Flash

Flash


Quinta Parte

Página 21 de 26

Cuando se lo pago, me mira con tal sorpresa que no atina siquiera a agradecerme. Con seguridad él también cree que estoy completamente loco. Pero a pesar de ello toma su bol y comienza a beberlo, sentado en su rincón.

El té caliente me cae muy bien y al acostarme otra vez sobre el tablón ya tiemblo un poco menos.

Pero desgraciadamente, este sótano es tan húmedo y frío que media hora después estoy tiritando de nuevo. La abstención también me hace tiritar. Por más vueltas que le dé, necesito mi inyección. Realmente la necesito. ¡De lo contrario me voy a morir!

¡Pero ya que voy a morir me gustaría hacerlo sin tener frío! Esos escalofríos y temblores son algo horrible, intolerable. Si por lo menos tuviera algo con qué taparme…

Me arrastro por el banco en búsqueda de una manta. Veo una que parece estar abandonada, entre dos sujetos. Me tiro allí, me envuelvo en ella y trato de dormir. Pero no hay nada que hacer. Cada vez tiemblo más y más. Oigo el ruido que hacen mis dientes al castañetear.

A medias consciente, pego un tirón a la manta de mi vecino de la derecha. Me hace falta además de la que tengo. El hombre forcejea y se defiende. Trato de hablarle, pero es en vano. Mis dientes castañetean en tal forma que no consigo pronunciar ni una palabra.

Meto la mano en mis bolsillos y saco tres o cuatro rupias, no me acuerdo justo qué suma era, se las doy al hombre señalando al mismo tiempo con el dedo la manta.

Sonríe ampliamente y me la entrega balbuceando algo que por supuesto no entiendo.

A pesar de tener dos mantas tiemblo igual que antes. Siento que voy a comenzar a delirar, tan grande es mi sufrimiento por la falta de droga. Y una idea fija se apodera de mí: debo conseguir todas las mantas del sótano, absolutamente todas. Agarro la de mi vecino de la izquierda y comienzo a tironear. Se resiste. Sigo tirando. El hombre se me viene encima a los gritos. Trato de hacerle comprender que le voy a pagar, busco mi dinero, pero ni siquiera logro encontrar mis bolsillos.

Me defiendo con tanta energía que acabamos rodando los dos por el suelo, gritando y haciendo tal escándalo, que acude el policía de guardia.

Nos separa a fuerza de patadas. Ruedo por el piso, jadeando y sacudido por temblores incoercibles.

Todos los presos gritan parados a mi alrededor. Me doy cuenta de que lo que dicen no parece ser muy amistoso. Da la impresión de que no le he caído muy simpático a ninguno…

Y al policía menos que a ellos. Me empuja hacia el banco a fuerza de patadas en las costillas, apartándome un poco de los demás. Estoy demasiado débil como para poder defenderme. Me dejo hacer como si fuera un animal, y me encaramo a mi lugar.

Pues bien, luego hay horas y horas en blanco en mi memoria…

Recuerdo vagamente que en un momento dado me dan ganas de ir al baño. El policía me acompaña hasta un reducto tan infecto ubicado en el fondo del patio, que comienzo a vomitar bilis. Cuando vuelvo, mi estado de debilidad es tal que debo pasar mi brazo por encima de su hombro para poder arrastrarme, ya que ni siquiera puedo caminar. Debemos formar una pareja bastante lamentable considerando que él mide un metro cincuenta y cinco y yo mido un metro ochenta y cuatro.

Un poco más tarde comienzo a tener un acceso de transpiración. Literalmente, mi cuerpo comienza a manar agua. Acurrucado en un banco y envuelto en la manta que a pesar de todo logré recuperar, no puedo controlar los temblores que sacuden mi cuerpo. El sudor cae debajo de mí, gota a gota, y digo bien: gota a gota sobre la madera del tablón. Tengo la total impresión de que me he convertido en una esponja a la que una fuerza invisible está estrujando y que trata de vaciarla de toda el agua que contiene.

Siento un dolor agudo en los riñones. Mi estómago parece una brasa, mi cabeza está atravesada por puntas de acero. Siento un frío espantoso en los brazos y en las piernas, sobre todo en las piernas. Mis pies están tan congelados que tengo la impresión de que ya no existen.

Mi frazada necesita ser escurrida. Y esto tampoco es una exageración: está empapada como si la hubieran metido en una bañadera llena de agua. Mediante cuatro rupias mi vecino accede a darme la suya, la cual no demora mucho en correr la misma suerte.

Por supuesto, siento una sed espantosa. Como estoy totalmente imposibilitado de moverme, negocio con un vecino, por medio de gestos. A cambio de cinco rupias (una fortuna para él), acepta ir a buscarme un balde de agua y un bol. Más otro bol de arroz, pues el cocinero ha comenzado a preparar el rancho.

Logro comer casi todo ese arroz infecto y casi crudo, pero sobre todo, bebo agua, vacío casi la mitad del balde.

Eso me hace mucho bien y consigo adormecerme durante un rato.

Pero desgraciadamente la inexorable e implacable necesidad de droga no tarda en despertarme con síntomas cada vez más dolorosos.

Ya se ha hecho de noche. Me retuerzo sobre mi tablón en medio de la oscuridad.

Pierdo todo control y comienzo a gritar. Lanzo unos aullidos que deben de romper los tímpanos a todos a cien metros a la redonda.

Mis compañeros de celda protestan indignados. Continúo. Aun cuando quisiera callarme, no podría hacerlo. Se acercan y comienzan a propinarme trompadas y patadas. Grito cada vez más fuerte. Trato de defenderme, pero solamente consigo dar unos golpecitos en el aire. Y los golpes de los demás arrecian.

Pego tales alaridos que aparecen tres policías. Dispersan a mis atacantes golpeándolos con sus fustas y se paran frente a mí con aire perverso.

Uno de ellos levanta un farol sobre mi cabeza. En mi semidelirio me doy cuenta de que hablan de mí. Discuten entusiastamente.

El que parece tener grado de oficial se inclina sobre mí y expresándose en un mal inglés me dice:

—¡Cállate!, porque si no…

Y esgrime su fusta.

Trato de explicarle con desesperación, que estoy sufriendo porque me hace falta darme una dosis de droga. Necesito lo más rápido posible una dosis de morfina. Le pido que llame a un médico. Este le dirá que no estoy mintiendo. Si continúo en ese estado voy a morir…

No sé de dónde saco fuerzas para seguir hablando pero se me ocurre lo siguiente:

—Si muero la embajada de Francia hará una investigación. Vuestro país tendrá que hacer una rendición de cuentas. Tendrán complicaciones.

Se encoge de hombros.

—¿Así que lo que quieres es una dosis de droga?

Y se ríe.

—Deberías haberlo dicho antes. ¡Ja, ja, ja!…

Y se marcha dejándome al cuidado de los otros dos. ¿Habrá comprendido realmente? ¿Irá a buscar la droga?

Lo miro partir y me quedo observando la puerta de entrada, ese rectángulo blanco débilmente iluminado por la luz de un farol exterior. Me pongo a esperar; soy una pobre carcaza que se mantiene solamente a fuerza de esperanza.

El oficial regresa al cabo de cinco minutos. He conseguido sentarme. Lo devoro con la mirada.

¡En una mano tiene una jeringa y en la otra una ampolla!

Adivino en seguida que es una ampolla de dos centímetros cúbicos de morfina.

¡Por fin! ¡Por fin! ¡Mi pesadilla ha terminado! ¡Finalmente voy a conseguir mi dosis! ¡Rápido, que se apure, por favor!

Le digo, más bien le grito:

—¡Rápido! ¡Rápido!

Se ríe otra vez.

—¡Epa, debes esperar un momento; es una preparación larga!

Hace una seña a sus dos compañeros para que me sujeten. Estos se tiran sobre el banco y me agarran cada uno por un brazo y el hombro.

¿Para qué demonios? No hay nada que temer. No pienso escaparme en la mitad de la inyección. ¡Qué tipo curioso!

Y entonces sucede algo increíble, que me deja paralizado entre las manos de mis guardianes, imposibilitado siquiera de lanzar un gemido.

El oficial cuelga el farol de un clavo que hay en la pared y comienza a arremangarse.

Su propia manga.

Coloca en su brazo el lazo que trajo consigo y lo ajusta.

Lo hace en una forma que demuestra que tiene costumbre de hacerlo.

Lo miro petrificado de asombro.

Se acerca a mí, y casi bajo mi nariz, se clava la aguja en la gruesa vena que sobresale en el pliegue de su codo.

Y se inyecta los dos centímetros cúbicos de morfina.

Luego ríe burlonamente.

—¡Qué buena es la droga! Qué buena es, ¿verdad? (Good, drug, good! No?).

¡Grandísimo sinvergüenza!

Jamás he visto algo igual. Un drogadicto haciendo sufrir a otro el suplicio de Tántalo. Nunca lo hubiera creído posible. Por primera vez veo a un drogadicto romper en la forma más sádica imaginable, el tácito pacto de ayuda y sostén mutuo que une a todos los drogadictos del mundo.

Atorrante.

Comienza a sonrojarse un poco. Se sienta en el borde del tablón. Está experimentando el flash. Se acurruca un poco. Qué bien debe de sentirse…

Canalla.

Mi imaginación comienza a galopar. Vivo, segundo a segundo, toda la secuencia de sensaciones, mientras la dulce droga se desparrama en sus venas.

¡Jamás he sufrido tanto! Jamás han impuesto semejante suplicio a mi pobre organismo sediento de droga.

Por un momento siento una cobarde tentación. Advierto el frasco vacío tirado por el suelo. Que me lo dé, por lo menos. Lo lameré y limpiaré su interior con la lengua, ¡por lo menos recuperaré una gota de morfina!

El sujeto ha salido ya de su flash. Se levanta algo vacilante. Se inclina hacia mí y me palmotea suavemente la mejilla.

Good boy —dice riéndose—, bien tranquilito ahora, ¿eh?

Pero una furia gigantesca se apodera de mí. Los ataques de esta mañana y de la tarde no son nada comparados con este; tengo la fuerza de un luchador de catch.

—¡Sinvergüenza! ¡Sinvergüenza! ¡Sinvergüenza! —le grito.

Mis piernas, las que hace un rato no podía tan siquiera mover, se levantan y estiran con la velocidad de una ballesta.

El policía, luego de recibir una patada en pleno estómago, va a golpearse contra la pared detrás de él y cae como muerto al suelo, vomitando toda la comida.

Los otros dos lanzan unos aullidos formidables, pero no pueden hacer nada; la crisis me ha hecho más fuerte que ellos.

A fuerza de patadas y trompadas libero mis brazos de sus manos y los arrojo contra las paredes. Me lanzo al patio aullando con toda la fuerza de mis pulmones.

Frente a mí hay una pared de piedra de cuatro metros de alto. Me arrojo contra ella con las piernas y los brazos abiertos en cruz.

Mis uñas consiguen aferrarse como si fueran garras, y los pies se meten entre las juntas de cemento que unen las piedras. Trepo centímetro, a centímetro, jadeando como un buey.

Me impulsa una voluntad de demente. Recuerdo que tengo una obsesión: mi cama en la casa de Bichnou y tirados sobre ella decenas de frascos, ampollas y pastillas de morfina, heroína y metedrina, me están esperando y yo ansío volar hacia ellos con toda la fuerza de mi alma.

Y de mis pulmones también, pues al mismo tiempo que trepo por la pared pego unos alaridos dignos de una bestia salvaje.

Pero una luz poderosa borra esa visión paradisíaca.

Siento un dolor fortísimo en la nuca. Mi cara parece incrustarse violentamente contra las piedras de la pared.

Me caigo de espaldas.

Pierdo el sentido.

Un poco más adelante me enteraré de lo sucedido y siempre gracias a uno de los policías que me cuidarán durante las subsiguientes semanas de internación.

Un soldado del puesto de guardia acudió alertado por el escándalo general.

Había conseguido trepar solamente un metro.

Agarró el fusil por el caño, lo levantó con las dos manos y ¡paf!, me dio un buen culatazo en la nuca incrustándome la cara en la pared.

Luego sólo tuvieron que levantarme.

Al recobrar el conocimiento estoy nuevamente sobre el tablón de madera.

Trato de levantarme. Pero no logro hacerlo. Me han atado.

¿Qué será ese ruido de cadenas que oigo cada vez que me muevo?

¡Estoy encadenado!

¡Tengo cadenas alrededor de los tobillos, muñecas e inclusive un collar de hierro alrededor del cuello!

Lo único que puedo hacer es darme vuelta un poco de costado o levantarme apoyándome en los codos. No puedo mover los brazos ni las piernas más de cincuenta centímetros. Las cadenas de las piernas están sujetas a los pies del banco. Las de los brazos, a cada lado de mis hombros, están sujetas a la pared. Y mi collar está unido a un pitón clavado en la pared por una gruesa cadena de más o menos cuarenta centímetros.

Lo más penoso de todo es el peso de esta cadena que pende del collar. Si trato de levantar un poco la cabeza de la tabla, la cadena me obliga a realizar un gran esfuerzo con el cuello debido a su gran peso, y el collar me estrangula a medias.

Me paso la mano por la sien derecha que siento muy dolorida. Tengo toda la cara ensangrentada.

También me duele muchísimo la nuca.

¿Qué me habrá pasado? Evidentemente todavía no estoy enterado de lo sucedido, pero con algo de imaginación no me cuesta mucho trabajo acercarme a la verdad.

Lo que me interesa por el momento es averiguar el porqué de las cosas. Lo más importante es saber si podré o no librarme de las cadenas.

Si lo consigo, trataré de deslizarme fuera de ese sótano, sin hacer ruido, sin despertar a nadie, sin llamar la atención del centinela, y trataré de trepar otra vez por la pared. Hace rato que me he dado cuenta de que no debe ser una empresa imposible de realizar.

Me dirán que debo estar loco al considerar la posibilidad de liberarme de las cadenas y querer repetir la tentativa de fuga, que todo eso es un signo evidente de un desequilibrio mental producido por la falta de droga.

Pero no es exactamente así. Todos a los que alguna vez hayan puesto esposas les dirán que abrirlas es difícil, pero que no resulta imposible hacerlo si se dispone de un objeto puntiagudo.

Y con mayor razón debería lograrlo dado lo rudimentarias que son las cadenas con las que me han sujetado.

Tengo justamente lo necesario: la hebilla del cinturón tiene una punta metálica con la cual debería poder hacerlo. Y si eso me falla me queda aún la máquina fotográfica Minox. Al desarmar uno de esos aparatos, su interior está compuesto por infinidad de resortes y pivotes de acero.

Probemos en primer lugar con la hebilla de mi cinturón.

¡Horror! ¡Me lo han quitado!

Palpo febrilmente mis bolsillos.

No hay nada. ¡Me han quitado todo!

Me han atrapado como a una laucha.

Siento entonces que mi juicio realmente se tambalea. Ya no sé más lo que hago.

Me pongo a sacudir incansablemente y como un loco las cadenas haciendo un ruido infernal.

Los demás prisioneros, a quienes he despertado nuevamente protestan, se levantan y vuelven a propinarme patadas. No me importa nada. Soy insensible a los golpes. En los actuales momentos todo me resulta indiferente.

Tengo la nuca dolorida y la cara ensangrentada. Tengo la lengua y la boca duras, realmente duras como si fueran de madera. Los riñones me duelen atrozmente y el ardor de estómago está peor que nunca. Comienzo a transpirar como si estuviera en una sauna. Tengo real sed de droga.

Pero todavía conservo en mí unas fuerzas insospechadas. Sacudo las cadenas, agito mis brazos en el aire, pataleo con furia y grito con toda la fuerza de mis pulmones.

Los demás presos me pegan. Los policías de guardia me agarran por los brazos y me sujetan.

Mando a pasear a todo el mundo en medio de un espantoso rechinar de cadenas.

Doy al mismo tiempo unos alaridos espantosos.

—¡Al hospital! ¡Al hospital! ¡Quiero que me lleven al hospital! —Al cabo de un cuarto de hora de ese teatro, todos los que dormían en la prisión y en todo Delli-Bazar están despiertos, corriendo y galopando por los corredores.

Pero que todo eso sirva para algo, ¡por Dios! Siento que mis fuerzas están por acabarse de un momento a otro. Cada vez me da más trabajo sacudir las cadenas y comienzo a enronquecer. A menos que suceda algo, voy a terminar cayendo en un verdadero coma y entonces, adiós, Charles…

Pero algo sucede.

Desde el fondo del sótano puedo ver alineado a lo largo de la puerta de entrada un largo cortejo. Sujetos en pijama (con el aspecto abotagado y azorado de funcionarios arrancados de sus camas en la mitad del sueño), que hablan y gesticulan todos a la vez. Los conducen frente a mí. Y con un esfuerzo que me causa vértigos y me hace ver decenas de puntos negros, redoblo mis aullidos y ruidos con las cadenas.

—¡Al hospital! ¡Quiero ir al hospital! —grito—. ¡Estoy muy enfermo!

El espectáculo que ofrezco apabulla visiblemente a todos los personajes allí presentes que me observan boquiabiertos bajo la luz de los faroles que sujetan en sus manos. Nadie siente sin embargo ganas de reír.

Me encuentro realmente en un estado lamentable y a ratos me pregunto si en realidad no estaré por morirme.

Luego de largos palabreos, uno de los personajes se separa del grupo y se acerca a mí.

Mister Duchaussois —aventura— listen to me (escúcheme).

Lo miro de reojo y aguzo mis oídos.

Listen to me —repite nuevamente.

Suspendo la escandalera.

—Ya hemos llamado a un médico —continúa diciendo—. Tenga paciencia. En seguida va a llegar.

—¡Por fin! —exclamo—. ¡Ya casi iba a ser demasiado tarde! ¿Es preciso alertar a todo vuestro establecimiento para conseguir que lo traten a uno como un ser humano?

Mis vociferaciones lo hacen retroceder.

—Tenga paciencia —repite otra vez—. El médico está por llegar.

—¡Entonces suéltenme, colección de salvajes!

Trata de tranquilizarme con un gesto manteniéndose a distancia prudencial.

—Paciencia, paciencia, el médico llegará de un momento a otro. —Efectivamente, diez minutos después llega corriendo un médico, también a medio vestir, llevando en la mano una valijita.

No le doy tiempo a abrir la boca que violentamente le espeto:

—Necesito una inyección de dos centímetros cúbicos de morfina inmediatamente.

—Pero —balbucea— permítame al menos que lo examine.

—No vale la pena. Soy un drogadicto. Estoy necesitado de droga Me han privado de ella. Le voy a romper el alma si no me da una inyección. Hace veinticuatro horas que no recibo ninguna dosis. ¿Significa eso algo para usted?

—Pero lo que pasa —dice angustiado— es que no tengo ninguna droga.

Con un gesto despectivo le señalo al policía que hace un rato inyectó una dosis en presencia mía.

—Pídale la droga a él, a ese que está parado allí. Él tiene.

El susodicho oficial se pone pálido y protesta un poco, pero termina explicando algo que debe equivaler a: «Sí tengo algo de droga, una cantidad que les quitamos a los hippies».

Se marcha y vuelve trayendo un frasco de morfina.

Al verlo no puedo contenerme por más tiempo.

—¡Apúrense de una vez! ¡Se puede saber qué están esperando! ¡A ver si me dan pronto una inyección!

Apremiado por mis invectivas el médico saca a relucir rápidamente una jeringa, el lazo y la aguja.

Dos minutos después recibo dentro de mí y como si fuera un Dios, la tan ansiada morfina.

¡Uf! ¡Qué agradable! ¡Qué felicidad, qué resurrección!

Ya era hora, no podía aguantar mucho más y en cualquier momento me hubiera muerto.

Cuando se termina mi flash y sólo siento una dulce euforia que me proporciona la sensación de ser el amo del mundo y dominar a todos esos títeres despreciables que están parados mirándome a mí, al bestia blanco y barbudo que se regocija allí, encadenado, le ordeno al médico:

—Ahora dígales que me suelten.

Subyugado, comienza a distribuir órdenes. Me sueltan y me siento sobre mi banco.

—Desinfecte mis heridas, ¿no ve que tengo la cara lastimada? —le digo.

Obedece. Los demás permanecen allí como si estuvieran en el circo, funcionarios, policías y presos, todos mezclados, codo con codo.

No bien termina de pintarrajear mis heridas con mercurocromo me dirijo nuevamente al médico.

—Doctor, ha tenido ocasión de comprobar el efecto que me ha producido esta inyección. Se dará usted cuenta que necesito ser sometido urgentemente a un tratamiento médico. Se lo pido a usted pues es el único a quien le puedo hablar, hágame llevar al hospital norteamericano. Solamente allí conseguirán curarme. No es razonable hacerme quedar aquí…

Defiendo mi causa apasionadamente. La inyección de morfina me ha hecho recuperar mis cabales. Ya sé que es algo ilusorio y que dentro de dos horas, a lo sumo, voy a necesitar otra. Pero por eso mismo debo actuar con rapidez. Debo convencer a este galeno de que necesito internarme en un hospital.

¡Victoria! Me promete hacer todo lo necesario para ello y se dirige a los funcionarios que permanecen allí. Todos comienzan a hablar y gesticular al mismo tiempo.

Por fin uno que parece ser el jefe, el que hace un rato me suplicaba que me tranquilizara y que lo escuchara, se acerca nuevamente a mí.

Mister Duchaussois —repite otra vez—. Le prometo que lo llevaremos a un hospital. Pero son las cuatro de la mañana, debemos esperar hasta las ocho; prométame que va a quedarse tranquilo.

—De acuerdo: Pero con tres condiciones. Primero, esperar en otro lugar que no sea aquí, donde haya una cama. Segundo, quiero que me den algodón, alcohol, una jeringa y un frasco de diez centímetros de morfina.

—Pero, señor Duchaussois —me interrumpe aterrado—, ¿se da usted cuenta, de lo que pide?

Me dirijo al médico.

—Doctor, explíquele usted.

Nuevos conciliábulos y nuevas promesas. Luego:

—Está bien, va a pasar el resto de la noche en la guardia y se le proporcionará lo que usted ha pedido.

Lo interrumpo y le digo:

¡Espere un momento! Eso no es todo. Me han quitado todas mis pertenencias, mi cinturón (me guardo muy bien de decir que allí tengo mi dinero) mis documentos, mi máquina fotográfica, etcétera. Quiero que me devuelvan todo. ¡Eso es un robo!

Accede también a ello. Me dirijo hacia el puesto de guardia, algo vacilante y sujetado por dos esbirros que tienen un aspecto bastante inquieto por estar tan cerca del energúmeno.

Poco después llega allí todo el equipo de droga que pedí y todas mis pertenencias incluida la máquina fotográfica. El cinturón está intacto. No lo han revisado.

Poco antes de las ocho me doy yo mismo una inyección de morfina tras lo cual me siento en forma (en fin, ¡aproximadamente!…) justo cuando se presentan dos policías para buscarme.

Los acompaña el personaje importante de la noche anterior.

Les entrega a los policías un papel cubierto de sellos oficiales.

Cuando me marcho sonríe, parece estar feliz evidentemente de haberse librado de semejante incordio.

—Le deseo buena suerte para que pueda usted demostrar su inocencia —me dice cuando cruzo el umbral.

Si fuera posible lo estrangularía. Pero los guardias me empujan hacia adelante. Hay un taxi esperando en la avenida. Subo acompañado por los dos policías.

—American Hospital —le digo.

Los policías se dirigen también al chofer. Me imagino que estarán traduciéndole mi orden. En todo caso, agacha la cabeza y arranca.

Conozco bien el camino hacia el hospital norteamericano. Por lo cual me inquieto sobremanera al ver que el chofer dobla hacia la derecha. ¡Eso sí que no! ¡Yo quiero ir al hospital norteamericano y no a otra parte! ¡Quiero volver a estar entre europeos y no rodeado por nepaleses!

Hospital, yes, yes! —repiten los policías cuando los interpelo.

Insisto.

No, American Hospital! American, I said! (¡Norteamericano les digo!). Continúan inclinando la cabeza y sonriendo.

Yes, yes —insisten con un aire tan estúpido como el de una vaca sagrada.

Me doy cuenta de que no hay nada que hacer. Deben conducirme al hospital nepalés. Y en Katmandú la diferencia entre el hospital norteamericano y el hospital nepalés es igual a la que hay entre una pocilga y el dormitorio de Jackie Onassis.

Efectivamente, el taxi se detiene por fin frente a un gran edificio. Visto desde afuera tiene un aspecto moderno y decente, pero gracias a unos hippies que estuvieron internados allí, sé que el interior es algo distinto.

Cuando me dispongo a bajar del auto el chofer me golpea en la mano.

Money, sahib! —dice con tono imperioso.

Money? ¿Qué es lo que quiere decir? ¿Los detenidos deben pagar su transporte? Era lo único que faltaba.

Pero uno de los policías me da un empujón.

Money —dice él también.

Por lo visto tengo que pagar. El muy desgraciado me cobra ocho rupias.

Escoltado por mis dos ángeles guardianes, me dirijo hacia la entrada principal. Estoy tan contrariado de que no me hayan llevado al hospital norteamericano, que casi me desmayo en la mitad de la vereda. Entro al edificio prácticamente arrastrado por los dos esbirros.

Deben de habernos estado esperando, pues en la mesa de recepción se nos acercan otros policías seguidos de dos o tres médicos.

Todos me escoltan hasta un patio interior invadido por la acostumbrada cohorte de vacas sagradas, gallinas, niños y mujeres, que en todo el Oriente se encuentran siempre juntos en todos los lugares, sean públicos o privados.

La sala general donde se detiene nuestro cortejo sería similar a la sala general de cualquier hospital de Europa, si no estuviera ella también repleta de un conjunto de desechos humanos, dignos de la Corte de los Milagros.

Cuerpos tirados sobre las camas a cada lado de un pasillo central.

Hay de todo. Viejos y jóvenes. Solamente hombres. Ni una sola muchacha o mujer alguna.

Me señalan una cama y me acuesto.

Los cuatro policías se quedan. Dos se ubican al lado de mi cabeza y dos a mis pies. Finalmente me duermo.

Pasaré alrededor de tres semanas en el hospital de Katmandú hasta recuperar la libertad. Tres semanas de demencia total.

En primer lugar nadie se ocupa de curarme. El único remedio que me darán durante ese tiempo serán unos comprimidos de aspirina. Allí todo se cura con aspirina. Es la panacea universal.

Y es también el único medicamento gratuito.

Cuando el médico del hospital de Katmandú receta tal o cual remedio, uno es el encargado de comprarlo. Si se está lo bastante fuerte como para poder caminar y se cuenta con el dinero necesario, hay que trasladarse hasta la farmacia más próxima, provisto de la correspondiente receta.

¿Y si no se tiene dinero? Pues sencillamente no se toman entonces los remedios y hay que contentarse con la aspirina. Y listo.

Y en ese hospital de Katmandú fue donde realmente sentí que me estaba volviendo loco.

En primer término porque jamás dejé de drogarme, con lo cual mi estado no hizo más que empeorar.

Jamás me faltó la droga mientras estuve en esa sala general. ¿Quiénes me la proporcionaban? Cualquiera. Por lo pronto los dos policías encargados de mi custodia se drogan a su vez. Mucho menos que yo, por supuesto, pues de lo contrario estarían allí tirados sobre un jergón, sin tener casi fuerzas para poder dar unos pocos pasos para llegar al baño.

En suma, me convierto en un verdadero junkie, condenado a la inmovilidad, tanto por su vicio como por las órdenes de la policía.

Pero un junkie que hace trabajar a su cerebro a todo vapor.

¡Y vaya si se me ocurren ideas! Al principio unas ideas no muy peligrosas, más bien bastantes útiles, ya que a pesar de todo conseguí librarme de mi encierro, pero al final llegaré directamente al borde de la locura.

Mismo hoy en día me resultan totalmente incomprensibles una cantidad de hechos, de causas, de efectos, de motivaciones, de gestos y palabras.

Pero en términos generales creo que puedo, sin mentir, dividir este período en dos partes.

La primera semana, la furia de estar preso por un robo que no he cometido me proporciona la fuerza y lucidez necesarias para luchar.

La segunda semana, un suceso inesperado y muy desagradable me sume en un estado de desesperación contra el cual consigo luchar un poco todavía.

La tercera semana comienzo realmente a volverme loco de veras.

Al clasificar de este modo las cosas, con tanta franqueza y hasta groseramente, sin duda, mi intención es que no pierdan demasiado el hilo del relato. Por lo menos así lo espero.

Desde el primer día me lanzo a la lucha.

Comienzo pidiendo papel y lápiz. Nuevo conciliábulo. Empiezo a perder la paciencia. Acceden a mi pedido. Nunca más me molestarán en ese aspecto. Me darán todo el papel que se me antoja y podré bombardear a medio mundo con mis cartas. Lo cual no dejo de hacer por cierto.

Escribo en primer lugar a Monique. Le cuento todas mis aventuras y le suplico que venga a verme lo más pronto posible, pues la necesito urgentemente para poder salir de allí.

Le escribo luego al embajador. Una linda carta, bien escrita, para lo cual hago un gran gasto de materia gris.

Le toca el turno después al señor Omnes, el cónsul. Le suplico que se ocupe personalmente de mi asunto. ¿Qué otro que no sea él podrá ayudarme? Le juro por todo lo que más quiero que soy inocente, que todo eso ha sido una pérfida maquinación, que el fotógrafo debe haber dicho mi nombre para verse libre de la policía. Como es un buen pillo no debe de haber tenido muchas ganas que le revisaran sus asuntos. Me ha acusado a mí, pues, es verdad (mea culpa), yo también he hecho unas cuantas trapisondas, pero lo repito otra vez, me he corregido y no tengo más que un solo interés: poder entrar a trabajar en el Centro Cultural. Y en esas condiciones sería el último de los idiotas si se me hubiera ocurrido robar una maldita cámara fotográfica.

Le explico cómo, en mi opinión, puede sacarme de allí.

Finalmente le escribo una larga carta a Robert A… Robert es un amigo que vive en París y que me ayudó hace tiempo cuando salí de la prisión de Niza. Nunca lo he olvidado. No tuvo miedo de ampararme y de lanzarme nuevamente a la vida. Es una persona decente.

Puedo hablarle con el corazón en la mano. Le cuento todo lo sucedido y le confieso que necesito sus consejos y su apoyo moral. Le explico con toda la sinceridad de mi alma y de mi corazón, en qué estado de depresión me encuentro gracias a mi afición a las aventuras y nuevas experiencias. Le suplico que me escriba, que no me abandone. Lo necesito muchísimo.

Y es verdad. En ese torbellino en que he caído por mi sola culpa, y de lo cual tengo perfecta conciencia, me doy cuenta de cómo me es de necesario el apoyo de personas rectas y equilibradas. Y no conozco más que a dos, en realidad, que me hayan dado a entender que podía contar siempre con ellas: el señor Omnes y mi amigo Robert; sobre todo mi amigo Robert.

Un boy del hospital se encarga de llevar al correo la carta para Robert y a los domicilios de sus respectivos destinatarios las demás.

Pero, fueron previamente leídas por un policía. Tal vez debería decir que se hizo el que las leía, pues poco después descubriré al hablarle en francés, ¡que no entiende una sola palabra!…

Monique se presenta al día siguiente. La abrazo y le agradezco que no me haya abandonado. Se pone a llorar al ver el estado en que me encuentro.

Sin pérdida de tiempo organizo junto con ella mi plan de lucha.

—Escúchame bien —le digo—. La única forma de probar mi inocencia es poniendo en evidencia al fotógrafo a quien dicen que le vendí la máquina de fotos. Se me ha ocurrido una idea. El médico francés del Centro, que cree que yo soy quien le ha robado, pues una vez me hizo entrar en su departamento y me mostró todas sus cosas, tiene además un espléndido par de anteojos de largavista.

«Con toda seguridad esos deben haber desaparecido también. Pero no se me acusa a mí de haberlos robado, pues el médico no los vio en el negocio del fotógrafo.

»Según mi opinión deben de estar también allí.

»Por lo tanto irás a ver al médico, le pedirás que te describa los largavistas y que te dé su número de identificación. Espero que accederá a ello, creo que lo hará. Irás luego a la casa del fotógrafo y le preguntarás si tiene en venta algunos largavistas de segunda mano.

»Como posees la descripción de los del médico podrás identificarlos fácilmente si el tipo realmente los tiene en su casa.

»Se los compras entonces, y para ello le pides dinero al señor Omnes, que seguramente te lo facilitará. Ya le expliqué todo en mi carta.

»Luego vuelves con Omnes a la casa del fotógrafo y comienzan a preguntarle si fui yo también el que le vendió los largavistas, haciéndole ver todos los riesgos que puede correr por un falso testimonio, etcétera, y me sorprendería mucho que persistiera en acusarme. Pues si además de la máquina de fotos me compró los largavistas, ¿por qué no los declaró a estos también?

»En consecuencia, si logro demostrar que él los tiene, probaré al mismo tiempo que ha mentido por lo menos en un punto. ¿Y entonces por qué no lo habría hecho sobre el otro?

»¿Has comprendido? Debe creer que estoy en el fondo del sótano de Delli-Bazar sin poder ver a nadie. Al darse cuenta de que tengo quien me apoye y que estoy fuera de la prisión, reflexionará un poco. Todo eso me induce a creer que puedo tener una oportunidad».

Monique me promete que va a hacer exactamente todo lo que le pido y se marcha llevando consigo todas mis esperanzas.

Al día siguiente ni noticias de Monique. Solamente una nota de ella que me envía por intermedio de Krishna. «Animo, creo que va a resultar». Ese papel me llena de gozo, como también la aparición de Krishna. ¡Qué buen chico! ¡A pesar de lo que le hice la otra noche no titubea en venir en mi ayuda! Me siento avergonzado.

No bien se marcha, un boy de la embajada me trae una nota del señor Omnes. ¡Dice que me va a ayudar!

Paso la noche en un terrible estado de ansiedad. No logro pegar el ojo. Al acercarse la mañana le pido a uno de los policías, que se llama Chandra, que me consiga un poco de opio para dormir un rato. Por suerte Chandra es un policía muy simpático. Me consigue una pequeña bolita de opio que caliento en la llama de un farol y luego la diluyo en un poco de agua para inyectármela.

A los dos días de mi llegada al hospital, reaparece Monique. ¡Victoria! Los largavistas estaban en casa del fotógrafo, y este confesó, asustado, que se había equivocado al acusarme.

—El médico se portó muy bien —me cuenta Monique—. Por suerte recordaba el número de los anteojos, eran unos «Alpha» o «Eagle» catorce mil ciento cuarenta, según me dijo. No se acordaba bien si eran «Alpha» o «Eagle» pero estaba seguro de la numeración.

«Fui inmediatamente a casa del fotógrafo y le pedí largavistas de segunda mano. Me mostró un par. Pero no era el que buscaba. ¡Le pregunté si tenía otros y me mostró entre veinte o treinta pares! Los revisé y finalmente encontré los del médico. La descripción coincidía y no eran "Eagle" sino unos "Alpha" catorce mil ciento cuarenta.

»Los compré con las cincuenta rupias que me dio Omnes, y sin decirle nada al fotógrafo fui en seguida a buscar al médico y a Omnes. Lo que más los impresionó fue que el fotógrafo tuviera tantos anteojos de ocasión. Eso constituía la mejor prueba de que era un reducidor. Los convencí de que mejor era pedir a la policía que nos acompañara hasta la casa del tipo en cuestión.

»Muerto de miedo, este no tuvo ningún inconveniente en afirmar tu inocencia y dio el nombre del verdadero revendedor.

»Era un sujeto que había ido al Centro la noche en que se proyectaba la película Fanfan la Tulipe».

—¡Hurra! ¡Estoy libre! —Comienzo a gritar—. ¡Van a sacarme de aquí!

Mis ángeles guardianes también se muestran muy contentos, Chandra comienza a reír a carcajadas como si fuera él al que van a liberar. En el fondo no es más que un pobre infeliz.

Y en mi alegría, todo me parece lindo, la sala general en la cual temía tener que pasar días y días y que me llenaba de horror, apareció ahora ante mis ojos como una pintoresca reunión que describiré alguna vez a mis amigos ávidos de historias llenas de exotismo.

Los cuatro policías que me rompían los nervios, se han convertido en cuatro camaradas de los que deberé despedirme dentro de poco.

Todos esos enfermos pálidos y esqueléticos a quienes veía repletos de microbios, cólera y pestes del mundo entero, son unos pobres tipos en observación a los cuales me dan ganas de reconfortar y de decirles: «No se preocupen, todo se va a solucionar, deben tener un poco de paciencia».

El médico se acerca. Lo acompañan dos pequeñas enfermeras nepalesas como él. Dos pequeños bodrios sucios que sacan de una gran lata y distribuyen cada una a derecha e izquierda las raciones de comprimidos de aspirina.

Interpelo alegremente al médico.

—¡Hola, doctor! ¡Parece que vamos a separarnos! Creo que entonces podrá guardar sus pastillas, ¿verdad?

Intrigado, el médico se acerca.

Chandra le da una vehemente explicación. Inclina durante un buen rato la cabeza y me mira fijo en los ojos.

Good luck —me dice—. Good luck.

Lo agarro por la manga antes que se aleje.

—Espere un momento, doctor, ¿sabe usted que esta noche me pasó por encima de la barriga una rata tan grande como un gato?

Se encoge de hombros.

«Perfecto, doctor, perfecto. Pero no ha sido la primera. Su hospital está repleto de ratas. ¿Le parece a usted que eso es muy profiláctico?».

Repentinamente su aspecto cambia. Parece enojado.

—Hacemos todo lo que podemos, señor —me contesta con altanería.

Estallo en carcajadas.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Por qué no prueba de darles aspirina a las ratas, a lo mejor eso las mata!

No parece haberle causado ninguna gracia mi chiste, que es de bastante mal gusto, pues el pobre sujeto hace todo lo que está a su alcance y carece casi totalmente de medios. Pero la idea de estar libre es más fuerte que yo y me hace decir cualquier cosa.

El doctor se inclina hacia mí y me pregunta hablando en francés con un acento bastante pasable:

—¿Francés, verdad?

—Sí. ¿Por qué?

Se endereza y me lanza una mirada fulminante.

—Porque, señor, yo estuve trabajando en un hospital de París y estaba lleno de cucarachas. Por todas partes, por las camas de los enfermos, los baños, los lavaderos, por todas partes. Entonces ¿qué le parece si usted se guarda sus cucarachas y nosotros nuestras ratas? Hasta la vista, señor.

¡Me embromó, caray! Monique y yo largamos juntos una estruendosa carcajada.

Inmediatamente los cuatro policías comienzan a reírse.

La sala entera se pone a reír. Es una alegría colectiva.

Estamos todos doblados en cuatro, como los chicos frente a los payasos. Armamos tal escándalo que el doctor regresa y pasa su cabeza por la puerta.

Le grito:

—¡No es nada, doctor; es que han visto pasar una rata con delantal blanco y montada sobre ella una cucaracha blanca con una cruz roja en el lomo!

Lanza una carcajada y nos convertimos en amigos.

Monique no se ha ido todavía cuando vuelve Krishna. Me trae una gran caja repleta de masitas que Bichnou ha preparado expresamente. Lo mando a Krishna de vuelta a casa con instrucciones para que prepare mi cuarto para mi regreso.

Hago participar del festín a los cuatro policías y a los enfermos que están más cerca de mí.

Cuando estamos en medio del banquete se presenta un oficial de policía.

—¿Se dieron cuenta por fin de que soy inocente? —le digo enseguida.

—Así es —admite—. El fotógrafo reconoció que se había equivocado.

—Bueno, no hablemos más de eso —digo con aires de gran señor—. Me imagino que ha venido para dejarme en libertad.

—Por supuesto —me responde—. Vengo a anunciarle su liberación. Los trámites están siguiendo su curso. Dentro de una hora a lo sumo estará lista la orden para que pueda salir de aquí y entonces podrá regresar a su casa… a menos que prefiera quedarse aquí hasta terminar con su curación. Con toda libertad, por supuesto.

—Pero… este, sabe… yo tengo un médico francés.

Inclina la cabeza.

—Comprendo perfectamente que usted prefiera ser atendido por un compatriota suyo.

Sonrío.

—Por supuesto.

—Perfecto. Entonces debo pedirle que tenga un poco de paciencia y todo quedará arreglado en seguida.

—¿Todo? —le pregunto—. ¿Realmente todo?

—¿Qué es lo que quiere decir?

—Pues bien, que mi visa se ha vencido y que si quiero quedarme aquí hasta curarme, necesito tener otra. ¿Puedo contar con usted para eso?

—Por supuesto.

Son las seis de la tarde y sigo esperando. Ya han transcurrido dos horas desde que vino aquí el oficial de policía. Por lo visto todas las policías del mundo se caracterizan por su lentitud y pesadez paquidérmicas.

Las seis y media. Aparece Krishna jadeando. Ha venido corriendo desde la casa.

¿Qué sucederá? Algo extraño, seguramente… No me equivoco. Krishna ha venido para contarme lo siguiente:

Cuando regresó a casa se encontró con mi cuarto lleno de policías. Revisaban todo, vaciaron el ropero, buscaban abajo de la cama, palpaban los almohadones.

Lo que más parecía interesarles eran mis papeles.

Estos eran revisados por uno de ellos, un intérprete, seguramente, quien leía detenidamente mis cartas, apuntes, etcétera.

Me pongo pálido de susto pero reacciono con rapidez. ¿Qué es lo que tengo que temer? No guardo en mi casa nada comprometedor. Hace tiempo que he abandonado mis negocios turbios… ¿Será por la droga que tengo almacenada allí? Pero si en Nepal su venta es libre no pueden reprocharme nada al respecto. ¿Mis cartas, mis apuntes?… Nada que temer tampoco por ellos, todo es común y corriente.

Respiro de alivio, pues súbitamente comprendo. Estos sinvergüenzas, furiosos al verse obligados a dejarme en libertad están tratando de encontrar algún pretexto para detenerme.

¡Pero no lo lograrán!

Eso es lo que me digo apretando con fuerza los puños y riendo sarcásticamente. No lo lograrán.

Pero me doy cuenta de que todo esto servirá para demorar mi salida de la prisión. ¿Pero entonces para qué vino ese oficial hace un rato? ¿Estaría enterado de que iban a revisar mi casa? ¿O ha sido hecho a un lado, por otros funcionarios? Todo es posible, como de costumbre, con todas las policías del mundo.

No me sorprende mucho por lo tanto que esa noche nadie venga a traerme la orden para que me pongan en libertad.

Pero con todo, las horas van pasando y yo comienzo a preocuparme. ¿Y si sucediera otra cosa? ¿Si el fotógrafo se hubiera retractado de sus últimas declaraciones?…

Como estoy solo comienzo a preocuparme. Monique y Krishna debieron irse y dos de mis policías también. (Había olvidado decir que durante la noche se turnan para vigilarme).

A mi alrededor todos duermen. Y algunos gimen. Esa noche trajeron a dos hombres que habían tenido un accidente; creo que son obreros que se cayeron del techo de una casa, los pobres no cesan de llorar. De tanto en tanto, y como todas las noches, veo pasar una rata. Los dos policías sentados en cuclillas a mi lado, dormitan a ratos. ¡Comienzo a hartarme, pero a hartarme con ganas, de todo eso!

Y como de costumbre, para calmar un poco mis nervios no encuentro nada mejor que drogarme a fondo. Sacudo a uno de mis guardias y lo obligo a acompañarme hasta el baño, donde me doy una inyección, recostado contra la pared. El policía, indiferente, me observa sin decir nada.

A la mañana estoy hecho una furia. Pues acabo de percatarme finalmente de algo que mi mentalidad de eterno culpable no me había permitido darme cuenta al principio: que es increíble, totalmente increíble que un tipo al que se reconoce inocente no sea puesto en libertad de inmediato.

Quiere decir que hay algo más. ¿Pero qué podrá ser?

Ir a la siguiente página

Report Page