Flush

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Capítulo IV. Whitechapel

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CAPÍTULO IV
WHITECHAPEL

«Esta mañana, Arabel y yo fuimos en coche a la calle Vere —y llevamos con nosotras a Flush—», escribió miss Barrett, «pues teníamos que hacer unas compras, y nos siguió como de costumbre de tienda en tienda, y cuando fui a subirme al coche, estoy segura de que estaba a mi lado. Me volví, dije. “¡Flush!”, y Arabel lo anduvo buscando… ¡Ni rastro de Flush por ninguna parte! Lo habían robado en aquel mismo momento; quitándomelo de junto a mis talones, ¿comprendes?». Míster Browning lo comprendió perfectamente: miss Barrett había olvidado la cadena y, por tanto, habían robado a Flush. Tal era, en el año 1846, la ley de Wimpole Street y de sus alrededores.

Es cierto que nada podía superar la aparente seguridad de la calle Wimpole. En el radio de acción que pudiera abarcar un inválido en su paseo a pie o un sillón de ruedas, solo podía verse una agradable perspectiva de casas de cuatro pisos, ventanas de limpios cristales y puertas de caoba. Incluso un coche de dos caballos no necesitaba, si el cochero era discreto, salir de los límites del decoro y la respetabilidad para dar un paseíto por la tarde. Pero suponiendo que no fuera usted un inválido, que no poseyera usted un coche de dos caballos, o que fuera usted —y mucha gente lo era— una persona activa, sana y aficionada a andar, podría usted haber visto un panorama, oído un idioma y percibido unos olores —a poquísima distancia de Wimpole Street— que le habrían hecho dudar de la solidez de la misma calle Wimpole. Esto le ocurrió a míster Thomas Beames, cuando se le metió en la cabeza —por aquella época, aproximadamente— darse una vuelta por Londres. Le dejó estupefacto lo que vio. En Westminster se elevaban espléndidos edificios, pero a sus mismas espaldas se encontraban unos barracones en ruinas en los cuales vivían unos seres humanos amontonados en una sola habitación que daba al establo, insuficiente éste también para las vacas. «Dos habitantes por cada siete pies cuadrados», decía míster Beames. Éste se creyó en el deber de contarle a la gente lo que había visto. Pero ¿cómo describir, sin herir las conveniencias, un dormitorio situado encima de un establo, y donde se apiñaban dos o tres familias, teniendo en cuenta además que el establo no tenía ventilación y que a las vacas las ordeñaban, las mataban y se las comían debajo del dormitorio? Para esa tarea descriptiva —como comprendió míster Beames cuando quiso intentarla— no bastaban los recursos del idioma inglés. No obstante, tenía la convicción de que debía contar lo que había observado en su paseo de una tarde por algunas de las parroquias más aristocráticas de Londres. El peligro del tifus era grandísimo. Los ricos no se daban cuenta del riesgo que corrían. No podía callarse después de haber descubierto lo que descubriera en Westminster, Paddington y Marylebone. Por ejemplo, visitó una antigua mansión que había pertenecido en tiempos a algún gran aristócrata. Aún quedaban restos de las chimeneas de mármol. Las estancias artesonadas y los balaustres labrados; pero el pavimento se hallaba destrozado y las paredes destilaban suciedad. Unas hordas de mujeres y hombres semidesnudos se habían acuartelado en las antiguas salas de fiestas. Siguió su paseo y halló, en el lugar que antes ocupaba otra mansión señorial —mandada derribar por un constructor con iniciativas—, una casa de vecindad, hecha de pacotilla. La lluvia calaba el tejado y el viento atravesaba las paredes. Vio a un niño que llenaba una lata del agua verdosa y brillante que corría por el arroyo, y le preguntó si bebían esa agua. Sí, la bebían y lavaban con ella, pues el propietario sólo dejaba correr el agua dos veces a la semana. Este espectáculo era mucho más sorprendente porque se lo encontraba uno en los barrios más apacibles y civilizados de Londres, «hasta las parroquias más aristocráticas tienen su porción». Detrás del dormitorio de miss Barrett, por ejemplo, se hallaba uno de los peores recovecos de Londres. Can aquella pulcritud se mezclaba esta inmundicia. Pero, desde luego, había algunos barrios que desde mucho tiempo antes fueron invadidos totalmente por los pobres, y en ellos vivían sin que nadie los molestase. En Whitechapel —o en un espacio triangular al final del camino de Tottenham Court—, la pobreza, el vicio y la miseria habían desarrollado sus gérmenes, propagándose durante varios siglos sin interrupción. Alrededor de Saint Giles se agrupaban una gran cantidad de viejos edificios que «casi constituían una colonia penal, una verdadera metrópolis de la miseria». Muy acertadamente, se llamaba grajales a estos conglomerados humanos de pobreza. En efecto, los seres humanos pululaban en aquellos lugares como los grajos, que se amontonan hasta ennegrecer las copas de los árboles. Sólo que los edificios no eran árboles, ni edificios siquiera eran ya. Eran celdillas de ladrillo separadas por veredas cubiertas de basura. Todo el día hormigueaban por esas sendas incontables seres humanos a medio vestir; por la noche recibían además el alud de los ladrones, mendigos y prostitutas que se habían pasado el día ejerciendo sus respectivas profesiones en el West End. La policía no podía hacer nada. Nadie podía hacer más que apresurarse en volver a casa o, lo más, hacer observar —como lo hizo míster Beames— con muchas citas, evasivas y eufemismos, que todo no iba lo bien que debía ir. Era posible que se declarase el cólera, y seguramente con el cólera no servirían las evasivas.

Pero en el verano de 1846 nadie había hablado aún de aquello; y lo único prudente para los que habitaban en Wimpole Street y en sus cercanías era mantenerse estrictamente dentro del área «respetable» y que llevara usted su perro sujeto. Si se le olvidaba a uno este detalle, se pagaba una multa por la distracción como iba a pagarla ahora miss Barrett. Eran de sobra conocidos los términos en que se basaba la estrecha vecindad de Wimpole Street y el barrio de Saint Giles. Los de Saint Giles robaban lo que podían; y la calle Wimpole pagaba lo que debía. Por eso empezó Arabel en seguida «a consolarme, haciéndome ver que por diez libras como máximo podría recuperarlo». Se sabía que míster Taylor habría de pedir unas diez libras por un spaniel de la variedad cocker. Míster Taylor era el jefe de la banda. En cuanto una señora de Wimpole Street perdía su perro, acudía a míster Taylor; éste fijaba el precio y se lo pagaban; si se negaban a pagar, se recibía en Wimpole Street, al día siguiente, un envoltorio de papel de estraza que contenía la cabeza y las pezuñas del perro. Por lo menos, esto le había ocurrido a una señora por haber querido regatearle a míster Taylor. Desde luego, miss Barrett estaba dispuesta a pagar. Por tanto, al llegar a casa encargó del asunto a su hermano Henry, el cual fue a entrevistarse con míster Taylor aquella misma tarde. Lo encontró «fumando un puro en la habitación adornada con cuadros» —se decía que míster Taylor reunía una renta de dos o tres mil libras al año gracias a los perros de Wimpole Street— y míster Taylor prometió que conferenciaría con su «Sociedad» y que el perro sería devuelto al día siguiente. A pesar de la vejación que esto suponía y del trastorno causado con ello a miss Barrett en unas circunstancias en que necesitaba todo su dinero, había de resignarse a las consecuencias inevitables de haber olvidado —en 1846— llevar a su perro bien sujeto.

Pero Flush sí que había de sufrir unas consecuencias mucho peores. Miss Barrett pensaba: «Flush no sabe que podemos rescatarlo». Era cierto; Flush no llegó nunca a dominar los principios en que se basa la sociedad humana. «Sé perfectamente que se pasará toda esta noche lamentándose y aullando», escribía miss Barrett a míster Browning en la tarde del martes, 1.º de septiembre. Pero, mientras miss Barrett escribía a míster Browning, atravesaba Flush los peores momentos de su vida. Estaba tremendamente desconcertado. En cierto momento se hallaba en la calle Vere, entre lazos y encajes; al momento siguiente, cayó dando tumbos en un saco; fue zarandeado velozmente por varias calles y por último lo dejaron caer del saco… aquí. Se encontró en la oscuridad más absoluta, en un lugar frío y húmedo. Cuando se le fueron pasando los mareos pudo ir descubriendo algunos objetos de aquella habitación baja de techo y oscura: sillas rotas, un colchón tirado en el suelo… Luego lo cogieron, amarrándolo fuertemente por una pata a algún obstáculo. Algo se revolcaba por el suelo; no podía ver si era un ser humano o un animal. Entraban y salían —dando traspiés— unas botazas, y se arrastraban a su alrededor unas faldas muy sucias. Las moscas zumbaban sobre unos desperdicios de carne que se pudrían en el suelo. Unos niños se le acercaban, arrastrándose desde los rincones donde la oscuridad era más densa, y le pellizcaban las orejas. Se quejaba, y entonces una mano muy pesada le propinaba unos golpes en la cabeza, lo que le hacía acoquinarse en el reducidísimo espacio cubierto de ladrillos húmedos, pegado a la pared. Ahora podía ya ver que el suelo estaba poblado por animales de diversas clases. Unos cuantos perros roían un mismo hueso, ya corrompido. Parecía que iban a salírseles las costillas. Estaban todos medio muertos de hambre, sedientos, enfermos, desgreñados y sin cepillar; sin embargo, Flush notó que todos ellos eran perros de la mejor sociedad, perros encadenados, perros de los que van con lacayo, como él mismo lo era.

Se estuvo tendido horas enteras sin atreverse siquiera a gimotear. La sed era lo que más le hacía sufrir; el sorbo que tomó de aquel agua verdosa y espesa —en un cubo a su alcance— le repugnó muchísimo; por nada del mundo hubiera seguido bebiendo. Y lo curioso es que un galgo de majestuosa presencia estaba bebiéndola con delectación. Cada vez que abrían la puerta, miraba hacia allí. Miss Barrett… ¿Era miss Barrett? ¿Había venido por fin? Pero tan sólo era un rufián peludo que los echaba a todos a un lado, a patadas, y, dando tumbos, se dirigía a una silla rota en la que se dejaba caer. Luego se fue intensificando la oscuridad. Apenas podía distinguir ya las formas que había en el suelo, en el colchón, o en las sillas rotas. Un cabo de vela fue adherido a la repisa de la tosca chimenea. Afuera, en el callejón, encendieron una tosca lámpara, que permitía a Flush ver, a su luz débil y vacilante, los terribles rostros que curioseaban por la ventana. Después entraban, hasta que la habitación, ya repleta, se puso tan atestada que Flush hubo de encogerse y apartarse aún más contra la pared. Aquellos monstruos horribles —unos, andrajosos; otros, emperifollados con pintura y plumas— se agazapaban en el suelo o se encorvaban sobre las mesas. Empezaron a beber, a insultarse y a golpearse unos a otros. Seguían volcando perros de los sacos que traían. Perros falderos, setters, pointers, con los collares aún puestos… y una cacatúa gigantesca que alborotaba y revoloteaba aturdida de un rincón a otro, chillando: Pretty Poll, Pretty Poll!, en un tono que hubiera aterrado a su dueña, una viuda que vivía en Maida Vale. También abrieron las mujeres sus bolsos y desparramaron por la mesa las pulseras, los collares y broches como los que Flush había visto llevar a miss Barrett y a miss Henrietta. Los demonios aquellos clavaban sus garras sobre las joyas, lanzaban denuestos y se peleaban a causa de ellas. Los perros ladraban. Los niños gritaban y la espléndida cacatúa —Flush había visto a menudo pájaros de éstos en las ventanas de Wimpole Street— chillaba: Pretty Poll, Pretty Poll!, con ritmo cada vez más rápido, hasta conseguir que le arrojasen una zapatilla. Entonces agitó fuertemente sus alas de color gris-plomo, salpicadas de manchas amarillas, lo cual motivó que se apagase la vela. Oscuridad completa en la habitación. Fue intensificándose el calor por momentos; el bochorno y el hedor se hacían insoportables; a Flush se le abrasaba la nariz, se le contraía la piel… y miss Barrett sin venir.

Miss Barrett yacía en su sofá de Wimpole Street. Estaba muy contrariada, se preocupaba mucho, pero no se había alarmado seriamente. Claro que Flush sufriría; se pasaría toda la noche gimiendo y ladrando, pero sólo era cosa de unas horas. Míster Taylor fijaría la cantidad, ella la pagaría y devolverían a Flush.

Amaneció el 2 de septiembre en los grajales de Whitechapel. Las ventanas rotas se fueron cubriendo gradualmente de gris. Fue dando la luz sobre las caras hirsutas de los rufianes acurrucados por el suelo. Flush despertó de su ilusión y se le apareció una vez más la inevitable realidad, y la realidad de ahora consistía en este cuarto, estos rufianes, los perros que aullaban y ladraban fuertemente atados; esta lobreguez, esta humedad… ¿Sería posible que hubiera estado ayer mismo en una tienda acompañando a unas señoritas y rodeado de encajes? ¿Existía un lugar llamado Wimpole Street? ¿Había una habitación donde el agua fresca relucía en una vasija purpúrea? ¿Estuvo alguna vez acostado en cojines y le dieron en alguna ocasión un ala de pollo apetitosamente asada? ¿Y ocurría en realidad que, rabioso de celos, mordiera a un hombre de guantes amarillos?

Toda aquella vida, con sus emociones, se alejaba vaporosa, disolviéndose en lo irreal.

Aquí, al filtrarse la polvorienta luz matinal, se levantó una mujer de su yacija —a duras penas— y, tambaleándose, llegó a donde estaba la cerveza. Volvieron a empezar las borracheras y las maldiciones. Una mujer gorda lo levantó por las orejas y le pellizcó en las costillas, y alguien se permitió hacer a propósito de él un chiste odioso… Resonó un tronar de carcajadas cuando la mujer lo dejó caer al suelo. La puerta la abrían a patadas y la cerraban con un ruido ensordecedor. Cada vez que ocurría esto, miraba Flush hacia allá. ¿Era Wilson? ¿Sería posible que fuera míster Browning? ¿O acaso, miss Barrett? No, no… Sólo era otro ladrón, otro asesino. Se encogía por la sola presencia de aquellas faldas enlodadas, de aquellas botas bastas y córneas. Trató de roer un hueso que le cayó cerca. Pero sus dientes no podían hacer presa en una carne tan pétrea y el olor podrido de ésta le repugnaba. Aumentó su sed y se vio precisado a tomar un sorbito del cubo. Pero transcurría el miércoles, y a cada momento sentíase Flush más abrasado por aquel ambiente, y más mareado, tendido en unas tablas rotas y sintiendo que se le fundían unas cosas con otras. Apenas si percibía lo que estaba sucediendo. Sólo levantaba la cabeza y miraba cuando abrían la puerta. No, no era miss Barrett.

Miss Barrett, en su sofá de Wimpole Street, se impacientaba ya. Algo fallaba en las negociaciones. Taylor había prometido ir a Whitechapel el miércoles por la tarde para conferenciar con su «Sociedad». Sin embargo, pasó la tarde del miércoles y Taylor no apareció. Esto sólo significaba, supuso miss Barrett, que iban a subir el precio, lo cual no dejaba de ser un fastidio en sus circunstancias. Aun así, claro, había de pagarlo. «Tengo que rescatar a mi Flush por todos los medios, ya lo sabes», escribió a míster Browning. «No puedo exponerme a que me lo hagan picadillo regateándoles…». De modo que miss Barrett seguía reclinada en el sofá escribiendo a míster Browning y esperando que llamaran a la puerta. Pero subió Wilson a traer las cartas; subió otra vez Wilson a traer el agua caliente, llegó la hora de acostarse, y Flush no había venido.

Amaneció el jueves, 3 de septiembre, en Whitechapel. Se abrió la puerta y volvió a cerrarse. El setter rojizo que había pasado la noche aullando lo hizo salir a rastras uno de los rufianes —que vestía una chaqueta de piel de topo— y lo llevó… ¿hacia qué destino? ¿Era preferible morir a permanecer allí? ¿Qué era peor, aquella vida o la muerte? La barahúnda, el hambre y la sed, el vaho fétido de aquel lugar —¡y pensar que en tiempos detestaba el perfume del agua de Colonia!—, todo ello le iba oscureciendo las imágenes y hasta los deseos. Le retornaron antiguos recuerdos. ¿Era aquella voz del viejo doctor Mitford gritando en el campo? Y, aquél en la puerta, ¿sería Kerenhappock chismorreando con el panadero? Sonó un repiqueteo y Flush creyó que era miss Mitford cortando unos geranios para formar un ramo. Pero no era sino el viento —pues el día estaba tormentoso— que sacudía el papel de estraza con que habían tapado los vidrios rotos de la ventana. Era sólo alguna voz de borracho que deliraba en el arroyo. Tan sólo era la vieja bruja de la esquina que gruñía incesantemente mientras freía un arenque en una sartén, sobre la fogata… Lo habían abandonado. No llegaba ayuda alguna. Ninguna voz le hablaba… Los loros continuaban chillando: «Pretty Poll! Pretty Poll!», y los canarios proseguían sus gárrulos gorjeos sin sentido.

Y otra vez oscureció en la habitación. Pegaron la vela en un platillo, volvieron a encender en el callejón la tosca lámpara… Hordas de hombres siniestros —con sacos a la espalda— y de emperejiladas mujeres de caras pintarrajeadas, entraban arrastrando los pies y se iban arrojando en los camastros y acodándose en las mesas. Otra noche había tapado con su negrura a Whitechapel. La lluvia empezó a colarse por un agujero de la techumbre, y sus gotas tamborileaban en el cubo que habían puesto debajo para recogerla. Miss Barrett no había ido.

Amaneció el jueves en Wimpole Street. Ni señal de Flush, ni de Taylor tampoco. Miss Barrett estaba alarmadísima. Se informó. Llamó a su hermano Henry y lo sometió a un hábil interrogatorio. Resultó que la había engañado. El «archienemigo» Taylor había venido la noche anterior, como prometiera. Expuso sus condiciones: seis guineas para la «Sociedad» y media guinea para él. Pero Henry, en vez de decírselo a ella, se lo había dicho a míster Barrett con el resultado que era de esperar; míster Barrett le ordenó no pagar y ocultarle a su hermana aquella visita. Miss Barrett «se enfadó muchísimo». Mandó a su hermano que fuese en seguida a casa de míster Taylor y le entregase el dinero, Henry se negó a ello y «habló de papá». Pero era inútil hablar de papá —protestó su hermana—, pues, mientras hablaban de papá matarían a Flush. Entonces miss Barrett se decidió. Si Henry no quería ir, iría ella: «… si no me hacen caso, iré yo misma mañana y traeré a Flush conmigo», escribió a míster Browning.

Pero miss Barrett se encontró con que era más fácil decirlo que hacerlo. Le era casi tan difícil ir por Flush como a éste venir a ella. Toda la calle Wimpole estaba contra ella. Era ya del dominio público la noticia del robo de Flush y del rescate exigido por míster Taylor. Wimpole Street estaba decidida a enfrentarse con Whitechapel. El ciego míster Boyd mandó recado de que, a su juicio, sería un «pecado horrible» pagar el rescate. El matrimonio Barrett estaba en contra de su hija y eran capaces de cualquier traición con tal de salvaguardar los intereses de su clase. Pero lo peor de todo —esto sí que era terrible— fue que míster Browning puso todas sus energías, toda su elocuencia, toda su sabiduría y toda su lógica de lado de Wimpole Street y contra Flush. Si miss Barrett cedía ante Taylor, escribió, dejaba libre el campo a la tiranía, cedía a los chantajistas, favorecía con ello el predominio del mal sobre el bien, de la delincuencia sobre la inocencia. Si daba a míster Taylor lo que pedía, «¿cómo se las compondrán los pobres que no tengan dinero suficiente para rescatar a sus perros?». Inflamose su imaginación; se figuraba lo que le diría a Taylor si éste le pidiera aunque no fuese más que cinco chelines. Le iba a decir: «Usted es el responsable de las fechorías de su pandilla, y no le permito que me hable de esas estupideces de cortar cabezas o pezuñas. Tenga la absoluta seguridad —tan cierto es como que ahora estoy aquí diciéndole esto— que emplearé toda mi vida en desenmascararle a usted y en acabar, por todos los medios imaginables, con usted y con cuantos cómplices suyos pueda descubrir… Pero a usted ya lo he descubierto y no lo perderé de vista nunca más…». Así hubiera contestado míster Browning a Taylor, si hubiese tenido la suerte de encontrarse con aquel caballero. Y siguió desahogándose en otra carta que echó al correo en la misma tarde del jueves: «… es horrible figurarse cómo pueden los opresores de todas clases manejar a su antojo a los débiles y tímidos, cuyos secretos han descubierto, tirándoles de las cuerdas del corazón…».

No es que censurase a miss Barrett. Pues todo cuanto ésta hiciera estaría perfectamente hecho y él lo aceptaría por completo. No obstante, continuaba diciendo el viernes por la mañana. «… me parece una debilidad lamentable…». Si animaba a Taylor, que robaba perros, animaba también a míster Barnard Gregory, que robaba reputaciones. Y como muchos desventurados se daban un tajo en el cuello o huían del país cuando algún chantajista como Barnard Gregory tomaba una guía en sus manos y hacía estallar sus reputaciones, resultaba que miss Barrett se hacía responsable, indirectamente, de aquellas desgracias. «Pero ¿qué objeto tiene escribir todas estas verdades evidentes sobre la cosa más sencilla del mundo?». Así se irritaba y vociferaba diariamente míster Browning desde New Cross.

Tendida en su sofá, miss Barrett leía las cartas. ¡Qué fácil habría sido dejarse convencer!… ¡Qué fácil haber dicho: «Merecerte buena opinión vale para mí más que cien cockers»! Hubiera sido tan fácil volver a hundirse en los almohadones y decirse suspirando: «Soy una mujer débil; nada sé de leyes ni de justicia; decide tú por mí». Sólo tenía que negarse a pagar el rescate; nada más que desafiar a Taylor y a su «Sociedad». Y si mataban a Flush, si llegaba el horroroso paquete y, al abrirlo, caían de él la cabeza y las pezuñas, allí estaría Robert Browning junto a ella para asegurarle que había obrado rectamente, ganándose así su estimación. Pero miss Barrett no iba a dejarse intimidar. Miss Barrett cogió la pluma y refutó a Robert Browning. Estaba muy bien —dijo— que citara a Donne; muy bien su cita del caso Gregory, y que imaginara aquellas respuestas tan audaces dirigidas a míster Taylor —ella habría dicho lo mismo si Taylor la hubiera atacado o si Gregory la hubiese difamado—, pero ¿qué habría hecho míster Browning, si los bandidos la hubieran robado a ella, si hubieran amenazado con cortarle las orejas a ella y mandarlas por correo a New Cross? No importaba lo que hubiera hecho míster Browning; estaba decidida. Flush estaba indefenso. Su deber la llamaba junto a él. «¿Y he de sacrificar a Flush, al pobre Flush, que me ha amado tan fielmente; tengo derecho a sacrificarlo en su inocencia por atender a la culpabilidad de todos los Taylor del mundo?». Dijera míster Browning lo que dijera, ella iba a rescatar a Flush, aunque tuviera que meterse en las mismas mandíbulas de Whitechapel para sacarlo de allí, aunque Robert Browning la despreciara por haberlo hecho.

Así, el sábado —con la carta de míster Browning abierta sobre la mesa— empezó a vestirse. Leyó la última advertencia de él: «… y, al tomar esta actitud, me sitúo frente a la execrable táctica de los maridos, padres, hermanos y demás dominadores que haya en el mundo». De manera que si ella iba a Whitechapel, se ponía con esto contra Robert Browning y a favor de los padres, hermanos y demás dominadores. A pesar de ello, siguió vistiéndose. Un perro aullaba porque lo tenían atado. Estaba indefenso en poder de unos hombres crueles. Le parecía que los aullidos le gritaban: «¡Piensa en Flush!». Se calzó, se puso el manto y el sombrero. Miró una vez más la carta de míster Browning. «Me voy a casar contigo», leyó. El perro seguía aullando. Salió de la habitación, bajó las escaleras…

Henry Barrett le salió al encuentro y le dijo que, a su juicio, estaba muy expuesta a que la secuestraran y la asesinaran si se empeñaba en ir a Whitechapel. Dijo a Wilson que llamara un coche de alquiler. Wilson obedeció, temblorosa pero sumisa. Llegó el coche. Miss Barrett hizo subir primero a Wilson. Ésta, aunque convencida de que la esperaba la muerte, montó en el coche. Miss Barrett dio al cochero la dirección de Manning Street, Shoreditch. Miss Barrett montó también y el coche emprendió la marcha. Pronto dejaron atrás las ventanas de relucientes cristales, las puertas de caoba y los enrejados.

Entraban en un mundo que miss Barrett no había visto nunca, ni siquiera adivinado. Se hallaban en un mundo donde las personas dormían en el piso de arriba de los establos, y donde no había una ventana sana; en un mundo donde sólo dejaban correr el agua dos veces a la semana, en un mundo donde el vicio y la pobreza engendraban más vicio y más pobreza. Llegaron a una región desconocida para los cocheros respetables. Se detuvo el coche; el cochero se informó en una taberna. «Salieron dos o tres hombres: “¡Oh, seguramente van ustedes en busca de míster Taylor!”, dijo uno de ellos». En aquel mundo misterioso, un coche con dos señoras sólo podía ir con un único objeto, y ése era de sobra conocido. Todo ello resultaba sobremanera siniestro. Uno de los hombres corrió hacia una casa y salió de ella diciendo que míster Taylor «no estaba en casa, pero que si quería entrar…», «Wilson, en un aparte aterrorizado, me suplicó que no pensase siquiera en tal cosa…». Una pandilla de hombres y chicos se agolpaban alrededor del coche. «¿Por qué no ve usted a la señora Taylor?», le preguntó el mismo individuo. Miss Barrett no tenía el menor deseo de ver a la señora Taylor; pero en aquel momento salió de la casa una mujer inmensamente gorda, «tan gorda, que le habría sido muy fácil tener toda su vida una conciencia sin remordimientos», e informó a miss Barrett de que su esposo había salido. «Quizás esté de vuelta dentro de unos minutos, o puede que tarde varias horas… ¿Por qué no bajaba del coche y lo esperaba?». Wilson le tiró de la falda. ¡Figúrense, esperar en casa de aquella mujer! Ya era terrible tener que estarse allí, quietas en el coche, con la banda de hombres y chiquillos apiñados en derredor. Así, miss Barrett parlamentó desde el coche con la «inmensa bandolera». Explicó que míster Taylor tenía su perro y que había prometido devolverlo; ¿le llevaría míster Taylor su perro a Wimpole Street aquel mismo día? «Oh, sí; desde luego», dijo la gorda con la más gentil de las sonrisas. Creía que míster Taylor había ido precisamente a ocuparse de aquel asunto. Y la mujer «balanceó la cabeza a derecha e izquierda con muchísima gracia».

En vista de ello, el coche dio la vuelta y salió de la calle Manning, en Shoreditch. Wilson opinaba que «habíamos escapado con vida por milagro». La misma miss Barrett había llegado a alarmarse. «Era evidente que la banda se había hecho fuerte en su barrio. La “Sociedad”, la “Fancy” (como la llamaban) había echado raíces en aquel terreno», escribía. Le hormigueaban por el espíritu los pensamientos y se le habían llenado de imágenes los ojos. De modo que eso era lo que se encontraba más allá de la calle Wimpole: esas casas… esas casas… Más vio, mientras estuvo en el coche frente a la taberna, que en cinco años de permanencia en el dormitorio trasero de Wimpole Street. «¡Qué rostros los de esos hombres!», exclamó. Se habían grabado a fuego en su retina. Estimulaban su imaginación como nunca la habían estimulado «las divinas presencias de mármol», los bustos de la vitrina. Aquí vivían mujeres como ella; mientras yacía en su sofá, leyendo o escribiendo, aquellas mujeres vivían a su manera. Pero ya entraba el coche por entre las casas de cuatro pisos. He aquí la familiar avenida de puertas y ventanas, con sus llamadores de bronce, sus cortinas simétricas… He aquí la calle Wimpole… y su número 50. Wilson saltó del coche, y puede uno imaginarse con qué sensación de alivio, al verse a salvo. Pero miss Barrett es posible que vacilara un momento. Aún estaba viendo «los rostros de aquellos hombres». Habían de ponérsele otra vez ante los ojos de la imaginación cuando estuviera escribiendo, sentada en un soleado balcón de Italia [5]. Le iban a inspirar los trozos más vívidos de Aurora Leigh.

Pero ya abría el lacayo la puerta y, apeándose, se dirigió, escaleras arriba, a su habitación. Otra vez a su dormitorio.

El sábado fue el quinto día de encarcelamiento de Flush. Casi exhausto, perdidas casi todas las esperanzas, jadeaba tumbado en su rincón oscuro del atestado suelo. Se oían violentos portazos. Gritaban voces aguardentosas. Chillidos de mujeres. Parloteo de loros. Nunca habían charlado así los loros con las viudas de Maida Vale, pero es que ahora tenían que responder a los insultos que les dirigían las viejarronas. Flush se sentía la pelambre plagada de insectos; pero estaba demasiado débil, demasiado indiferente para sacudirse. Toda su vida pasada, con sus innumerables escenas: Reading, el invernadero, miss Mitford, míster Kenyon, los libros, los bustos, los campesinos del visillo… todo ello se esfumaba como copos de nieve que se disolvieran en una caldera. Si de aferraba aún a alguna esperanza, era a algo sin nombre y sin forma, al rostro de alguien a quien todavía llamaba «miss Barrett». Ésta existía aún; todo el resto del mundo había desaparecido; pero ella aún existía, aunque se había abierto entre ellos un abismo tan grande que era casi imposible pudiera llegar su ama hasta él. Empezó a venirse encima la oscuridad otra vez, una oscuridad capaz de aplastar definitivamente su última esperanza… miss Barrett.

A decir verdad, las fuerzas de Wimpole Street luchaban todavía —hasta en estos momentos finales— por apartar a miss Barrett de Flush. El sábado por la tarde estuvo esperando a míster Taylor, pues la mujer inmensamente gorda había prometido que éste iría. Por fin vino, pero sin el perro. Envió un recado a miss Barrett: si ésta le pagaba en el acto seis guineas, volvería a Whitechapel y le traería el perro… le daba «su palabra de honor». Miss Barrett no sabía qué valor pudiera tener la palabra de honor de míster Taylor, pero le pareció «que no había otro recurso», pues la vida de Flush pendía de este hilo. Contó las guineas, y se las envió a míster Taylor, que esperaba abajo en el pasillo. Pero quiso la mala suerte que mientras esperaba Taylor en el pasillo —rodeado de paraguas, grabados, la felpuda alfombra y otros objetos valiosos— entrara Alfred Barrett. El ver al archienemigo en su propia casa, le hizo perder todo freno. Estalló su ira. Lo llamó «estafador, embustero y ladrón». En vista de ello, míster Taylor le devolvió los insultos. Y, lo peor de todo, juró estar «tan seguro de su salvación como de que no volveríamos a ver a nuestro perro»; y salió disparado de la casa. Así que a la mañana siguiente llegaría el terrible paquete sangriento.

Miss Barrett volvió a vestirse a toda prisa y corrió escaleras abajo. ¿Dónde estaba Wilson? Que buscase un coche. Iba a volver a Shoreditch inmediatamente. Acudió su familia, presurosa, para disuadirla. Oscurecía. Estaba ya muy debilitada. Incluso para un hombre, en perfecto estado de salud, resultaba aquella aventura de lo más arriesgado. Hacerlo ella, era una locura. Así se lo dijeron. Sus hermanos, sus hermanas, toda la familia la rodeó, amenazándola, disuadiéndola, «gritándome que me había vuelto loca, que era una terca, una caprichosa… Me insultaron tanto como lo hubieran hecho con míster Taylor». Pero no cejó en su empeño. Tuvieron que comprender, finalmente, la inutilidad de sus esfuerzos ante la locura de ella. Por mucho peligro que hubiera, habían de dejarla salirse con la suya. Septimus prometió que, si Ba volvía a su cuarto «y se ponía de buen humor», iría él mismo en busca de Taylor, le entregaría el dinero y traería el perro.

Mientras, en Whitechapel se diluía el crepúsculo en la negrura nocturna. Se abrió una vez más, de una patada, la puerta de la habitación. Un tipo peludo suspendió a Flush por el cogote, sacándole de su rincón. Al mirar la horrenda cara de su enemigo, no podía deducir si se lo llevaba para matarlo o para ponerlo en libertad. Le daba igual…, a no ser por el recuerdo fantasmal de algo. El hombre se agachó. ¿Para qué le hurgaban aquellos dedazos en su garganta? A trompicones, medio cegado y con las piernas bamboleantes, fue conducido Flush al aire libre.

Miss Barrett, en Wimpole Street, no podía tragar la comida. ¿Había muerto Flush o estaba aún vivo? No lo sabía. A las ocho se oyó llamar a la puerta; era la carta habitual de míster Browning. Pero, al abrirse la puerta para que dejaran la carta, algo más entró corriendo en el cuarto…

Flush. Se fue derecho a su vasija color púrpura. Tres veces se la llenaron y aún seguía bebiendo. Miss Barrett contemplaba al perro —muy sucio y con expresión de tremendo asombro—, que no cesaba de beber. «No mostró tanto entusiasmo por verme como yo esperaba», observó. En efecto, sólo le interesaba una cosa en el mundo: agua limpia.

Miss Barrett, después de todo, sólo había visto un momento las caras de aquellos hombres y, aun así, los recordó toda su vida. Flush había estado a merced de ellos, viviendo en aquel ambiente durante cinco días enteros. Ahora, al verse de nuevo sobre cojines, lo único que le parecía dotado de una realidad era el agua fresca. Bebía continuamente. Los antiguos dioses del dormitorio —la vitrina de los libros, el ropero, los bustos— parecían haber perdido su substancia. Esta habitación no era ya el mundo entero; era sólo un refugio. Solamente un claro en la selva, protegido por temblorosos lampazos, mientras alrededor se arrastran las serpientes venenosas y merodean las fieras; una selva donde detrás de cada árbol acecha un asesino dispuesto a lanzarse sobre uno. Echado en el sofá —todavía atónito y exhausto— a los pies de miss Barrett, le resonaban en los oídos los aullidos de los perros atados y el chillar de los pájaros aterrorizados. Cuando se abrió la puerta, se sobresaltó, esperando ver entrar al hombre peludo con un cuchillo… pero no era sino míster Kenyon con un libro en la mano; era sólo Browning con sus guantes amarillos. Encogiose ante ellos. Ya no se fiaba de míster Kenyon ni de míster Browning. Tras aquellos rostros sonrientes y amistosos, se escondían la traición y la crueldad. Sus caricias eran fingidas. Temía incluso acompañar a Wilson a echar las cartas. No quería dar ni un paso si no le ponían la cadena. Cuando le decían: «Pobrecito Flush, ¿te cogieron los hombres malos?», levantaba la cabeza, gemía y callaba. Si, yendo por la calle, oía el restallar de un látigo, saltaba a la acera buscando seguridad. En casa se apelotonaba más cerca de miss Barrett que antes. Ella era la única que no lo había abandonado. Aún tenía alguna fe en ella. Gradualmente, ésta fue tomando otra vez substancia a sus ojos. Agotado, tembloroso, sucio y muy adelgazado, yacía en el sofá a los pies de su ama.

Conforme transcurrían los días, se iba debilitando el recuerdo de Whitechapel. Flush, muy cerca de miss Barrett, leía los sentimientos de ésta con más claridad que antes. Estuvieron separados; ya estaban juntos. La verdad es que nunca había habido tanta afinidad entre ellos. En él se reflejaba cada movimiento de ella, cada sobresalto; y ahora parecía estar siempre miss Barrett sobresaltándose y moviéndose. Incluso la llegada de un paquete la asustó; lo deshizo con dedos temblorosos y sacó de él un par de botas gruesas. Las escondió inmediatamente en el fondo de la alacena. Luego se tendió de nuevo como si nada hubiera ocurrido; pero había ocurrido algo. Cuando estuvieron solos se levantó y sacó de un cajón un collar de diamantes. Tomó la caja que contenía las cartas de míster Browning. Puso las botas, el collar y las cartas en un saco de viaje, y luego —como oyera pasos por la escalera— empujó el saco bajo la cama y se acostó apresuradamente, cubriéndose de nuevo con el chal. A Flush le pareció que estas señales de secreto, este afanarse a hurtadillas, predecían alguna crisis inminente. ¿Iban a escapar juntos de este mundo espantoso de ladrones de perros y tiranos? ¡Oh, si fuera posible! Temblaba de excitación sólo con pensarlo y dejaba escapar unos grititos de alegría, pero miss Barrett le ordenaba en voz baja que se estuviese tranquilo, y él se tranquilizaba al momento. Ella también se quedaba muy tranquila. En cuanto entraba alguno de sus hermanos o cualquiera de sus hermanas, miss Barrett permanecía en una inmovilidad absoluta, tendida en el sofá. Y hablaba un rato con míster Barrett, echada serenamente, como siempre.

Pero el sábado, 12 de septiembre, hizo miss Barrett lo que nunca le viera hacer Flush: se vistió como si fuera a salir inmediatamente después del desayuno. Además, mientras la veía arreglarse, comprendió Flush perfectamente, por la expresión de su cara, que no le llevaría consigo. Iba a algún asunto secreto, algo de carácter privado. A las diez, entró Wilson en la habitación. También ella venía vestida como para salir. Partieron juntas. Flush se acostó en el sofá a esperarlas. Una hora después —poco más o menos— miss Barrett regresó, pero sola. No lo miró… Parecía no mirar nada. Quitose los guantes, y Flush vio brillar —por un instante— un anillo de oro en uno de los dedos de su mano izquierda. Se quitó el anillo rápidamente y lo escondió en la oscuridad de un cajón. Entonces se tendió, como de costumbre, en el sofá. Flush se acercó a ella sin atreverse casi a respirar, pues lo que hubiera sucedido —que él no lo sabía— era algo que debía a toda costa mantenerse oculto.

A toda costa, debía proseguir como de costumbre la vida del dormitorio. Y, sin embargo, todo era distinto. Hasta la oscilación de la cortinilla, movida por el aire, le parecía a Flush una señal. Y las mismas luces y sombras que acariciaban a los bustos parecían querer decir algo y estar haciendo señas. Todo daba en el cuarto la impresión de un cambio; todo parecía estar preparado para algún acontecimiento. Y, sin embargo, todo estaba en silencio, todo se ocultaba… Los hermanos y las hermanas entraban y salían como siempre; míster Barrett vino a última hora, como de costumbre. Se cercioró, como siempre, de que miss Barrett se lo había comido todo y había bebido el vino. Miss Barrett charló y se rió no dejando traslucir —mientras había alguien en el cuarto— que ocultase algo. Pero en cuanto se quedaban solos, sacaba la caja de bajo la cama y la iba llenando precipitadamente, a hurtadillas, escuchando mientras lo hacía. Y los indicios de tensión eran inequívocos. El domingo tocaron las campanas de la iglesia. «¿Qué campanas son ésas?», preguntó alguien. «Las campanas de la iglesia de Marylebone», dijo miss Henrietta. Flush observó que miss Barrett se ponía mortalmente pálida. Pero ninguno de los presentes pareció haber notado nada.

Pasó el lunes, y el martes; y pasaron el miércoles y el jueves. Sobre todos los de casa se extendía un manto de silencio. No se hacía sino comer, hablar y estarse tendido en el sofá, como de costumbre. Flush, agitándose en un sueño intranquilo, soñó que estaban acostados juntos bajo hojas y helechos, en una dilatada selva. Entonces se entreabrieron las hojas, y se despertó. Oscuridad. Pero vio a Wilson que entraba sigilosamente en la habitación y sacaba la caja de bajo la cama, llevándosela con gran silencio. Esto ocurría en la noche del viernes 18 de septiembre. Flush pasó toda la mañana del sábado como alguien que sabe pueden amordazarlo de un momento a otro, o que puede sonar un silbido en tono bajo, dando la señal de que dependa la muerte o la vida. Vio que miss Barrett se vestía. A las cuatro menos cuarto, se abrió la puerta y entró Wilson. Entonces dieron la señal… Miss Barrett lo cogió en brazos. Se levantó y dirigiose a la puerta. Se detuvieron un momento para dar un vistazo a la habitación. El sofá; junto a él, la butaca de míster Browning. Los bustos, las mesitas. El sol se filtraba a través de la hiedra y el visillo con los campesinos paseándose ondeaba con el aire. Todo como siempre. Todo parecía tener asegurado un millón más de momentos como aquél. Pero para miss Barrett y para Flush, éste era el último. Miss Barrett cerró la puerta muy despacio.

Muy despacito se deslizaron hasta el piso bajo, pasando frente al salón, la biblioteca y el comedor. Todo tenía el aspecto habitual y el olor de siempre. Todo muy en calma, como durmiendo en la cálida tarde de septiembre. Catiline también dormía en la alfombrilla del vestíbulo. Llegaron a la puerta de la calle y, muy despacio, hicieron girar el pestillo. Un coche de alquiler los estaba esperando.

«A Hodgson», dijo miss Barrett. Fue casi un suspiro. Flush se instaló, muy quietecito, en su regazo. Por nada del mundo hubiera roto aquel silencio tan tremendo.

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