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Parte III: Leyendo a los demás » 10. La tríada de la empatía

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«La empatía, es decir, la capacidad de conectar con el paciente —de escucharlo y prestarle una atención profunda— yace en el corazón de la práctica médica», señala el mencionado artículo a su audiencia médica. Para establecer una relación de buen entendimiento es necesario conectar con las emociones de nuestros pacientes mientras que si, por el contrario, solo nos conectamos con nuestros sentimientos y los detalles clínicos, acabamos erigiendo un muro entre ellos y nosotros.

Los médicos más demandados por mala praxis en los Estados Unidos no son, curiosamente, los que más errores cometen. La investigación realizada ha puesto de relieve que la motivación principal gira, por el contrario, en torno a una serie de variables ligadas al tipo de relación que el médico establece con su paciente. Los más demandados muestran menos indicios de compenetración emocional, llevan a cabo visitas más cortas, no se interesan por las preocupaciones de sus pacientes, ni se aseguran de que sus preguntas se vean respondidas, y mantienen una mayor distancia emocional, con pocas o ninguna sonrisa, por ejemplo[142].

Pero la atención a la ansiedad de los pacientes puede resultar difícil para médicos que proporcionan un excelente cuidado técnico en aquellas tareas que requieren, por ejemplo, una aguda concentración, o en aquellos casos en los que, pese a la ansiedad del paciente, deben atenerse a un protocolo impecable.

La misma red neuronal que se activa cuando vemos a alguien sufriendo se pone también en marcha cuando vemos algo que nos provoca aversión. «Esto es terrible. Tengo que alejarme de aquí», es una reacción primordial. Cuando la gente ve que pinchan a alguien con un alfiler, su cerebro emite una señal que indica que sus propios centros de dolor están reproduciendo esa misma molestia.

Los médicos, sin embargo, no hacen eso. Su cerebro es único, según los descubrimientos realizados por una investigación dirigida por Jean Decety, profesor de Psicología y Psiquiatría de la Universidad de Chicago, a la hora de bloquear su respuesta automática al dolor y el malestar ajeno[143]. Esta anestesia de la atención parece movilizar la llamada unión temporoparietal [TPJ en inglés, de

temporal-parietal junction] y algunas regiones de la corteza prefrontal, un circuito que favorece la concentración desconectando de las emociones. Es así como la TPJ protege nuestra atención desconectándonos de las emociones y otras distracciones y ayudándonos a mantener una cierta distancia entre nosotros y los demás.

Esta misma red neuronal es la que se activa cuando la persona percibe un problema y busca una solución. Este sistema nos ayuda, por ejemplo, cuando hablamos con alguien preocupado, a entender intelectualmente la perspectiva de esa persona, cambiando del entendimiento emocional corazón-corazón a la conexión cabeza-corazón, característica de la modalidad cognitiva de la empatía.

La maniobra TPJ impide que el cerebro experimente el lavado emocional y constituye el fundamento cerebral del estereotipo de alguien que mantiene la cabeza fría mientras se halla en pleno torbellino emocional. El cambio de modalidad TPJ establece una frontera que nos inmuniza del contagio emocional, liberando nuestro cerebro para que no se vea afectado, mientras está concentrado en la búsqueda de una solución, por las emociones de otra persona.

A veces esto supone la ventaja crucial de permanecer tranquilos y concentrados, mientras todos los demás se alejan espantados. En otras ocasiones, sin embargo, las cosas no son así y la situación puede llevarnos a desconectar de los indicios emocionales y hacernos perder el hilo de la empatía.

Los profesionales sanitarios que, por el contrario, no pueden bloquear la resonancia de su cuerpo con cada muestra de dolor y angustia del paciente son menos capaces de soportar, en tales momentos y a lo largo del tiempo, el agotamiento y el desgaste emocional.

Son muchas las ventajas que esta atenuación de la implicación emocional tiene para quienes deben mantener la concentración en medio de procedimientos dolorosos, como administrar, inyecciones intraoculares, suturar heridas sangrantes y sajar la piel con un bisturí.

«Yo formé parte del primer contingente médico en aterrizar en Haití pocos días después del terremoto —me cuenta el doctor Mark Hyman—. Cuando llegamos al único hospital de Puerto Príncipe que todavía seguía milagrosamente en pie, no había comida, agua ni corriente eléctrica, casi no había suministros y solo contábamos con una o dos personas que se encargaban de las cuestiones administrativas. Centenares de cadáveres se pudrían al sol, se apilaban en la morgue del hospital y eran cargados en camiones para sepultarlos en una fosa común. En el patio del hospital, había piernas colgadas de un hilo y cuerpos cortados por la mitad. Pero, por más espantoso que fuese, todos nos pusimos manos a la obra y nos concentramos en lo que teníamos que hacer.»

Cuando me entrevisté con el doctor Hyman, acababa de volver de pasar varias semanas en la India y Bután, donde había ido de nuevo como voluntario para ofrecer su ayuda médica a los pacientes que la requiriesen. «Este tipo de servicio te proporciona la oportunidad de trascender el dolor que te rodea —me dijo el doctor Hyman—. Todo, en Haití, era hiperreal y sucedía en el momento. Y todo se hallaba impregnado también, por más extraño que ahora pueda parecer, de una tranquilidad y ecuanimidad, y me atrevería a decir que también de paz, muy elevadas. Todo, a nuestro alrededor, era caótico… menos lo que estábamos haciendo.»

La respuesta TPJ no parece tan innata como adquirida. Se trata de una reacción que los estudiantes de medicina aprenden a largo de su proceso de socialización profesional para poder ayudar a los pacientes que se hallan sumidos en el dolor. El coste del exceso de empatía son las molestias y pensamientos molestos que consumen una energía necesaria para enfrentarse a los imperativos médicos.

«Si en esa situación no haces nada —me dijo el doctor Hyman, hablando de Haití—, acabas paralizado. Y no es de extrañar entonces que, en momentos de fatiga, agotamiento y hambre, irrumpan el dolor y el sufrimiento. Pero, la mayor parte del tiempo, mi mente suele colocarme en un estado en el que, a pesar del horror, puedo seguir funcionando.»

Como escribió, en 1904, William Osler, el padre de la formación médica residencial, el médico debe mantenerse a la distancia suficiente para que «en medio de situaciones espantosas, sus vasos sanguíneos no se cierren y su corazón permanezca estable»[144]. Osler recomendaba a los médicos asumir una actitud de «preocupación desapegada».

Pero esta reacción de atenuación de la empatía emocional puede llegar, en los casos más extremos, a bloquear completamente la empatía. El reto al que, durante su práctica cotidiana, se enfrenta el médico consiste en mantener la atención fría sin dejar, por ello, de permanecer abierto a los sentimientos y experiencias del paciente y hacerle saber que lo entiende y lo cuida.

La atención médica fracasa cuando el paciente no sigue las indicaciones de su médico y no toma los medicamentos prescritos, cosa que sucede cerca del 50% de las veces. Y el predictor más claro en este sentido es la preocupación sincera mostrada por el médico[145].Dos decanos de grandes facultades de medicina me dijeron recientemente, de forma independiente, que, a la hora seleccionar a qué alumnos debían admitir, se enfrentaban a la necesidad de identificar a los que mostraban una preocupación empática por sus pacientes.

Como me dijo Jean Decety, el neurobiólogo de la Universidad de Chicago que dirigió la mencionada investigación sobre la TPJ y el dolor de los pacientes: «Yo quiero que, si me duele algo, mi médico me mire, quiero que esté ahí y esté presente para mí, su paciente. O, dicho en otras palabras, quiero que sea empático, pero no tanto que ello le impida tratar mi dolencia».

La construcción de la empatía

Una encuesta puso de relieve que cerca de la mitad de los jóvenes médicos reconocía una atenuación de su empatía a lo largo de su formación (y solo un tercio afirmaba, por el contrario, que su empatía había aumentado)[146].Y esa pérdida de la capacidad de conectar con los demás perdura, en muchos casos, durante toda la carrera. Esa es una situación que nos remonta al TPJ, es decir, a los circuitos que amortiguan la reacción fisiológica del médico al ver alguien que sufre y lo ayuda a permanecer tranquilo y calmado mientras trata de solucionar la causa del problema.

Estos amortiguadores de la ansiedad probablemente faciliten el aprendizaje de determinados procedimientos dolorosos. Pero parece que esa atenuación de la empatía acaba automatizándose, en aras quizás de una empatía más general.

Pero el cuidado atento y compasivo encarna un valor prioritario de la medicina, ya que uno de los objetivos fundamentales de las facultades de medicina consiste en alentar la empatía. Poca importancia conceden, por el momento, las facultades de medicina a la enseñanza de la empatía, pero los descubrimientos realizados por la neurociencia sobre sus circuitos subyacentes pueden ayudarnos a elaborar programas destinados al desarrollo de esa capacidad tan singularmente humana.

O eso es, al menos, lo que espera la doctora Helen Riess, del Hospital General de Massachusetts, buque insignia de la facultad de Medicina de Harvard. La doctora Riess, especializada en el estudio científico de la empatía y las relaciones interpersonales, ha puesto a punto un programa educativo destinado a aumentar la empatía de los médicos residentes e internos que, según la investigación realizada al respecto, ha demostrado mejorar significativamente la percepción que los pacientes tienen de la «empatía» de sus médicos[147].

En el marco convencional de las facultades de medicina, parte de este programa de formación es estrictamente académico y reformula la neurociencia de la empatía en un lenguaje conocido y respetado por los médicos[148]. Una serie de vídeos muestran los cambios fisiológicos (demostrados por la respuesta de sudoración) que se producen en situaciones especialmente difíciles entre médicos y pacientes (como cuando aquellos se muestran arrogantes o desdeñosos), poniendo así de relieve lo desagradables que llegan a ser. Y los vídeos también ilustran que, cuando el médico conecta empáticamente con su paciente, ambos se relajan y aumenta su sincronía biológica.

Para ayudar a los médicos a autocontrolarse, la doctora Riess apela a la enseñanza de un par de técnicas: la respiración profunda y diafragmática, y la «observación, desde una perspectiva más elevada, de las interacciones», que nos ayudan a no perdernos en nuestros propios pensamientos y sentimientos. «Suspender la implicación para pasar a observar lo que sucede nos proporciona una conciencia atenta de la interacción sin dejarnos a merced de una respuesta estrictamente reactiva —dice la doctora Riess—. En tal caso, podemos ver si nuestra propia fisiología está cargada o equilibrada y darnos cuenta de lo que ocurre.»

Si el médico advierte que está empezando a irritarse, por ejemplo, ese puede ser un indicio de que el paciente también está preocupándose. «La autoconciencia —señala Riess— le ayuda a darse cuenta de lo que el paciente proyecta en él y de lo que él proyecta en el paciente.»

El adiestramiento en la identificación de las pistas no verbales incluye la lectura de las emociones de los pacientes, de su tono de voz, su postura y, en gran medida, de su expresión facial. Apelando al trabajo realizado por Paul Ekman sobre las emociones, que ha identificado con detalle los músculos del rostro que participan en cada emoción, el programa enseña a los médicos a reconocer, en el rostro del paciente, la manifestación fugaz de un sentimiento.

«Por más difícil que, al principio, resulte, podemos advertir, si miramos atenta y compasivamente al paciente, sus expresiones emocionales y empezar a sentirnos, de ese modo, más comprometidos con él», me comentó la doctora Riess. Esta modalidad de

empatía conductual puede comenzar atendiendo exclusivamente a los movimientos, pero facilita la conexión. Y esto, añade Riess, puede contrarrestar la fatiga emocional del residente que, a eso de las dos de la tarde, viendo que, en la sala de espera, todavía le aguarda otro paciente, piensa: «¿Pero no habrá podido venir antes?».

El ejercicio directo de las habilidades concretas de la empatía (como leer, por ejemplo, las emociones expresadas en el rostro de los demás) demostró ser una de las facetas más poderosas de la formación. Cuanto más aprenden los médicos, durante su proceso de formación, a leer las expresiones emocionales sutiles, mayor es el cuidado empático que afirman sentir sus pacientes.

Y ese era, precisamente, el descubrimiento que esperaba la doctora Riess: «Cuanto más podamos detectar los indicios sutiles de la emoción —me dijo—, mayor será nuestra comprensión empática».

Tampoco hay la menor duda, por otra parte, de que los médicos empáticos pueden seguir tecleando en su ordenador, siempre y cuando puedan seguir manteniendo el contacto ocular significativo con su paciente o revisar y compartir con él la información que aparece en su pantalla. («Como verá, estoy consultando los resultados de su análisis de laboratorio. Permítame que se los muestre».)

Sin embargo, el establecimiento de contacto requiere tiempo y son muchos los médicos que temen salirse del programa establecido. Pero la investigación llevada a cabo por la doctora Riess y otros indica que, «como la empatía, considerada a largo plazo, ahorra tiempo, estamos tratando de acabar con ese mito».

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