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Quinta Parte

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Y le hago pis encima,

Sin sentir ninguna pena!

Una última muestra de esta agenda de divagaciones, producto de la metedrina.

Balanza

juicio Final

Equilibrio

Equivalencia de contrastes

Intercambios materiales

Noción de valores

Simple medida

Fragilidad de una dosis o de un peligro

Justeza de algo establecido

Influencia paranoica del más allá

Verdad horizontal

Uno por o contra el otro

Flagrante en el pasado pero mucho más influyente

en el presente, diferente de un valor

humano en su poder

Fuerza aparente indudable

Indecisión imposible

maestría en el arte de trinchar

Neutralidad indiscutible

Derecho comercial

justicia-derecho de introducción privado. Alibi

moral condenatorio.

Excusa privada masoquista o sádica. Conciencia social Por extensión: Movimiento Contrabalanceo.

Distancia móvil pero siempre igual entre dos puntos sobre una línea horizontal de base y de final (Razón no obligatoria de su razón de ser) estos dos puntos se unen a una idéntica distancia lógica, siempre simétrica pero no obligatoria a partir de dos líneas que se mueven de arriba hacia abajo y de B hacia H, siempre verticales respecto de una segunda línea horizontal nueva y no utilizable (prueba visual pero no característica de integridad) o en utilización (prueba tangible pero siempre únicamente visual y simétricamente hablando lógica) a la primera línea horizontal de base pero continuamente en movimiento en el punto fijo de su mitad exacta: la mitad es primordial pues soporta el punto de coordinación y de equilibrio de todo el aparato de ese punto X. Dos líneas superpuestas se elevarán exactamente en un ángulo recto (noventa grados) con su soporte horizontal. Una invariablemente fija, simple punto de referencia, generalmente soporta por sí sola todo el edificio, ya que comúnmente se transforma en ángulo rectángulo en el pequeño costado de abajo, tallado en bisel (arista hacia arriba) sirve de punto de caída y de equilibrio al medio exacto de soporte en sí, horizontal en sus dos extremos inclinados y verticales; ellos mismos sujetan y unen en sus puntas, generalmente con tres o cuatro hilos móviles, dos platos del mismo peso, trabajando por sí solos uno de un lado, unitariamente conocido y establecido ya sea por simples pesas debidamente clasificadas y verificadas o más burdamente aún, por todos valores, en reservas…

La continuación de ese texto ha desaparecido, pues por lo visto allí no termina. Tengo un vago recuerdo de su composición y me parece que lo escribí porque había descubierto la balanza ideal, perfecta, que no falla jamás y era absolutamente necesario que sin pérdida de tiempo, lo más rápidamente posible escribiera su fórmula.

Al releer en la actualidad todos esos textos escritos por mí siento escalofríos…

Si algunos médicos me hacen el honor de leer este libro, quiero hacerles saber que para ayudarlos en sus investigaciones sobre la droga y sus efectos sobre el espíritu y la inteligencia, puedo suministrarles un volumen entero escrito en el mismo tenor.

En ese legajo encuentro también algunas cartas fechadas el 11 y 12 de diciembre de 1969.

Una de ellas está dirigida al embajador y la otra al señor Omnes, el cónsul.

Fueron muy amables en devolvérmelas. Más vale así.

En ellas les anuncio mi violenta decisión de suicidarme.

No me queda ni un centavo. Y sólo tengo treinta comprimidos de metedrina. Decido tomarlos de un solo golpe y esperar que llegue la muerte.

Me despido de mis corresponsales, les agradezco su ayuda y les suplico que me perdonen por todos los problemas que les he causado.

El 12 de diciembre por la tarde, antes de llevar a cabo mi proyecto, le escribo una carta de despedida a Monique:

«Katmandú, 12 de diciembre de 1969. Mi querida Monique, huelgan los comentarios. Huelgan las explicaciones. Ya no puedo más, y de todas maneras no vale la pena. Como me horroriza dejar deudas, me permito devolverte lo que has gastado durante mi estada en el hospital.

»Si estás realmente necesitada, utiliza este billete, si no, guárdalo como recuerdo de un muchacho que pudo haberte amado. No sonrías. Lástima que no pueda darte más explicaciones.

»Charles…».

Indudablemente jamás mandé la carta ni el dinero que de acuerdo al segundo párrafo debía enviarle adjunto, ya que aún conservo el texto y no recuerdo haber visto otra vez a Monique.

Esa tarde abandono mi casa con las treinta pastillas de metedrina en el bolsillo y un billete de una rupia, que junto con unas cuantas moneditas es todo lo que me queda.

Con esa suma tomo en el Cabin Restaurant un último café con leche. Los dos policías se han instalado, por supuesto, a pocas mesas de distancia.

Por la mitad de mi «comida» tomo cinco pastillas. Al final otras cinco.

El frío comienza a invadir mis extremidades pero estoy extremadamente lúcido, casi feliz.

Tengo ganas de bromear un poco. En una mesa próxima a la mía veo a dos muchachas europeas acompañadas por Jean-Marie, un hippie que se gana la vida fabricando alhajas y que además es un soplón de la policía (en esos momentos me importa un rábano).

Los invito a mi mesa. Las dos chicas, jóvenes y bonitas, dos recién llegadas que dicen ser estudiantes, me observan azoradas. En verdad no debo ser un espectáculo muy agradable para la vista. Deshecho de flaco, afiebrado, con el pelo y la barba revueltos, vestido como un linyera, debo parecer un espantapájaros…

Rápidamente trago diez comprimidos de golpe.

El tipo que está con ellos se inclina hacia la rubia y le murmura algo al oído.

La rubia se inclina hacia su vecina y le habla también en voz baja.

La otra se acerca un poco más.

—¿Cómo? ¿Qué es lo que dices? —le pregunta.

Y oigo, siempre como un murmullo pero lo bastante fuerte esta vez como para que lo entienda:

—Ves, ese es un junkie

Y entonces estallo como una bestia. Largo una estruendosa carcajada. Y comienzo a aullar.

—¡Sí, soy un junkie! ¡Ustedes se morían por ver uno, pequeños sinvergüenzas, turistas de morondanga! ¡Pues mírenme bien!

—¿Qué buen mozo soy, verdad? A ver tú, la rubia, ¿quieres que te muestre mi brazo?

Me arremango y extiendo mi brazo izquierdo con las venas marcadas por los pinchazos y llenas de hernias.

En el pliegue del codo tengo un absceso que acaba de secarse y que aún está duro y rojo. Al lado se está formando otro.

—¡Mira! ¡Mira!… Ven, ¡toca aquí!

Le tomo la mano y la obligo a tocar el absceso con su dedo.

Retrocede lanzando un grito de horror.

—¡Ja, ja, ja! ¿Conque tienes miedo eh? ¡Tenías muchas ganas de ver pero no de tocar! ¡A lo mejor es contagioso!

Y sigo en ese tren durante diez minutos. Sucede de todo, invectivas, insultos y amenazas al mundo entero. Se ha formado un grupo a mi alrededor y los turistas me sacan fotos.

Finalmente y gracias a un acceso de tos que me deja casi sin pulmones me desplomo sobre la mesa, con la cabeza entre mis brazos.

Un flash de una máquina de fotos me hace dar un respingo. Levanto la cabeza y otro flash me enceguece. Agacho la cabeza y les grito:

—¡Banda de asaltantes! ¡Porquería de turistas! ¿Se están divirtiendo mucho, verdad? ¡Qué fotografías interesantes podrán exhibir luego! Pero no se animarán a guardarlas en sus álbumes… ¡Porque todos ustedes son unos cagones! ¡Unos cagones!

Me pongo de pie, ya no tengo ni siquiera ganas de pelear ni de hablar más.

¿Qué podría decirles? Ninguno de ellos entendería ni una sola palabra. Nadie comprendería. Nadie.

Estoy solo. Solo.

Todos se apartan de mí. Forman una doble fila y por ella paso, tambaleándome sobre mis piernas vacilantes, a las que casi no siento de tan frías que están, gracias a la metedrina.

Me dirijo hacia la salida. La salida está lejos… Camino muy despacio…

Recuerdo que en ese momento se me ocurre pensar algo muy extraño.

Me digo a mí mismo. —Soy el rey, el Rey loco que pasa entre sus súbditos—.

Y salgo riéndome a las carcajadas.

Pocos días antes de mi partida de Katmandú volveré a ver a las dos muchachas. Y entonces me enteraré de que una de ellas es un miembro de la Brigada Internacional de Estupefacientes.

Afuera me espera la noche de Katmandú. Me interno al azar por las calles sin luz.

Aparece un perro. Luego otro. Al poco rato ya son como diez los que me siguen ladrando. Uno de ellos clava sus colmillos en una de las perneras de mi pantalón.

Me libro de él con una patada no muy fuerte. Huye gimiendo. Pero ni ese ni los otros se me acercan más.

Enfurecido tomo otros cinco comprimidos de metedrina.

Me falta tomar sólo cinco más para completar los treinta.

¡Treinta! Estoy seguro de que eso equivale a una muerte segura. Espero no sufrir demasiado.

Vago de calle en calle. Durante horas… Poco a poco mis piernas se vuelven más pesadas. No puedo caminar más. Tengo las manos y los pies congelados. Mis ideas se esfuman.

A pesar de todo consigo llegar hasta una plaza. La Plaza de los Templos. Me arrastro hasta el primer templo y me siento en el primer escalón de la gran pirámide. Me pongo a esperar la llegada de la muerte.

Siento que no demorará en venir. No tengo más remedio que acostarme sobre la piedra… Soy un bloque de hielo… Antes de quedarme paralizado por completo tengo que tomar las otras cinco últimas pastillas de metedrina.

Listo, ya está. Tengo en mi estómago treinta comprimidos. Adiós…

A las seis de la mañana aparecen los primeros vendedores para armar sus puestos. Uno de ellos se instala a mi lado. Estoy ocupando su lugar.

Murmurando algo me empuja. Ruedo por el suelo. ¡Y el golpe me despierta!

¡No estoy muerto!

Siento los brazos y las piernas como si fueran de madera, miles de centellas me atraviesan la cabeza, tengo un terrible dolor de estómago, ¡pero estoy vivo!

He ingerido treinta pastillas de metedrina, una dosis como para matar a cuatro caballos de una vez, ¡y aún vivo!

He olvidado, simplemente, que mi organismo está tan acostumbrado a las drogas que es capaz de aguantar treinta pastillas de metedrina.

13 de diciembre de 1969. Me queda solamente un mes de estadía en Katmandú, ya que el 10 de enero de 1970 me repatriarán.

Esas cuatro semanas constituyen un torbellino de episodios inexplicables, de llantos, de gritos, de dramas. Un diluvio de cartas y también de súplicas.

Recuerdo que la policía todavía me vigila y que sigo viendo las «mirillas» y mi «cámara espía», el «ojo de Moscú».

Recuerdo aún que el señor Omnes me manda dinero dos veces.

Recuerdo que Krishna volvió durante unos días y que luego desapareció otra vez.

Recuerdo también que a veces viene a verme un médico francés.

Acabo de releer algunas páginas de una pequeña libreta que guardo en mi legajo.

Están fechadas en esa época.

—Diciembre 18 de 1969. Son las trece y treinta.

Su vigilancia sigue siendo tan poco disimulada como siempre. Y lo que es anoche, parecía un verdadero corso, como para morirse de risa, si no fuera tan estúpido. En suma, la gran farsa continúa con más bríos que nunca y espero que termine en seguida cuando llegue a lo del cónsul, como son mis intenciones. Y aunque tenga que hacer un escándalo le sonsacaré el porqué de todo esto… ¡Si consigo llegar, por supuesto!

Y un poco más abajo agrego estas explicaciones sin pies ni cabeza.

¡El resultado de la tentativa con el señor Omnes es incomprensible!

—¿Y la continuación?

—¿El fotógrafo mentiroso?

—¿El llamado telefónico al señor Omnes?

????

—No hay nada dicho. La Fortuna continúa.

Desconfío tanto de todo y de todos que ni siquiera contesto la carta que me envía el día 19 el señor Omnes por intermedio de Krishna y en la cual me ofrece proporcionarme tratamiento médico, que es lo que le he estado pidiendo a gritos.

Todavía conservo la carta. Tiene grabado un membrete en el que dice: «Embajada de Francia en Nepal, República Francesa», y está redactada en los siguientes términos y con fecha del 19 de diciembre.

Señor Charles Duchaussois: estoy desolado de que no pueda llegar hasta la embajada para ver al doctor Armand. Como este debe regresar a las 12:30, le propongo que haga volver aquí alrededor de esa hora al chico portador de la carta, para que acompañe al doctor Armand hasta su casa.

En espera de su respuesta, reciba mis más sinceros votos por un pronto restablecimiento.

Encerrado en mi cueva, no quiero salir más de ella…

Pocos días después escribo lo siguiente en mi agenda:

Durante la noche del 22 al 23 de diciembre de 1969. Alrededor de las 22:00.

No tengo ni siquiera un reloj, por lo tanto estoy despistado porque he perdido además la noción del tiempo, pues después del fracaso del sábado (¿de qué fracaso se trata? No recuerdo nada). Estuve escribiendo toda la noche hasta la mañana del domingo y entonces, completamente agotado por una noche en vela además de una buena dosis de droga y encima la falta de una alimentación regular y adecuada (durante la noche de ayer especialmente las piernas me hicieron sufrir mucho).

Terrible tensión nerviosa a ratos, de acuerdo a los acontecimientos aterradores y desilusionantes y de hora en hora más agotadores.

El golpe de maza (¿cuál será el golpe de maza?) ha sido tan fuerte que me desplomé como un muñeco y me quedé dormido durante no sé cuánto tiempo. Me despertaba constantemente en medio de unas pesadillas, pero en realidad no puedo afirmar si he dormido mal dos días y dos noches, es decir hasta el martes a la mañana. O solamente un día y una noche, es decir hasta el lunes por la mañana. Una cosa me llamó la atención durante el sueño, demasiado prolongado y sin razón por el diferente modo de reaccionar desde entonces a las anfetaminas que tomé luego. Como no tengo más ampollas, ni con qué comprarlas, me dedico a las pastillas. Y además me he dado varias inyecciones de opio que a la larga da sueño en vez de estimular. Creo que la única causa de este estado debe ser ese curioso «té negro». Pues por más extraño que parezca, creo haber cambiado de gusto o ya no tener ninguno. Tampoco puedo oler ningún perfume.

¡Y además, de golpe y porrazo no le gusto más al señor Krishna! ¡Adónde se habrá metido ese maldito Krishna durante todo este tiempo! ¡No es lógico que no vuelva a aparecer!

Su repentina desaparición en este preciso momento, confirma perfectamente bien que no hay duda de que obligado por los policías se quedaba junto a mí para vigilarme y que, de acuerdo con el plan de ellos, lo han retirado de la circulación para aislarme un poco más, y hacerme morir de hambre en mi «agujero».

Sin embargo aunque haya sido enviado para estudiarme un poco más de cerca que por los «agujeros»… mientras seguía cumpliendo con su misión y redactando su informe sobre mi «mirada dura», mi «tinte oscuro» y mi «aire decidido», no deben lógicamente impedirle que me preste un último y pequeño servicio, como es llevar esta carta a la embajada de Francia y entregársela al señor Omnes en persona.

No puedo, bajo ningún aspecto tener el caradurismo de pedírselo a mis locatarios, cuando sin mencionar «lo demás»… ya les debo el alquiler de varias semanas, por lo cual trato de evitarlos en lo posible.

¿Cómo hacer? ¡Burdel de Dios!

Alrededor de las 18:00. Estoy por salir y llevar yo mismo esta carta. Pero me siento bastante destruido. Me vestí, mientras fumaba dos o tres pipas de ganja para juntar un poco de fuerzas, pues el OP me daría sueño con toda seguridad y ya he tomado diez anfetaminas en lo que va del día.

Siempre dejo este cuarto con cierta aprensión, no sabiendo jamás si lo volveré a ver… Nunca se puede estar seguro con ellos… Es posible que al verme salir piensen que ya me he decidido (¿a qué?) y jueguen el todo por el todo…

La carta a la cual me refiero, dirigida al señor Omnes, es una carta de felicitaciones con motivo de Navidad y Año Nuevo, dirigida a él y a su esposa. Una carta donde también le suplico que me mande un médico.

Solamente he encontrado la última parte, que tiene dibujada en una de sus carillas, un plano detallado del barrio y de la calle donde vivo, para que pueda llegar el médico, si es que viene, y las siguientes palabras:

—Feliz y pantagruélico reveillon…

Post-scriptum: Como el sábado dejé en prenda en el restaurante mi reloj-calendario y luego de una misteriosa desaparición del dinero que usted generosamente me envió y como estoy permanentemente en cama, he perdido un poco la noción del tiempo, por lo cual no sé exactamente en qué día estamos. Creo que más o menos, con veinticuatro horas de aproximación, debe de ser la mitad de la tarde del 23 o 24 de diciembre de 1969.

Lo que me hace suponer que desde esta tarde o mañana a la tarde comienza la famosa noche de la vigilia de Navidad.

Todo en absoluto se beneficia siempre en esta ocasión única con una tregua benéfica… ¿No tendré yo también derecho a ello?

Unas horas más tarde, a mi regreso, escribo lo siguiente:

¡Y aquí estoy… esperando! ¡No me queda otra cosa que hacer! Esperar al doctor o a que vengan a detenerme.

Esperar.

¡Esperar!

¡No puedo hacer otra cosa!

Cuando más tratan de hacerme creer en su forcing, más empeora y más espero…

Esa misma tarde golpean de repente a mi puerta. La señora Bichnou me entrega rápidamente un paquete y yo cierro otra vez.

Me inclino sobre el paquete con desconfianza. Lo observo… ¿Qué podrá ser? Siento que me invade una gran furia. ¡Cuidado! ¡Mucho cuidado!

¿Será otro truco de la policía?

¡Eso es, esta vez han decidido matarme!

¿Qué solución genial, verdad? ¡Qué ingenuos son! ¿Por quién me toman? ¿Creen que voy a caer en la trampa?

¿Será posible que me crean tan infeliz como para que no sea capaz de darme cuenta de que su paquete tiene una trampa? ¿Y que todo va a explotar en cuanto lo abra?

Río sarcásticamente.

¡Qué imbéciles! ¡No saben con quién tratan!

¡Con un antiguo ladrón! Las cerraduras con secreto, los cierres disimulados, ¡vaya si los conoceré!

Les voy a dar una pequeña sorpresa a mi manera y de la cual no se recuperarán.

Me dirijo hacia la cámara de televisión y comienzo a insultarla.

—Mira bien. ¡Filma bien, un inmundo ojo de Moscú! ¿Crees que vas a registrar mi muerte? ¡Ja, ja, ja!

Me dirijo sucesivamente a las cuatro paredes gritando:

—¡Y ustedes policías escondidos tras esas mirillas, mírenme bien también y grábenlo! ¡Les espera una buena sorpresa!

Agarro mi cortaplumas, me siento en el piso y sin ocultarme de las mirillas y del ojo de Moscú comienzo a cortar el piolín. No hay peligro en eso. El mecanismo debe estar en el interior.

Delicadamente saco el papel que envuelve el paquete.

Aparece otro papel, pero este segundo está pegado.

Aprieto con fuerza los dientes y digo:

—Ha llegado el momento crucial, debemos desconfiar… Escuchemos el mecanismo.

Acerco el paquete a mi oreja.

Nada.

Qué raro…

¿Tendrá un sistema secreto?

Vamos a ver.

Rompo el segundo papel con sumo cuidado y aparece poco a poco una caja de cartón.

Sobre ella hay una hoja de papel doblada en cuatro.

Una hoja a través de la cual se advierten unas palabras escritas en tinta del otro lado y que han quedado impresas como si fuera en un secante.

Agarro la hoja intrigado, y leo lo siguiente.

«Como me resulta imposible encontrar a estas horas al doctor Armand —son las 21:00— trataré de hacerlo mañana por la mañana (el 25 de diciembre de 1969).

»Espero que esto haga más amena su espera.

»Le agradezco los votos de prosperidad y le deseo una feliz Navidad.

»Firmado: Daniel Omnes».

Me quedo mudo de sorpresa.

Pero en seguida reacciono, abro la caja y saco de su interior:

—un pollo asado;

—una lata de paté de ganso;

—dos botellas de champán.

Esta sí que resultó una buena «trampa».

¡Qué buen tipo! ¡Gracias a él tendré derecho yo también a la sagrada tregua de Navidad!

Casi me pongo a llorar de lo agradecido que estoy. Ese regalo me hizo un bien enorme.

Inmediatamente abro la lata de paté y comienzo mi festejo de Navidad a solas en mi cuarto.

Como absolutamente todo: el paté, el pollo y las dos botellas de champán.

Resultado: me duermo en el piso, como un tronco; al día siguiente me despierto con un dolor de cabeza descomunal.

Beber champán encima de tanta droga me ha dejado más listo que las treinta pastillas de metedrina del otro día.

Los acontecimientos se precipitan después de Navidad. El regalo del señor Omnes me produjo un efecto que les parecerá a ustedes increíble pero que sin embargo fue real. Ese gesto generoso me hace volver a la realidad. Me doy cuenta un poco mejor de lo que me esta sucediendo. Mis fantasmas desaparecen.

Después de Navidad y antes de Año Nuevo me encuentro un día con el señor Omnes. Tiene una gran noticia para mí.

Un organismo oficial de París, el Comité contra las drogas creado no hace mucho tiempo, ha sido puesto al tanto de mis desventuras por mi amigo Robert.

Este ha pedido tanto por mí, que han decidido repatriarme.

El dinero para comprar el pasaje de avión está por llegar de un momento a otro. En calidad de adelanto. Se lo devolveré cuando vuelva a Francia y esté curado.

Las cosas se suceden más rápido de lo previsto. Al día siguiente el cónsul me escribe como de costumbre, en un papel con membrete de la embajada.

«Señor: ¿Podría presentarse el día 2 de enero a las 10:00?

»Se trata del asunto de su repatriación. Firmado: Daniel Omnes».

Más abajo de un sello con tinta verde y que reza. «French Embassy Lazimpat, Katmandú», el siguiente agregado:

«N. B. Con el mismo mensajero le envío unos libros que espero lo animarán un poco. Mis mejores votos para el Año Nuevo. D. O.».

No puedo creerlo.

El día 2 me presento en la embajada. ¡Todo está arreglado! Me entregan mi pasaje de avión.

Debo conseguir además un permiso para salir del país, otorgado por la policía nepalesa.

Doy un respingo.

—No se preocupe —me dicen sonrientes—. Ese asunto está terminado.

Usted ya ha sido rehabilitado. Nos hemos encargado de ello.

Y como si fuera poco, me entregan cien rupias con las cuales podré pagar todas mis deudas.

¡Al volver de la embajada veo con sorpresa que mis ángeles guardianes me sonríen!

La embajada no me mintió. Me lo confirman en la policía: estoy totalmente libre. Mi expediente ha sido archivado. Me piden disculpas.

El asombro me hace olvidar por completo todos mis enconos, mis rabietas y mis ataques de los últimos dos meses.

Como un gran señor, paso la esponja sobre todo.

Sin rencor. Bye! Bye!

Y en pocos minutos toda mi manía de persecución desaparece.

El avión parte el 10 de enero.

Tengo tiempo hasta entonces para arreglar todos mis asuntos.

No relataré lo que fue mi despedida (y mis excusas) a Bichnou y su esposa. Pero es imposible localizar a Krishna. Ese será mi remordimiento…

Doy una vuelta por última vez, por todo Katmandú y bebo una última taza de té en el Cabin Restaurant…

El día 9 compro un gran frasco de heroína pura, cuatrocientas ochenta dosis exactamente, y una reserva de metedrina.

Como no he dejado de drogarme, tengo mucho miedo de encontrarme sin droga en París.

El 10 de enero de 1970 mi avión despega de la pista de Katmandú.

Estoy a bordo de él.

Hacemos escala en Nueva Delhi (donde nos trasbordan a un Boeing 707), Karachi, Tel Aviv y Roma.

El 12 de enero, bajo del avión en la pista de Orly bajo una lluvia helada, tiritando bajo mis ropas de hilo.

La heroína y la metedrina están guardadas simplemente en el fondo de la mochila.

Recupero la mochila en la cinta transportadora de la aduana.

No hay ningún inspector…

Salgo.

Un hombre grande y rubio se precipita hacia mí y me agarra por los hombros.

Es Robert.

Durante el viaje en taxi hasta París no digo ni una sola palabra. Estoy ahogado en un mar de pensamientos.

Soy el primer repatriado de Katmandú por motivos de salud.

No creo que haya habido muchos otros…

He tenido una suerte fantástica.

Y amigos extraordinarios.

Sé que allí han quedado decenas de chicas y muchachos como yo, pero que no tendrán mi misma suerte.

La mayoría morirán, como unos junkies, vencidos por la droga y sus sueños fracasados.

Ahora tengo que aprender otra vez a vivir.

Y para eso voy a necesitar el coraje para desintoxicarme.

Palpo la mochila donde están guardadas la heroína y la metedrina ¿Lograré tener semejante coraje?…

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