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Parte V: La práctica inteligente » 15. El mito de las 10 000 horas

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La visión positiva alienta el placer en la práctica y el aprendizaje, razón por la cual los atletas y actores más sobresalientes siguen disfrutando del ejercicio de su disciplina. «Necesitamos, para sobrevivir, del foco negativo, pero para esforzarnos, también necesitamos una visión positiva —concluye Boyatzis—. Ambas perspectivas son necesarias, aunque en la proporción adecuada».

A la luz, sin embargo, de lo que sabemos sobre el «efecto Losada» —así llamado después de la investigación que, respecto a las emociones de los equipos comerciales de alto rendimiento, realizó el psicólogo organizacional Marcial Losada—, esta ratio debería potenciar más lo positivo que lo negativo. Analizando centenares de esos equipos, Losada llegó a la conclusión de que los más eficaces mostraban una ratio positiva/negativa de no menos de 2,9 sentimientos agradables por cada sentimiento desagradable (y también existe, según parece, un límite superior a la positividad ya que, por encima de una ratio de cerca de 11/1, los equipos parecen tornarse demasiado inestables para seguir siendo eficaces)[200]. Y, según una investigación dirigida por Barbara Frederickson, psicóloga de la Universidad de Carolina del Norte (y colaboradora en la investigación realizada por Losada), esas mismas proporciones resultan también aplicables a las personas que logran el éxito en cualquier faceta de la vida[201].

Boyatzis sostiene que, independientemente de que se trate de un maestro, un padre, un jefe o un ejecutivo, este mismo sesgo hacia la positividad se aplica a cualquier tipo de

coaching.

Una conversación que parta de los sueños y expectativas de la persona puede conducir a un «camino» de aprendizaje que desemboque en esa visión. Esa conversación podría resumir algunos objetivos concretos de la visión general y considerar luego las implicaciones del logro de dichas metas y las capacidades que, para alcanzarlas, necesitamos desarrollar.

Esto contrasta con el enfoque más habitual centrado en las debilidades —ya sea en las malas notas o en el fracaso en el logro de los objetivos trimestrales— y en lo que tenemos que hacer para fortalecerlas. Esta conversación se centra en lo que funciona mal en nosotros, es decir, en nuestros errores y lo que tenemos que hacer para «remediarlos», así como en los sentimientos de culpabilidad, miedo y similares que suscitan. Una de las peores versiones de este abordaje son los padres que, con la intención de que obtenga mejores calificaciones, castigan a su hijo, porque la ansiedad generada por el temor al castigo bloquea la corteza prefrontal del niño, obstaculizando su concentración y dificultando, en consecuencia, el aprendizaje.

En los cursos que imparte en la Universidad Case Western Reserve para estudiantes y directivos de nivel intermedio, Boyatzis lleva mucho tiempo partiendo del

coaching de los sueños iniciales. Pero no basta, a decir verdad, con el trabajo con los sueños, sino que también se requiere, cada vez que se presente una oportunidad, el ejercicio de la nueva conducta. Y ello podría implicar, en un día cualquiera, una buena decena de ocasiones para ejercitar la rutina que, para el logro de nuestros sueños, tratamos de dominar y cuya práctica va acumulándose.

Uno de sus alumnos, por ejemplo, estudiante de un máster ejecutivo, quería aprender a establecer mejores relaciones. «Había estudiado ingeniería —me contó Boyatzis—. Bastaba con que le dieras una tarea para que se sumergiera en ella, pero desentendiéndose de las personas que se esforzaban en llevarla a cabo».

Su programa de aprendizaje consistió en «dedicar un tiempo a pensar cómo se sienten los demás». Al fin de contar con ocasiones de bajo riesgo para practicar regularmente esa habilidad lejos de su entorno laboral y de los hábitos que ahí desarrollaba, se ofreció como voluntario para entrenar al equipo de fútbol de su hijo tratando de conectar, mientras lo hacía, con los sentimientos de los jugadores.

Otro ejecutivo recibió clases especiales destinadas al mismo proceso de aprendizaje, presentándose como voluntario para trabajar como profesor en el instituto de un barrio deprimido. «Aprovechó esa oportunidad —afirma Boyatzis— para aprender a conectar con los demás y ser más “amable”», un hábito nuevo que luego transfirió a su puesto de trabajo. Tan gratificante le resultó ese ejercicio que siguió con él varios cursos más.

Para obtener datos al respecto, Boyatzis lleva a cabo evaluaciones sistemáticas de quienes participan en sus cursos pidiendo, a compañeros de trabajo y otras personas que los conocen bien, que valoren anónimamente el nivel de productividad que, en su opinión, exhiben los participantes en una decena aproximada de las competencias de inteligencia características de las personas de elevado rendimiento (como, por ejemplo, «tratar de entender a los demás escuchándolos atentamente»). Años más tarde, vuelve a someterlos a una evaluación por parte de quienes trabajan con ellos.

«Veintiséis estudios longitudinales que rastrean, ahí donde se encuentren, el rendimiento de los participantes —concluyó, en este sentido, Boyatzis—, corroboran, hasta el momento, la estabilidad, siete años después, de los progresos logrados».

Independientemente de que se trate de desarrollar una habilidad deportiva o musical, de fortalecer nuestra memoria o de escuchar a los demás, las claves de la práctica inteligente son siempre las mismas, una combinación agradable, en términos ideales, de alegría, estrategia inteligente y concentración.

Ya hemos explorado las tres variedades diferentes del foco de atención y el modo de alentarlas. La práctica inteligente se dirige al más fundamental de los niveles, el cultivo de los componentes básicos de la atención sobre los que se asienta este triple foco.

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