Flush

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Capítulo V. Italia

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CAPÍTULO V
ITALIA

Pasaron —al parecer— horas, días, semanas de oscuridad y traqueteo; de súbitas luces y, luego, largos túneles lóbregos; de verse bamboleado en todos sentidos; de que lo elevaran apresuradamente a la luz, contemplando entonces de cerca el rostro de miss Barrett, y árboles esbeltos, líneas, raíles y altas casas manchadas de luces (pues en aquellos días tenían los ferrocarriles la bárbara costumbre de obligar a los perros a viajar encerrados en cajas). Sin embargo, Flush no sentía miedo: iban huyendo; dejaban tras ellos a los tiranos y a los ladrones de perros. Traqueteos, chirridos… Sí —murmuró mientras el tren lo zarandeaba para acá y para allá—, sí, chirría, sacúdete cuanto quieras pero llévanos lejos de Wimpole Street y de Whitechapel. Por fin, se intensificó la luz; el traqueteo cesó. Oyó cantar los pájaros y suspirar los árboles en el viento. ¿O era el ímpetu del agua? Por último, abriendo los ojos y sacudiéndose la pelambrera, vio… lo más asombroso que cabía concebir: miss Barrett sobre una roca, en medio de la agitación del agua. Unos árboles se inclinaban sobre ella; el río se precipitaba a su alrededor. Seguro que corría peligro. De un salto se zambulló Flush en medio de la corriente y llegó hasta su ama. «… bautizado con el nombre de Petrarca», decía miss Barrett mientras él trepaba por la roca hasta colocarse a su lado. Se encontraban en Vaucluse; miss Barrett se había subido a la fuente del Petrarca.

Hubo más traqueteo y más chirridos, y luego lo volvieron a dejar en tierra firme. Se abrió la oscuridad y se vertió la luz sobre él. Encontrose vivo, despierto, estupefacto, en pie sobre las losas rojizas de una espaciosa habitación vacía e inundada de sol. Correteó en todas direcciones, olfateando y tocándolo todo. No había alfombra ni chimenea. No había sofás, ni sillones, ni bibliotecas, ni bustos. Unos olores picantes y desacostumbrados le cosquillearon en las ventanillas de la nariz y le hicieron estornudar. La luz, infinitamente viva, le deslumbraba los ojos. Nunca había estado en una habitación —si podía llamarse a esto una habitación— que fuera tan áspera, tan brillante, tan grande, tan vacía…

Miss Barrett parecía más pequeña que nunca sentada en una silla junto a una mesa colocada en el centro. Entonces lo sacó Wilson afuera. Sintióse casi cegado, primero por el sol y luego por la sombra. Una mitad de la calle abrasaba; en la otra mitad se helaba uno. Las mujeres pasaban envueltas en pieles; sin embargo, llevaban sombrillas para proteger sus cabezas del sol. Y la calle era más dura que un hueso. Aunque se estaba a mediados de noviembre, no había lodo ni canalillos donde mojar las pezuñas o apegotar el pelo que las cubría. No había sitios acotados, ni verjas. Y nada de aquella mezcla de olores —¡cómo se subía a la cabeza!— que hacía ser tan distraído un paseo por la calle Wimpole o por la de Oxford. Por otra parte, los nuevos y extraños olores procedentes de las afiladas esquinas de piedra, o de muros amarillentos y secos, resultaban extraordinariamente raros y punzantes. Entonces le vino, de detrás de una oscilante cortina negra, un olor sorprendentemente dulce que fluía en oleadas. Se detuvo, con las patas delanteras levantadas, para saborearlo; se dispuso a seguirle la pista y se asomó por debajo de la cortina. Tuvo la rápida visión de un vestíbulo resonante y salpicado de luz, muy alto y hueco; y en ese momento Wilson, con un grito de horror, lo apartó de allí severamente. Prosiguieron calle abajo. El ruido callejero era ensordecedor. Todo el mundo parecía estar gritando al mismo tiempo. En vez del consistente y soporífero zumbido de Londres, había aquí tal tableteo y gritería, un tintinear y una vocería, un restallar de látigos y tañer de campanillas… Flush brincaba y saltaba a un lado y a otro, y lo mismo Wilson. Hubieron de sortear en el pavimento a un carro, a un buey, a una compañía de soldados y a una manada de cabras. Se sentía más joven, más vivo que en muchos años atrás. Deslumbrado, pero alegre, se echó en las lozas rojizas y durmió más profundamente que nunca lo hiciese sobre blandos cojines en el tranquilo dormitorio trasero de Wimpole Street.

Pero pronto se dio cuenta Flush de las diferencias —más profundas que las ya observadas— existentes entre Pisa —pues ahora se hallaban instalados en Pisa— y Londres. Los perros eran diferentes. En Londres, era raro que no encontrase —en su paseo hasta el buzón— algún perdiguero, alano, bulldog, mastín, collie, Terranova, San Bernardo, foxterrier, o alguna de las siete familias famosas de la tribu Spaniel. Daba a cada uno un nombre distinto y una categoría diferente. Pero aquí, en Pisa, aunque abundaban los perros, no había categorías; todos ellos —pero ¿sería posible?— eran mestizos. Por lo que él podía entender, eran simplemente… perros: perros grises, perros amarillentos, perros con pintas, perros multicolores… pero, imposible descubrir ni un sólo spaniel, collie o mastín entre ellos. Entonces, ¿no tenía jurisdicción en Italia el Kennel Club? ¿No había una ley contra los tupés, o en favor de las orejas abarquilladas, o para proteger las patas cubiertas de pelo largo y sedoso, y que exigiera una frente abovedada y no puntiaguda? Por lo visto, no. Flush se sintió como un príncipe en el destierro. Era el único aristócrata en una multitud de canaille. Era el único cocker de pura sangre en toda Pisa.

Ya hacía varios años que inducían a Flush a considerarse un aristócrata. Se le había grabado profundamente en el alma la ley de la vasija purpúrea y de la cadena. Nada tiene, pues, de particular que perdiera un poco la cabeza, como no podría extrañarnos que un Howard o un Cavendish, si se vieran entre un enjambre de salvajes en chozas de barro, se acordaran de Chatsworth y añorasen las alfombras rojas y las galerías que se iluminan con coronas nobiliarias al proyectarlas el sol poniente desde los ventanales policromados. Flush tenía algo de esnobismo, hemos de reconocerlo. Miss Mitford lo había notado años antes: y este sentimiento, amortiguado en Londres por la convivencia con iguales a él y superiores, se reavivó ahora al sentirse único. Hízose despótico e insolente. «Flush se ha convertido en un monarca absoluto y ladra en cuanto alguien se distrae y no le abre en seguida la puerta que necesita», escribía mistress Browning. «Robert», continuaba, «declara que el susodicho Flush lo considera a él —mi esposo— nacido con el específico objeto de servirlo, y la verdad es que Flush lo da a entender con sus modales».

«Robert», «mi esposo»… Si Flush había cambiado, también cambió miss Barrett. No era sólo que se llamase ahora mistress Browning ni que reluciese al sol en su mano el anillo de oro, sino que había cambiado tanto como Flush. Éste la oía decir, cincuenta veces al día, «Robert», «mi esposo», y siempre con un tono de orgullo que le llegaba al corazón, acelerando sus latidos. Pero no había variado sólo el lenguaje de su ama: toda ella era diferente. Ahora, por ejemplo, en vez de sorber unas gotas de oporto, quejándose de la jaqueca, se trataba un buen vaso de chianti y dormía después como una bendita. En la mesa del comedor, en vez de una fruta pasada y descolorida, aparecía ahora una florida rama cargada de naranjas. Y en vez de dirigirse a Regent’s Park en un cabriolé, se ponía sus pesadas botas y se encaramaba por las rocas. En vez de recorrer la calle Oxford en un estupendo coche, se sometía al traqueteo de un calesín desvencijado para ir a la orilla de un lago o contemplar las montañas. Y cuando el ama se cansaba, no llamaba un coche de alquiler, sino sentábase en una piedra a mirar los lagartos. Le encantaba el sol. Encendía una fogata y, cuando ésta se debilitaba, la reanimaba con leños del bosque ducal. Sentábanse juntos, cerca de las crepitantes llamas, y aspiraban el intenso aroma… Mistress Browning no se cansaba nunca de alabar a Italia a expensas de Inglaterra. «… nuestros pobres ingleses», exclamaba, «necesitan que los eduquen en la alegría. Que los refinen al sol, y no al calor de las chimeneas». Aquí, en Italia, se encontraban la libertad, la vida y la alegría que engendra el sol. Estos hombres no se peleaban nunca, ni se les oía maldecir; nunca se les veía borrachos. Como contraste, volvían «los rostros de aquellos hombres» de Shoreditch a ponérsele ante los ojos. Comparaba constantemente Pisa con Londres y decía preferir, con mucho, Pisa. Las mujeres bonitas podían andar solas por las calles de Pisa; las grandes damas se presentaban en la Corte deslumbradoras, aunque esto no les impedía ser excelentes amas de casa. Pisa, con sus campanas, sus perros mestizos y sus pinares era infinitamente preferible a Wimpole Street con sus puertas de caoba y su carne de carnero. Así pues, mistress Browning —mientras escanciaba el chianti y desprendía otra naranja de la rama— alababa a Italia y compadecía a la pobre y convencional Inglaterra, tan insípida, privada de sol y húmeda, donde la vida era tan triste y cara.

Wilson, es cierto, se mantuvo fiel a Inglaterra durante cierto tiempo. El recuerdo de los lacayos y los sótanos, de los portales y las cortinas, no pudo borrarlo de su espíritu sin esfuerzo. Tuvo aún el rasgo de salir de un museo «escandalizada por la indecencia de Venus». Y más tarde, cuando pudo echar una ojeada a través de una puerta —gracias a la amabilidad de una amiga— a la magnificencia del Gran Palacio Ducal, siguió sosteniendo que el Saint James era mejor. «En comparación con el nuestro», informó luego, «resulta muy pobre». Pero mientras lo contemplaba, le sorprendió la soberbia figura de un soldado de la Guardia del Gran Duque. Se le inflamó la imaginación; su ecuanimidad empezó a perder pie, y variaron sus puntos de vista. Lily Wilson se enamoró apasionadamente del signor Righi, de la Guardia Ducal [6].

Y si mistress Browning exploraba su nueva libertad y se deleitaba en los descubrimientos que hacía, también Flush descubría otras cosas y exploraba su libertad. Antes de abandonar Pisa (en la primavera de 1847 se fueron a Florencia), Flush había llegado ya a la curiosa verdad —desconcertante al principio— de que las leyes del Kennel Club no son universales. Llegó al convencimiento de que los tupés claros no son forzosamente una desgracia. Esto le llevó a revisar su código. Actuó —vacilantemente al principio— de acuerdo con su nuevo concepto de la sociedad canina. Cada día, era un poco más democrático. Ya en Pisa había notado mistress Browning que Flush «… sale todos los días y charla en italiano con los perritos de aquí». En Florencia acabó de perder sus últimos prejuicios. El momento final de su liberación llegó un día en que se hallaba en el Casino. Corría por la hierba «de esmeralda», entre los faisanes, cuando se acordó de Regent’s Park y sus ordenanzas: Los perros deben ir sujetos. ¿Dónde estaba aquí el «deber»? ¿Dónde los callares y las cadenas? ¿Dónde los guardias y sus garrotes? ¡Se los había llevado el viento, junto con los ladrones de perros; los Kennel Clubs y los Spaniel Clubs de una aristocracia corrompida! ¡Desaparecidos con los coches de alquiler y los cabriolés! ¡Con Whitechapel y Shoreditch! Corría veloz, le centelleaba el pelo y se le encendían los ojos. Ahora era amigo del mundo entero. Todos los perros eran hermanos suyos. En este nuevo mundo, no necesitaba cadena: ¿de qué iban a protegerlo? Si míster Browning se demoraba en salir de paseo —Flush y él eran ya grandes amigos—, Flush le daba prisa con todo descaro. «Se pone frente a él y le ladra de la manera más imperiosa», observó mistress Browning con cierta irritación, pues las relaciones de ésta con Flush eran mucho menos emotivas que en tiempos pasados. Ya no necesitaba su pelambre rojiza y sus relucientes ojos para proveerla de lo que faltaba en su experiencia; había encontrado a Pan por sí misma entre los viñedos y los olivos; y también se le apareció una tarde junto a la fogata de un pino… Así, si míster Browning se hacía el remolón, Flush se plantaba ante él y le ladraba; pero si míster Browning prefería quedarse en casa a escribir, no importaba. Flush se había independizado ya. Las vistarias y las cítisos florecían por los muros, los jardines rebosaban de flores y los campos se salpicaban de vivos tulipanes. ¿A santo de qué iba a esperar a míster Browning? Así pues, salía de estampía. Ahora era señor de su propia vida, «… y sale cuando quiere, quedándose por ahí horas enteras», escribió mistress Browning, añadiendo: «… conoce todas las calles de Florencia… sabe ir por donde quiere y hacer lo que se le antoje. No me preocupa su ausencia»; y al escribir esto último sonreía, pensando en aquellas horas de angustia pasadas en Wimpole Street y en la constante vigilancia precisa allí para que la banda no se lo quitara a los mismos pies de los caballos, si olvidaba de ponerle la cadena. En Florencia se desconocía el miedo; no existían ladrones de perros, y —pensaría de seguro mistress Browning suspirando— no había padres.

Pero, francamente, si Flush salía a toda velocidad en cuanto veía abierta la puerta de la Casa Guidi, no era precisamente para admirar cuadros o para penetrar en iglesias umbrías y contemplar sus confusos frescos. Era para disfrutar de algo, para ir en busca de algo que le había sido negado durante todos aquellos años. Cierta vez había oído el cuerno de caza de Venus en los campos del Berkshire y había amado a la perrita del señor Partridge, la cual le había dado un hijo. Ahora percibía la misma llamada resonando por las estrechas calles florentinas, pero más imperiosa, con un ímpetu mayor, después de haber permanecido en silencio tantos años. Ahora conoció Flush lo que los hombres nunca podrán conocer: el amor puro, sencillo, completo; el amor que no arrastra consigo tribulaciones, que no se avergüenza ni siente remordimientos, que viene y se va como llega la abeja a la flor y al instante la deja… Hoy la flor es una rosa, mañana un lirio; ahora es un cardo silvestre, luego será la suntuosa orquídea de un invernadero. Con la misma variedad, con idéntica despreocupación abrazó Flush a la spaniel con pintas, allá abajo en la alameda, y a la perrita multicolor y a la amarilla… Lo mismo daba una que otra. Para Flush, todas eran iguales. Obedecía a la llamada del cuerno dondequiera sonaba éste o en cualquier sitio donde llevase el viento sus sones. Nadie lo reprendía por sus escapatorias. Míster Browning se reía, únicamente. «¡Qué impropio resulta eso en un perro tan respetable como él!», comentaba cuando Flush regresaba a horas muy avanzadas de la noche o en las primeras de la mañana siguiente. Y mistress Browning también se reía, al ver que Flush se tumbaba en el suelo del dormitorio y se quedaba profundamente dormido entre las armas de la familia Guidi, que formaban en el suelo un relieve de escayola.

Pues en la Casa Guidi las habitaciones se caracterizaban por su desnudez. Se habían esfumado todos aquellos objetos drapeados de los días de encierro. La cama era una cama; el lavabo era un lavabo. Todo era lo que era y no otra cosa. La sala era espaciosa y con algunas sillas antiguas de caoba labrada. Sobre la chimenea colgaba un espejo con dos cupidos que sostenían dos luces. La misma mistress Browning había abandonado sus chales indios. Llevaba un gorrito confeccionado de fina y brillante seda, muy del gusto de su marido. Ahora se peinaba de otro modo. Y, cuando se ponía el sol y eran recogidas las persianas, se asomaba al amplio balcón, vestida de una vaporosa muselina blanca. Gustaba de sentarse allí mirando y escuchando a la gente que pasaba por la calle.

Hacía poco que estaban en Florencia cuando oyeron una noche tal gritería y estruendo de muchedumbre por la calle, que acudieron rápidos al balcón para ver qué ocurría. Una enorme multitud pasaba por debajo. Llevaban banderas, vociferaban y cantaban. Todos los balcones se hallaban abarrotados, y por las ventas se asomaban muchísimas caras. La gente de balcones y ventanas arrojaban flores y hojas de laurel a la gente de la calle —hombres de grave continente, mujeres jóvenes y alegres— se besaban unos a otros y levantaban a sus niños en brazos mostrándolos a la gente de los balcones. Los Browning, acodados en la balaustrada, aplaudían, aplaudían sin cesar. Pasaban banderas continuamente. Las antorchas las iluminaban con vivos ramalazos de luz. «Libertad», habían escrito sobre una. «Por la unión de Italia», habían escrito sobre otra, y «En memoria de los mártires», «Viva Pío IX», y «Viva Leopoldo II»… Durante tres horas y media siguió el desfile de banderas y el vitorear de la multitud, mientras los señores Browning estaban en el balcón, con seis candelabros, agitando entusiasmados sus pañuelos. Flush también permaneció algún tiempo entre ellos, con las patas apoyadas en el reborde inferior del balcón, haciendo todo lo posible por participar de la alegría general. Pero, por último, bostezó. No pudo evitarlo. «Confesó, finalmente, su parecer de que aquello duraba demasiado», observó mistress Browning. Se apoderó de él un cansancio, una duda, una lasciva inquietud… ¿Para qué servía todo aquello?, se preguntó. ¿Quién era este Gran Duque y qué había prometido? ¿Por qué se excitaban todos tan absurdamente? La verdad, aquel ardor de mistress Browning saludando sin cesar a la multitud, le fastidiaba. Resultaba exagerado sentir tal entusiasmo por un Gran Duque, pensaba Flush. Y entonces, precisamente cuando pasaba el Gran Duque, se dio cuenta Flush de que una perrita se había parado ante la puerta de la Casa Guidi. Aprovechando la ocasión de haber llegado el entusiasmo de su amo al mayor grado, se escabulló del balcón y salió a la calle. La siguió por entre las banderas y la muchedumbre. La perrita se alejaba cada vez más por el corazón de Florencia. La gritería se iba apagando a lo lejos, los vítores se perdieron en el silencio, y desaparecieron los reflejos de las antorchas. Sólo una o dos estrellas en las aguas del Arno, a cuya orilla yacía Flush, con la spaniel a su lado, acostados ambos en el interior de una vieja cesta medio hundida en el fango. Allí se extasiaron en sus deliquios amorosos hasta el alba. Flush no regresó hasta las nueve de la mañana siguiente, y mistress Browning lo saludó con bastante ironía… Por lo menos, pensó, podía haber recordado que era el primer aniversario de su boda. Pero suponía que lo había pasado muy bien. Lo cual era verdad. Mientras ella había hallado una satisfacción inexplicable en el estruendo producido por cuarenta mil personas, en las promesas de los Grandes Duques y en las aéreas aspiraciones de las banderas, Flush prefería infinitamente la perrita que se detuvo en el umbral.

No cabe duda de que mistress Browning y Flush llegaban a conclusiones diferentes en sus vidas renovadas; ella, un Gran Duque; él, una spaniel moteada. Y, sin embargo, los seguía uniendo un estrecho vínculo. Apenas había llegado Flush a abolir el «deber» y a recorrer libremente la hierba esmeralda de los jardines de Cascino —donde se pavoneaban los faisanes rojioro—, sintió un nuevo golpe afectivo. Otro choque. Primero, casi nada —sólo un indicio—; tan sólo que mistress Browning empezó a manejar la aguja en el verano de 1849. Sin embargo, había en esto algo que hizo meditar a Flush. No acostumbraba su ama a coser. Se fijó en que Wilson cambiaba de sitio una cama y abría un cajón para meter en él ropa blanca. Alzando la cabeza del suelo enlosetado miraba y escuchaba con mucha atención. ¿Iría a ocurrir algo? Esperaba a cada momento ver movimiento de baúles y preparativos de viaje. ¿Habría otra fuga? Pero ¿fugarse de qué, adónde? Aquí nada hay que temer, aseguró a míster Browning. En Florencia no tenían por qué preocuparse, ni ella ni él, de míster Taylor ni de las cabezas de perro envueltas en papel de estraza. Sin embargo, estaba preocupadísimo. Los signos de cambio, tal como él los interpretaba, no significaban huida. Significaban —y esto resultaba mucho más misterioso— espera. Se acercaba algo que era inevitable, comprendió Flush al ver a su ama sentada en la sillita baja, cosiendo silenciosa y aplicada. Y algo, a la vez, temible. Conforme pasaban las semanas, mistress Browning salía cada vez menos de casa. Sentada allí, parecía estar esperando la llegada de algún tremendo acontecimiento. ¿Iría a venir un rufián, como Taylor, a darle una paliza, cogiéndola sola e indefensa? Flush temblaba de aprensión con sólo pensar en ello. Lo cierto es que el ama no hacía por escapar. Nadie empaquetaba nada. Ninguna señal de que alguien fuera a irse de la casa. Al contrario, las señales eran de que iba a llegar alguien. Flush, en su celosa inquietud, espiaba a todo el que venía por primera vez a la casa. Ahora abundaban las visitas: miss Blagden, míster Landor, Hattie Hosmer, míster Lytton… y muchos más, tanto señoras como caballeros. Día tras día, seguía cosiendo mistress Browning.

Entonces ocurrió que ésta, uno de los primeros días de marzo, no apareció por la salita. Otras personas entraban y salían. Míster Browning y Wilson eran de los que entraban y salían, y tan absortos en sus pensamientos, que Flush hubo de esconderse bajo el sofá. La gente subía y bajaba apresuradamente las escaleras, llamándose unos a otros en voz baja. Voces en sordina desconocidas para Flush. Todos iban a parar al dormitorio. Cada vez se acurrucaba más en la sombra del sofá. Cada fibra de su cuerpo le decía que estaba ocurriendo algún cambio… algún acontecimiento horroroso. Una sensación semejante le había producido, años antes, la angustiosa espera del encapuchado, cuando temía oír de un momento a otro sus pasos por la escalera, y por fin se había abierto la puerta y miss Barrett gritó: «¡míster Browning!». ¿Quién vendría ahora? ¿Qué encapuchado? Al finalizar el día, lo dejaron completamente solo; nadie entró en la sala. Allí se estuvo sin comer ni beber; ya podían haber olfateado en la puerta mil perritas moteadas, no les habría hecho el menor caso. Pues, a medida que pasaban las horas, tenía la aplastante sensación de que algo se estaba abriendo paso, desde fuera, para entrar en la casa. Miró por debajo de los flecos. Los cupidos que sostenían las luces, los arcones de caoba, las sillas francesas, todo parecía estar dejando sitio; y él mismo se sentía empujado contra la pared para hacer sitio a algo que no podía distinguir. Vio un momento a míster Browning, pero no era el mismo míster Browning. Luego, a Wilson, pero también ésta había variado, como si ambos estuvieran viendo la presencia invisible para él. Sus ojos tenían un extraño aspecto; como de vidrio.

Por último, Wilson, muy arrebatada, desaliñada, pero triunfante, lo tomó en brazos y lo llevó al piso de arriba. Entraron en el dormitorio. En la penumbra del cuarto se percibía un débil balido y algo se agitaba en la almohada. Era un animal vivo. Aparte de todos, sin que hubieran abierto la puerta de la calle, sola, mistress Browning se había hecho dos. Aquella cosa horrenda se movía y balaba a su lado. Desgarrado por la ira y los celos, y por cierta sensación de profunda repugnancia que era incapaz de contener, Flush se soltó y salió corriendo escaleras abajo. Wilson y mistress Browning lo llamaron. Luego lo tentaron con mimos y ofreciéndole chucherías; pero fue inútil. Huía del repugnante ser, de aquella presencia tan repulsiva, y corría a esconderse donde hubiera un sofá o un rincón que le brindaran su sombra. «… durante quince días cayó en un estado de honda melancolía y no le hacían efecto alguno las atenciones que le prodigábamos». Esto lo notó míster Browning a pesar de las muchas cosas en que había de pensar. Y si tomamos —como debemos hacerlo— los minutos y horas de los seres humanos y, echándolos en el espíritu de un perro, observamos cómo se convierten los minutos en horas y las horas en días, no exageraremos si llegamos a la conclusión de que la «honda melancolía» de Flush duró el equivalente a seis meses completos del reloj humano. ¡Cuántos hombres y mujeres han olvidado en menos tiempo sus amores y sus odios!

Pero Flush no era ya el perro inculto y falto de mundología que era en los tiempos de Wimpole Street. Había aprendido mucho. Wilson le había pegado. Tuvo que comerse pasteles estropeados cuando pudo haberlos comido recién hechos; juró amar y no morder más. Todo esto se agitaba en su mente mientras yacía bajo el sofá, hasta que finalmente, salió vencedor de sí mismo.

Y también esta vez fue recompensado. Al principio —hay que reconocerlo—, la recompensa fue insustancial, por no decir francamente desagradable: le ponían el niño sobre sus lomos y tenía que trotar por toda la casa mientras él le iba tirando de las orejas. Pero se resignó a esto con la mejor voluntad, y si se volvía al sentir que le tiraban de las orejas, sólo era «para besar los piececitos desnudos, de lindos hoyuelos…». Puso tan buena voluntad, que al cabo de tres meses este débil e indefenso montoncillo de carne piador y obstinado llegó a preferirlo a las otras personas «en general», según decía mistress Browning. Y lo curioso es que Flush correspondía al afecto del pequeño. Después de todo, ¿no compartían algo los dos?, ¿no se parecía el nene a Flush en muchos aspectos?, ¿acaso no tenían los mismos gustos e idénticos puntos de vista? Por ejemplo, en lo referente a paisajes. A Flush le resultaban insípidos todos los paisajes. En todos aquellos años no aprendió a concentrar la atención sobre las montañas, y, cuando lo llevaron a Vallombrosa, el esplendor de sus bosques no hizo sino aburrirlo. Volvieron a emprender otra larga expedición cuando el niño tenía varios meses. El crío iba en el regazo de su nodriza, y Flush en las rodillas de mistress Browning. El carruaje iba, dale que dale, subiendo dificultosamente por las alturas de los Apeninos. Míster Browning estaba casi enajenado de entusiasmo. Apenas se podía separar de la ventanilla. No encontraba en todo el idioma inglés palabras con que expresar lo que sentía. «… la deliciosa perspectiva, casi sobrenatural, de los Apeninos, la maravillosa variedad de color y de forma, las transiciones tan súbitas y la vital individualidad de esas montañas, los bosques de castaños que, junto a los barrancos, se inclinan hacia lo hondo por su propio peso, las rocas resquebrajadas por los impetuosos torrentes, y las colinas que suben una sobre otra para apiñar su majestuosa existencia, mudando de color con el esfuerzo…». La belleza de los Apeninos provocaba el nacimiento de tan inmensa cantidad de palabras que se atropellaban unas a otras hasta aniquilarse. Pero el nene y Flush no experimentaban este estímulo ni la adaptación del lenguaje a las emociones. Ambos permanecían silenciosos. Flush retiró la cabeza de la ventanilla, no estimando aquello digno de contemplarse… Sentía un supremo desprecio por los árboles, montañas, y cosas por el estilo, observó míster Browning. El vehículo seguía adelante con su traqueteo. Flush dormía, y también dormía el niño. Por último, aparecieron luces, casas, hombres y mujeres, desfilando ante las ventanillas. Habían entrado en un pueblo. Entonces sí prestó Flush atención, y muchísima: «… los ojos se le salían de la cara, tan intensa era su curiosidad; miraba al Este, al Oeste… y podía pensarse que estaba tomando notas o preparándolas». A Flush sólo le conmovía lo humano. Por lo visto, la belleza había de cristalizar —para que él la percibiese— en un polvillo verde o violeta que alguna jeringa sobrenatural le insuflase por los conductos nasales, y después, en vez de manifestar con palabras el efecto que le había producido, lo hacía en un éxtasis mudo. Lo que mistress Browning veía, él lo olía; ella escribía; él, en cambio, olfateaba.

Y éste es el momento en que el biógrafo se ve forzado a hacer un alto. Si son insuficientes dos o tres mil palabras para expresar lo que vemos —y mistress Browning se declaró vencida por los Apeninos—, no contamos más que con dos palabras y media para manifestar lo que olemos. Casi no existe olfato humano. Los más grandes poetas del mundo no han olido más que rosas, por una parte, y estiércol por otra. Las infinitas gradaciones intermedias han quedado sin registrar. Y precisamente era en el mundo olfativo donde vivía Flush. El amor era, sobre todo, olor; la forma y el color eran también olor; la música, la arquitectura, la ley, la política y la ciencia eran olor. Para él, hasta la religión era olor. Nos resultaría imposible describir la más insignificante de sus experiencias con la carne o el bizcocho de cada día. Ni míster Swinburne podría haber dicho qué significaba para Flush el olor de Wimpole Street en una calurosa tarde de junio. En cuanto a describir el olor a perrita spaniel mezclado con el de antorchas, laureles, incienso, banderas, cirios, y de una guirnalda de hojas de rosal pisada por un zapatito de satén que estuvo guardado con alcanfor, eso quizá Shakespeare, si se hubiera detenido hacia la mitad de Antonio y Cleopatra, cuando lo escribía… Pero Shakespeare no se detuvo en esto. De modo que, confesando nuestra incapacidad, sólo podemos hacer constar que en estos años —los más plenos, libres y felices en la vida de Flush— Italia significaba para él, principalmente, una sucesión de olores. Hay que suponer que el amor fue perdiendo gradualmente su fuerza en él. Pero el olor no la perdía. Ahora que se habían instalado de nuevo en la Casa Guidi, cada uno tenía su quehacer: míster Browning escribía, con regularidad, en su habitación; mistress Browning escribía también con regularidad en la suya. Flush vagaba por las calles de Florencia para extasiarse con los olores. Por calles y callejuelas, por plazas y alamedas, correteaba Flush guiado por su olfato. Iba de olor en olor; los recorría todos: el áspero, el suave, el oscuro, el dorado… Entraba y salía, subía y bajaba, donde batían el cobre, donde amasaban pan, donde hallaba mujeres peinándose, donde había jaulas con pájaros —formando una pila en plena calle—, donde se derramaba el vino manchando de rojo oscuro el pavimento, donde huele a cuero, a guarniciones y a ajo, donde tiemblan las hojas de parra, donde hay hombres que beben, escupen y juegan a los dados… Lo correteaba todo, con la nariz a ras del suelo, sorbiendo esencias, o con la nariz en el aire vibrante de aromas. Dormía en esta mancha tostada por el sol —¡qué vaho despedía la piedra recalentada!—, buscaba aquel túnel de sombra —¡qué ácida olía la piedra a la sombra!—. Devoraba racimos enteros de uva madura a causa del color púrpura que despedían; mascaba y luego escupía las piltrafas endurecidas, de cabra, o los restos de macarrones que cualquier ama de casa había tirado por el balcón (el olor a cabra y a macarrones es un olor ronco y carmesí). Seguía la desfallecedora dulzura del incienso en la violácea oscuridad de las catedrales, y al husmear el oro de las losas sepulcrales, se ponía a lamerlo. Y su sentido del tacto no era menos agudo. Conocía la marmórea suavidad de Florencia y también su aspereza arenosa y pedriza. Muchos drapeados esculpidos y mohosos, muchos dedos y pies de suave mármol, recibían la caricia de su lengua o el temblor de su estremecido hocico. Y en las almohadillas, infinitamente sensibles, de sus pies, quedaron estampadas claramente orgullosas inscripciones latinas. En resumen, se sabía a Florencia como jamás se la supo ningún ser humano, como no la conocieron ni Ruskin ni George Eliot. La conocía como sólo pueden conocer los mudos. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió nunca a la deformidad de las palabras.

Pero, aunque al biógrafo le agradaría deducir de lo anterior que la vida de Flush —cuando ya era un perro maduro— constituía una orgía de placer indescriptible, y sostener que, mientras el niño conquistaba cada día una nueva palabra, alejándose así cada día un poco más de la sensación pura, Flush, en cambio, seguía gozando de un paraíso donde las esencias no pierden su pureza y los nervios desnudos están en contacto con la desnudez del alma de las cosas… aunque sería muy agradable decirlo, no sería cierto. Flush no vivía en semejante paraíso. Un alma, de estrella en estrella, o un ave cuyos vuelos más distantes sobre las selvas tropicales no puedan llevarla a divisar viviendas humanas, con su humo rizado saliendo de las chimeneas, pueden gozar —por lo menos, así nos parece— de esa inmunidad, de tan íntegra bendición. Pero Flush había reposado en rodillas humanas y había oído la voz de los hombres. En su carne corrían vetas de pasión humana: conocía todos los grados de los celos, de la ira y de la desesperación. Así, en el verano, lo acribillaban las pulgas [7]. Con cruel ironía, el sol que maduraba las uvas era también quien traía las pulgas. «… y el martirio que sufrió Savonarola aquí en Florencia —escribió mistress Browning— no fue peor que el padecido por Flush durante el verano». Las pulgas nacían de un brinco en todos los rincones de las casas florentinas; saltaban de todas las grietas de la vetusta piedra, de cada pliegue de los viejos tapices, de cualquier capa, sombrero o manta. Anidaban en el pelo de Flush. Se abrían paso a pinchazos hasta lo más áspero de su piel. Sufrió con ello su salud; adelgazó, se le veía triste y febril. Rascábase continuamente y se hacía daño con ello. Hubo que acudir a miss Mitford. Mistress Browning le preguntó angustiadamente, por carta, qué remedio había contra las pulgas. Miss Mitford, sentada aún en su invernadero de «Three Mile Cross» —y aún afanada en sus tragedias—, dejó descansar un poco la pluma y repasó sus antiguas recetas: qué había empleado Maryflower, qué Rosebud… Pero es que las pulgas de Reading se mueren con cualquier cosa. Las de Florencia son rojas y viriles. Los polvillos recetados por miss Mitford hubieran sido para ellas como rapé. Desesperados, los señores Browning se arrodillaron junto a un barreño de agua y se esforzaron por purificar a Flush con jabón y un cepillo. Pero fue inútil. Un día, habiendo sacado mistress Browning de paseo a Flush, notó que la gente señalaba a éste; oyó a un hombre murmurar —a la vez que se llevaba un dedo a la nariz—. «La rogna» (la sarna). Como por aquella época «tenía ya Robert tanto afecto como yo a Flush», le resultaba intolerable que, yendo de paseo por la tarde con aquel amigo, lo estigmatizaran de semejante forma. «Robert», escribía su mujer, «no estaba dispuesto a soportar aquello ni un momento más». Sólo quedaba un remedio, pero era un remedio casi tan grave como la misma enfermedad. Por muy democrático que se hubiera hecho Flush y por muy poco que le importasen los distintivos de su prosapia, seguía siendo lo que le había llamado Philip Sidney: un caballero de nacimiento. Llevaba su árbol genealógico en la espalda. Su pelo significaba para él lo que un reloj de oro con el escudo familiar grabado en él, puede significar para un aristócrata venido a menos, cuyas extensas propiedades se hubiesen ido encogiendo hasta quedar limitadas a aquel reducido círculo. Y era el pelo precisamente lo que míster Browning propuso sacrificar. Hizo acercársele a Flush y «con unas tijeras en la mano lo fue esquilando hasta dejarle el aspecto de un león».

Mientras Robert Browning manejaba las tijeras, mientras caían al suelo las insignias del cocker y lo iban disfrazando de otro animal muy distinto, Flush sentíase disminuido, avergonzado, sometido en cierto modo a un proceso de afeminamiento. ¿Qué soy ahora?, pensó contemplándose en el espejo. Y el espejo contestó, con esa sinceridad brutal de todos los espejos: No eres nada. No era nadie. Desde luego, ya no era un spaniel de la clase cocker. Pero, al contemplarse las orejas calvas ahora, y sin rizar, parecía como si se le estirasen. Era como si el poderoso espíritu de la verdad y de la risa, las estuviera animando. No ser nada… ¿No es ésta, después de todo, la condición más satisfactoria en que puede uno hallarse en el mundo? Volvió a mirarse. Le quedaba un collar de pelo. ¿No sería, en cierto modo, una buena carrera caricaturizar la pompa de los que pretenden ser algo? En resumidas cuentas, cualquiera que fuese la orientación que diera a su vida, lo indudable es que se había librado de las pulgas. Se sacudió el peludo collar que le había quedado. Vaciló sobre sus patas, desnudas ya y adelgazadas. Se animó de nuevo. Lo mismo podía ocurrir a una mujer de célebre hermosura que, al levantarse del lecho después de una enfermedad y encontrarse el rostro desfigurado para siempre, tirase al fuego sus galas y cosméticos, y riera, contenta, al pensar que ya no necesitaba volver a contemplarse en el espejo ni temer el alejamiento de un amante o la belleza de una rival. Así, Flush salió corriendo, trasquilado y semejante a un león, pero libre de pulgas. «Flush», escribió mistress Browning a su hermana, «es muy sensato». Quizá estuviera recordando el aforismo griego que afirma no poderse alcanzar la felicidad sino a través del sufrimiento. El verdadero filósofo es el que se queda sin pelo pero se libra de las pulgas.

Aunque no tuvo Flush que esperar mucho para ver sometida su filosofía recién adquirida a una dura prueba. De nuevo aparecieron en la Casa Guidi indicios de una de aquellas crisis… Total, nada, un cajón que se abría, o una cuerda colgando de una caja, pero para un perro son estas señales silenciosas tan amenazadoras como son para un pastor las nubes que anuncian la inminente tormenta o para un estadista los rumores que predicen una guerra. Se preparaba otro cambio, otro viaje. Bueno, ¿y a santo de qué? Se disponían los baúles, se los ataba con cuerdas. La niñera salió con el niño en brazos. Aparecieron los señores Browning, vestidos de viaje. Había un coche a la puerta.

Flush esperó filosóficamente en el vestíbulo. Si ellos estaban preparados, él también lo estaba. Una vez instaladas las personas en el coche, se metió Flush en éste de un ágil salto. ¿Adónde irían? ¿A Venecia, a Roma, a París…? Le daban igual todos los países, todos los hombres eran hermanos suyos. Ya había aprendido la lección. Pero cuando, por fin, emergió de la oscuridad, hubo de echar mano de toda su filosofía… Estaba en Londres.

Las casas se extendían a izquierda y derecha en avenidas de líneas bien trazadas. El pavimento era frío y duro bajo sus pies. Allí, saliendo de detrás de una puerta de caoba con llamador de bronce, estaba una señora ataviada con un ondulante vestido de terciopelo purpúreo. Sobre el cabello llevaba una diadema de flores. Recogiendo su flotante drapeado, miró despectivamente calle arriba y calle abajo, mientras un lacayo, inclinándose, preparaba el estribo de un landó para que la dama pudiera subir. Toda la calle Welbeck —pues era la calle Welbeck— se hallaba envuelta en un esplendor de luz rojiza… una luz que no era clara y feroz como la luz italiana, sino curtida y enturbiada por el polvo de un millón de ruedas y el pisoteo de un millón de herraduras. La temporada londinense estaba en su apogeo. Todos los ruidos de la ciudad se reunían en uno difuso y gigantesco que la cubría como un manto. Pasó un majestuoso galgo conducido por un lacayo. Un guardia, paseándose arriba y abajo con paso rítmico, lanzaba a uno y otro lado la mirada inquisitiva de sus ojos de toro. Olores de asado, olores a carne de vaca y a col, procedentes de mil sótanos… Un criadillo con librea echaba una carta en el buzón.

Anonadado por la magnificencia de la metrópolis, se detuvo Flush un momento en el umbral de aquella casa. Wilson también se paró a pensar.

¡Qué mezquina le parecía ahora la civilización italiana, con sus Cortes y sus revoluciones, sus Grandes Duques y sus soldados de la Guardia Ducal! Al ver pasar un guardia londinense, dio gracias a Dios por seguir soltera, pues no había llegado a casarse con el signor Righi. Entonces salió de una taberna próxima una figura siniestra. Un hombre los miraba con ojos codiciosos. Flush se metió en la casa de un rapidísimo salto.

Hubo de pasarse varias semanas recluido en la salita de una pensión de Welbeck Street. Pues aún era preciso el encierro. Se había presentado el cólera, y si es cierto que el cólera contribuyó algo a mejorar la condición de los grajales, no la mejoró demasiado, ya que seguían siendo robados los perros y los de Wimpole Street tenían que ir todavía con el collar y la cadenita. Naturalmente, Flush hizo vida de sociedad. Frecuentó a los perros alrededor del buzón y frente a la taberna; le dieron la bienvenida con la buena educación propia de unos perros tan distinguidos. Así como un lord que haya vivido muchos años en Oriente y contraído allí algunas de las costumbres indígenas, rumoreándose que se ha hecho musulmán y que tuvo un hijo de una lavandera china, se encuentra, al volver a ocupar su puesto en la Corte, con que sus antiguos amigos están dispuestos a no tomarle en cuenta esas aberraciones y lo invitan a Chatsworth (aunque, claro está, sin hacer alusión a su mujer y dándose por descontado que unirá sus plegarias a las de la familia), así acogieron a Flush los pointers y los setters de la calle Wimpole, haciendo como que no se daban cuenta del estado de su pelambre. Pero Flush creyó notar en este viaje cierta morbosidad entre los perros londinenses. Todo el mundo sabía que el perro de la señora de Carlyle, Nerón, se había arrojado desde una ventana de un último piso, con la intención de suicidarse [8]. Se decía que se le había hecho insoportable la vida tan dura que llevaba en Cheyne Row. Y a Flush no fe costaba trabajo creerlo, a juzgar por la calle Welbeck. El encierro, la multitud de cacharritos, las cucarachas por la noche, las moscas por la mañana, los efluvios —que lo hacían desfallecer a uno— del asado de cordero, la presencia constante de los plátanos en el aparador… ¿No era suficiente todo eso, unido a la proximidad de varios hombres y mujeres vestidos pesadamente y que no se lavaban a menudo —y nunca del todo—, para irritarle a uno los nervios y hacerle perder la paciencia? Se pasaba las horas muertas baja un armario de la pensión. Imposible salir a dar una vuelta. Siempre tenían cerrada la puerta de la calle. Había de esperar que alguien lo sacase de paseo con la cadena.

Sólo dos incidentes rompieron la monotonía de las semanas que pasó en Londres. Un día, a fines de aquel verano, fueron los Browning a visitar al reverendo Charles Kingsley, en Farnham. En Italia habría estado la tierra tan dura y desnuda como ladrillo, y las pulgas hubieran aparecido por doquier. Se habría uno arrastrado de sombra en sombra, agradeciendo hasta la raya umbría proyectada por el brazo extendido de alguna estatua de Donatello. Pero aquí, en Farnham, había campos de verde hierba; había estanques de agua azul; bosques rumorosos y un césped tan hermoso que las pezuñas botaban en él al pisarlo. Los Browning y los Kingsley pasaron el día juntos. Y nuevamente, mientras trotaba Flush tras ellos, volvieron a sonar las antiguas trompas de caza. Retornó al lejano éxtasis… ¿Una liebre, un zorro? Flush corrió a sus anchas por los matorrales de Surrey como no había corrido desde los tiempos de «Three Mile Cross». Un faisán desplegó su pirotecnia púrpura y oro. Casi lo había agarrado ya con los dientes por el extremo de la cola cuando oyó una voz que gritaba. Sonó un latigazo. ¿Era el reverendo Charles Kingsley llamándolo al orden? De todos modos, ya no siguió corriendo. Los bosques de Farnham estaban acotados rigurosamente.

Unos cuantos días después se hallaba echado en la salita de Welbeck Street, cuando entró mistress Browning vestida como para salir y lo hizo abandonar su escondite. Le puso la cadenita en el collar y, por primera vez desde septiembre de 1846, fueron juntos a la calle Wimpole. Cuando llegaron frente al número 50 se detuvieron como antaño. Y, como antaño, tuvieron que esperar. El criado seguía tardando lo mismo en acudir. Por fin, se abrió la puerta. ¿Sería Catiline aquel que estaba tumbado en la esterilla? El perro, viejo y desdentado, bostezó, se desperezó y no prestó la menor atención a los recién llegados. Subieron las escaleras tan a hurtadillas, tan en silencio como las bajaron la última vez. Mistress Browning, muy despacito, abriendo las puertas como si temiese ver qué iba a encontrarse dentro, recorría las habitaciones. Se le entristecía el semblante conforme las iba contemplando; «… me parecieron», escribió, «más pequeñas y más sombrías, y los muebles me resultaron inadecuados». La hiedra seguía golpeando los cristales de la ventana del dormitorio trasero. La cortinilla estampada oscurecía aún las cosas. Nada había cambiado. En aquellos años no había pasado nada. Así fue de habitación en habitación, apesadumbrada por el recuerdo. Pero, mucho antes de que hubiese terminado su visita de inspección, ya estaba Flush impacientísimo. ¿Y si míster Barrett viniera a sorprenderlos? ¿Y si, con el ceño fruncido, diese una vuelta a la llave y los dejara encerrados para siempre en el dormitorio trasero? Por último, mistress Browning cerró las puertas y bajó muy despacito. Sí —dijo—, la casa necesitaba, a su juicio, una buena limpieza.

Después de esto, sólo le quedó a Flush un deseo: salir de Londres, partir de Inglaterra para siempre. No se consideró feliz hasta encontrarse a bordo del vapor que cruzaba el Canal hasta Francia. Resultó un viaje molesto. La travesía duró ocho horas. Mientras el vapor se bamboleaba sobre las olas, Flush se sintió invadido por un tumulto de recuerdos revueltos: señoras con terciopelo de color púrpura, individuos andrajosos con sacos, Regent’s Park, la reina Victoria pasando con su escolta, la verdura del césped inglés y la ranciedad de los pavimentos ingleses… Todo esto le pasó por la mente mientras yacía en cubierta; y, al levantar la vista, distinguió a un hombre alto y de severo aspecto acodado a la barandilla.

«¡Míster Carlyle!», oyó exclamar a mistress Browning y en ese instante —recuérdese que la travesía fue muy mala— se acabó de marear Flush. Acudieron marineros con baldes y lampazos, «… y echaron de allí al pobre perro. Pues la cubierta del vapor era aún inglesa; los perros no deben marearse en cubierta. Éste fue su último saludo a las playas de su isla natal».

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