Flush

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Capítulo V. Italia

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Pero Flush no era ya el perro inculto y falto de mundología que era en los tiempos de Wimpole Street. Había aprendido mucho. Wilson le había pegado. Tuvo que comerse pasteles estropeados cuando pudo haberlos comido recién hechos; juró amar y no morder más. Todo esto se agitaba en su mente mientras yacía bajo el sofá, hasta que finalmente, salió vencedor de sí mismo. Y también esta vez fue recompensado. Al principio —hay que reconocerlo—, la recompensa fue insustancial, por no decir francamente desagradable: le ponían el niño sobre sus lomos y tenía que trotar por toda la casa mientras él le iba tirando de las orejas. Pero se resignó a esto con la mejor voluntad, y si se volvía al sentir que le tiraban de las orejas, sólo era «para besar los piececitos desnudos, de lindos hoyuelos…». Puso tan buena voluntad, que al cabo de tres meses este débil e indefenso montoncillo de carne piador y obstinado llegó a preferirlo a las otras personas «en general», según decía mistress Browning. Y lo curioso es que Flush correspondía al afecto del pequeño. Después de todo, ¿no compartían algo los dos?, ¿no se parecía el nene a Flush en muchos aspectos?, ¿acaso no tenían los mismos gustos e idénticos puntos de vista? Por ejemplo, en lo referente a paisajes. A Flush le resultaban insípidos todos los paisajes. En todos aquellos años no aprendió a concentrar la atención sobre las montañas, y, cuando lo llevaron a Vallombrosa, el esplendor de sus bosques no hizo sino aburrirlo. Volvieron a emprender otra larga expedición cuando el niño tenía varios meses. El crío iba en el regazo de su nodriza, y Flush en las rodillas de mistress Browning. El carruaje iba, dale que dale, subiendo dificultosamente por las alturas de los Apeninos. Míster Browning estaba casi enajenado de entusiasmo. Apenas se podía separar de la ventanilla. No encontraba en todo el idioma inglés palabras con que expresar lo que sentía. «… la deliciosa perspectiva, casi sobrenatural, de los Apeninos, la maravillosa variedad de color y de forma, las transiciones tan súbitas y la vital individualidad de esas montañas, los bosques de castaños que, junto a los barrancos, se inclinan hacia lo hondo por su propio peso, las rocas resquebrajadas por los impetuosos torrentes, y las colinas que suben una sobre otra para apiñar su majestuosa existencia, mudando de color con el esfuerzo…». La belleza de los Apeninos provocaba el nacimiento de tan inmensa cantidad de palabras que se atropellaban unas a otras hasta aniquilarse. Pero el nene y Flush no experimentaban este estímulo ni la adaptación del lenguaje a las emociones. Ambos permanecían silenciosos. Flush retiró la cabeza de la ventanilla, no estimando aquello digno de contemplarse… Sentía un supremo desprecio por los árboles, montañas, y cosas por el estilo, observó míster Browning. El vehículo seguía adelante con su traqueteo. Flush dormía, y también dormía el niño. Por último, aparecieron luces, casas, hombres y mujeres, desfilando ante las ventanillas. Habían entrado en un pueblo. Entonces sí prestó Flush atención, y muchísima: «… los ojos se le salían de la cara, tan intensa era su curiosidad; miraba al Este, al Oeste… y podía pensarse que estaba tomando notas o preparándolas». A Flush sólo le conmovía lo humano. Por lo visto, la belleza había de cristalizar —para que él la percibiese— en un polvillo verde o violeta que alguna jeringa sobrenatural le insuflase por los conductos nasales, y después, en vez de manifestar con palabras el efecto que le había producido, lo hacía en un éxtasis mudo. Lo que mistress Browning veía, él lo olía; ella escribía; él, en cambio, olfateaba.

Y éste es el momento en que el biógrafo se ve forzado a hacer un alto. Si son insuficientes dos o tres mil palabras para expresar lo que vemos —y mistress Browning se declaró vencida por los Apeninos—, no contamos más que con dos palabras y media para manifestar lo que olemos. Casi no existe olfato humano. Los más grandes poetas del mundo no han olido más que rosas, por una parte, y estiércol por otra. Las infinitas gradaciones intermedias han quedado sin registrar. Y precisamente era en el mundo olfativo donde vivía Flush. El amor era, sobre todo, olor; la forma y el color eran también olor; la música, la arquitectura, la ley, la política y la ciencia eran olor. Para él, hasta la religión era olor. Nos resultaría imposible describir la más insignificante de sus experiencias con la carne o el bizcocho de cada día. Ni míster Swinburne podría haber dicho qué significaba para Flush el olor de Wimpole Street en una calurosa tarde de junio. En cuanto a describir el olor a perrita

spaniel mezclado con el de antorchas, laureles, incienso, banderas, cirios, y de una guirnalda de hojas de rosal pisada por un zapatito de satén que estuvo guardado con alcanfor, eso quizá Shakespeare, si se hubiera detenido hacia la mitad de

Antonio y Cleopatra, cuando lo escribía… Pero Shakespeare no se detuvo en esto. De modo que, confesando nuestra incapacidad, sólo podemos hacer constar que en estos años —los más plenos, libres y felices en la vida de Flush— Italia significaba para él, principalmente, una sucesión de olores. Hay que suponer que el amor fue perdiendo gradualmente su fuerza en él. Pero el olor no la perdía. Ahora que se habían instalado de nuevo en la Casa Guidi, cada uno tenía su quehacer: míster Browning escribía, con regularidad, en su habitación; mistress Browning escribía también con regularidad en la suya. Flush vagaba por las calles de Florencia para extasiarse con los olores. Por calles y callejuelas, por plazas y alamedas, correteaba Flush guiado por su olfato. Iba de olor en olor; los recorría todos: el áspero, el suave, el oscuro, el dorado… Entraba y salía, subía y bajaba, donde batían el cobre, donde amasaban pan, donde hallaba mujeres peinándose, donde había jaulas con pájaros —formando una pila en plena calle—, donde se derramaba el vino manchando de rojo oscuro el pavimento, donde huele a cuero, a guarniciones y a ajo, donde tiemblan las hojas de parra, donde hay hombres que beben, escupen y juegan a los dados… Lo correteaba todo, con la nariz a ras del suelo, sorbiendo esencias, o con la nariz en el aire vibrante de aromas. Dormía en esta mancha tostada por el sol —¡qué vaho despedía la piedra recalentada!—, buscaba aquel túnel de sombra —¡qué ácida olía la piedra a la sombra!—. Devoraba racimos enteros de uva madura a causa del color púrpura que despedían; mascaba y luego escupía las piltrafas endurecidas, de cabra, o los restos de macarrones que cualquier ama de casa había tirado por el balcón (el olor a cabra y a macarrones es un olor

ronco y

carmesí). Seguía la desfallecedora dulzura del incienso en la violácea oscuridad de las catedrales, y al husmear el oro de las losas sepulcrales, se ponía a lamerlo. Y su sentido del tacto no era menos agudo. Conocía la marmórea suavidad de Florencia y también su aspereza arenosa y pedriza. Muchos drapeados esculpidos y mohosos, muchos dedos y pies de suave mármol, recibían la caricia de su lengua o el temblor de su estremecido hocico. Y en las almohadillas, infinitamente sensibles, de sus pies, quedaron estampadas claramente orgullosas inscripciones latinas. En resumen, se sabía a Florencia como jamás se la supo ningún ser humano, como no la conocieron ni Ruskin ni George Eliot. La conocía como sólo pueden conocer los mudos. Ni una sola de sus innumerables sensaciones se sometió nunca a la deformidad de las palabras.

Pero, aunque al biógrafo le agradaría deducir de lo anterior que la vida de Flush —cuando ya era un perro maduro— constituía una orgía de placer indescriptible, y sostener que, mientras el niño conquistaba cada día una nueva palabra, alejándose así cada día un poco más de la sensación pura, Flush, en cambio, seguía gozando de un paraíso donde las esencias no pierden su pureza y los nervios desnudos están en contacto con la desnudez del alma de las cosas… aunque sería muy agradable decirlo, no sería cierto. Flush no vivía en semejante paraíso. Un alma, de estrella en estrella, o un ave cuyos vuelos más distantes sobre las selvas tropicales no puedan llevarla a divisar viviendas humanas, con su humo rizado saliendo de las chimeneas, pueden gozar —por lo menos, así nos parece— de esa inmunidad, de tan íntegra bendición. Pero Flush había reposado en rodillas humanas y había oído la voz de los hombres. En su carne corrían vetas de pasión humana: conocía todos los grados de los celos, de la ira y de la desesperación. Así, en el verano, lo acribillaban las pulgas [7]. Con cruel ironía, el sol que maduraba las uvas era también quien traía las pulgas. «… y el martirio que sufrió Savonarola aquí en Florencia —escribió mistress Browning— no fue peor que el padecido por Flush durante el verano». Las pulgas nacían de un brinco en todos los rincones de las casas florentinas; saltaban de todas las grietas de la vetusta piedra, de cada pliegue de los viejos tapices, de cualquier capa, sombrero o manta. Anidaban en el pelo de Flush. Se abrían paso a pinchazos hasta lo más áspero de su piel. Sufrió con ello su salud; adelgazó, se le veía triste y febril. Rascábase continuamente y se hacía daño con ello. Hubo que acudir a miss Mitford. Mistress Browning le preguntó angustiadamente, por carta, qué remedio había contra las pulgas. Miss Mitford, sentada aún en su invernadero de «Three Mile Cross» —y aún afanada en sus tragedias—, dejó descansar un poco la pluma y repasó sus antiguas recetas: qué había empleado Maryflower, qué Rosebud… Pero es que las pulgas de Reading se mueren con cualquier cosa. Las de Florencia son rojas y viriles. Los polvillos recetados por miss Mitford hubieran sido para ellas como rapé. Desesperados, los señores Browning se arrodillaron junto a un barreño de agua y se esforzaron por purificar a Flush con jabón y un cepillo. Pero fue inútil. Un día, habiendo sacado mistress Browning de paseo a Flush, notó que la gente señalaba a éste; oyó a un hombre murmurar —a la vez que se llevaba un dedo a la nariz—. «La rogna» (la sarna). Como por aquella época «tenía ya Robert tanto afecto como yo a Flush», le resultaba intolerable que, yendo de paseo por la tarde con aquel amigo, lo estigmatizaran de semejante forma. «Robert», escribía su mujer, «no estaba dispuesto a soportar aquello ni un momento más». Sólo quedaba un remedio, pero era un remedio casi tan grave como la misma enfermedad. Por muy democrático que se hubiera hecho Flush y por muy poco que le importasen los distintivos de su prosapia, seguía siendo lo que le había llamado Philip Sidney: un caballero de nacimiento. Llevaba su árbol genealógico en la espalda. Su pelo significaba para él lo que un reloj de oro con el escudo familiar grabado en él, puede significar para un aristócrata venido a menos, cuyas extensas propiedades se hubiesen ido encogiendo hasta quedar limitadas a aquel reducido círculo. Y era el pelo precisamente lo que míster Browning propuso sacrificar. Hizo acercársele a Flush y «con unas tijeras en la mano lo fue esquilando hasta dejarle el aspecto de un león».

Mientras Robert Browning manejaba las tijeras, mientras caían al suelo las insignias del

cocker y lo iban disfrazando de otro animal muy distinto, Flush sentíase disminuido, avergonzado, sometido en cierto modo a un proceso de afeminamiento. ¿Qué soy ahora?, pensó contemplándose en el espejo. Y el espejo contestó, con esa sinceridad brutal de todos los espejos: No eres nada. No era nadie. Desde luego, ya no era un

spaniel de la clase

cocker. Pero, al contemplarse las orejas calvas ahora, y sin rizar, parecía como si se le estirasen. Era como si el poderoso espíritu de la verdad y de la risa, las estuviera animando. No ser nada… ¿No es ésta, después de todo, la condición más satisfactoria en que puede uno hallarse en el mundo? Volvió a mirarse. Le quedaba un collar de pelo. ¿No sería, en cierto modo, una buena carrera caricaturizar la pompa de los que pretenden ser algo? En resumidas cuentas, cualquiera que fuese la orientación que diera a su vida, lo indudable es que se había librado de las pulgas. Se sacudió el peludo collar que le había quedado. Vaciló sobre sus patas, desnudas ya y adelgazadas. Se animó de nuevo. Lo mismo podía ocurrir a una mujer de célebre hermosura que, al levantarse del lecho después de una enfermedad y encontrarse el rostro desfigurado para siempre, tirase al fuego sus galas y cosméticos, y riera, contenta, al pensar que ya no necesitaba volver a contemplarse en el espejo ni temer el alejamiento de un amante o la belleza de una rival. Así, Flush salió corriendo, trasquilado y semejante a un león, pero libre de pulgas. «Flush», escribió mistress Browning a su hermana, «es muy sensato». Quizá estuviera recordando el aforismo griego que afirma no poderse alcanzar la felicidad sino a través del sufrimiento. El verdadero filósofo es el que se queda sin pelo pero se libra de las pulgas.

Aunque no tuvo Flush que esperar mucho para ver sometida su filosofía recién adquirida a una dura prueba. De nuevo aparecieron en la Casa Guidi indicios de una de aquellas crisis… Total, nada, un cajón que se abría, o una cuerda colgando de una caja, pero para un perro son estas señales silenciosas tan amenazadoras como son para un pastor las nubes que anuncian la inminente tormenta o para un estadista los rumores que predicen una guerra. Se preparaba otro cambio, otro viaje. Bueno, ¿y a santo de qué? Se disponían los baúles, se los ataba con cuerdas. La niñera salió con el niño en brazos. Aparecieron los señores Browning, vestidos de viaje. Había un coche a la puerta.

Flush esperó filosóficamente en el vestíbulo. Si ellos estaban preparados, él también lo estaba. Una vez instaladas las personas en el coche, se metió Flush en éste de un ágil salto. ¿Adónde irían? ¿A Venecia, a Roma, a París…? Le daban igual todos los países, todos los hombres eran hermanos suyos. Ya había aprendido la lección. Pero cuando, por fin, emergió de la oscuridad, hubo de echar mano de toda su filosofía… Estaba en Londres.

Las casas se extendían a izquierda y derecha en avenidas de líneas bien trazadas. El pavimento era frío y duro bajo sus pies. Allí, saliendo de detrás de una puerta de caoba con llamador de bronce, estaba una señora ataviada con un ondulante vestido de terciopelo purpúreo. Sobre el cabello llevaba una diadema de flores. Recogiendo su flotante drapeado, miró despectivamente calle arriba y calle abajo, mientras un lacayo, inclinándose, preparaba el estribo de un landó para que la dama pudiera subir. Toda la calle Welbeck —pues era la calle Welbeck— se hallaba envuelta en un esplendor de luz rojiza… una luz que no era clara y feroz como la luz italiana, sino curtida y enturbiada por el polvo de un millón de ruedas y el pisoteo de un millón de herraduras. La temporada londinense estaba en su apogeo. Todos los ruidos de la ciudad se reunían en uno difuso y gigantesco que la cubría como un manto. Pasó un majestuoso galgo conducido por un lacayo. Un guardia, paseándose arriba y abajo con paso rítmico, lanzaba a uno y otro lado la mirada inquisitiva de sus ojos de toro. Olores de asado, olores a carne de vaca y a col, procedentes de mil sótanos… Un criadillo con librea echaba una carta en el buzón.

Anonadado por la magnificencia de la metrópolis, se detuvo Flush un momento en el umbral de aquella casa. Wilson también se paró a pensar.

¡Qué mezquina le parecía ahora la civilización italiana, con sus Cortes y sus revoluciones, sus Grandes Duques y sus soldados de la Guardia Ducal! Al ver pasar un guardia londinense, dio gracias a Dios por seguir soltera, pues no había llegado a casarse con el signor Righi. Entonces salió de una taberna próxima una figura siniestra. Un hombre los miraba con ojos codiciosos. Flush se metió en la casa de un rapidísimo salto.

Hubo de pasarse varias semanas recluido en la salita de una pensión de Welbeck Street. Pues aún era preciso el encierro. Se había presentado el cólera, y si es cierto que el cólera contribuyó algo a mejorar la condición de los

grajales, no la mejoró demasiado, ya que seguían siendo robados los perros y los de Wimpole Street tenían que ir todavía con el collar y la cadenita. Naturalmente, Flush hizo vida de sociedad. Frecuentó a los perros alrededor del buzón y frente a la taberna; le dieron la bienvenida con la buena educación propia de unos perros tan distinguidos. Así como un lord que haya vivido muchos años en Oriente y contraído allí algunas de las costumbres indígenas, rumoreándose que se ha hecho musulmán y que tuvo un hijo de una lavandera china, se encuentra, al volver a ocupar su puesto en la Corte, con que sus antiguos amigos están dispuestos a no tomarle en cuenta esas aberraciones y lo invitan a Chatsworth (aunque, claro está, sin hacer alusión a su mujer y dándose por descontado que unirá sus plegarias a las de la familia), así acogieron a Flush los

pointers y los

setters de la calle Wimpole, haciendo como que no se daban cuenta del estado de su pelambre. Pero Flush creyó notar en este viaje cierta morbosidad entre los perros londinenses. Todo el mundo sabía que el perro de la señora de Carlyle, Nerón, se había arrojado desde una ventana de un último piso, con la intención de suicidarse [8]. Se decía que se le había hecho insoportable la vida tan dura que llevaba en Cheyne Row. Y a Flush no fe costaba trabajo creerlo, a juzgar por la calle Welbeck. El encierro, la multitud de cacharritos, las cucarachas por la noche, las moscas por la mañana, los efluvios —que lo hacían desfallecer a uno— del asado de cordero, la presencia constante de los plátanos en el aparador… ¿No era suficiente todo eso, unido a la proximidad de varios hombres y mujeres vestidos pesadamente y que no se lavaban a menudo —y nunca del todo—, para irritarle a uno los nervios y hacerle perder la paciencia? Se pasaba las horas muertas baja un armario de la pensión. Imposible salir a dar una vuelta. Siempre tenían cerrada la puerta de la calle. Había de esperar que alguien lo sacase de paseo con la cadena.

Sólo dos incidentes rompieron la monotonía de las semanas que pasó en Londres. Un día, a fines de aquel verano, fueron los Browning a visitar al reverendo Charles Kingsley, en Farnham. En Italia habría estado la tierra tan dura y desnuda como ladrillo, y las pulgas hubieran aparecido por doquier. Se habría uno arrastrado de sombra en sombra, agradeciendo hasta la raya umbría proyectada por el brazo extendido de alguna estatua de Donatello. Pero aquí, en Farnham, había campos de verde hierba; había estanques de agua azul; bosques rumorosos y un césped tan hermoso que las pezuñas botaban en él al pisarlo. Los Browning y los Kingsley pasaron el día juntos. Y nuevamente, mientras trotaba Flush tras ellos, volvieron a sonar las antiguas trompas de caza. Retornó al lejano éxtasis… ¿Una liebre, un zorro? Flush corrió a sus anchas por los matorrales de Surrey como no había corrido desde los tiempos de «Three Mile Cross». Un faisán desplegó su pirotecnia púrpura y oro. Casi lo había agarrado ya con los dientes por el extremo de la cola cuando oyó una voz que gritaba. Sonó un latigazo. ¿Era el reverendo Charles Kingsley llamándolo al orden? De todos modos, ya no siguió corriendo. Los bosques de Farnham estaban acotados rigurosamente.

Unos cuantos días después se hallaba echado en la salita de Welbeck Street, cuando entró mistress Browning vestida como para salir y lo hizo abandonar su escondite. Le puso la cadenita en el collar y, por primera vez desde septiembre de 1846, fueron juntos a la calle Wimpole. Cuando llegaron frente al número 50 se detuvieron como antaño. Y, como antaño, tuvieron que esperar. El criado seguía tardando lo mismo en acudir. Por fin, se abrió la puerta. ¿Sería Catiline aquel que estaba tumbado en la esterilla? El perro, viejo y desdentado, bostezó, se desperezó y no prestó la menor atención a los recién llegados. Subieron las escaleras tan a hurtadillas, tan en silencio como las bajaron la última vez. Mistress Browning, muy despacito, abriendo las puertas como si temiese ver qué iba a encontrarse dentro, recorría las habitaciones. Se le entristecía el semblante conforme las iba contemplando; «… me parecieron», escribió, «más pequeñas y más sombrías, y los muebles me resultaron inadecuados». La hiedra seguía golpeando los cristales de la ventana del dormitorio trasero. La cortinilla estampada oscurecía aún las cosas. Nada había cambiado. En aquellos años no había pasado nada. Así fue de habitación en habitación, apesadumbrada por el recuerdo. Pero, mucho antes de que hubiese terminado su visita de inspección, ya estaba Flush impacientísimo. ¿Y si míster Barrett viniera a sorprenderlos? ¿Y si, con el ceño fruncido, diese una vuelta a la llave y los dejara encerrados para siempre en el dormitorio trasero? Por último, mistress Browning cerró las puertas y bajó muy despacito. Sí —dijo—, la casa necesitaba, a su juicio, una buena limpieza.

Después de esto, sólo le quedó a Flush un deseo: salir de Londres, partir de Inglaterra para siempre. No se consideró feliz hasta encontrarse a bordo del vapor que cruzaba el Canal hasta Francia. Resultó un viaje molesto. La travesía duró ocho horas. Mientras el vapor se bamboleaba sobre las olas, Flush se sintió invadido por un tumulto de recuerdos revueltos: señoras con terciopelo de color púrpura, individuos andrajosos con sacos, Regent’s Park, la reina Victoria pasando con su escolta, la verdura del césped inglés y la ranciedad de los pavimentos ingleses… Todo esto le pasó por la mente mientras yacía en cubierta; y, al levantar la vista, distinguió a un hombre alto y de severo aspecto acodado a la barandilla.

«¡Míster Carlyle!», oyó exclamar a mistress Browning y en ese instante —recuérdese que la travesía fue muy mala— se acabó de marear Flush. Acudieron marineros con baldes y lampazos, «… y echaron de allí al pobre perro. Pues la cubierta del vapor era aún inglesa; los perros no deben marearse en cubierta. Éste fue su último saludo a las playas de su isla natal».

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