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Parte I: La anatomía de la atención » 3. La atención superior y la atención inferior

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«Yo dirigí mi atención, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, hacia el estudio de algunas cuestiones aritméticas —escribió el matemático francés del siglo XIX Henri Poincaré—. Disgustado con mi fracaso, me fui a pasar unos días a orillas del mar»[31].

Una mañana, mientras caminaba por un acantilado sobre el océano, Poincaré se dio súbitamente cuenta, de «que las transformaciones aritméticas de las fórmulas cuadrática ternarias indeterminadas eran idénticas a las de la geometría no-euclidiana».

Los detalles concretos de esa demostración no importan aquí (afortunadamente, porque yo ni siquiera entiendo los conceptos matemáticos señalados), lo que aquí nos interesa es el

modo en que esta revelación llegó a Poincaré ataviada con los rasgos de «lo breve, lo inesperado y una sensación de certeza inmediata». O, dicho en otras palabras, se vio tomado por sorpresa.

La historia de la creatividad abunda en este tipo de relatos. Karl Gauss, el matemático del siglo XVIII, se empeñó infructuosamente, durante cuatro largos años, en demostrar un teorema. Un buen día, sin embargo, la solución se le apareció «en un súbito fogonazo», sin que pudiera describir el hilo de pensamientos que conectaron esos arduos años de trabajo con ese destello de comprensión.

¿Pero por qué sorprendernos? Nuestro cerebro cuenta con dos sistemas mentales separados y relativamente independientes. Uno tiene un gran poder de computación y ronronea de continuo con la intención de resolver nuestros problemas, hasta que nos sorprende con la solución súbita a una compleja deliberación. Pero, como opera más allá del horizonte de la consciencia despierta, permanecemos ciegos a su funcionamiento. Este sistema nos brinda los frutos de su inmensa labor como si procedieran de ningún lugar y en una multitud de formas, desde establecer la sintaxis de una frase hasta elaborar una compleja demostración matemática.

Esta forma de atención, que discurre entre bambalinas, suele irrumpir, en ocasiones de un modo completamente inesperado, en el centro del escenario. Hay veces en que, mientras hablamos por teléfono estando detenidos ante un semáforo en rojo (el lector debe saber que la parte que se encarga de conducir se halla, por así decirlo, detrás de la mente), el bocinazo del coche que nos sucede nos advierte que el semáforo ha entrado en fase verde.

Aunque la mayor parte de este cableado neuronal se asiente en la parte inferior del cerebro (es decir, en los circuitos subcorticales), los frutos de su esfuerzo afloran súbitamente en nuestra conciencia avisando al neocórtex (es decir, a los estratos más elevados del cerebro). Fue esta vía procedente de los estratos cerebrales inferiores la que permitió a Poincaré y Gauss cosechar sus recién mencionados descubrimientos.

La expresión «ascendente» [o «de abajo arriba»] ha acabado convirtiéndose en la habitualmente utilizada por la ciencia cognitiva para referirse a las operaciones llevadas a cabo por la maquinaria neuronal propia del cerebro inferior[32]. Y, por la misma razón, la expresión «descendente» [o «de arriba abajo»] se refiere a la actividad mental (de origen principalmente neocortical) que controla e impone sus objetivos sobre el funcionamiento subcortical. Es como si, en este sentido, hubiese dos mentes funcionando simultáneamente.

La mente de abajo arriba:

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Y la mente de arriba abajo:

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La atención voluntaria, la voluntad y la decisión intencional emplean los circuitos de arriba abajo, mientras que la atención reflexiva, el impulso y los hábitos rutinarios lo hacen, por su parte, de abajo arriba (como sucede, por ejemplo, cuando un anuncio ingenioso o un traje elegante llaman nuestra atención). Cuando decidimos conectar con la belleza de una puesta de sol, concentrarnos en lo que estamos leyendo o hablar con alguien, entramos en una modalidad de funcionamiento descendente. El ojo de nuestra mente ejecuta una danza continua entre la modalidad de atención ascendente (atrapada por los estímulos) y la modalidad descendente (voluntariamente dirigida).

El sistema multitarea ascendente escanea en paralelo una gran cantidad de entradas, como rasgos de nuestro entorno que todavía no han llegado a ocupar el centro de nuestra atención y, después de analizar lo que se halla dentro del rango de nuestro campo perceptual, nos informa de aquello que ha seleccionado como más relevante. Nuestra mente descendente procesa secuencialmente, en cambio, las cosas, una tras otra, lleva a cabo un análisis más concienzudo y necesita más tiempo para decidir lo que nos presentará.

Resulta muy curioso que, en una especie de ilusión óptica, nuestra mente acabe equiparando lo que ocupa el centro de la conciencia con la totalidad de nuestras operaciones mentales. Pero lo cierto es que la inmensa mayoría de estas no ocupan el centro del escenario, sino que lo hacen entre el ronroneo del funcionamiento de los sistemas ascendentes, entre bambalinas, en el trasfondo de nuestra mente.

Gran parte de aquello en lo que la mente descendente cree decidir concentrarse, pensar y planear voluntariamente —si no todo, en opinión de algunos— discurre, de hecho, por los circuitos ascendentes. Si se tratara de una película, comenta irónicamente al respecto el psicólogo Daniel Kahneman, la mente descendente sería «un personaje secundario que se toma por el protagonista»[33].

Con un origen que se remonta a millones de años atrás en la historia de la evolución, los veloces circuitos ascendentes favorecen el pensamiento a corto plazo, los impulsos y la toma rápida de decisiones. Las áreas superior y frontal del cerebro y los circuitos descendentes son, por el contrario, unos recién llegados, porque su maduración plena solo se produjo hace unos centenares de miles de años.

Los circuitos descendentes agregan al repertorio de nuestra mente talentos como la autoconciencia, la reflexión, la deliberación y la planificación. Se trata de un foco intencional que proporciona a la mente una palanca para equilibrar nuestro cerebro. A medida que cambiamos nuestra atención de una tarea, plan, sensación o similar a otro, se activan los circuitos cerebrales correspondientes. Basta con evocar un recuerdo feliz para que se estimulen las neuronas del placer y el movimiento; es suficiente con el simple recuerdo del funeral de un ser querido para que se activen los circuitos de la tristeza, y el mero ensayo mental de un golpe de golf fortalece, del mismo modo, la activación de los axones y dendritas que se encargan de orquestar los correspondientes movimientos.

El cerebro humano forma parte de un diseño evolutivo que, pese a ser bastante bueno, no es perfecto[34]. El sistema ascendente más antiguo funcionó bastante bien durante la mayor parte de la prehistoria, pero son varios los problemas que actualmente nos provoca su diseño. Se trata de un sistema que sigue siendo dominante y suele funcionar bien, pero hay casos, como indican, por ejemplo, las adicciones, las compras compulsivas y los adelantamientos imprudentes, en los que las cosas parecen salirse de madre.

La necesidad de supervivencia instaló en nuestro cerebro, durante su temprana evolución, programas ascendentes destinados a la procreación y la crianza y a separar lo que nos resulta placentero de lo que nos desagrada, para poder escapar así de las amenazas y aproximarnos a las fuentes de alimento. En el mundo actual, sin embargo, a menudo necesitamos, para contrarrestar esta corriente de caprichos e impulsos ascendentes, aprender a gestionar la dimensión descendente de nuestra vida.

La balanza de estos dos sistemas se inclina siempre, por una simple cuestión de economía energética, del lado del platillo ascendente. Los esfuerzos cognitivos, como los impuestos, por ejemplo, por el aprendizaje de las nuevas tecnologías, requieren atención y exigen un coste energético. Pero, cuanto más ejercitamos una actividad anteriormente novedosa, más rutinaria se torna y más asumida, en consecuencia, por los circuitos ascendentes, sobre todo por la red neuronal de los ganglios basales, una masa del tamaño de una pelota de golf ubicada, como su nombre indica, en la base del cerebro, justo encima de la médula espinal. Cuanto más ejercitamos una determinada rutina, mayor es la participación en ella de los ganglios basales, en detrimento de otras regiones del cerebro.

La distribución de las tareas mentales entre los circuitos ascendente y descendente se atiene al criterio de obtener, con el mínimo esfuerzo, el máximo resultado. Por eso, cuando la familiaridad acaba simplificando una determinada rutina, su control cambia, en una transferencia neuronal que, cuanto más se automatiza, menos atención requiere, de descendente a ascendente.

El pico de automaticidad puede advertirse durante el estado de flujo, cuando la experiencia nos permite prestar una atención sin esfuerzo a una tarea exigente, independientemente de que se trate de una partida entre maestros de ajedrez, de una carrera de Fórmula 1 o de pintar al óleo. Todas estas actividades requieren, cuando no las hemos ejercitado suficientemente, una atención deliberada. Dominadas, sin embargo, las habilidades necesarias para satisfacer la demanda, dejan de imponer un esfuerzo cognitivo adicional y liberan nuestra atención, que podemos destinar entonces al logro de cotas más elevadas de desempeño.

Según dicen los auténticos campeones, en los niveles más elevados, cualquier competición con adversarios que hayan practicado tantas miles de horas como ellos se convierte en un juego mental. El estado mental es el que determina entonces el grado de concentración y también, en consecuencia, el grado de desempeño. Cuanto más pueda uno relajarse y confiar en el sistema ascendente, más libre y ágil se tornará su mente.

Consideremos, por ejemplo, el caso de los

quarterbacks, esas estrellas de fútbol americano que, según afirman los analistas, tienen una «gran capacidad para ver el campo», es decir, para interpretar las formaciones defensivas que emplean los jugadores del equipo contrario y detectar incluso sus intenciones. De ese modo, pueden anticiparse a sus movimientos y ganar unos segundos preciosos en los que elegir al jugador de su equipo que en mejores condiciones se halle para recoger su pase. El desarrollo de ese tipo de «percepción» (la percepción, por ejemplo, de que hay que esquivar a tal o cual jugador) requiere de una práctica extraordinaria que, si bien al comienzo exige mucha atención, luego discurre de manera automática.

No es nada sencillo, desde la perspectiva del procesamiento mental, seleccionar al receptor más adecuado al que lanzar la pelota cuando uno se halla bajo el peso de varios cuerpos de casi 100 kilos. El

quarterback debe procesar entonces simultáneamente los caminos de acceso a dos receptores distintos, al tiempo que procesa y responde a los movimientos de los 11 jugadores del equipo contrario, un desafío solo superable si los circuitos ascendentes están bien engrasados (y que resultaría abrumador si tuviese que razonar conscientemente cada movimiento).

La mejor receta para el fracaso

Lolo Jones fue ganadora de la carrera femenina de los 100 metros vallas en su camino a la medalla de oro de los Juegos Olímpicos de Beijing de 2008. Durante los entrenamientos, saltó sin problemas todas las vallas con un ritmo despojado de esfuerzo… hasta que algo salió mal.

La cosa fue, al comienzo, muy sutil y consistió en sentir que estaba aproximándose demasiado deprisa a las vallas. Por ello pensó: «Presta atención a la técnica… Asegúrate de levantar bien las piernas».

Pero ese pensamiento la llevó a esforzarse un poco más de la cuenta, golpeando la novena de las diez vallas. Jones no acabó primera, sino séptima y sufrió un ataque de llanto en plena pista[35].

Durante los Juegos Olímpicos de Londres de 2012 (donde finalmente acabó cuarta), Jones pudo recordar con toda nitidez el origen de ese fracaso. Y estoy seguro de que, si le preguntásemos a un neurocientífico cuál es su diagnóstico del error de Jones, respondería algo así: «Cuando, en lugar de dejar el asunto en manos de los circuitos motores que habían ejercitado esos movimientos hasta el grado del dominio, empezó a pensar en los detalles de la técnica, dejó de confiar en su sistema ascendente y abrió así la puerta para que el sistema descendente empezase a interferir desde arriba».

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