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Parte II: La conciencia de uno mismo » 8. Receta para el autocontrol

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Barrio Sésamo apunta al desarrollo de los elementos de control ejecutivo imprescindibles para asentar una plataforma que permita enfrentarse a los problemas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas.

«Los maestros de los primeros cursos nos dicen que necesitan que los niños puedan permanecer sentados, concentrarse, gestionar sus emociones, escuchar sus indicaciones, colaborar y hacer amigos —explicó Rosemarie Truglio—. Solo entonces pueden enseñarles las letras y los números».

«El cultivo del gusto por las matemáticas y el aprendizaje de la lectura y la escritura», me dijo Levine, requiere autocontrol, algo que se basa en los cambios que, durante los años preescolares, se producen en las funciones ejecutivas. Los controles inhibitorios relacionados con el funcionamiento ejecutivo muestran una elevada correlación con las habilidades de matemáticas y de lectura. «Enseñar estas habilidades de autorregulación —concluyó— puede requerir, en el caso de los niños, en este sentido, infradesarrollados, un recableado de diferentes partes del cerebro».

El poder de la decisión

¿Le gusta esta pintura? Este tipo de imágenes suele agradar a todo el mundo. Una visión idílica, desde una perspectiva elevada, sobre una corriente de agua, un prado y algún que otro animal. Quizás esta predilección universal hunda sus raíces en ese largo periodo de la prehistoria humana en el que nuestra especie vagaba por las sabanas y se refugiaba, en busca de calor y protección, en el fondo de las cavernas.

Si, en este momento, decide quedarse con lo que acabo de decir y no volver a mirar —pese al impuso a hacerlo— esa bucólica escena, se establecerá, en su cerebro, una alternancia entre concentración y distracción. Ese tipo de oscilación se presenta cada vez que tratamos de permanecer concentrados en una cosa, ignorando el atractivo de otra, a la vez que pone de relieve la existencia de un conflicto neuronal, es decir, de un tira y afloja entre los circuitos ascendentes y los descendentes.

Y conviene insistir, dicho sea de paso, en no mirar de nuevo la imagen, sino en seguir atentos a lo que ahora estamos diciendo que ocurre en el cerebro. Este conflicto interno reproduce la batalla a la que se enfrenta el niño cuando su mente quiere alejarse de los deberes de matemáticas para comprobar si ha recibido, en su teléfono, algún mensaje de texto[106].

Basta con estudiar el talento natural para las matemáticas de los alumnos de instituto para poner de relieve un amplio abanico: el resultado de algunos es espantoso, otros sencillamente no son buenos y solo aproximadamente el 10% de ellos muestra una gran capacidad. Si seguimos, durante un año, a ese 10% superior y rastreamos su evolución en matemáticas, descubriremos que la mayoría alcanza los niveles superiores. En contra de las predicciones, sin embargo, una parte de esos alumnos de elevado potencial acaba desenvolviéndose pobremente.

Ahora proporcionaremos a cada uno de esos alumnos de matemáticas un dispositivo que zumbe al azar varias veces al día pidiéndoles que tomen nota, en ese momento, de su estado de ánimo. Si están trabajando en matemáticas, los que lo hacen bien dicen hallarse en un estado de ánimo más positivo que los que están ansiosos. Pero los que más pobremente se desenvuelven, informan de lo contrario y presentan una tasa de episodios de ansiedad cinco veces superior a la de quienes afirman sentirse a gusto[107].

Esta ratio explica por qué, quienes muestran una gran capacidad de aprendizaje, acaban mostrándose más torpemente. Como vimos en el Capítulo 1, la atención tiene, según la ciencia cognitiva, una capacidad limitada, razón por la cual la memoria operativa obra como una especie de cuello de botella. Y, si nuestras preocupaciones interfieren con esa capacidad, los pensamientos irrelevantes acaban reduciendo el ancho de banda de atención que queda libre, pongamos por caso, para las matemáticas.

La capacidad de advertir que estamos ansiosos y de dar los pasos necesarios para renovar nuestra atención reside en la autoconciencia. Es la metacognición la que mantiene nuestra mente en el estado más adecuado para la tarea en curso, desde las ecuaciones algebraicas hasta la preparación de una receta o la alta costura. Sean cuales fueren nuestros mejores talentos, la autoconciencia nos ayuda a desplegarlos del mejor modo posible.

Dos son los matices y variedades de la atención que más importancia tienen para la conciencia de uno mismo. Por una parte, está la atención selectiva (que nos permite concentrarnos en un objetivo ignorando todos los demás) y, por la otra, la atención abierta (que nos permite registrar información procedente del mundo que nos rodea y de nuestro mundo interno y atender a pistas sutiles que, de otro modo, soslayaríamos).

Los casos extremos de estas dos modalidades atencionales (estar demasiado concentrados en el exterior o demasiado abiertos a lo que ocurre a nuestro alrededor) «pueden llegar a imposibilitar —en opinión de Richard Davidson— la conciencia de uno mismo»[108]. La función ejecutiva incluye la atención a la atención o, hablando en términos más generales, la conciencia de nuestros estados mentales, lo que nos permite controlar y mantener activo nuestro foco de atención.

Como acabamos de apuntar y veremos con más detenimiento en la Parte V, es posible enseñar la función ejecutiva (como a veces se denomina al control cognitivo). El aprendizaje de las habilidades ejecutivas predispone más a los preescolares al rendimiento académico, en su etapa escolar, que un elevado CI o el hecho de haber aprendido ya a leer[109]. Como bien sabe el equipo de

Barrio Sésamo, los maestros quieren alumnos con una buena función ejecutiva, lo que significa autodisciplina, control de la atención y capacidad de resistirse a las tentaciones. Esas funciones ejecutivas predicen, además del CI, los buenos resultados obtenidos por el niño en los campos de las matemáticas y la lectura[110].

Y es evidente que esta ventaja no queda limitada a los niños. La capacidad de dirigir nuestra atención a una cosa ignorando el resto yace en el núcleo mismo de la voluntad.

Un saco de huesos

En la India del siglo V, se alentaba a los monjes a contemplar «las 32 partes del cuerpo», una lista de aspectos poco atractivos de la biología humana, como las heces, la bilis, la flema, el pus, la sangre, la grasa, las mucosidades, etcétera. Esa atención a los aspectos desagradables estaba destinada a promover la desidentificación del cuerpo y a ayudar a los monjes a rechazar los deseos o, dicho en otras palabras, a fortalecer la voluntad.

Demos ahora un salto de 2000 años y contrastemos ese esfuerzo ascético con su opuesto. Como cuenta un trabajador social que se ocupa de rescatar, de las calles de Los Ángeles, a adolescentes que se prostituyen: «Resulta increíble lo impulsivos que pueden llegar a ser los adolescentes. Viven en las calles, pero si ahorran 1000 dólares, no los invierten en buscar un techo en el que refugiarse, sino en comprarse el iPhone más caro».

Su programa ayuda a jóvenes infectados por el VIH a encontrar una subvención gubernamental que les saque de las calles y les proporcione el cuidado médico que necesitan, dinero para un apartamento, comida y hasta la matrícula en un gimnasio. «Hoy veo a muchachos —me cuenta— que buscan infectarse deliberadamente para poder disfrutar, de ese modo, de más ayudas sociales».

El mismo contraste entre un elevado control cognitivo y su completa ausencia fue descubierto, hace ya años y en una dimensión más inocente, en las pruebas de demora de la gratificación realizadas en Stanford con niños de 4 años tentados por una golosina. Cuando, 40 años después, se estudió a 57 de los preescolares de Stanford, los de «alta demora» (es decir, los que, a la edad de 4 años, habían resistido la tentación de las golosinas) seguían siendo todavía capaces de demorar la gratificación, mientras que los de «baja demora» mostraban la misma incapacidad de sofocar sus impulsos que cuando eran niños.

El escáner de su cerebro, mientras se resistían a la sensación, puso de relieve, en los de alta demora, una activación de los circuitos de la corteza prefrontal claves para controlar el pensamiento y las acciones, incluido el girus frontal inferior, que se ocupa de decir «no» a los impulsos. Pero los de baja demora activaron su área estriada ventral, un circuito del sistema de recompensa del cerebro que se moviliza cuando nos rendimos a las tentaciones de la vida y a los placeres culpables como, por ejemplo, un postre delicioso[111].

El estudio de Dunedin mostró la gran importancia que, para el control cognitivo, tiene la década que va de los 10 a los 20. Los adolescentes que menos autocontrol habían demostrado de pequeños eran también los más proclives a caer en la adicción al tabaco, los que se convertían en padres sin desearlo y los que presentaban una tasa más elevada de abandono escolar; trampas, todas ellas, que les cerraban el acceso a oportunidades posteriores y los dejaban atrapados en estilos de vida que aceleraban su camino a trabajos con peores salarios, una salud más pobre y, en algunos casos, un largo historial delictivo.

¿Pero hay que extraer, acaso, de esto la conclusión de que todos los niños con hiperactividad o trastorno de déficit de la atención están condenados a tener problemas? No, de ninguna manera, porque existe, entre los diagnosticados con TDA, un amplio abanico de opciones entre los extremos que van de malo a bueno. Y, aun en el caso de este grupo relativamente grande, el autocontrol predecía, pese a sus problemas atencionales mientras estaban en la escuela, un mejor resultado vital.

Pero esto no es algo que se limite a los niños de 4 años y a los adolescentes. La sobrecarga cognitiva crónica característica de tantas vidas parece reducir nuestro umbral de autocontrol. Y es que parece que, cuanto mayores son las exigencias a las que nuestra atención debe enfrentarse, peor resistimos las tentaciones. La investigación realizada en este sentido sugiere que la epidemia de obesidad que aqueja a los países desarrollados puede deberse parcialmente a nuestra mayor susceptibilidad, mientras estamos distraídos, a caer en un funcionamiento automático y tomar alimentos azucarados y ricos en grasas. Los estudios de imagen cerebral realizados sobre las personas que más éxito han tenido en perder peso y mantenerlo demuestran ser los que poseen, cuando se ven enfrentados a alimentos ricos en calorías, un mayor control cognitivo[112].

La famosa frase de Freud, según la cual «donde estaba el ello, estará el ego», expresa claramente esa tensión interior. El ello, es decir, el puñado de impulsos que nos dirige hasta la heladería, nos impulsa a comprar ese artículo de lujo demasiado caro o a entrar en ese sitio web en el que tanto tiempo perdemos, está siempre en lucha con el ego, la mente ejecutiva. Es el ego el que nos permite perder peso, ahorrar dinero y distribuir eficazmente nuestro tiempo.

En el ámbito de la mente, la voluntad (una faceta del «ego») refleja la lucha entre los sistemas ascendente y descendente. Es precisamente la voluntad la que, pese al tirón de nuestros impulsos, pasiones, hábitos y deseos, nos mantiene centrados en nuestros objetivos. Este control cognitivo refleja un sistema mental «frío» que se esfuerza en conseguir nuestros objetivos frente a nuestras reacciones emocionales «calientes», es decir, rápidas, impulsivas y automáticas.

Entre ambos sistemas existe una diferencia esencial de foco. Los circuitos de recompensa se fijan en la cognición caliente, es decir, en los pensamientos que poseen una gran carga emocional, como las facetas que nos resultan tentadoras de una golosina («es suave, dulce y deliciosa»). Cuanto más intensa es la carga, más fuerte es el impulso y más probable que nuestros sobrios lóbulos prefrontales se vean secuestrados por nuestros deseos.

El sistema ejecutivo prefrontal, por el contrario, «enfría lo caliente» reprimiendo el impulso de conseguirlo y posibilitando la reevaluación de la tentación («pero también engorda»). Nosotros (y nuestro hijo de 4 años) podemos movilizar este sistema a través del pensamiento centrándonos, por ejemplo, en la forma, el color o el modo en que la golosina está hecha. Este cambio de foco alivia la energía de la carga que nos impulsa a aferrarnos a ella.

Del mismo modo que aconsejó al Monstruo de las Galletas en sus experimentos en Stanford, Mischel ayudó a algunos de los niños con el sencillo truco mental de imaginar la golosina como una imagen enmarcada. Esa sencilla técnica permitía transformar súbitamente la irresistible golosina, que tan grande les parecía, en algo en lo que podían concentrarse o no. Cambiar, de este modo, su relación con la golosina era una especie de judo mental que permitía que, niños incapaces antes de demorar la gratificación más de un minuto, la demorasen 15 minutos.

Tal control cognitivo de los impulsos es un buen augurio del éxito en la vida. Como dice Mischel: «Si puedes enfrentarte a emociones calientes, puedes estudiar para superar el examen en lugar de ver la televisión… y también puedes ahorrar dinero para la jubilación, porque este no es un tema que se limite exclusivamente a las golosinas»[113].

Las distracciones emocionales, la revaloración cognitiva y otras estrategias metacognitivas entraron a formar parte de los procedimientos empleados por la psicología durante los años setenta. Pero, de algún modo, se trata de estrategias mentales cuyo origen se remonta a esos monjes de los que hablábamos al comienzo de este capítulo que, en el siglo V, se dedicaban a contemplar las partes «repugnantes» del cuerpo.

Un cuento de esa época tiene que ver con uno de esos monjes que, cuando estaba paseando, se cruzó con una hermosa mujer, que esa mañana se había enfadado con su marido y estaba huyendo a casa de sus padres[114].

Pocos minutos después, su marido, que la seguía, se cruzó con el monje y le preguntó:

—¿Has visto, Venerable señor, pasar a una mujer?

—No puedo decir —respondió— si fue hombre o mujer, pero sé que un saco de huesos ha pasado por este camino.

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