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Parte II: La conciencia de uno mismo » 8. Receta para el autocontrol

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Cuando mis hijos tenían aproximadamente un par de años, les molestaba que yo recurriese, en ocasiones, para apaciguar su enfado, a la distracción diciendo: «¡Mira ese pajarito!», o con un entusiasta: «¿Qué es eso?», tratando de dirigir, con la mirada o el dedo, su atención hacia esto o aquello.

La atención regula la emoción. Esta pequeña táctica utiliza la atención selectiva para sosegar la agitación de la amígdala. Cuando el niño pequeño establece contacto con algún objeto que le interesa, su ansiedad se relaja y, en el momento en que ese objeto deja de ser fascinante, la ansiedad, si todavía se ve activada por las redes de la amígdala, vuelve a hacer acto de presencia[96]. La cuestión, por supuesto, consiste en mantener al niño lo suficientemente intrigado hasta que la amígdala se tranquiliza.

Cuando el niño aprende a utilizar, por sí mismo, esta maniobra atencional, adquiere la capacidad de manejar la ingobernable amígdala, una de las capacidades principales de autorregulación emocional que tiene mucha importancia en su destino en la vida. Esa estrategia requiere la puesta en marcha de la atención ejecutiva, una capacidad que empieza a florecer durante el tercer año de vida, cuando el niño puede mostrar un «control sin esfuerzo», focalizando su atención a voluntad, ignorando las distracciones e inhibiendo los impulsos.

Los padres pueden advertir este importante hito cuando el niño pequeño toma deliberadamente la decisión de decir «no» a una tentación, como no comer el postre hasta después de haber acabado el segundo plato. Y eso es algo que también depende de la atención ejecutiva, que no solo se pone de manifiesto en la voluntad y la autodisciplina, sino también en la capacidad de gestionar los sentimientos perturbadores e ignorar los caprichos para poder centrar así nuestra atención en un objetivo.

A la edad de ocho años, la mayoría de los niños dominan algún grado de atención ejecutiva. Esta herramienta mental gestiona el funcionamiento de otras redes neurales cerebrales relacionadas (como veremos en la Parte V) con el aprendizaje de la lectura y las matemáticas y las habilidades académicas en general.

Nuestra mente despliega la autoconciencia para mantenernos al tanto de todo lo que hacemos: la metacognición (es decir, pensar sobre el pensamiento) nos permite advertir cómo funcionan nuestras operaciones mentales y el modo de adaptarlas a nuestras necesidades, y la metaemoción hace lo propio por lo que respecta a la regulación del flujo de los sentimientos y de los impulsos. La autoconciencia cumple con la doble función, en el diseño de la mente, de regular nuestras emociones y permitirnos sentir lo que otros puedan estar sintiendo. Los neurocientíficos contemplan el autocontrol a través de las lentes de las zonas cerebrales en que se asientan las funciones ejecutivas, que controlan habilidades mentales como la autoconciencia y la autorregulación, esenciales para desenvolvernos adecuadamente en la vida[97].

La atención ejecutiva encierra la clave de la autogestión. Esta capacidad para dirigir nuestra atención hacia una cosa ignorando el resto es la que nos permite recordar, cuando abrimos el congelador y asoma el tarro de helado de Cheesecake Brownie, la necesidad de mantener la línea. En esa pequeña decisión descansa la voluntad, esencia de la autorregulación.

El cerebro es el órgano que más tarda en madurar anatómicamente y sigue creciendo y desarrollándose hasta pasados los veinte años; y las redes ligadas a la atención se asemejan a órganos que se desarrollan paralelamente al cerebro.

Como sabe cualquier padre que tenga más de un hijo, los niños son, desde el primer día, distintos y unos son más atentos, tranquilos o activos que otros, diferencias temperamentales que reflejan la maduración y la genética de las diferentes redes cerebrales[98].

¿Qué parte de nuestra capacidad de la atención es genética? Depende. Los distintos sistemas atencionales parecen tener grados diferentes de heredabilidad, siendo el más fuerte de todos ellos el que afecta al control ejecutivo[99].

Pero la construcción de estas habilidades vitales depende, en gran medida, de lo que aprendemos en la vida. Según la epigenética, es decir, la ciencia que explica el modo en que el entorno impacta en nuestra herencia genética, no basta con heredar una determinada secuencia genética para que esos genes, en sí mismos, resulten determinantes. Los genes parecen tener lo que podríamos considerar una especie de interruptor bioquímico. Por eso, si nunca se activan, es como si careciésemos de ellos. Y son muchas las cosas que propician la activación de ese interruptor, como el tipo de alimentación, la danza de reacciones químicas que se desencadena dentro de nuestro cuerpo y el aprendizaje.

La voluntad es el destino

Los resultados acumulados después de décadas de investigación han acabado subrayando la importancia que tiene la voluntad en el curso de la vida. La primera de todas esas investigaciones se remonta a un pequeño proyecto que se llevó a cabo durante la década de los sesenta, en el que niños procedentes de hogares económicamente deprimidos recibieron una atención especial en un programa preescolar que, entre otras habilidades, les enseñaba el cultivo del autocontrol[100]. Los resultados de esa investigación refutaron la hipótesis esperada de que el proyecto alentase el desarrollo del CI [Coeficiente intelectual]. Pero cuando, años más tarde, se les comparó con otros que no habían pasado por el mismo programa, se descubrió que aquellos presentaban índices inferiores de embarazo adolescente y una tasa también inferior de abandono escolar, delincuencia y absentismo laboral[101]. Esos descubrimientos proporcionaron un poderoso acicate para lo que ha acabado convirtiéndose en los programas preescolares Head Start, que hoy en día se imparten por todos los Estados Unidos.

También hay que señalar el llamado «test de las golosinas», un estudio ya clásico llevado a cabo, durante la década de los setenta, por el psicólogo Walter Mischel de la Universidad de Stanford. Durante esa prueba, Mischel invitaba a pasar, uno tras otro, a niños de cuatro años a la «sala de juegos» de la Bing Nursery School [Guardería Bing] del campus de Stanford donde, después de mostrarles una bandeja con golosinas y dulces, les pedía que eligiesen el que más les gustara.

Lo más interesante fue que, a cada niño, también se le dijo: «Si quieres puedes tener tu golosina ahora mismo, pero, si no te la comes hasta que vuelva de dar un paseo, te daré dos».

Ese grado de autocontrol era, en las terribles condiciones, para un niño de cuatro años, en que el experimento se llevó a cabo (una habitación vacía de juguetes, libros y pinturas, es decir, sin posible distracción), una auténtica proeza. El experimento demostró que un tercio de los niños tomó la golosina de inmediato, mientras que otro tercio esperó el interminable cuarto de hora hasta recibir la doble recompensa (y el último tercio se situó en algún punto entre ambas alternativas). Lo más significativo fue que los niños que resistieron la tentación de comerse la golosina de inmediato mostraron una puntuación más elevada en medidas de control ejecutivo, concretamente de reasignación de la atención.

El modo en que dirigimos la atención encierra, según Mischel, la llave de la voluntad. Los cientos de horas que pasó observando la lucha de los pequeños con la tentación pusieron de relieve la importancia crucial de una variable a la que llamó «estrategia de reasignación de la atención». Los niños que esperaron los 15 minutos lo hicieron apelando a estrategias de distracción, como los juegos ficticios, cantar o taparse los ojos. El que miraba la golosina acababa perdiendo (o, dicho con más precisión, era la golosina la que acababa ganando).

La comparación entre el autocontrol y la gratificación instantánea puso de relieve tres subvariedades, al menos, de la atención, facetas distintas, todas ellas, del control ejecutivo. La primera consiste en la capacidad de alejar deliberadamente nuestra atención del objeto deseado por el que nos sentimos poderosamente atraídos. La segunda, la resistencia a la distracción, nos permite dejar de gravitar en torno a eso que tan atractivo nos parece y depositar la atención en cualquier otra parte. Y la tercera, por último, nos ayuda a mantener la atención en un objetivo futuro, como las dos golosinas posteriores. Y todo ello fortalece, en suma, el poder de la voluntad.

Quizás eso esté bien para poner de relieve, en una situación artificial como el test de las golosinas, el grado de autocontrol de los niños. ¿Pero qué podríamos decir con respecto a resistir las tentaciones de la vida real? Esta es una pregunta cuya respuesta nos obliga a echar un vistazo a una investigación llevada a cabo con los niños de Dunedin (Nueva Zelanda).

Dunedin posee una de las principales universidades del país y alberga una población de cerca de 100 000 almas, una combinación que la convierte en el entorno idóneo para el estudio más importante sobre los ingredientes del éxito en la vida realizado desde los anales de la ciencia.

El ambicioso proyecto estudió intensivamente, durante su infancia, a 1037 niños (todos los bebés nacidos durante un lapso de 12 meses), cuyo desarrollo se vio rastreado décadas después por un equipo distribuido por varios países. Del equipo en cuestión formaban parte especialistas de disciplinas muy diferentes, cada uno con su propia visión del autocontrol, el marcador clave de la autoconciencia[102].

Esos niños realizaron, a lo largo de su vida escolar, una impresionante batería de pruebas centradas, entre otras muchas, en la determinación de su grado de tolerancia a la frustración[103].

Un par de décadas más tarde, todos, menos el 4% de los niños, fueron estudiados de nuevo (una tarea mucho más sencilla en un país estable como Nueva Zelanda que en los Estados Unidos, pongamos por caso, donde la movilidad es mucho mayor). La valoración llevada a cabo entonces a esos jóvenes giró en torno a las siguientes variables:

Salud

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Riqueza

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Delincuencia

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Los resultados de este estudio pusieron claramente de relieve que los niños de Dunedin que más autocontrol habían mostrado durante su infancia, eran también los que, al entrar en la treintena, mejor se desenvolvían. Ellos eran, precisamente, los que mejor salud, más éxito económico y menos problemas con la ley habían tenido. Cuanto peor, por el contrario, se habían mostrado durante su infancia en la gestión de sus impulsos, peor era también su salud y mayor la probabilidad de haber sido declarados culpables de algún delito.

Lo más sorprendente es que el análisis estadístico demostró que el nivel de autocontrol de un niño demuestra ser un predictor tan poderoso de su éxito financiero adulto, de su salud y de su historial delictivo como la clase social, la riqueza de la familia de origen o el CI. De este modo, la voluntad emergió como una fuerza vital independiente determinante del éxito en la vida. De hecho, el autocontrol infantil demostró ser, por lo que respecta al éxito financiero, un predictor

más fuerte que el CI o la clase social de la familia de origen.

Y lo mismo podríamos decir con respecto al éxito escolar. En un experimento realizado con niños estadounidenses de segundo de ESO, un indicador de autocontrol tan simple como elegir entre recibir un dólar hoy o dos dentro de una semana mostró una relación más positiva con sus resultados académicos que el CI. Pero el autocontrol no solo constituye un predictor del resultado académico, sino también del ajuste emocional, las habilidades interpersonales, la sensación de seguridad y la adaptabilidad[104].

La conclusión es que, por más económicamente privilegiada que sea su infancia, si el niño no llega a dominar, en la búsqueda de sus objetivos, la demora de la gratificación, esa ventaja de partida acaba, en el curso de la vida, desvaneciéndose. Solo 2 de cada 5 hijos de padres ubicados en el 20% superior de la riqueza acaban, en los Estados Unidos, en ese mismo estatus privilegiado, y cerca del 6% descienden al nivel de ingresos propio del 20% inferior[105]. La facilidad para seguir los dictados de la propia conciencia parece ser, considerada a largo plazo, un acicate tan importante como las escuelas elegantes, los profesores particulares y los costosos campamentos educativos de verano. No deberíamos subestimar, pues, la importancia de la práctica de la guitarra o cumplir con la promesa de alimentar al hámster o limpiar su jaula.

Otra conclusión es que todo lo que podamos hacer para consolidar el control cognitivo del niño le ayudará a lo largo de toda su vida. Hasta el Monstruo de las Galletas puede aprender a hacer mejor las cosas.

El Monstruo de las Galletas aprende a mordisquear

El día en que visité Sesame Workshop, el cuartel general del programa de televisión de Epi, Blas, Coco, Triky (el Monstruo de las Galletas) y el resto de la pandilla más querida en los más de 120 países en los que se emite el programa

Barrio Sésamo, los miembros del equipo estaban celebrando un encuentro con científicos cognitivos y cerebrales.

El ADN de

Barrio Sésamo gira en torno a la ciencia del aprendizaje. «En el núcleo de cada uno de sus episodios hay un objetivo curricular —me contó, en el taller del programa, Michael Levine, director ejecutivo de Joan Ganz Cooney Center—. El valor educativo de todo lo que presentamos se ha visto previamente corroborado».

Una red de expertos académicos revisa el contenido del programa, mientras que los auténticos expertos (los preescolares) se encargan de garantizar que la audiencia entenderá el mensaje. Y cada programa tiene un enfoque específico, como si de un concepto matemático se tratara, cuyo impacto educativo se verá corroborado posteriormente por lo que los preescolares acaben realmente aprendiendo.

El tema del encuentro de ese día con los científicos giraba en torno a los fundamentos cognitivos. «Necesitamos, para desarrollar adecuadamente el programa, que los guionistas se sienten con investigadores de alto nivel —dijo Levine—. Pero debemos hacerlo bien. Tenemos que escuchar a los científicos, pero luego ponernos a jugar con ello, es decir, divertirnos».

El ingrediente secreto de uno de los episodios de

Barrio Sésamo, por ejemplo, giraba en torno a un llamado Club de Conocedores de las Galletas. Alan, propietario del Hooper’s Store de

Barrio Sésamo, había preparado galletas, pero nadie había previsto la asistencia del Monstruo de las Galletas que, apenas llega, se apresta a devorarlas todas.

Alan explica entonces a Triky que, si quiere formar parte del club, debe controlar el impulso de engullirlas y aprender a saborear la experiencia. «Primero —le dice— debes seleccionar la galleta, buscar las imperfecciones; luego tienes que olerla y, finalmente, debes mordisquearla un poco». Pero el Monstruo de las Galletas, encarnación misma de los impulsos, no sabe mordisquear, solo engullir.

Según me contó Rosemarie Truglio, vicepresidenta de las ramas de Educación e Investigación de la empresa, para establecer las estrategias de autorregulación de este episodio consultó nada menos que a Walter Mischel, el mismísimo investigador del test de las golosinas.

Mischel propuso enseñar a Triky estrategias de control cognitivo como: «Piensa en la galleta como si fuera otra cosa», y a no olvidarlo. De este modo, el Monstruo, al ver que las galletas son redondas, piensa en un yoyó y pasa a repetirse una y otra vez que la galleta es un yoyó. Pero, a pesar de ello, acaba tragándosela.

Para enseñar a Triky a dar un solo bocadito —un gran triunfo de la voluntad, todo hay que decirlo—, Mischel sugirió una estrategia diferente de demora del impulso. Así fue como Alan le dijo al Monstruo: «Ya sé que esto te resulta difícil, pero dime “¿Prefieres comerte esta galleta ahora o entrar a formar parte del club y poder disfrutar luego de todo tipo de galletas?”», un truco que, en esta ocasión, sí funcionó.

Una mente demasiado distraída por el menor indicio de galleta carecería de la fortaleza suficiente para entender las fracciones, no digamos ya el cálculo. Parte del currículum de

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