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Parte V: La práctica inteligente » 17. «Colegas que respiran»

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Si tomamos una de las calles que salen de una arteria viaria de la zona este del Harlem hispano de Nueva York, llegamos a un callejón sin salida donde nos aguarda una escuela primaria, la escuela pública P.S. 112, situada entre la autopista Franklin Delano Roosevelt, una iglesia católica, el aparcamiento de un centro comercial y el inmenso bloque de viviendas para familias de bajos ingresos Robert F. Wagner.

Los alumnos, niños que van desde el jardín de infancia hasta segundo de primaria, proceden de familias de escasos recursos económicos, muchas de las cuales viven en los mencionados bloques. Cuando un niño de 7 años dijo en clase que conocía a alguien a quien le habían disparado y el maestro preguntó cuántos conocían a la víctima de algún tiroteo, no hubo ninguno que no levantase la mano.

Al entrar en la P.S. 112, tenemos que firmar en una mesa en la que hay una policía, una mujer mayor y muy agradable, por cierto. Pero, cuando uno se adentra en los pasillos, como hice yo esa mañana, advierte algo muy especial en el entorno que lo rodea. Y es que, al observar las aulas, me di cuenta de que los niños estaban sentados, absortos en su trabajo o escuchando, tranquilos y en silencio, a sus profesores.

Cuando llegué al aula 302, la clase de segundo curso dirigida por Emily Hoaldridge y Nicolle Rubin, fui testigo de uno de los ingredientes esenciales de la receta de esa atmósfera tan apacible a la que se conoce como «Colegas que respiran».

Los 22 alumnos de segundo curso estaban sentados, tres o cuatro por mesa, haciendo sus deberes de matemáticas, cuando la señorita Emily hizo sonar melodiosamente una campanilla. En ese mismo instante, los niños se acercaron en silencio a una gran alfombra y se sentaron en fila, con las piernas cruzadas, de cara a ambas maestras. Una niña se dirigió entonces hacia la puerta de entrada del aula y, colgando del pomo exterior un cartel con la leyenda «No molesten», cerró la puerta.

En ese momento, y todavía en silencio, las maestras levantaron un palito de polo tras otro, cada uno de los cuales llevaba escrito el nombre de un alumno. Esa era la señal para que la niña o el niño en cuestión se dirigiese a su taquilla a coger su pequeña mascota de peluche: varios tigres rayados, un cerdito rosa, un perrito amarillo, un burro de color púrpura, etcétera. Luego todos buscaron un lugar en el suelo para acostarse y, después de colocar al animal de peluche sobre su vientre, esperaron con las manos posadas a ambos lados.

Después siguieron las instrucciones de una voz amistosa y masculina que les invitaba a hacer varias respiraciones profundas con el vientre, que ellos mismos contaban («uno, dos, tres»), mientras llevaban a cabo una inspiración y una espiración prolongadas[214]. Luego tensaron y relajaron los ojos, abrieron la boca todo lo que pudieron, sacaron la lengua, tensaron una mano formando un puño y la relajaron, y después hicieron lo mismo con la otra… La voz concluyó diciendo: «Ahora siéntate y observa lo relajado que estás», y, cuando lo hicieron, todos parecían estar sencillamente sintiendo eso.

Después de que sonara de nuevo la campanilla y todavía en silencio, los niños se sentaron en círculo sobre la alfombra y comentaron lo que habían experimentado («Me he sentido bien por dentro», «He sentido mi cuerpo muy tranquilo y relajado», «Me ha hecho tener pensamientos felices», etcétera).

El orden y la atención tranquila imperantes en el aula durante la ejecución del ejercicio hacían difícil creer que 11 de los 22 alumnos presentes hubieran sido diagnosticados como niños con «necesidades especiales» o aquejados de alteraciones cognitivas tales como dislexia, problemas de lenguaje, sordera parcial o trastorno de déficit de atención e hiperactividad, que apuntan al espectro del autismo.

«Tenemos muchos niños con problemas, pero cuando practicamos de ese modo, no lo parecen», afirma la señorita Emily. La semana anterior, sin ir más lejos, un problema imprevisto con el horario escolar hizo que el aula 302 se saltase este ritual. «Parecía una clase diferente —dijo la señorita Emily—. Iban corriendo de un lado a otro y no podían quedarse quietos».

«Nuestra escuela tiene algunos niños que se distraen muy fácilmente —comentó, por su parte, la directora de la escuela, Eileen Reiter—, lo que les ayuda a relajarse y concentrarse. También hacemos pausas regulares para hacer sesiones de movimiento. Todas esas estrategias ayudan.

»En lugar de hablar de tiempos muertos —prosigue Reiter—, por ejemplo, nosotros hablamos de “tiempos vivos”, que pueden aprovecharse para que los niños aprendan a gestionar sus sentimientos», lo que pone de relieve el interés por la autorregulación, más allá del habitual sistema de recompensas y castigos. Y añade que, cuando un niño tiene algún problema, «le preguntamos qué podría hacer de manera diferente la próxima vez».

El ejercicio «Colegas que respiran» forma parte del Inner Resilience Program [Programa de Resiliencia Interior], un legado de los ataques del 11 de septiembre al World Trade Center. Cuando las Torres Gemelas estallaron en llamas, miles de niños de las escuelas próximas fueron evacuados. Fueron muchos los que caminaron varios kilómetros por una West Side Highway completamente vacía, con sus profesores caminando de espaldas para asegurarse de que los niños no se girasen a contemplar el espantoso espectáculo que dejaban tras de sí.

Durante los meses posteriores, la Cruz Roja pidió a Linda Lantieri —cuyo programa de solución de conflictos ha acabado implantándose exitosamente en muchas escuelas— que diseñase uno que ayudase a esos niños (y a sus profesores) a recuperar la serenidad después del 11 de septiembre. De ese modo, el Inner Resilience Program, junto a una serie de métodos de aprendizaje social y emocional, «ha acabado transformando la escuela —declara Reiter—. Ahora es un lugar mucho más tranquilo. Y, cuanto más tranquilos están los niños, mejor aprenden».

«El aspecto más importante del programa es que los niños aprendan a autorregularse —añade la directora Reiter—. Dado que somos una escuela dedicada a la infancia, ayudamos a los alumnos a aprender a ver sus problemas de manera objetiva y a desarrollar estrategias para resolverlos. Aprenden, por ejemplo, a valorar la magnitud de un determinado problema, como ser objeto de burlas o verse intimidado, que puede ser grave, cuando daña nuestros sentimientos, o leve, como sentirse, por ejemplo, frustrado con las tareas escolares. De ese modo, pueden vincular el problema a una estrategia».

Todas las aulas de la P.S. 112 disponen de un «rincón de paz», un lugar especial en el que el niño que lo necesite pueda retirarse para estar un tiempo a solas y tranquilizarse. «A veces basta con un pequeño descanso, unos momentos para estar a solas —añade Reiter—, pero usted verá cómo el niño que se siente realmente frustrado o molesto se dirige al rincón de paz y recurre a algunas de las estrategias que ha aprendido. La gran lección consiste en conectar con uno mismo y saber lo que puede hacer para cuidar de sí».

Aunque las instrucciones que reciben los niños de entre 5 y 7 años giran en torno al ejercicio de los «Colegas que respiran», a partir de los 8 practican la

mindfulness a la respiración, una técnica que ha demostrado ser beneficiosa para mantener la atención y tonificar el nervio vago, el circuito nervioso responsable de la tranquilización. Esta combinación entre calma y concentración establece un clima interno óptimo para la atención y el aprendizaje.

Distintas evaluaciones de una versión semestral de este programa han puesto de relieve que los niños más necesitados —es decir, los que se hallan en «grave peligro» de descarrilar— son los que más se benefician de él, ya que estimula significativamente la atención y la sensibilidad perceptual, al tiempo que reduce la agresividad, los estados de ánimo depresivos y el fracaso escolar[215]. Y lo más importante es que los profesores que utilizaron el programa aumentaron su sensación de bienestar, lo que resulta muy prometedor para el clima de aprendizaje imperante en sus aulas.

El semáforo

En la guardería suena una canción mientras 8 niños de 3 años están sentados en torno a una pequeña mesa, cada uno coloreando el dibujo de un payaso que hay en su cuaderno. De pronto, la música se detiene y también lo hacen los pequeños.

Este momento constituye una oportunidad de aprendizaje para la corteza prefrontal (el área en la que se asientan funciones ejecutivas como, por ejemplo, el control de un impulso ingobernable) de cualquiera de esos niños de 3 años. Una de estas habilidades, el control cognitivo, encierra la clave de una vida bien vivida.

El santo grial del control cognitivo consiste en saber detenerse en el momento adecuado. Cuanto mejor sepa pararse un niño en el momento en que la música se detiene o hacer lo que diga Simón en el juego «Simón dice…», más fuertes serán las conexiones prefrontales responsables del control cognitivo.

Veamos ahora un experimento de control cognitivo. ¿En qué dirección apunta la flecha ubicada en medio de cada una de las siguientes filas?

Realizado en condiciones de laboratorio, este experimento pone de relieve la existencia de diferencias (que, al medirse en el orden de milisegundos, no son detectables por usted ni por mí) en la rapidez con la que mencionan la dirección de la flecha intermedia. Este experimento (denominado «Flanqueador», por las flechas que distraen y que flanquean el blanco) calibra la sensibilidad del niño a las distracciones que obstaculizan la concentración. Centrarse en que la flecha del medio apunta hacia la izquierda y pasar por alto que todas las demás apuntan hacia la derecha, por ejemplo, es una tarea muy compleja que requiere, por parte del niño, un gran control cognitivo.

Los niños descontrolados, es decir, aquellos a los que sus frustrados profesores expulsan (o querrían expulsar) de clase, padecen un déficit que afecta a estos circuitos, ya que son sus caprichos los que determinan sus actos. ¿Por qué, en lugar de castigarles por ello, no les enseñamos lecciones que les ayuden a comportarse mejor? El ejercicio de meditar centrándose en la respiración, acompañado de lecciones de bondad, posibilitan una ejecución más rápida y exacta de la prueba del Flanqueador[216].

Como puso de relieve un estudio de Nueva Zelanda, quizás ninguna habilidad mental sea más importante que el control ejecutivo. Los niños que mejor se desenvuelven en la vida son aquellos capaces de ignorar sus impulsos, descartar lo irrelevante y permanecer centrados en su objetivo. Existe, a este respecto, una aplicación educativa denominada «aprendizaje socioemocional». [ASE].

Cuando los alumnos de segundo y tercer curso de una escuela de Seattle empiezan a alborotarse, se les pide que piensen en un semáforo. La luz roja significa parar y calmarse, hacer una respiración larga y profunda y expresar, una vez que se han tranquilizado un poco, cuál es el problema y cómo se sienten. La luz ámbar les recuerda la necesidad de calmarse y pensar en posibles alternativas que permitan resolver el problema y elegir luego la mejor. Y la luz verde, por último, les anima a ensayar una determinada estrategia y ver cómo funciona.

La primera vez que vi los pósteres del semáforo estaba visitando las escuelas públicas de New Haven con la intención de escribir un artículo para el

New York Times, mucho antes de que llegase a valorar la importancia que, para los niños, tiene el adiestramiento de la atención. El semáforo permite entrenar el cambio de una modalidad impulsiva y ascendente (controlada por la amígdala) a una modalidad atenta y descendente (controlada por el sistema ejecutivo prefrontal).

El ejercicio del semáforo fue una idea original de Roger Weissberg, psicólogo, por aquel entonces, de Yale, que elaboró, a finales de la década de los ochenta, un programa pionero, llamado «desarrollo social», para las escuelas públicas de New Haven. Se trata de una imagen que, hoy en día, podemos encontrar en las paredes de miles de aulas desperdigadas por todo el mundo.

Y todo ello por una buena razón. Aunque, en aquella época, solo disponíamos de unos pocos datos que corroborasen el impacto positivo de que los niños respondiesen de ese modo al enojo y la ansiedad, ha acabado consolidándose en el campo de la ciencia social.

Un metaanálisis efectuado en más de 200 escuelas con programas de aprendizaje socioemocional, como el programa de desarrollo social de New Haven, estudió las diferencias con escuelas semejantes que no aplicaban ese programa de inteligencia emocional[217]. La conclusión de ese estudio fue la reducción, en un 10%, de las interrupciones y la mala conducta en clase, y la asistencia y otras conductas positivas experimentaron un aumento del 10% y las calificaciones escolares experimentaron una mejora del 11%.

El ejercicio del semáforo iba acompañado, en esa escuela de Seattle, de otro en el que se enseñaba a los alumnos de segundo y tercer curso imágenes con rostros que mostraban diferentes expresiones, junto al nombre de estas. Los niños hablaban de lo que significaba tener alguno de esos sentimientos, como estar disgustados, asustados o contentos, por ejemplo.

Esas imágenes de «rostros con sentimientos» ejercitan la conciencia emocional que el niño de 7 años tiene de sí mismo, ayudándole a conectar la palabra a la que se refiere un sentimiento con su imagen y con su propia experiencia. El impacto neuronal de este sencillo acto cognitivo es extraordinario, porque permite al hemisferio derecho reconocer el sentimiento mostrado y al izquierdo saber su nombre y su significado.

La autoconciencia emocional nos ayuda a integrar toda esa información mediante un intercambio que se produce a través del cuerpo calloso, el tejido que conecta los hemisferios cerebrales izquierdo y derecho. Cuanto más poderosa sea la conectividad de este puente neuronal, mejor entenderemos nuestras emociones.

Ser capaces de nombrar nuestros sentimientos y relacionarlos con nuestros recuerdos y asociaciones son habilidades esenciales para el autocontrol. El aprendizaje del habla permite, en opinión de los psicólogos evolutivos, que los niños interioricen la voz de sus padres y reemplacen, en la gestión de sus impulsos indisciplinados, la voz de aquellos con su propio «no» interior.

La práctica del semáforo y las imágenes de rostros que expresan sentimientos constituyen dos herramientas neuronales sinérgicas fundamentales para el control de los impulsos. El ejercicio del semáforo consolida los circuitos que conectan la corteza prefrontal (centro ejecutivo del cerebro situado justo detrás de la frente) con ese caldero bullente de impulsos animados por el ello que son los centros límbicos (ubicados en el cerebro medio). El ejercicio de los rostros que expresan sentimientos fortalece, por su parte, las conexiones entre las dos mitades del cerebro, alentando la capacidad de pensar en los sentimientos. Estas conexiones, de arriba abajo y de izquierda a derecha, tienen el efecto de unificar el cerebro del niño, integrando perfectamente sistemas que, abandonados a sí mismos, dan lugar al universo caótico propio de un niño de 3 años[218].

Estas conexiones neuronales son, en niños más pequeños, todavía incipientes (porque esos circuitos cerebrales no acaban de madurar hasta mediada la veintena), lo que explica las travesuras y bufonadas, a veces enloquecidas, de algunos niños cuya acción depende del mero capricho. Entre los 5 y los 8 años, sin embargo, el desarrollo de los circuitos de control de los impulsos experimenta un gran paso hacia delante. La capacidad de reflexionar sobre sus impulsos y decir simplemente «no» hace que los alumnos de tercero de primaria sean menos bulliciosos que los de primero. Y el diseño del proyecto de Seattle ha sabido servirse provechosamente de esta explosión del desarrollo neuronal.

¿Pero por qué esperar hasta la escuela primaria si esos circuitos inhibitorios empiezan a desarrollarse desde el mismo momento del nacimiento? Walter Mischel enseñó a niños de 4 años a resistirse a la tentación de unas deliciosas golosinas señalando la posibilidad de verlas de manera diferente (centrando, por ejemplo, la atención en su color). Y él fue el primero en afirmar que, hasta un niño de 4 años incapaz de esperar, que coge la golosina de inmediato, puede aprender a demorar la gratificación. La impulsividad no es algo que uno deba arrastrar consigo toda su vida.

En una época en que los mensajes instantáneos y las compras en línea alientan la gratificación inmediata, los niños necesitan más ayuda con ese hábito. Una de las conclusiones más clara a la que arribaron los científicos que estudiaron a los niños de Dunedin, Nueva Zelanda, es la necesidad de llevar a cabo intervenciones que alienten el autocontrol, sobre todo durante la temprana infancia y la adolescencia. Esa es una exigencia que satisfacen perfectamente los programas ASE, que van desde la escuela infantil hasta el final de la enseñanza secundaria[219].

No deja de ser curioso que Singapur se haya convertido en el primer país del mundo en implantar la obligación de que todos sus estudiantes pasen por un programa ASE. Esa pequeña ciudad-estado representa una de las grandes historias de éxito económico de la última mitad de siglo, donde un Gobierno paternalista transformó una nación diminuta en una superpotencia económica.

Singapur carece de recursos naturales, no tiene un gran ejército ni tendencia política especial. Su secreto reside en sus recursos humanos, en sus habitantes, un recurso que el Gobierno ha cultivado deliberadamente como principal motor de su economía. Sus escuelas son la incubadora de su sobresaliente pujanza laboral. Con un ojo puesto en el futuro, Singapur se ha asociado con Roger Weissberg, director del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning [Colaboración para el Aprendizaje Académico, Social y Emocional], con la intención de diseñar, para sus escuelas, programas de estudio basados en la inteligencia emocional.

Y ello por una buena razón, porque otra de las conclusiones alcanzadas por los economistas implicados en el estudio de Dunedin es la de que enseñar a todos los niños este tipo de habilidades podría elevar unos cuantos puntos la renta per cápita del país, reducir la tasa de delincuencia y mejorar la salud.

Una inteligencia emocional basada en el

mindfulness

El entrenamiento de la atención que reciben los niños de la escuela P.S. 112 cuadra perfectamente con el resto del Programa de Resiliencia Interior que, según el movimiento a favor del aprendizaje socioemocional, es el mejor modelo práctico. Mientras escribía

Inteligencia emocional, me convertí en cofundador del Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning (el grupo que ha conseguido introducir estos programas en miles de distritos escolares en todo el mundo).

Entonces me di cuenta de que los programas de inteligencia emocional (es decir, los programas que alientan la autoconciencia, la autogestión, la empatía y el desarrollo de habilidades sociales) tienen cierta sinergia con los programas académicos estándar. Ahora estoy empezando a ver que los elementos básicos del entrenamiento de la atención constituyen el siguiente paso, una forma sencilla de activar los circuitos neuronales en los que se asienta el núcleo de la inteligencia emocional.

«Llevo años poniendo en práctica el programa ASE —me dice Lantieri—. Y, cuando le añadí la pieza del

mindfulness, advertí un espectacular aumento en la predisposición a aprender y en la capacidad de tranquilizarse. Sucede en las edades más tempranas y durante los primeros cursos escolares».

Parece existir una sinergia natural entre el programa ASE y un adiestramiento atencional como la práctica de

mindfulness. Cuando hablé con Roger Weissberg, me dijo que la fundación acababa de emprender una revisión sobre el impacto que el

mindfulness tiene en el programa ASE.

Weissberg me dijo que «el control cognitivo y la función ejecutiva parecen esenciales para la conciencia de uno mismo y la autogestión, así como también para el rendimiento académico».

La atención deliberada descendente encierra la clave de la autogestión. Las regiones cerebrales responsables de dicha función ejecutiva maduran con rapidez desde la edad preescolar hasta segundo curso de primaria aproximadamente (y su desarrollo prosigue hasta el comienzo de la edad adulta). Estos circuitos se ocupan de la gestión tanto del procesamiento «caliente» de las situaciones emocionalmente más cargadas como del procesamiento «frío» de información más neutra, como la académica, por ejemplo[220]. La sorprendente plasticidad que muestran estos circuitos a lo largo de toda la infancia sugiere que pueden verse fortalecidos por intervenciones como el ASE.

Un estudio enseñó habilidades de la atención a niños de entre 4 y 6 años en solo 5 sesiones de juegos que ejercitaban el rastreo visual (como adivinar dónde saldrá a la superficie un pato que acaba de sumergirse en el agua), identificar un determinado objetivo (un personaje de dibujos animados) dentro de una secuencia e inhibir el impulso (pulsar una tecla cuando una oveja salía de un fardo de heno, pero no cuando lo que aparecía era un lobo)[221].

El andamiaje neuronal que sustenta las habilidades emocionales y cognitivas se vio fortalecido. Y lo que quedó claro fue que el cerebro de los niños de 4 años que recibieron este breve entrenamiento se asemejaba al de los niños de 6 años, y que la función ejecutiva de los niños de 6 años que también habían sido así adiestrados no se diferenciaba gran cosa de la de cualquier adulto.

Aunque la maduración de las regiones cerebrales que gestionan la atención ejecutiva esté controlada por los genes, estos genes, a su vez, se hallan regulados por la experiencia, y el entrenamiento parece acelerar su actividad. Los circuitos responsables de todo esto, que van desde el cingulado anterior hasta la región prefrontal, permanecen activos en las variedades de regulación de la atención, tanto emocional como cognitiva, que gestionan los impulsos emocionales y aspectos ligados al cociente intelectual, como el razonamiento no verbal y el pensamiento fluido.

Una antigua dicotomía psicológica, que diferenciaba entre habilidades «cognitivas» y habilidades «no cognitivas», situaba las capacidades académicas en una categoría distinta a las habilidades sociales y emocionales. Pero, como el andamiaje neuronal del control ejecutivo subyace tanto a las habilidades académicas como a las sociales y emocionales, esa distinción parece hoy tan obsoleta como la diferenciación cartesiana entre mente y cuerpo. Ambos tipos de habilidades no son, en el diseño del cerebro, estrictamente independientes, sino que existe, entre ellas, una elevada interacción. Los niños incapaces de prestar atención tienen dificultades de aprendizaje y problemas también de autocontrol.

«Cuando contamos con elementos como el

mindfulness, los tiempos regulares de silencio y un “rincón de paz” al que los niños puedan dirigirse para tranquilizarse cuando así lo necesiten —afirma Linda Lantieri—, conseguimos, por una parte, más tranquilidad y autogestión, y un foco de atención mejorado y la capacidad de sostenerlo, por la otra. De ese modo, incidimos simultáneamente en la fisiología y la autoconciencia».

Al enseñar a los niños las habilidades que les ayudarán a calmarse y concentrarse, «estamos asentando los fundamentos de autoconciencia y autogestión imprescindibles para sustentar otras habilidades ASE, como la escucha activa, la identificación de sentimientos, etcétera.

»Antes esperábamos que los niños recurriesen, cuando se veían emocionalmente secuestrados, a sus habilidades ASE, pero no podían hacerlo —me explica Lantieri—. Ahora sabemos que, para ello, necesitan una herramienta más básica: el control cognitivo. Eso es lo que consiguen con ejercicios tales como mindfulness y “Colegas que respiran”. Una vez que saben cómo usar estas prácticas, logran la confianza suficiente para saber que pueden hacerlo.

»Hay niños que apelan, durante los exámenes, a dichas habilidades a través de un sensor

biodot [dispositivo de neuro

feedback] que les dice si están demasiado ansiosos para enfrentarse adecuadamente al examen. Y, en caso afirmativo, recurren a la práctica de

mindfulness para tranquilizarse y concentrarse y continuar con el examen cuando se encuentran en mejores condiciones y pueden pensar con más claridad.

»Los niños se dan cuenta de que hay veces en que, cuando no superan un examen, no es porque sean estúpidos, sino porque su mismo nerviosismo les impide acceder a lo que saben. Por eso, si aprenden a sosegarse y centrarse, pueden responder mejor. Tienen la actitud de que ahora son responsables de sí mismos y saben qué hacer para remediar la situación».

El Programa de Resiliencia Interior se aplica en escuelas que van desde Youngstown (Ohio) hasta Anchorage (Alaska). «Y funciona mejor —concluye Lantieri— cuando se combina con un programa ASE. Así es como se aplica en todos esos lugares».

Desatando los nudos

La literatura científica sobre los efectos de la meditación es un batiburrillo de conclusiones pésimas, aceptables e interesantes, procedentes de una combinación de metodologías cuestionables, diseños mediocres e investigaciones extraordinarias. Pero, cuando le pedí a Richard Davidson, de Wisconsin, decano de la neurociencia contemplativa, que resumiera y ordenase claramente las ventajas que, para la atención, tiene la práctica de

mindfulness, no tuvo el menor problema en subrayar de inmediato las dos siguientes.

«Mindfulness —me dijo Davidson— estimula la red clásica de la atención, situada en la región frontoparietal del cerebro, que cumple con la función de dirigir la atención. Estos circuitos resultan esenciales para el movimiento básico de la atención, que consiste en desconectar nuestra atención de una cosa, dirigirla hacia otra y mantenerla en ese nuevo objeto».

La otra clave tiene que ver con una mejora de la atención selectiva debida a la inhibición del poder de las distracciones, que nos permite dejar a un lado las distracciones que se producen a nuestro alrededor y centrarnos en lo que nos importa. Por eso el lector puede ahora mantener su foco de atención centrado en el significado de lo que digo sin dejarse arrastrar, por ejemplo, por la lectura de esta nota final[222]. Esa es la esencia, en suma, del control cognitivo.

Pero aunque, hasta la fecha, solo haya unos pocos estudios bien diseñados sobre los efectos que, en los niños, tiene la práctica de

mindfulness, «parecen existir, por lo que respecta a los adultos, datos sólidos sobre la relación que existe entre el

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