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Parte I: La anatomía de la atención » 3. La atención superior y la atención inferior

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Los estudios cerebrales han puesto de relieve que cuestionar los detalles de la técnica mientras uno está practicando es, en el caso de un atleta de élite, la mejor receta para el fracaso. Cuando los futbolistas tienen que pasar velozmente una pelota, zigzagueando a través de una fila de conos, conscientes del lado del pie con el que controlan el balón, cometen más errores[36]. Y lo mismo sucede cuando los jugadores de béisbol centran su atención, cuando están a punto de devolver una pelota, en si mueven el bate de tal o cual modo.

La corteza motora que, en el caso de un atleta experimentado, ha integrado profundamente, después de miles de horas de práctica, esos movimientos en sus circuitos neuronales, funciona mejor cuando lo hace por su cuenta sin interferencias de ningún tipo. Cuando la corteza prefrontal se activa y empezamos a pensar en lo que estamos haciendo —o, peor todavía, en el modo en que lo hacemos—, el cerebro otorga cierto control a los circuitos que, si bien saben cómo pensar y preocuparse, ignoran el modo de llevar a cabo el movimiento. Y esa es, independientemente de que se trate de una carrera de 100 metros vallas o de un partido de fútbol o de béisbol, la mejor receta para el fracaso.

Por eso, como me dijo Rick Aberman, director del centro de alto rendimiento del equipo de béisbol Minnesota Twins: «Centrar exclusivamente la atención, durante la revisión de un encuentro, en lo que

no hay que hacer en la siguiente ocasión es el modo más seguro de obstaculizar el rendimiento de los jugadores».

Y eso no solo afecta al ámbito de los deportes. Ponerse exquisitamente analítico es un obstáculo también para otra actividad como hacer el amor. Y un artículo de una revista, titulado «Ironic effects of trying to relax under stress», nos proporciona un ejemplo más, en este mismo sentido, de los problemas que acompañan al empeño intencional de relajarse[37].

Relajarse y hacer el amor son actividades que funcionan mejor cuando permitimos que sucedan sin forzarlas. El sistema nervioso parasimpático, que se activa durante este tipo de actividades, actúa independientemente del cerebro ejecutivo, que piensa en ellas.

Edgar Allan Poe denominó «diablillo de lo perverso» a la desafortunada tendencia mental a traer a colación algún tema sensible que uno había decidido no mencionar. Y, en un artículo titulado «How to Think, Say, or Do Precisely the Worst Thing For Any Occasion», el psicólogo de Harvard Daniel Wegner explica el mecanismo cognitivo que anima a ese diablillo[38].

Estos errores, afirma Wegner, aumentan cuando estamos distraídos, estresados o, en cualquier otro sentido, mentalmente cargados. En esas circunstancias, un sistema de control cognitivo, por lo general destinado a controlar los errores en que hemos incurrido (como «no mencionar tal o cual cosa»), puede servir involuntariamente de cebo mental, aumentando la probabilidad de incurrir en el mismo error («mentando precisamente la bicha»).

Wegner lo llamó un «error irónico». Cuando invitó a unos voluntarios a someterse al experimento de tratar de

no pensar en una determinada palabra descubrió que, cuando se veían presionados a responder con rapidez a una tarea asociativa, solían pronunciar precisamente la palabra tabú.

La sobrecarga de atención entorpece el control mental. Por eso, cuanto más estresados nos sentimos, olvidamos los nombres de las personas que conocemos bien, por no mencionar el día de su cumpleaños, nuestro aniversario y otros datos socialmente relevantes[39].

Otro ejemplo en este mismo sentido nos lo proporciona la obesidad. Los investigadores han descubierto que la prevalencia de la obesidad en los Estados Unidos durante los últimos 30 años mantiene una elevada correlación (nada accidental, por otra parte) con el efecto que ha tenido en la vida de las personas la explosión de los ordenadores y de los dispositivos tecnológicos. La vida inmersa en distracciones digitales genera una sobrecarga cognitiva casi constante, que desborda nuestra capacidad de autocontrol… en cuyo caso olvidamos nuestra dieta y, sumidos en el mundo digital, echamos inadvertidamente mano a la bolsa de patatas fritas.

El error descendente

En una encuesta realizada a psicólogos se les preguntaba si había «algo molesto» que no entendían de sí mismos[40].

Uno de ellos dijo que, pese a haber dedicado dos décadas al estudio de los efectos negativos que el clima nublado tiene en nuestra vida, todavía se sentía (a menos que cobrase consciencia de ello) presa, en ocasiones, de ese estado.

Otro estaba sorprendido por su compulsión a escribir artículos destinados a demostrar lo desencaminadas que se hallaban algunas investigaciones, pese a que nadie pareciese prestar atención a sus conclusiones.

Y un tercero dijo que, pese a haberse dedicado al estudio del llamado «sesgo de sobrepercepción de interés sexual masculino» (es decir, la atribución equivocada, como interés romántico, de lo que no es más que una muestra de amistad), todavía sucumbe a ese sesgo.

Los circuitos ascendentes aprenden de continuo de un modo tan voraz como silencioso. Se trata de un aprendizaje implícito que, pese a no entrar nunca en nuestro campo de conciencia, sirve, para mejor o peor, como timón que dirige nuestra vida.

El sistema automático funciona, la mayor parte del tiempo, bastante bien: sabemos lo que ocurre, lo que tenemos que hacer, y el modo en que podemos, mientras pensamos en otras cosas, movernos a través de las exigencias de la vida. Pero también tiene sus debilidades, porque nuestras emociones y motivaciones provocan sesgos y desajustes en nuestra atención de los que no solo no caemos en cuenta, sino que ni siquiera advertimos.

Consideremos, por ejemplo, el caso de la ansiedad social. Las personas ansiosas se fijan más, hablando en términos generales, en las cosas más levemente amenazantes y quienes padecen de ansiedad social se centran de forma compulsiva, en un aparente intento de corroborar su creencia habitual de que socialmente son unos fracasados, en los más leves indicios de rechazo (como una expresión fugaz de disgusto en el rostro de alguien). Y la mayoría de estas transacciones emocionales discurren por cauces ajenos a la conciencia, llevando a las personas a evitar aquellas situaciones en las que puedan experimentar ansiedad.

Un método muy ingenioso para remediar este sesgo ascendente es tan sutil que las personas no se dan cuenta del recableado al que se ven sometidas sus pautas atencionales (como tampoco advirtieron el cableado original de su sistema nervioso). Esta terapia invisible, llamada «modificación del sesgo cognitivo» o MSC [CBM, en inglés, de

cognitive bias modification], muestra, a quienes padecen ansiedad social grave, fotografías de una audiencia y les pide que observen la aparición de ciertas luces, momento en el cual deben pulsar, lo más rápidamente posible, un botón[41].

Los destellos luminosos jamás aparecen en las zonas amenazadoras de la imagen, como los rostros serios, por ejemplo. Aunque la intervención discurre por debajo del umbral de la conciencia, los circuitos de abajo arriba aprenden, a lo largo de las sesiones, a dirigir la atención hacia los indicios no amenazadores. Y aunque, quienes se ven sometidos a este proceso, no tienen el menor indicio de que se está produciendo una reestructuración sutil de su atención, su ansiedad social disminuye[42].

Este es un uso benigno de esos circuitos. Luego también está la publicidad, porque hay una pequeña industria de investigación cerebral al servicio del márketing que se dedica al descubrimiento de tácticas destinadas a la manipulación de nuestra mente inconsciente. Uno de tales estudios ha puesto de relieve, por ejemplo, que las decisiones de quienes acaban de ver o pensar en artículos de lujo son más egocéntricas[43].

Uno de los campos de investigación más activos sobre las decisiones inconscientes se centra en lo que nos lleva a comprar determinados productos. Los especialistas en márketing están muy interesados en descubrir la forma de movilizar nuestro cerebro ascendente.

La investigación realizada en este sentido ha puesto, por ejemplo, de relieve que, cuando a la gente se le muestran imágenes de rostros felices que destellan en una pantalla a una velocidad demasiado rápida como para ser conscientemente registradas (aunque claramente advertidas, sin embargo, por los sistemas ascendentes), beben más que cuando esas imágenes fugaces presentan rostros enojados.

Una revisión exhaustiva de este tipo de investigación ha concluido que, por más que determinen nuestras elecciones, las personas somos «fundamentalmente inconscientes» de las fuerzas sutiles del márketing[44]. Por eso el sistema de abajo arriba nos convierte en marionetas a merced, gracias a cebos inconscientes, de las influencias externas.

La vida actual parece inquietantemente gobernada por los impulsos; un bombardeo de publicidad nos induce, de abajo arriba, a desear y comprar hoy lo que no sabemos cómo pagaremos mañana. El reino de los impulsos lleva a muchos a gastar más de la cuenta y solicitar préstamos que no saben cómo devolver, y a otros hábitos adictivos, como pasar noche tras noche de fiesta o perder el tiempo ante un tipo u otro de pantalla digital.

El secuestro neuronal

¿Qué es lo primero que ve usted cuando entra en el despacho de alguien? La respuesta a esa pregunta es la clave de lo que, en ese momento, está movilizando su foco ascendente. Es muy probable que, si sus intereses son de tipo financiero, lo primero que llame su atención sea el gráfico de beneficios de la pantalla del ordenador mientras que, si padece de aracnofobia, se fije en esa polvorienta tela de araña del rincón de la ventana.

Esos son ejemplos de decisiones subconscientes de la atención. En todas ellas, la atención se ve capturada cuando los circuitos de la amígdala, centinela cerebral del significado emocional, advierten algo que, por una razón u otra, les resulta significativo (como un insecto de gran tamaño, un rostro enfadado o un bebé) y que evidencia la sintonía del cerebro con ese interés instintivo[45]. La reacción del cerebro medio ascendente es, hablando en términos de tiempo neuronal, mucho más rápida que la respuesta prefrontal descendente; envía señales hacia arriba para activar las vías corticales superiores que, alertando a los centros ejecutivos más lentos, los movilizan para prestar atención.

Los mecanismos de atención de nuestro cerebro evolucionaron hace centenares de miles de años para permitirnos sobrevivir en la jungla de garras y dientes en la que las amenazas que acechaban a nuestros ancestros se hallaban dentro de una determinada franja visual, cuyo rango de velocidad iba desde la arremetida de una serpiente al ataque de un tigre. Nosotros hemos heredado el diseño neuronal de aquellos ancestros cuya amígdala fue lo suficientemente rápida como para ayudarlos a esquivar reptiles y tigres.

Las serpientes y las arañas, dos especies a las que el cerebro humano está condicionado para responder alarmado, capturan nuestra atención aun cuando sus imágenes no destellen con la suficiente rapidez como para ser conscientes de haberlas visto. Su mera presencia activa los circuitos neuronales ascendentes, enviando una señal de alarma más rápidamente que ante los objetos neutros. Pero, si esas mismas imágenes se presentan a un experto en serpientes o arañas y capturan su atención, no activan ninguna señal de alarma[46].

Al cerebro le resulta imposible ignorar los rostros emocionalmente cargados, en especial los enfadados[47]. Estos tienen mayor relevancia, porque el cerebro ascendente escruta de continuo, en busca de amenazas, lo que sucede más allá del campo de la atención consciente. Por ello se muestra tan hábil en detectar, en medio de una multitud, un semblante enfadado. La velocidad del cerebro inferior para identificar una caricatura con las cejas en forma de V (como los niños de

South Park, por ejemplo) es mucho mayor que la que emplea en descubrir un rostro feliz.

Estamos programados para prestar una atención refleja a «estímulos supranormales», ya sea para nuestra seguridad, nutrición o sexo, como el gato que no puede sino perseguir un falso ratón atado a una cuerda. Este es el tipo de tendencias preinstaladas con las que, en un intento de atrapar nuestra atención refleja, juega actualmente la publicidad. Y es que basta con asociar el sexo o el prestigio a un producto para activar los circuitos que, por caminos inadvertidos, nos predisponen a comprarlo.

Y nuestras tendencias concretas nos tornan, en este sentido, todavía más vulnerables. De ahí que las imágenes de escapadas vacacionales que apelan a personas sexy resulten más movilizadoras a las personas más interesadas por el sexo, y que los alcohólicos sean más susceptibles a los anuncios de vodka.

Esta captura de la atención preseleccionada ascendente ocurre de un modo tan automático como involuntario. Estamos más expuestos a que las emociones guíen de este modo nuestra mente cuando estamos divagando, cuando estamos distraídos o cuando nos vemos desbordados por la información, o en los tres casos a la vez.

También hay emociones que se disparan. Estaba escribiendo esta misma sección ayer, sentado en mi despacho, cuando de la nada experimenté un dolor en la parte inferior de la espalda que me dejó paralizado. Bueno… quizás no salió de la nada, porque había ido gestándose en silencio desde primera hora de la mañana. Luego, de repente, mi cuerpo se vio súbitamente desgarrado por un dolor que, originándose en la parte inferior de mi columna, partió mi cuerpo en dos.

Cuando traté de ponerme en pie, el dolor fue tan intenso que me vi nuevamente arrojado a la silla. Y lo que es peor, mi mente se lanzó entonces a un galope desbocado imaginando lo peor («Me quedaré lisiado. Tendrán que darme regularmente inyecciones de esteroides», etcétera). Y ese tren de pensamientos se aceleró todavía más al recordar que, no hacía mucho, un problema en la fabricación de un fármaco sintético había provocado la muerte por meningitis de 27 pacientes que acababan de recibir esas mismas inyecciones.

Mientras tanto, acababa de cortar un bloque de texto de un punto relacionado que pretendía pegar en otro lugar. Pero, cuando mi atención cayó presa del dolor y la preocupación, me olvidé por completo de todo ello, y el texto acabó perdiéndose en algún agujero negro paralelo al portapapeles.

Los secuestros emocionales están desencadenados por la amígdala, una especie de radar cerebral que escanea de continuo nuestro entorno en busca de posibles amenazas. Pero, cuando estos circuitos se centran en algún peligro (o en lo que uno interpreta como peligro, porque a menudo se cometen también, en este sentido, errores), envían una andanada de señales a las regiones prefrontales a través de una superautopista de circuitos neuronales ascendentes que dejan al cerebro superior a merced del inferior. Entonces nuestra atención se estrecha y se aferra a lo que nos preocupa, al tiempo que nuestra memoria se reorganiza, favoreciendo la emergencia de cualquier recuerdo relevante para la amenaza a la que nos enfrentamos, mientras nuestro cuerpo, impregnado de las hormonas disparadas por el estrés, prepara a nuestras extremidades para las respuestas de lucha o huida.

Y, cuanto más intensa es la emoción, mayor es nuestra fijación. El secuestro emocional es, por así decirlo, el pegamento de la atención. ¿Pero cuánto tiempo permanece atrapada nuestra atención? Eso depende, al parecer, de la capacidad de la región prefrontal izquierda para calmar la excitación de la amígdala (hay dos amígdalas, una en cada hemisferio cerebral).

La superautopista neuronal que va desde la amígdala hasta el área prefrontal tiene dos ramas que se dirigen a las regiones prefrontal izquierda y prefrontal derecha. Cuando nos vemos secuestrados, los circuitos de la amígdala capturan el lado derecho y pasan a primer plano. Pero la región prefrontal izquierda también puede enviar señales descendentes destinadas a apaciguar ese secuestro.

La resiliencia emocional se refiere a la prontitud con que nos recuperamos de un contratiempo. Las personas muy resilientes (es decir, las que más rápidamente se recuperan) pueden experimentar una activación de la región prefrontal izquierda 30 veces superior a la de quienes son menos resilientes[48]. La buena noticia es que, como veremos en la Parte V, podemos fortalecer los circuitos prefrontales izquierdos que cumplen con la función de sosegar la amígdala.

La vida en piloto automático

Un amigo y yo estábamos charlando en un restaurante muy ajetreado. Él estaba contándome algo sobre una cuestión muy intensa que recientemente había experimentado.

Tan absorto se hallaba en su relato que, mientras yo llevaba un buen rato con el plato vacío, él todavía no había probado bocado. En ese momento, el camarero se acercó a nuestra mesa y le preguntó: «¿Está el señor disfrutando de su comida?».

Sin darse cuenta siquiera de lo que acababa de preguntarle, mi amigo masculló un despectivo: «¡No! ¡Todavía no!», y prosiguió, sin perder el ritmo, con su historia.

Esa respuesta no se refería tanto, obviamente, a lo que ese camarero le había preguntado, sino a lo que los camareros

suelen preguntar en circunstancias parecidas, es decir: «¿Ha terminado usted?».

Este pequeño error tipifica el aspecto negativo de una vida vivida de abajo arriba (o, como también podríamos decir, en piloto automático), sin darnos cuenta del momento tal como se nos presenta y reaccionando, en consecuencia, a lo que está ocurriendo según una pauta fija de creencias. Pero, de ese modo, se nos escapa el chiste que entraña la situación:

Camarero: «¿Está el señor disfrutando de su comida?».

Cliente: «¡No! ¡Todavía no!».

Volviendo ahora a la época en que la gente hacía largas colas ante la fotocopiadora, la psicóloga de Harvard Ellen Langer llevó a cabo un experimento en el que alguien se acercaba al comienzo de la fila y simplemente decía: «Lo siento, pero tengo que hacer varias copias».

Obviamente, todos los que estaban haciendo cola tenían también que hacer varias copias. El experimento demostró que, quienes se hallaban al comienzo de la cola, no mostraban problema alguno en dejarlo pasar, lo que constituye, en opinión de Langer, un ejemplo de la falta de atención característica de la modalidad de piloto automático. Una atención activa, por el contrario, podría llevar a quienes se encontraban al comienzo de la cola a preguntar si, quien quería hacer esas copias urgentes, contaba con algún permiso especial para colarse sin guardar el preceptivo turno.

El compromiso activo de la atención es una actividad de arriba a abajo, el mejor antídoto para no condenarnos a una vida de autómata, como los zombis. En tal caso, podríamos dirigir nuestra atención a los anuncios, cobrar consciencia de lo que está sucediendo en torno a nosotros y cuestionar o modificar nuestras rutinas automáticas. Esta atención concentrada y dirigida hacia objetivos inhibe los hábitos mentales de la distracción. Es, por así decirlo, una atención activa[49].

Así pues, aunque las emociones movilizan nuestra atención, el esfuerzo activo nos ayuda a gestionar también, a través de los circuitos descendentes, nuestras emociones. Entonces las regiones prefrontales pueden hacerse cargo de la amígdala y amortiguar su intensidad. Cuando el control descendente de nuestra atención decide qué ignorar y a qué atender, un rostro enfadado o ese bebé tan encantador pueden dejar de capturar nuestra atención.

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