el hecho de centrar nuestra atención en el impacto que provocamos en nuestro entorno no hace sino estimular los circuitos asociados a las emociones estresantes y generar culpa y depresión. No olvidemos que las emociones dirigen nuestra atención y que solemos apartar la atención de aquello que nos resulta desagradable.

Yo creía que el conocimiento del impacto negativo de las cosas que compramos y fabricamos (es decir, el conocimiento de nuestra huella ecológica negativa) pondría en marcha, a través del voto que suponen nuestras compras, un movimiento que inclinaría el mercado hacia alternativas más adecuadas[177]. Pero, aunque siga pensando que esa es una buena idea, he acabado dándome cuenta de que soslayé la importante verdad psicológica de que centrarnos en lo negativo desemboca en el desaliento y la falta de compromiso. Y es que, en el momento en que se ponen en marcha los centros neuronales que se ocupan del estrés, nuestro centro de interés pasa a ser el estrés mismo y el modo de aliviarlo.

Pero, por más que entonces anhelemos desconectar, lo que realmente necesitamos es una visión más positiva. Recomiendo al lector que visite Handprinter.org, una web que nos invita a tomar la iniciativa en el ámbito de las mejoras medioambientales. Handprinter nos proporciona una imagen gráfica de los resultados del análisis del ciclo vital que nos ayuda a evaluar el impacto de nuestros hábitos (como cocinar, viajar, calentarnos y refrescarnos) y determinar la línea de partida de nuestra huella de carbono.

Pero ese no es más que el comienzo porque, agrupando todas las cosas positivas que, en este sentido, llevamos a cabo (como utilizar energías renovables, ir al trabajo en bicicleta o bajar algún grado el termostato, por ejemplo), Handprinter nos proporciona una estimación bastante objetiva del impacto positivo provocado por nuestra huella ecológica. La idea consiste en seguir introduciendo mejoras hasta que nuestra huella positiva sea mayor que nuestra huella negativa, momento en el cual nuestro impacto sobre el planeta empieza a ser beneficioso.

Y, si puede hacer que otras personas sigan su ejemplo y adopten cambios parecidos, la huella positiva aumentará considerablemente. Handprinter está presente en las redes sociales y cuenta con una aplicación para Facebook. De este modo, familias, tiendas, equipos, clubes y hasta empresas y pueblos pueden contribuir juntos a aumentar su huella positiva.

Y lo mismo podríamos decir también con respecto al ámbito escolar, un escenario que Gregory Norris, que puso en marcha Handprinter, considera especialmente prometedor. Norris es un ecologista industrial que estudió con John Sterman en el MIT, donde aprendió el análisis del ciclo vital. En la actualidad, Norris trabaja en una escuela primaria en York (Maine), para ayudarles a aumentar el impacto de su huella ecológica positiva.

Norris consiguió que el responsable de sostenibilidad de Owens-Corning, el gran fabricante de productos de vidrio, le donase 300 fundas de fibra de vidrio para cubrir los calentadores de agua de la escuela. Esas fundas pueden reducir significativamente, en el Estado de Maine, las emisiones de carbono y ahorrar a cada hogar unos 70 dólares al año en la factura de la luz[178]. Los hogares que utilizaron esas fundas compartieron parte de su ahorro energético con la escuela, que, de ese modo, pudo llevar a cabo algunas mejoras y aprovechar el superávit para comprar más fundas y donarlas a otras dos escuelas[179].

Y esas dos escuelas repetirán, a su vez, el proceso, proporcionando fundas para calentadores de agua a otras dos escuelas en una progresión continua que puede desencadenar un efecto dominó que, empezando en una determinada región, acabe yendo más allá de las fronteras del Estado.

Los créditos así obtenidos por cada escuela participante en la reducción de la huella ecológica durante la primera ronda fueron, para una vida esperada de la funda de unos 10 años, de cerca de 130 toneladas de CO2. Pero Handprinter ha seguido concediendo créditos a todas las escuelas que han entrado a formar parte de la cadena (que, al cabo de solo seis rondas, son 128), con una reducción equivalente de emisiones de CO2 de unas 16 000 toneladas. Esto supondría, dada una duración aproximada de cada «ronda» de unos tres meses, una reducción de 60 000 toneladas de emisiones al comienzo del tercer año y de un millón durante el cuarto.

«El valor inicial del análisis del ciclo vital de la funda empieza, teniendo en cuenta la cadena de suministros y su vida útil, siendo negativo —afirma Norris—. Al considerar, sin embargo, el impacto que, a la larga, tiene su uso en la emisión de gases de efecto invernadero, ese efecto resulta cada vez más positivo, porque los hogares consumen menos energía procedente de plantas eléctricas que queman carbón y más de las que no utilizan tanto combustible fósil[180]».

Handprinter nos ayuda a dejar en segundo plano la huella negativa y colocar, al mismo tiempo, en primer plano, la huella positiva. Cuando lo que nos motiva son las emociones positivas, lo que hacemos nos parece más importante y el impulso a actuar más duradero. Todo permanece, entonces, más tiempo en nuestra atención. Es cierto que el miedo puede llamar fácilmente nuestra atención, pero cuando hacemos algo y nos sentimos un poco mejor, creemos que ya está todo hecho.

«Poca gente prestaba atención, hace 20 años, al efecto de su actividad en las emisiones de carbono —observa Elke Weber, de Columbia—, pero tampoco había, por aquel entonces, modo alguno de medirlo. Hoy en día, la huella negativa nos proporciona un indicio de lo que hacemos y facilita, al establecer el lugar en el que, en ese sentido, nos hallamos, nuestro proceso de toma de decisiones. Y esto nos ayuda a prestar más atención a lo que medimos y a asumir objetivos que se encuentren a nuestro alcance.

»La huella negativa es, como su nombre indica, un valor negativo y las emociones negativas son poco motivadoras. Podemos llamar la atención de las mujeres para que se sometan periódicamente a un examen de mama asustándolas con lo que, en caso de que no lo hicieran, podría ocurrirles. Es cierto que esa táctica permite captar la atención, pero como el miedo es una emoción negativa, tiene un valor motivador limitado, ya que las personas solo llevan a cabo las acciones mínimas necesarias para cambiar ese estado de ánimo por otro más positivo y acaban ignorándolo.

»Para que se produzca un cambio a largo plazo —precisa Weber—, necesitamos una acción sostenida, un mensaje positivo que nos diga cuáles son las mejores acciones que hay que emprender. Y con este tipo de medición podemos ver el bien que estamos haciendo y sentirnos, en la medida en que perseveramos en ello, cada vez mejor. Por ello la huella positiva resulta tan interesante».

La alfabetización sistémica

Raid on Bungeling Bay era un antiguo videojuego en el que el jugador, situado en un helicóptero, debía atacar las instalaciones militares de su enemigo y bombardear sus fábricas, carreteras, muelles, tanques, aviones y barcos.

Pero si, en algún momento, el jugador se daba cuenta de la posibilidad de atacar la cadena de abastecimiento del enemigo, podía asumir una estrategia más incisiva bombardeando sus barcos de suministro.

«La mayoría, sin embargo, se limitaban a bombardear todo lo que podían», afirma Will Wright, el diseñador del juego, más conocido como el cerebro que hay detrás de SimCity y de sus universos sucesivos de simulaciones para múltiples jugadores[181]. Una de las primeras inspiraciones que llevaron a Wright a diseñar esos mundos virtuales fue el trabajo, en el MIT, de Jay Forrester (mentor de John Sterman y fundador de la moderna teoría sistémica) que, durante la década de los cincuenta, fue uno de los pioneros en el intento de simular con un ordenador un sistema vivo.

Y, si bien existen dudas razonables sobre el impacto social que estos juegos tienen en los niños, uno de sus beneficios menos reconocidos consiste en desarrollar la capacidad de descubrir las reglas básicas de una realidad desconocida. Son juegos que enseñan a los niños a experimentar con sistemas complejos. Ganar exige, en opinión de Wright, un conocimiento intuitivo de los algoritmos integrados en el juego y aprender a navegar a través de ellos[182].

«En las escuelas se debería enseñar a pensar en términos de ensayo y error, fundamento mental de la llamada ingeniería inversa, el tipo de pensamiento que utiliza, precisamente, el niño en los videojuegos. Así es como los juegos nos enseñan —concluye Wright— a enfrentarnos a un mundo cada vez más complejo».

«Los niños son, por naturaleza, pensadores sistémicos —afirma Peter Senge, que se dedica a enseñar esta disciplina en el entorno escolar—. Si le pides a 3 niños de 6 años que traten de explicar por qué hay tantas peleas en el patio de recreo, no tardarán en decirte, a su modo, que están atrapados en un bucle en el que se sienten heridos por los insultos, lo que provoca, a su vez, una escalada de insultos y sentimientos heridos, hasta que todo desemboca en una pelea».

¿Por qué no incluir, como la formación en navegación celeste que recibió Mau, la dimensión sistémica en la educación general que nuestra cultura transmite a nuestros hijos? Este sería un objetivo al que bien podríamos calificar como alfabetización sistémica.

Gregory Norris forma parte del Center for Health and the Global Environment de la Harvard School of Public Health [Centro de Salud y Medio Ambiente Global de la Escuela de Salud Pública de Harvard], donde imparte, desde hace tiempo, un curso sobre el análisis de ciclo vital. Norris y yo llevamos a cabo un brainstorming sobre el modo de incluir, en los planes de estudio, el conocimiento sistémico y el análisis del ciclo vital.

Consideremos, por ejemplo, la reducción de la tasa de partículas emitidas a la atmósfera por las centrales eléctricas que implicaría el uso doméstico de fundas para los calentadores del agua. Existen dos tipos fundamentales de estas partículas, ambas nocivas para el sistema respiratorio, las diminutas partículas que se alojan en los recovecos más profundos de los pulmones y otras que, partiendo del óxido nitroso y el dióxido de azufre, acaban transformándose en partículas que tienen el mismo efecto perjudicial que aquellas.

Estas partículas constituyen un problema extraordinario de salud pública, especialmente en aglomeraciones urbanas como Los Ángeles, Beijing, Ciudad de México y Nueva Delhi, donde la polución suele ser muy elevada. La Organización Mundial de la Salud estima que la contaminación atmosférica causa 3,2 millones de muertes al año en todo el mundo[183].

A la vista de estos datos, una clase de salud o matemáticas podría dedicarse a calcular, en un día muy contaminado, los «años de vida potencialmente perdidos» (avpp, un indicador de los años de vida productiva perdidos por muerte prematura [DALY en inglés]) por el ciudadano, teniendo en cuenta los días de vida sana perdidos debidos al impacto de las emisiones a la atmósfera. Este valor podría calcularse incluso en cantidades diminutas de exposición y traducirse luego en términos de la incidencia de determinadas enfermedades.

Estos sistemas podrían analizarse desde perspectivas muy diferentes. Una clase de biología, por ejemplo, podría dedicarse al estudio de los mecanismos implicados en la creación del asma, el enfisema o las enfermedades cardiovasculares debido a las partículas alojadas en los pulmones. La clase de química, por su parte, podría ocuparse del estudio del proceso de transformación del óxido nitroso y el dióxido de azufre en esas partículas. Los estudios medioambientales, la educación para la ciudadanía y la política social podrían centrarse, por último, en las cuestiones relativas al modo en que los sistemas actuales de energía, transporte y construcción ponen continuamente en peligro la salud pública y lo que podríamos hacer para reducir esas amenazas.

La inclusión de este tipo de aprendizaje en los planes de estudio establecería un andamiaje conceptual más explícito del pensamiento sistémico que los alumnos de grados superiores podrían posteriormente perfeccionar[184].

«Se requiere, para detectar las interacciones sistémicas, una visión panorámica —afirma Richard Davidson— y, para ello, es necesaria una flexibilidad de la atención que, como el objetivo de una cámara fotográfica, nos permita abrir y cerrar nuestro foco de atención para poder ver, de ese modo, tanto los árboles como el bosque».

No estaría de más, a medida que la educación va actualizando sus modelos mentales, incluir, en los programas escolares, la interpretación de los mapas cognitivos relacionados, por ejemplo, con la industria ecológica. Ello ampliará el acervo de reglas a las que apelar cuando, siendo adultos, se vean obligados a tomar decisiones.

Pero también influiría en nuestras decisiones sobre las marcas que, como consumidores, debemos elegir o descartar. Y ese aprendizaje afectaría también a muchas de las decisiones que debemos tomar en el entorno laboral, desde dónde conviene invertir hasta los procesos de fabricación, el suministro de materias primas y las posibles estrategias comerciales.

Y esta forma de pensar llevaría a que nuestras generaciones más jóvenes se interesaran más por la investigación y el desarrollo, en especial por algo semejante a la biomimética (es decir, la ciencia que busca inspiración en el funcionamiento de la naturaleza).

La práctica totalidad de las plataformas industriales, de los productos químicos y de los procesos de fabricación actuales se desarrollaron en un tiempo en el que nadie conocía —ni, en consecuencia, se preocupaba— el impacto ecológico. Pero, ahora que contamos con el pensamiento sistémico y la lente que nos proporciona el análisis del ciclo vital, necesitamos reinventarlo todo, lo que también implica una extraordinaria oportunidad empresarial para el futuro.

En una reunión celebrada a puerta cerrada con una docena de directores de sostenibilidad, me sentí muy alentado al escucharles enumerar todas las mejoras realizadas por sus empresas, que iban desde alimentar fábricas con energía solar para ahorrar energía, hasta la compra de materias primas sostenibles. Pero me sentí igualmente deprimido al escuchar la lamentable conclusión general de que «eso parece importar muy poco a nuestros clientes».

La iniciativa educativa que acabamos de esbozar contribuiría a resolver, a largo plazo, este problema. Los jóvenes viven en un mundo de medios de comunicación social, en el que las fuerzas emergentes de la hiperconexión digital pueden hacer tambalear mentes y mercados. Si un enfoque como el de Handprinter se tornase viral, podría desencadenar una fuerza económica, hoy ausente, que obligase a las empresas a cambiar el modo en que abordan su negocio.

Para enfrentarse a un sistema inmenso, la atención necesita expandirse mucho. El horizonte de un ojo es muy limitado, pero esa limitación se expande cuando son muchos los ojos que miran. Cuanto más fuerte es una entidad, más información relevante capta, mejor la entiende y más adecuadamente responde.

Añadamos, pues, la educación sistémica a la larga y creciente lista de lo que, para evitar el colapso planetario, está haciendo ya gente en todo el mundo. Y, cuantos más seamos, mejor, porque el cambio se acelerará cuanto más dispersos se hallen los fulcros en los que apliquemos nuestro esfuerzo. Ese es, precisamente, el argumento esgrimido por Paul Hawken en su libro Blessed Unrest. Después de la falta de acuerdo (lamentablemente tan habitual en ese tipo de encuentros) de la cumbre sobre el cambio climático celebrada, en el año 2009, en Copenhague, Hawken dijo: «Es irrelevante, porque no creo que el cambio pueda venir de ahí».

Según Hawken: «Imaginemos a 50 000 personas en Copenhague intercambiando información, notas, cartas, contactos e ideas, etcétera, y difundiéndolas luego al volver a sus 192 países de origen, distribuidos por todo lo largo y ancho del mundo. La energía y el clima son sistemas y sus problemas, en consecuencia, son sistémicos. Esto significa que todo lo que hacemos puede formar parte de la curación del sistema y que no existe punto de apoyo arquimediano en el que fracasemos… o, si nos esforzamos, no podamos tener éxito»[185].

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