Flush

Flush


Capítulo VI. Final

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CAPÍTULO VI
FINAL

Flush iba haciéndose ya un perro viejo. Evidentemente, lo habían cansado el viaje a Inglaterra y los recuerdos que éste despertara en él. Pudo observar que, a su regreso, buscaba la sombra con preferencia al sol, aunque la sombra de Florencia fuera más calurosa que el sol de la calle Wimpole. Se le pasaban las horas muertas sesteando al pie de una estatua o bajo el borde de la taza de una fuente, para que le cayera encima alguna salpicadura de cuando en cuando. Los perritos jóvenes solían buscar su compañía. Y él les contaba sus experiencias de Whitechapel y de Wimpole Street; les describía el olor a trébol y el olor de la calle Oxford; repetía sus relatos de una y otra revolución; cómo vinieron los Grandes Duques, cómo se volvieron a marchar… ¡pero la perrita con pintas (por aquella avenida de la izquierda)… ésa sigue allí!, decía Flush. Entonces, puede que pasara junto a él el violento míster Landor y lo amenazase con el puño, fingiéndose furioso por burlarse de él; o que se detuviese a su lado la amable miss Isa Blagden y sacase de su ridiculez un bizcocho azucarado. Las campesinas del mercado le preparaban un lecho de hojas verdes en el umbrío fondo de sus cestas y le arrojaban de cuando en cuando un racimo de uvas. Lo conocían y lo amaban en toda Florencia… Encantadores, muy sencillos todos, tanto los perros como los hombres.

Pero se iba haciendo ya un perro viejo, y tendía cada vez más a echarse, y ya no bajo la fuente, pues sus huesos avejentados no podían resistir la dureza de los guijarros, sino en el dormitorio de mistress Browning, sobre el escudo de los Guidi, que formaba en el suelo una isla suave de escayola; o en la sala, a la sombra de la mesa. Y bajo ella estaba echado aquel día —poco después de su regreso de Londres—, profundamente dormido. Pesaba sobre él intensamente el plomizo sueño de la vejez; sueño sin ensueños. Desde luego, ese día era su sueño mucho más profundo que de costumbre, pues a medida que seguía durmiendo se iba haciendo más densa la oscuridad en que estaba sumergido. Si acaso soñó, fue con una selva primigenia, cerrada a la luz del sol, aislada de toda voz… aunque repetidas veces, mientras dormía, soñó oír el gorjeo adormilado de un pájaro que también soñaba o, entre ramas columpiadas por el viento, la risita melosa y contenida de algún mono pensativo.

Entonces, separáronse todas las ramas, penetrando la luz… por aquí… por allá…, en dardos centelleantes. Los monos comenzaron a parlotear, los pájaros levantaron el vuelo chillando y dando la alarma… Se despertó sobresaltado. Lo rodeaba una confusión tremenda. Habíase quedado dormido bajo las lisas patas de una mesa-velador de las corrientes en cualquier salón. Ahora lo acosaban oleadas de faldas y pantalones en marejada. Es más, la misma mesa se balanceaba violentamente. No sabía por dónde salir corriendo. ¿Qué diantre ocurría? ¿Qué le pasaba a la mesa, por amor de Dios? Elevó la voz en un prolongado aullido interrogativo.

No puede contestarse aquí satisfactoriamente la pregunta de Flush. Lo más que puede ofrecerse son unos cuantos hechos; y muy poco elocuentes, por cierto. En pocas palabras: parece ser que a principios del siglo XIX la condesa de Blessington compró una bola de cristal a un mago. La condesa «nunca pudo comprender cómo se usaba aquello»; en verdad, jamás acertó a ver nada en la bola que no fuera el cristal. No obstante, después de su muerte se verificó una almoneda de sus bienes y la bola pasó a manos de otras personas «que la miraron con ojos más penetrantes o más puros», y vieron en la bola otras cosas además del cristal. Lo que no se ha confirmado es si fue Lord Stanhope quien la compró, ni si fue él quien la miró «con ojos más puros». Pero sí se sabe con certeza que en 1852 poseía Lord Stanhope una bola de cristal y que sólo tenía que mirar al interior de ésta para ver, entre otras cosas, «los espíritus del sol». Naturalmente, un caballero hospitalario como aquél no podía guardarse para él sólo unas vistas semejantes; así que solía exhibir la bola después de los almuerzos a que estaban invitadas todas sus amistades, invitación que hacía extensiva a poder admirar los espíritus solares. En este espectáculo había algo extrañamente delicioso (desde luego, míster Charley no lo creía así; era casi la única excepción); las bolas «hicieron furor»; afortunadamente, un óptico de Londres descubrió en seguida la manera de hacerlas sin ser nigromante ni egipcio, aunque, claro está, el precio del cristal inglés resultaba caro. Así fue como tantísima gente se proveyó de bolas en los primeros años del quinto decenio del siglo; aunque, según dijo Lord Stanhope, muchas personas usaban las bolas «sin el valor moral para confesarlo». El predominio de los espíritus en Londres llegó a tal punto, que se sintió cierta alarma en los medios oficiales, sugiriéndole Lord Stanley a Sir Edward Bulwer Lytton la conveniencia de que «nombrase el Gobierno una comisión investigadora para aclarar el asunto cuanto fuera posible». Quizá porque se asustaran los espíritus al enterarse que se acercaba una comisión gubernamental, o quizá debido a que también tienden los espíritus —como los cuerpos— a multiplicarse cuando los encierran juntos, lo cierto es que comenzaron a mostrarse inquietos y huyendo en grandes bandadas, se instalaron en las patas de las mesas. Fuera esto debido al motivo que fuese, lo positivo es, que la táctica tuvo éxito. Las bolas de cristal eran muy caras. En cambio, casi todo el mundo posee una mesa. Así, cuando mistress Browning regresó a Italia, en el invierno de 1852, se encontró con que los espíritus la habían precedido; casi todas las mesas de Florencia estaban infestadas. «Desde la Legación hasta los farmacéuticos ingleses», escribía, «toda la gente está sirviendo mesas. Cuando se reúnen varias personas alrededor de una mesa, nunca es para jugar al whist». No; se reunían para descifrar los mensajes comunicados por las patas de las mesas. Así que si se deseaba saber la edad de un niño, «la mesa se expresaba inteligentemente golpeando el suelo con sus patas, respondiendo con arreglo al alfabeto». ¿Y qué límite podía tener la inteligencia de una mesa capaz de decirnos la edad de nuestro propio hijo? En las tiendas se anunciaban las mesas giratorias. Sus paredes se cubrían de carteles con anuncios de maravillas scoperte a Livorno. Hacia el año 1854 se había extendido ya tanto la afición que «se hallaban inscritas, como practicantes del intercambio espiritista, cuatrocientas mil familias americanas». Y de Inglaterra llegó la noticia de que Sir Edward Bulwer Lytton había importado a Knebworth «varios espíritus golpeadores americanos», con el feliz resultado —esto le contaron al pequeño Arthur Russell cuando se extrañó de que «un anciano muy raro con una bata deslucida» le estuviese mirando fijamente durante el desayuno— de que Sir Edward Bulwer Lytton se creyese invisible [9].

Cuando mistress Browning miró por primera vez en la bola de cristal de Lord Stanhope, en una reunión que dio éste en su casa, no consiguió ver sino que aquello constituía un notable exponente de la época. Desde luego, el espíritu del sol encargó que le dijeran que ella pensaba ir a Roma; mas, como no pensaba ir a Roma, contradijo al espíritu del sol. «Pero», añadió sinceramente, «me encanta lo maravilloso». Su temperamento era muy inclinado a las aventuras. Había arriesgado su vida yendo a la calle Manning. Había descubierto un mundo con el que ni siquiera se atrevió nunca a soñar, a media hora en coche de la calle Wimpole. ¿Por qué no podía existir otro mundo a sólo medio instante de Florencia, un mundo mejor, más hermoso, donde viven los muertos esforzándose en llegar hasta nosotros? De todos modos, se arriesgaría en esta nueva aventura. Así pues, sentose también a la mesa. Y acudió míster Lytton, hijo brillante de un padre invisible. Y míster Frederick Tennyson, míster Powers y míster Villari… Se sentaron todos alrededor de la mesa, y cuando ésta acababa de dar sus pataditas, tomaban el té y comían fresas y crema, mientras «Florencia se disolvía en la púrpura de las colinas y las estrellas comenzaban a parpadear»; y charlaban, charlaban mucho… «¡Cuántas historias contábamos y qué milagros jurábamos haber visto! Aquí todos somos creyentes, Isa, menos Robert». Un día irrumpió en la sala el sordo míster Kirkup, con su barba de un blanco amarillento. Había venido, sencillamente, para exclamar: «¡Existe un mundo espiritual, hay una vida futura! Lo confieso. Por fin, me he convencido». Y si míster Kirkup, cuyo credo había sido siempre «lo más próximo al ateísmo», se había convertido sólo por haber oído, a pesar de su sordera, «tres golpes tan fuertes que lo hicieron saltar», ¿cómo podía mistress Browning apartar las manos de la mesa? «Ya sabe usted que soy una visionaria y conoce mi inclinación a llamar a todas las puertas de este mundo para tratar de salir de él», escribió en cierta ocasión. Así que citó a los fieles en la Casa Guidi y allí se estaban con las manos en la mesa de la sala, intentando salir de este mundo.

Flush se asustó terriblemente. Las faldas y los pantalones ondeaban a su alrededor, la mesa se sostenía en un solo pie. Pero, por mucho que vieran y oyeran las señoras y los caballeros reunidos en torno a la mesa, Flush ni oía ni veía nada. En verdad, la mesa se sostenía en una sola pata; pero esto es corriente en las mesas si os apoyáis con fuerza en uno de sus lados. Él mismo había volcado mesas, y bien le habían reñido por ello. Pero es que mistress Browning se había quedado con los ojos muy abiertos, como si viera alguna maravilla en el exterior. Flush se precipitó al balcón y miró desde allí. ¿Estaría pasando otro Gran Duque con bandera y antorchas? Flush sólo vio una vieja mendiga acurrucada en la esquina, sobre su cesta de melones. Sin embargo, no había duda de que mistress Browning estaba viendo algo, y algo sobremanera maravilloso, En los días, tan lejanos, de Wimpole Street, había llorado una vez sin que pudiera él comprender el motivo; y luego se había puesto a reír mirando unos garabatos de tinta. Pero esto era diferente. Había algo en su mirada que lo asustaba. Algo había en la habitación, o en la mesa, o quizá en las sayas y en los pantalones, que lo molestaba profundamente.

Conforme pasaban las semanas, se acentuaba la preocupación de mistress Browning por lo invisible. Aunque hiciese un día magnífico, y en vez de irse a contemplar cómo se deslizaban los lagartos por entre las piedras, se sentaba a la mesa; aunque la noche estuviese cuajada de estrellas, y en vez de leer en su libro o pasar la mano sobre las hojas de papel blanco, se apresuraba a llamar, si míster Browning no estaba en casa, a Wilson; y Wilson acudía bostezando. Entonces sentábanse juntas a la mesa hasta que este mueble —cuya verdadera función era proporcionar sombra— daba golpecitos en el suelo, y mistress Browning exclamaba que le estaba anunciando a Wilson una próxima enfermedad. Wilson replicaba que lo que sí tenía era un sueño terrible. Pero no tardaba mucho la misma Wilson, la implacable, la recta y británica Wilson, en lanzar unos chillidos penetrantes, desmayándose acto seguido, lo cual hacía corretear a mistress Browning de un lado para otro en busca del «saludable vinagre». A Flush le parecía todo esto una manera muy desagradable de pasar la tarde. ¡Cuánto mejor sentarse a leer el libro!

Indudablemente, padecieron mucho los nervios de Flush con aquel ambiente de expectación angustiosa, con el olor —intangible, pero desagradable—, con los golpecitos en el suelo, los gritos y el vinagre…

Estaba muy bien que el niño, Penini, rezara pidiendo «que le creciese el pelo a Flush»; ¡esa aspiración le era comprensible! Pero esta clase de plegarias que requerían la presencia de malos olores de caballeros de aspecto deslucido y del grotesco aditamento de un mueble de caoba sólida en apariencia… todo esto le irritaba tanto como a aquel hombre, robusto, sensible y elegantemente vestido: su amo. Pero lo peor para Flush —mucho más que los olores y que el absurdo mueble— era la expresión del rostro de mistress Browning cuando miraba por el ventanal como si estuviera viendo algo que fuera maravilloso, cuando nada había, en realidad. Flush se situaba frente a ella. Y mistress Browning lo miraba como si no lo viera. Esa mirada era la más cruel que pudiera haberle dirigido. Peor aún que su fría ira cuando él mordió a míster Browning en una pierna; peor que su risa sardónica cuando le cogieron la pezuña con la puerta en Regent’s Park… Desde luego, había momentos en que echaba de menos Wimpole Street y sus mesas. Las mesas del número 50 no solían hacer equilibrios sobre una pata. La mesita, con aquel aro alrededor en la que ella dejaba sus preciados adornos, se había estado siempre absolutamente quieta. En aquellos días —tan lejanos— sólo tenía que saltar al sofá y miss Barrett se daba cuenta instantáneamente de su presencia y lo miraba. Ahora, una vez más, saltó al sofá. Estaba escribiendo: «… además, a petición del medium, tomaron las manos espirituales una guirnalda que había sobre la mesa y me la pusieron en la cabeza. La mano que hizo esto último era como las mayores que pertenezcan a seres humanos, blanca como la nieve, y muy hermosa. Estaba tan cerca de mí como ésta con la que ahora escribo, y la vi tan claramente como estoy viendo ésta». Flush la tocó con viveza. Miró a través de él como si fuera invisible. Entonces saltó del sofá y salió corriendo escaleras abajo, a la calle.

Hacía una tarde abrasadora. La vieja mendiga de la esquina se había quedado dormida sobre sus melones. El sol parecía estar zumbando en el cielo. Flush tomó el camino —tan conocido para él— del mercado, trotando a lo largo de los muros, que le daban sombra. La plaza estaba animadísima con los toldos, los tenderetes y la policromía de las sombrillas. Las vendedoras, junto a las canastas de fruta; las palomas, revoloteando; el repique de las campanas; los látigos que restallaban… Los perros mestizos florentinos —con su variedad de colores— corrían en todas direcciones, husmeándolo todo. Bullicio de colmena y calor de horno. Flush buscaba la sombra. Se echó a los pies de su amiga Catterina, en la sombra que proyectaba su gran canasta. Junto a ésta, otra sombra, la de un búcaro oscuro con flores rojas y amarillas. Y por encima, una estatua, con el brazo derecho extendido, intensificaba la sombra hasta hacerla violeta. Allí yacía Flush, al fresco, contemplando a los perritos ocupados en sus asuntos particulares. Regañaban, se mordían y retozaban por el suelo con todo el abandono de la alegría juvenil. Se perseguían unos a otros dando la vuelta a la plaza innumerables veces, como él persiguiera cierta vez a la perrita con pintas por aquella alameda… Sus pensamientos volaron a Italia por un momento… a la spaniel de míster Partridge, a su primer amor… al éxtasis y al candor de la juventud. Después de todo, también a él le había tocado su parte. No le sabía mal que los jóvenes de ahora disfrutasen de la vida. El mundo se le había hecho muy agradable. No tenía quejas de él. La vendedora le rascó detrás de la oreja. A veces le había dado algún pescozón por haber robado un racimo o por cualquier otra inconveniencia; pero ya era viejo, y también ella era vieja. Flush le guardaba sus melones y ella le rascaba la oreja. Ahora, mientras la vieja hacía punto, él dormitaba. Las moscas zumbaban sobre el gran melón rosado, recién rajado para mostrar su pulpa.

El sol filtraba deliciosamente su ardor por entre las hojas de los lirios y a través de la sombrilla verdiblanca. La estatua de mármol matizaba de frescura este calor. Flush, tumbado, dejaba que le penetrase por la pelambre hasta su piel desnuda. Y, cuando se tostaba por un lado, se volvía del otro, para que también se lo tostase el sol. La gente charlaba y regateaba sin cesar; pasaban mujeres, se paraban a tocar las verduras y las frutas… Un perpetuo zumbar de voces humanas que a Flush le encantaba escuchar. Al cabo de un rato se adormeció a la sombra de los lirios. Durmió como duermen los perros cuando están soñando. En cierto instante se le estiraron las patas… ¿Soñaba acaso que cazaba conejos en España? ¿Corría por la ladera de un monte con unos hombres morenos que gritaban Span! Span! al cruzar los conejos, como centellas, entre la maleza? Luego volvió a quedarse inmóvil. Y, a los pocos momentos, gruñó, rápida y suavemente, muchas veces seguidas. Quizás estuviese oyendo al doctor Mitford incitando a sus lebreles en las cacerías de Reading. Luego se le movió la cola mansamente. ¿Estaría oyendo a la vieja miss Mitford gritándole: «¡Perro malo! ¡Perro malo!», cuando volvía al lado de ella, que lo esperaba entre las hortalizas agitando su sombrilla? Luego poníase a roncar, envuelto en el profundo sueño de una vejez feliz. De repente se agitaron todos los músculos de su cuerpo. Se despertó con una violenta sacudida. ¿Dónde creyó hallarse? ¿En Whitechapel, entre los rufianes? ¿Había vuelto a sentir el filo del cuchillo en su cuello?

Lo cierto es que despertó de su ensueño sobrecogido de terror. Salió huyendo como si buscase un refugio. Las mujeres del mercado se rieron y le tiraron uvas podridas, gritándole que volviera. No les hizo caso.

Las ruedas de los carros casi lo aplastaron cuando pasaba veloz entre ellas, por las calles, recibiendo de pasada las maldiciones y los latigazos de los carreteros. Chiquillos medio desnudos le arrojaban guijarros, vociferando a su paso. Matta! Matta!. Sus madres corrían a los umbrales y metían a sus hijos en casa, asustadas. ¿Estaría rabioso? ¿Le había enloquecido el sol? ¿O es que había oído otra vez el cuerno de caza de Venus? ¿O, al cabo, lo había poseído uno de esos espíritus golpeadores americanos que habitaban en las patas de las mesas? Cualquiera que fuese la causa, así iba disparado, en zigzag, subiendo una calle, bajando por otra, hasta llegar a la puerta de la Casa Guidi. Subió las escaleras y se fue derecho al salón.

La señora Browning estaba recostada en el sofá, leyendo. Cuando entró, lo miró sobresaltada. No, no era un espíritu… era sólo Flush. Se rió. Entonces, al verlo saltar al sofá y apretar su cabeza contra el rostro de ella, le acudieron a la memoria las palabras de aquel poema que escribiera:

¿Veis este perro? Ayer mismo cavilaba yo aquí sin hacerle caso, hasta que los pensamientos me arrancaron cada uno una lágrima. Entonces se me acercó, por la almohada —sobre la que reposaba mi húmeda mejilla—, una cabeza tan peluda como la de Fauno, y al instante la tuve apoyada en mi rostro. Dos ojazos oro claro asombraron a los míos, y una oreja, larga y caída, enjugó la espuma de mi melancolía. Sorprendime al principio, como un árcade a quien sobrecogiera la presencia de un dios cabrío en la medialuz de un bosquecillo; pero, cuando la barbuda aparición acabó de secar mis lágrimas, reconocí a Flush y me repuse de mi sorpresa y de mi pena, dando gracias al verdadero Pan, quien, valiéndose de criaturas insignificantes, nos permite conocer cumbres de amor.

Había escrito aquel poema años atrás, en Wimpole Street, cuando era muy desventurada. Ahora era feliz. Estaba envejeciendo, y Flush también. Se inclinó un momento sobre él. La cara de mistress Browning, con su boca ancha, sus grandes ojos y espesos rizos, seguía teniendo un extraño parecido con la de él. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde y haberse desdoblado después, casi como si cada uno completase lo que estaba latente en el otro. Pero ella era una mujer; él, un perro. Mistress Browning siguió leyendo. Después volvió a mirar a Flush. Pero éste no la miraba ya. Se había operado en él un cambio extraordinario. «¡Flush!», exclamó mistress Browning. Pero no respondió. Había estado vivo; ahora estaba muerto [10]. La mesa del salón —eso sí que fue raro— permaneció absolutamente inmóvil.

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