Flush

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Capítulo III. El encapuchado

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Después de aquellas dos humillaciones, se habría desmoralizado cualquier perro e incluso cualquier ser humano. Pero Flush, pese a su suavidad y a su exterior sedoso, tenía los ojos centelleantes y unas pasiones que no sólo cabrilleaban en llama viva, sino que sabían también encubrirse como rescoldo. Decidió enfrentarse a solas con su enemigo. Este encuentro final no debía interrumpirlo una tercera persona. Sería asunto exclusivo de ambos rivales. Por tanto, en la tarde del martes, 21 de julio, bajó al vestíbulo y aguardó allí. No tuvo que esperar mucho. Pronto oyó en la calle las pisadas que le eran conocidas; en seguida, los aldabonazos en la puerta. Abrieron y pasó míster Browning. Previniendo vagamente el inminente ataque y dispuesto a recibirlo con el mayor espíritu de conciliación, míster Browning venía provisto de una cajita de dulces. Allí estaba Flush, esperándole en el vestíbulo. Míster Browning debió intentar, evidentemente, acariciarlo y quizá hasta llegara a ofrecerle un pastelito. Bastó aquel gesto. Flush se arrojó contra su enemigo con violencia sin igual. Una vez más se cerraron sus dientes sobre los pantalones de míster Browning. Pero, desgraciadamente, con la excitación del momento, olvidó lo que era más esencial: el silencio. Ladró; se lanzó contra míster Browning ladrando escandalosamente. Aquello fue suficiente para alarmar a toda la casa. Wilson bajó a toda velocidad. Wilson le pegó a conciencia. Wilson se lo llevó ignominiosamente. Pues ¿qué mayor ignominia que haber atacado a míster Browning y haber sido vencido por Wilson? Míster Browning no había movido ni un dedo. Llevándose sus pasteles, míster Browning siguió su camino, escaleras arriba, hasta el dormitorio. Iba ileso, imperturbable, como si nada hubiera ocurrido. A Flush lo encerraron.

Tras dos horas y media de degradante reclusión en la cocina con loros y escarabajos, helechos y cazos, lo hicieron subir por orden de miss Barrett. Estaba tendida en el sofá con su hermana Arabella a su lado. Convencido de la rectitud de su propia conducta, Flush se fue derecho a su ama. Pero ella no quiso ni mirarlo. Volvióse hacia su hermana Arabella, limitándose a decir: «Vete de aquí, malo». Wilson estaba allí —la formidable, la implacable Wilson—, y a ella le pidió miss Barrett un relato de lo ocurrido. Wilson dijo que le había pegado «porque era de justicia». Y añadió que sólo le había pegado con la mano. Fue bastante el testimonio de Wilson para que Flush fuera declarado culpable. El ataque —daba miss Barrett por cierto— no había sido provocado; acreditó a míster Browning con toda la virtud y toda la generosidad imaginables. Flush había sufrido un castigo a manos de una criada —aunque sin emplear el látigo— «porque era de justicia». No había más que decir. Miss Barrett sentenció, pues, contra él; «de manera que se echó en el suelo a mis pies», escribió ésta, «mirándome por debajo de las cejas». Pero, por mucho que la mirara Flush, miss Barrett rehuía su mirada. Ella, tendida en el sofá; él, tendido en el suelo alfombrado.

Y mientras sufría su destierro en la alfombra, experimentó una de esas trombas de tumultuosas emociones, en que el alma se ve unas veces lanzada contra las rocas y hecha trizas; y otras —cuando encuentra un punto de apoyo y consigue encaramarse lenta y dolorosamente por el acantilado— llega a tierra firme, y se halla por fin sobreviviendo a un universo en ruinas y divisando ya un nuevo mundo creado con arreglo a un plan muy diferente. ¿Qué ocurriría en este caso: destrucción, o reconstrucción? Ése era el dilema. Aquí sólo podemos bosquejarlo, pues el debate fue silencioso. Por dos veces había hecho Flush toda lo posible por matar a su enemigo. Ambas veces había fracasado. ¿Y a qué se debía este fracaso?, se preguntó a sí mismo. Porque amaba a miss Barrett. Mirándola por debajo de las cejas, y viéndola tan silenciosa y severa reclinada en sus almohadas, comprendía que la amaría toda su vida. Las cosas no son simples, sino complejas. Morder a míster Browning era morderla también a ella. El odio no es sólo odio: es también amor. Al llegar a este punto sacudió Flush las orejas en un mar de confusiones… Se revolvió intranquilo en la alfombra. Míster Browning era miss Barrett…

Miss Barrett era míster Browning; el amor es odio y el odio es amor. Se estiró, gimoteó e irguió la cabeza. El reloj dio las ocho. Había estado allí tres horas, entre los cuernos de aquel dilema.

Miss Barrett —severa, fría e implacable— dejó descansar la pluma. «¡Qué malo ha sido Flush!», le había estado escribiendo a míster Browning, «… si la gente parecida a Flush se conduce tan salvajemente como él, ¡que se resignen a aceptar las consecuencias de su conducta, como suelen hacer los perros! ¡Y

, tan bueno y amable para con él! Cualquiera que no hubiera sido

se habría permitido, por lo menos, algunas palabras irritadas». En realidad, pensó, sería una buena idea comprar un bozal. Entonces miró a Flush. Debió de observar en él algo insólito que la sorprendió. Dejó la pluma a un lado. Una vez la había despertado con un beso y creyó que era el dios Pan. También recordó cuando se comía el pollo y el pudin de arroz cubierto de crema. Y que había renunciado al sol por afecto hacia ella. Lo llamó y le dijo que le perdonaba.

Pero aunque lo perdonaran como por una falta leve, aunque volviese al sofá, no habían pasado por él en vano aquellas horas de angustia en el suelo, y no podía considerársele el mismo perro de siempre, cuando en verdad era un perro totalmente distinto. Por lo pronto, se sometió, porque estaba cansado. Pero unos días después, tuvo lugar una notable escena entre miss Barrett y él, con la cual se hizo patente la profundidad de sus emociones. Míster Browning había estado allí y ya se había ido. Flush se hallaba solo con miss Barrett. Lo normal hubiera sido haberse echado a sus pies en el sofá. En cambio, esta vez, sin acercarse a ella en busca de sus caricias, se dirigió al mueble llamado ya «la butaca de míster Browning». Habitualmente, odiaba aquel asiento, que aún conservaba la huella del cuerpo de su enemigo. Pero ahora —de tal magnitud era la batalla que había ganado, tan grande era la caridad que lo invadía— no sólo se quedó mirando a la silla, sino que, sin cesar de contemplarla, «de pronto cayó en un éxtasis». Miss Barrett, que lo observaba con intensa atención, notó este portento. Luego le vio volver los ojos hacia la mesa. En ella estaba aún el paquetito con los pasteles de míster Browning. «Me hizo recordar los pastelillos que había dejado en la mesa». Ya estaban pasados; pasteles privados por el tiempo de todo atractivo carnal. Era clara la intención de Flush: Se había negado a comer los pasteles cuando estaban recién hechos, porque se los ofrecía un enemigo. Ahora que estaban rancios se los iba a comer, porque procedían de un enemigo convertido en amigo; por ser símbolos de un odio trocado en amor. Sí —dio a entender—,

ahora sí se los comería. De modo que miss Barrett se levantó y sacó los pastelillos. Y al dárselos, lo aleccionó… «Así le expliqué que eras

quien se los había traído y que, por tanto, debía sentirse avergonzado de su maldad pasada y decidirse a amarte y a no morderte más en lo futuro… y le permití que disfrutara de tu bondad para con él». Mientras tragaba el marchito hojaldre de aquellos dulces incomibles —estaban agrios, enmohecidos y deshechos— se repetía Flush solemnemente, en su propio idioma, las palabras que ella empleara… y juró querer a míster Browning y no morderlo nunca más.

Fue recompensado espiritualmente; aunque los efectos de esta recompensa repercutieron en lo físico. Así como un trozo de hierro que, incrustado en la carne, corroe y aniquila todo impulso vital a su alrededor, así había actuado el odio en su alma durante aquellos meses. Ahora le había sido extraído el hierro mediante una dolorosa operación quirúrgica. Le volvía a circular la sangre; los nervios le vibraban de nuevo; su carne se iba rehaciendo. Flush oía otra vez trinar a los pájaros, sentía crecer las hojas de los árboles. Mientras yacía en el sofá a los pies de miss Barrett, se le llenaban las venas de gloria y delicia. Ahora estaba con ellos, no contra ellos; las esperanzas y los deseos de ellos eran también los suyos. Le apetecía ahora ladrar a míster Browning… pero para expresarle su cariño. Las palabras breves y afiladas de éste, lo estimulaban mucho, aun sin entenderlas. «¡Necesito una semana de martes», exclamaba míster Browning, «y luego un mes… un año… una vida entera!». «¡

Yo», repetía el eco de Flush, «también necesito un mes… un año, una vida! Necesito cuanto vosotros necesitéis. Los tres somos conspiradores en una causa gloriosa. Nos une la simpatía. Nos une la prevención contra la tiranía morena y corpulenta. Nos une el amor…». En resumen, que todas las esperanzas de Flush se basaban ahora en algún triunfo confusamente intuido, pero de segura consecución, en alguna gloriosa victoria que iba a ser de los tres en común; cuando de pronto, sin una palabra que lo previniera, y en el mismo centro de la civilización, de la seguridad y la amistad (se encontraba, con miss Barrett y la hermana de ésta, en la calle Vere y era el 1.º de septiembre), sintió que lo hundían patas arriba en las tinieblas. Se cerraron sobre él las puertas de un calabozo. Lo habían robado [4].

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