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Primera Parte

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Debo manifestar que, de regreso en el mundo occidental y habiendo recuperado mis antiguos hábitos, Salima no es más que un recuerdo algo borroso, una imagen dulce y tierna, pero muy lejana…

Allí está Gill, muy cerca de mí, y acaba de decidir que se bañará desnuda en la piscina.

Es igualmente bella, dulce y cariñosa.

Durante un mes vivimos felices, sin que nos pase por la cabeza la idea de escondernos.

Esa es nuestra estupidez, nuestra locura.

Una mañana, a principios de diciembre, siento que alguien me sacude mientras estoy acostado tomando sol en la playa del campamento.

Es Gérard.

—Debes irte en seguida —exclama—. Alguien te ha delatado y Arouache ha vuelto hecho una fiera. Sabe que eres el amante de su mujer. Se apareció en su casa con dos de sus secuaces. Cree que tú estás allí, y la está revisando de arriba abajo, amenazando a gritos con matarte, y los tipos están armados con revólveres.

«De un minuto a otro se va a aparecer por aquí. ¡Muévete, por Dios! ¡Corre, desaparece!».

En dos minutos estoy vestido y con la mochila al hombro.

No tengo tiempo de despedirme de Gill; Gérard vino con su auto. Me meto adentro y zarpamos rumbo a Beirut; me deposita en un hotel donde me esconderé durante un tiempo y me da un poco de dinero. Mañana volverá para tenerme al corriente de lo que sucede.

Al día siguiente vuelve y me cuenta, aterrado, que Arouache le ha dado una paliza descomunal a su mujer y que ha jurado encontrarme. ¡Ha alertado a todos sus secuaces y les ha dado mi descripción!

Esta vez me asusto de veras y a mediodía, sin esperar más tiempo, me meto en un ómnibus rumbo a Baalbeck.

Mejor será que me esconda durante una temporadita en Saliet.

La alegría de Salima al verme otra vez es sólo comparable con la sorpresa de Alí por mi regreso algo anticipado.

¡Pobre Alí! ¿Cómo podré contarle lo que me ha sucedió? Le digo simplemente que todo anda muy bien y que como estaba cansado decidí volver a descansar junto a ellos.

Yo no tengo ninguna ganas de reírme. No sé cómo voy a poder hacer para realizar mi proyecto.

Es en realidad el final de la gallina de los huevos de oro…

Se acabó el tráfico de armas. Se acabó el negocio del hachís con Alí. ¡Ah! ¡Qué gran idiota soy! ¿Y Salima?

Salima flota en una nube de felicidad. Hago todo lo posible para no parecer preocupado, pero ¿lograré mantener la farsa durante mucho tiempo? Debería preocuparme en realidad por mi futuro.

Voy a quedarme aquí por lo pronto, durante uno o dos meses. A lo mejor Aoruache se tranquiliza. Pero no lo creo. Tan porfiado y despiadado como lo es con sus negocios, debe de serlo igualmente con sus enemigos.

Brr… ¡Con tal que no me encuentre!

Una mañana sucede algo extraño: llega al pueblo un jeep de la policía y los agentes entran en la casa de Alí. Justamente estoy allí. Es a mí a quien buscan. Debo seguirlos inmediatamente.

¿De qué se trata? No comprendo nada. Pero ni por un segundo pienso en Arouache. Subo al jeep en medio de toda la gente del pueblo que se ha reunido.

¡Y entonces, el hombre que está al lado del conductor, se da vuelta hacia mí y me apunta con su pistola a la cara!

—Acuéstate en el piso, ¡rápido! —me ordena hablando en inglés.

Un escalofrío recorre todo mi cuerpo y sospecho que se trata de una trampa.

Estos no son policías. Son hombres de Arouache disfrazado de policías. Pero no es el momento de entrar en averiguaciones para saber cómo hicieron para dar con mi paradero. Lo que ahora interesa es tratar de escaparme de ellos.

Lanzo un grito.

—¡Alí! ¡Son policías falsos!

Pero casi no hubiera tenido necesidad de llamarlo. En menos tiempo del que se precisa para escribirlo, el jeep se encuentra rodeado por todos los habitantes, y nunca supe cómo lograron hacerlo con tanta rapidez, pero hay por lo menos diez hombres con un fusil en la mano. Fusiles del escondite de las tropas de Lents.

—Suéltenlo —les ordena Alí— o los dos son hombres muertos. Y váyanse inmediatamente de aquí.

Los dos hombres no se hacen rogar y al instante el jeep se pierde en una nube de polvo. Pero sin mí.

¡Uf!

Me arrojo en los brazos de Alí.

—Gracias, me has salvado la vida.

—¿Qué era lo que querían, hijo mío? —me pregunta intrigado—. ¿Problemas por causa nuestra?

—Si así quieres ponerlo —le contesto—. Nuestro proyecto originó ciertas dificultades. En Beirut la mafia del hachís se alarmó al verme introducir algunos cambios. No te lo dije antes para no alarmarte, confiando en que todo pasaría. Pero por lo visto han decidido eliminarme…

Me da vergüenza mentirle a Alí. ¿Pero qué otra cosa puedo hacer?

—Te defenderemos —dice Alí—. Cuenta con nosotros.

Esa noche doy vueltas y vueltas en mi lecho. Esta vez las cosas han tomado un cariz muy serio. Mi vida se encuentra realmente en peligro. No puedo seguir quedándome aquí. Y no tengo derecho a meter a toda esta buena gente en un lío por mi causa.

Mejor será que me vaya.

No tengo coraje para hacerlo abiertamente de día.

Luego de comprobar que Salima está profundamente dormida, me levanto sin hacer ruido y preparo mi mochila.

Dejo una nota para Alí… una pequeña nota donde le pido que me perdone por partir de ese modo, prometiéndole volver una vez que todo se haya tranquilizado. Y agrego lo siguiente, que constituye una desmentida a mi promesa: Dile a Salima que debe olvidarme…

Tomo camino rumbo a la montaña, hacia el nordeste. No se hacia dónde voy a ir. En primer término seguramente rumbo a Siria.

Después de cruzar la frontera avanzo en dirección a Turquía y un poco antes de Ankara, en las mesetas altas, casi me muero de frío.

Cometí el error de pretender viajar a dedo durante la noche, especulando con encontrar un camión que me llevase durante un trayecto largo (ya que por lo general los autos recorren etapas cortas).

Desgraciadamente no aparece ni un solo camión y me encuentro en medio del campo, en una encrucijada, golpeando con mis zapatos en la nieve, para calentarme los pies.

A medianoche todavía sigo allí. Sopla un viento helado. Mis dientes castañean. Y por fin me decido a buscar un reparo.

A lo lejos veo una luz. Me dirijo hacia ella. El viento aumenta su fuerza. Camino encorvado; como es de suponer, viento en contra.

La luz desaparece casi enseguida.

A tientas, vacilante en medio de la tormenta sigo por el costado de la ruta y finalmente, bien pasadas las tres de la mañana, llego frente a una masa oscura.

Es una casa.

Golpeo la puerta pidiendo a gritos que me abran. Y así lo hacen.

Es una hostería. El caritativo dueño despierta a todo el mundo. Me quitan las ropas, encienden un gran fuego y me friccionan con toallas mojadas en alcohol.

Ya era tiempo, mis pies estaban azules por el frío.

Me duermo frente al fuego, repleto de sopa y de alcohol, envuelto en cuatro frazadas y con la piel colorada como un cangrejo.

Me ofrecieron una habitación pero no quise saber nada; todo lo que quería era dormir cerca del fuego. ¡No hay nada más agradable!

Llego a Estambul a principios de enero de 1969. ¿Por qué a Estambul? No tengo ninguna idea preconcebida. No sé si voy a volver a Etiopía o me voy a quedar en Oriente. Pero, Estambul es una ciudad donde puede suceder cualquier cosa y ¿acaso no es eso lo que yo he buscado siempre? Además es la ciudad donde se trafica con cualquier clase de cosas. Creo que allí con toda seguridad voy a encontrar algo que hacer. Tengo anotada en mi agenda la dirección de un hotel que me dio un hombre a quien encontré en una ruta de Tesalónica, en Grecia; el hotel se llama Old Gulhane y me dijo que era barato, bastante pasable y que allí podría conocer a mucha gente.

¡Y la verdad es que hice unas cuantas relaciones en el Old Gulhane! Allí fue donde comenzó mi descenso al infierno.

Desembarco en Estambul en medio de una fuerte nevada. Mientras cruzo el Bósforo, grandes copos de nieve se arremolinan alrededor del ferry y luego caen formando pequeños montoncitos blancos sobre mi mochila. Hace un frío terrible y no estoy precisamente de buen humor.

A pesar de que no me queda dinero, decido tomar un taxi. En cuanto le digo al chofer el nombre del hotel, sonríe ampliamente. Exclama: «¡Hippie!», y se lanza a toda velocidad.

El chofer es un turco que habla inglés. Mientras maneja me da una serie de datos. El hotel Old Gulhane está ubicado bastante cerca de la mezquita Azul, de Santa Sofía y del Gran Bazar, en el barrio antiguo de Estambul, al norte del parque Gulhane (de ahí proviene su nombre) en una pequeña calle que desemboca en la avenida Sultana Meth.

Un cuarto de hora después, el taxi me deposita junto con mis petates en una callejuela medieval, sin vereda, de tierra apisonada por la cual corren y gritan por todas partes un montón de chicos con las cabezas rapadas y descalzos en medio de la nieve que sigue cayendo sin cesar. Estoy frente a una casa en estado decrépito, sus paredes son de adobe y tiene una fachada sumamente angosta. Levanto la vista y veo escrito arriba de una puerta pequeña de madera maciza, sobre la pared, con unas letras negras, desteñidas, fantasiosas y torcidas: Gulhane Hotel. He llegado.

Observo un poco más detenidamente. Tiene tres pisos y dos pequeñas ventanas por piso. Arriba de todo hay una terraza rodeada por una baranda de hierro, con una mitad cubierta por un dudoso techo hecho con chapas de zinc y cartón y la otra mitad con una lona.

Empujo la puerta y entro en un corredor oscuro y sucio en cuyo extremo veo otra puerta que da a un pequeño jardín totalmente descuidado, lleno de basuras amontonadas. Hay un olor espantoso.

Llamo. Nadie responde. A mi derecha hay una puerta. Golpeo. Giro la manija, es inútil. Está cerrada. En cambio logro abrir la puerta de mi izquierda, y entro en un cuartucho donde hay una gran tina de madera colocada sobre el piso de tierra. Tampoco hay nadie allí.

Subo por la escalera cuyos viejos peldaños crujen al pisarlos, y cuando llego al primer piso desemboco en un cuarto de alrededor de cuatro metros por cinco. Es de los mejores tugurios que he visto. Vigas totalmente negras en el techo. El piso, cubierto de polvo y restos dudosos, tiene un parquet rudimentario. Las paredes son de adobe por supuesto, faltan tres de los cuatro vidrios de la ventana y por el cuarto pasa el caño de latón de una estufa a leña. No hay camas ni catres. Sencillamente unos jergones en tela de yute tirados todo alrededor y sobre cada uno de ellos, una manta árabe roñosa. Todas ellas están curiosamente cortajeadas. Pronto sabré el porqué. Aquí y allá, bolsones y equipajes varios.

Hay un tufo terrible. Un olor a sudor y a orina, parecido un poco al de un zoológico, y entremezclado con un dejo de incienso y hachís.

Cuando mi vista se acostumbra algo a la falta de luz descubro que en el rincón más oscuro del cuarto hay una persona, una forma indeterminable que está acostada. Es un muchacho europeo, esquelético, barbudo, con pelo largo y ondulado. Está descalzo y tiene los pies muy sucios. Está vestido con un pantalón de hilo que alguna vez debió haber sido blanco y encima una camisa amplia, también blanca, sin cuello, con grandes mangas muy anchas.

Aventuro un «Buenos días». Ninguna respuesta. Me acerco. El muchacho me mira con aire distraído y esboza una sonrisa. Tengo la impresión de que a duras penas me ha visto. Por otra parte, tiene algo más que hacer. Y presencio una extraña operación.

Apoyándose en un codo y tosiendo con una tos seca, y entrecortada saca una jeringa de su bolsa y luego una pequeña caja de cartón como las que contienen productos farmacéuticos. Coloca la jeringa, que ya tiene la aguja puesta, en el suelo sobre el piso, a su lado. Y sin importársele un comino mi presencia, abre la caja, saca un tubo, lo destapa y deja caer en la palma de su mano cinco o seis pequeños comprimidos redondos y blancos que coloca en el piso al lado de la jeringa. Mete otra vez la mano en la bolsa y saca un pedazo de papel de diario, lo pone al lado de los comprimidos y a estos sobre el papel. Agarra luego un vaso medio roto y con pequeños golpes pulveriza los comprimidos, uno por uno, hasta convertirlos en un polvo fino.

Lo miro fascinado. Me agacho un poco y leo en la caja el siguiente nombre: Metedrina. Sé que es un poderoso excitante, del tipo del maxiton.

Pero el drogadicto sólo entonces parece darse cuenta de mi presencia. Me alcanza el vaso y en un inglés perfecto me pide que le ponga un dedo de agua.

—¿De dónde la saco? —le pregunto mientras recorro todo el cuarto con la mirada.

—En la canilla de la escalera —me explica.

Me dirijo allí, y en un recoveco del descanso de la escalera, al lado de un agujero del que sale un fuerte olor a letrina, veo una vieja canilla de cobre manchada de verde y gris, que gotea. Pongo en el vaso la cantidad de agua que me pidió.

Thanks (gracias) —me dice el drogadicto con una breve sonrisa.

Hábilmente dobla el papel de diario en forma de embudo y vuelca el polvo blanco en el vaso. Revuelve la mezcla con su dedo durante un momento. Toma la jeringa y aspira todo el contenido del vaso a través de un algodón. Saca un cinturón de su bolsa, se arremanga la manga izquierda de su camisa, coloca el cinturón alrededor de lo que le queda de bíceps, arriba del codo y lo ajusta.

Pero no consigue hacerlo. Me hace una seña para que lo ayude.

—¿Quieres ajustarme esto bien fuerte? —me pide.

Y así lo hago. Sobresale una vena, deformada con pequeñas hernias, con manchas oscuras de sangre seca por todas partes y derrames bajo la piel.

Clava la aguja directamente, sin titubeos. Tira del émbolo hacia atrás. El interior de la jeringa se enrojece con un poquito de sangre.

Con aire satisfecho el tipo se inyecta entonces todo el contenido, arregla rápido los utensilios y se acuesta otra vez, mirando hacia la pared.

No se mueve más.

Algo desconcertado, coloco mi mochila sobre un jergón que me parece que está desocupado, y me acerco otra vez al sujeto en cuestión.

Lo sacudo.

—¡Oye! Dime, ¿eres el único aquí? ¿Dónde está el dueño?

Da vuelta su cabeza hacia mí y murmura que el dueño debe estar arriba o en el jardín.

Sigo su consejo y subo al segundo piso. Allí también hay dormitorios, igualmente sucios y malolientes. En uno de ellos me pasa por entre las piernas una gran rata. Pero sigo sin ver a nadie. Subo al tercer piso.

La decoración es igual a las anteriores y además hay otro sujeto idéntico al drogado del primer piso, igualmente inmóvil.

Llego a la azotea. Allí también hay colchones en el sector cubierto por las chapas. Sigue nevando.

Finalmente veo una silueta de pie. Es un viejo alto y muy flaco con una pequeña barbita y pelo gris desgreñado. Está vestido con un pantalón turco de lienzo, muy amplio, chancletas y un saco al estilo europeo. Está revolviendo no sé qué diablos en un montón de basura. Al oír el ruido de mis botas en el piso, me dirige una mirada sonriente.

—¿Es usted el dueño? —le pregunto en inglés.

—Yes.

—Este… ¿podría quedarme?

—Donde usted quiera.

Insisto.

—En qué parte. Está todo vacío.

Hace un gesto impreciso con la mano y me contesta:

—Esta noche…

—¿Cuánto cuesta? —le pregunto.

—Una lira en la azotea y dos liras abajo. (La lira equivale a más o menos cuarenta o cuarenta y cinco centavos).

Y sin que le haya hecho yo pregunta alguna agrega:

—Se paga cuando se quiere.

—¿Y la comida? —insisto—. ¿Dónde se puede comer?

Me contesta con un murmullo ininteligible en el que creo reconocer la palabra pudding y vuelve hacía su montón de basura.

Son las tres de la tarde y no he comido nada desde el amanecer. Llego a la conclusión de que por lo visto tendré que arreglármelas solo. Me marcho luego de echar un vistazo al drogadicto del primer piso y de confiarle la custodia de mi mochila, ya que por lo visto, parece estar a cargo de las demás y la mía no contiene ningún tesoro, desgraciadamente.

Camino cien metros y llego a una gran avenida bordeada de árboles de aspecto bastante decente. La cruzo siguiendo la corriente de los demás peatones. No me demoro mucho en llegar a un gran claro, donde en seguida encuentro un café abierto. Almuerzo y sintiéndome ya más reconfortado me dispongo a recorrer la ciudad.

«Esta noche», dijo el dueño del hotel lo cual debe querer significar que a la noche habrá más gente en el hotel. Volveré por lo tanto cuando oscurezca.

Y efectivamente cuando regreso, a eso de las nueve, después de haber visitado a Santa Sofía como buen turista, casi no reconozco el lugar.

Está lleno de gente.

En mi cuarto, donde el drogadicto de esa tarde sigue igualmente inerte, hay como diez personas más sentadas en ronda sobre sus jergones. Muchachos y chicas. Todos son hippies. Vestido con atuendos extravagantes, pelo largo, collares, camisas hindúes y descalzos. Todos jóvenes, todos sucios, todos parecidos.

Con mis botas, pantalón y polera negros llamo notoriamente la atención, pero nadie parece considerarme como un intruso. Se corren un poco y me siento en mi jergón, en cuclillas, como los demás.

La estufa está prendida y se la oye chisporrotear, pero larga mucho humo, es casi inaguantable. Me levanto, la regulo y atizo un poco el fuego. Consigo arreglarla y me hago acreedor a unas cuantas sonrisas de agradecimiento.

Y entonces me pongo a observar un poco más detenidamente a mi alrededor. Veo cosas muy curiosas. A mi lado hay un tipo enteramente vestido de blanco, más flaco aún que el otro del rincón, y al que nadie hace caso.

Tiene un pequeño mono sobre el hombro.

El mono lo espulga meticulosamente. Cada vez que agarra un piojo se ríe y se lo da al hombre, el cual se da vuelta hacia su vecina. Esta es una rubia grandota, alemana, sueca o dinamarquesa, vestida con un saco de marino, desabrochado sobre su pecho desnudo. Tiene algo enroscado alrededor de su cuello. Algo que me doy cuenta enseguida de que es una serpiente. Tal vez una cobra.

Agarra el piojo y se lo da a la cobra, que se lo traga en seguida.

Entra otro hombre. Trae en la mano una laucha viva. Se la entrega a la chica, la cual se la da a la cobra y esta se la traga rápidamente.

La muchacha me sonríe; junto ánimos y le señalo el drogadicto que está acostado en la misma posición desde esta tarde.

—¿Estará enfermo? —le pregunto, siempre en inglés ya que parecería ser el único idioma que hablan todos aquí.

La muchacha se encoge de hombros.

—¿Johnny? —dice riéndose—. Hace tres meses que no se mueve de allí.

—¡Tres meses!

—Así es…

No parece importarle mucho, y balanceándose sobre sus nalgas canturrea mirando al hombre:

—Johnny Junkie, Johnny Junkie.

No le pregunté qué quiere decir junkie. Lo aprenderé bien rápido, es el nombre con que se llama a los drogadictos en último grado, los que solamente pueden elegir entre la puerta del hospital o la del cementerio.

Una palabra que yo también oiré susurrar a mi paso durante una noche de locura sin igual en Katmandú.

Súbitamente se produce una agitación general. En medio de los accesos de tos (he olvidado decir que desde que regresé al hotel oigo toser por todas partes y en la misma forma, una tos seca, aguda, la tos de los fumadores de hachís), se empieza a escuchar una música suave.

Uno de los concurrentes ha sacado a relucir una guitarra de debajo de su colchón y comienza a tocar. Una melopea india, penetrante, desabrida y dulce al mismo tiempo.

Los demás se agrupan un poco y uno de ellos hurga dentro de su bolso. Saca un paquete de cigarrillos norteamericanos, una especie de cono hueco de mármol blanco del largo de la palma de la mano con la parte interior totalmente ennegrecida, y por último envuelta en un pedazo de plástico una lámina de una materia pardusca, dura y opaca que reconozco inmediatamente. Es hachís.

Con un cuchillo corta un pequeño trozo y guarda cuidadosamente el resto.

Saca luego un cigarrillo del paquete y haciéndolo girar entre sus dedos lo vacía poco a poco, recogiendo el tabaco en la palma de su mano. Seguidamente pincha el hachís con la hoja de su cortaplumas y lo calienta en la llama de un fósforo, haciendo girar el cortaplumas durante quince o veinte segundos.

Deshace luego el hachís en la palma de la mano, la cual mantiene un poco cerrada para hacerla más cóncava y mezcla todo con el dedo pulgar.

Mientras tanto, la muchacha que está a su lado, corta un pequeño cuadrado del papel plateado de su paquete de cigarrillos, lo quema para que quede solamente el papel metálico, hace con él una bolita y la coloca en el fondo del cono.

Corta después un pedacito, del tamaño de una o dos estampillas, de la manta que cubre su jergón (comprendo entonces por qué estaban todas despedazadas). Humedece el trocito con saliva y envuelve con él la extremidad inferior del cono.

—Pásame el shilom —dice el muchacho.

Ella le alcanza el cono. Por tanto shilom es el nombre del objeto. No pasará mucho tiempo hasta que yo mismo tenga una decena de ellos… Sobrevivieron a todas mis peripecias. Los traje de vuelta conmigo.

El muchacho vuelca la mezcla de tabaco y hachís en el shilom, la aplasta un poco, enciende un fósforo, prende fuego a la mezcla, la aprieta un poco más todavía para que la brasa sea bien compacta y luego echa la cabeza hacia atrás, sujeta el shilom con las dos manos, estas en una posición parecida a la que se toma cuando se las sopla para calentarlas y aspira por abajo, el humo del hachís.

Aspira una gran bocanada, con mucha fuerza y bien profunda.

Pasa el shilom a su vecina. Ella hace la misma operación y lo pasa a su vecino y así sucesivamente.

Tengo la sensación de haberme trasladado súbitamente a un campamento de indios que están fumando la pipa de la paz. Pero el shilom se está aproximando a mí. ¿Qué pensarán hacer? ¿Me saltearán? Sería lo lógico y no se lo reprocharía. A fin y al cabo no me conocen y el hachís es de ellos y no mío.

¿Me pasarán el shilom?

Siento un poco de miedo. ¿Qué deberé hacer si me lo pasan? Me doy cuenta vagamente pero al mismo tiempo tengo la certeza de que no sería correcto rehusarlo. Presiento desde ya que es algo que no se debe hacer. ¡Pero yo no sé cómo se debe fumar ese aparato!

No falla; mi vecino después de haber aspirado su correspondiente bocanada me pasa el artefacto.

He estudiado con detención cómo lo hacen todos. Y me tiro a la pileta. Con la mayor naturalidad posible, como si lo hubiera hecho durante años y años tomo el shilom, pongo las manos como en embudo en la parte inferior y aspiro…

Pero no entra nada en mis pulmones. Porque por más que haya observado la forma en que los demás lo hacen yo no tengo todavía la habilidad para lograrlo. El aire se filtra entre mis dedos y se escapa por el hueco que forman las palmas de las manos. En una palabra, aspiro por partes iguales el aire exterior y el humo del shilom. Aprieto mis dedos con más fuerza y me contraigo. Esta vez me sale un poco mejor y aspiro una bocanada más grande. Paso el shilom a mi vecino y sigo observando con el rabillo del ojo para estudiar bien cómo se las arreglan para hacerlo.

El shilom da toda la vuelta, y llega otra vez a mí. Esta vez he pescado un poco mejor el truco. Aspiro casi exclusivamente el humo pero no me resulta muy fácil. Y además no me animo a aspirar tan profundamente como lo hacen los demás. El humo es muy áspero. Debe tenerse en realidad bien curtido el garguero para no vomitar hasta el alma cuando pasa el humo por la garganta. Toso un poco por supuesto, pero no hago un papel demasiado ridículo.

Durante ese tiempo el shilom vuelve al punto de partida. No obstante, el sujeto que lo recibe no lo pone nuevamente en circulación. Lo deja a un lado. Mientras tanto otro shilom comienza a circular.

Me doy cuenta de que el primero se ha agotado. Cuando recibo el segundo, me animo y aspiro bien fuerte. Obtengo un buen resultado, no toso y aspiro muy poco aire. Y además comienzo a sentir sus efectos. Desde hace unos minutos me siento muy bien. Tengo la sensación de flotar. No encuentro una palabra más apropiada para describir esa sensación. Todo parece esfumarse lentamente a mí alrededor, como si estuviera envuelto por una bruma. Puedo a voluntad cerrar los ojos y los oídos al mundo que me rodea. Con sólo desearlo, de golpe y porrazo, estoy solo en el planeta. Pero me resulta muy fácil concentrar la atención si así lo deseo, en un objeto, un sonido, un pensamiento. Inmediatamente eso ocupa el primer plano y el resto deja de existir. Estoy feliz, la vida es bella y fácil, el mundo es perfecto y maleable y yo vuelo suavemente por encima de todo.

¡Y adiós a las preocupaciones! ¿No me queda ni un centavo? ¡Al diablo con el dinero! Ya se solucionará.

¿Será Arouache el verdadero dueño del hotel Gulhane? ¡Pues me importa un bledo!

Ya es la quinta vez que recibo el shilom. Mi felicidad va en continuo aumento. El tipo de la guitarra toca siempre las mismas melodías desabridas y dulzonas pero me parece no haber oído jamás una música tan bella en todo el mundo.

De tanto en tanto, en medio de mi sueño en el cual creo volar, decido volver por un momento a la Tierra. Y entonces observo que Johnny el junkie sigue aún acostado mirando hacia la pared, y siento que me invade una inmensa simpatía hacia él. Veo además a otros que se inyectan al mismo tiempo que fuman. Me gustaría también poder darles a ellos unas palmaditas amistosas. De repente, siento ganas de reír. Y me río. Y asombrado me oigo reír con una risa incontenible, como no me he reído jamás en mi vida; francamente, con toda el alma, con unas carcajadas tan estentóreas, como para que se rompan los pocos vidrios que aún les quedan a las ventanas del cuarto.

Y eso me despabila. Me callo, algo avergonzado. Doy un vistazo a los demás. Pero ni siquiera se han dignado mirarme. De repente comienzo a reír otra vez, pues siento una necesidad violenta, inexplicable y más fuerte que yo.

Pero he aquí que aparece el sexto shilom. Y entonces no me preocupo más y lo agarro sin titubeo alguno. Expulso con fuerza todo el aire de mis pulmones y aspiro a fondo como los demás.

Como era de preverse casi reviento.

Siento un terrible ardor en los pulmones y comienzo a toser en tal forma, que parece que se me va a reventar la caja torácica. Me demoro unos buenos cinco minutos en reponerme y debo dejar pasar una vuelta de shilom. Pero tampoco entonces se preocupa alguien por mí. Están todos demasiado ocupados por sus propias sensaciones. ¿Qué importancia tiene lo que les sucede a los demás? El shilom aparece nuevamente. Conservo una lucidez total y me digo a mí mismo que me van a echar, que van a preguntar por qué no saco mi propio hachís y por qué no contribuyo para los gastos. ¡Es imposible que no me acusen de ser un aprovechador!

Pero nada de eso sucede. No me hacen ninguna pregunta, ninguna observación. Una o dos veces me piden un cigarrillo o un pedacito del papel del paquete para poner en el fondo del shilom. Eso es todo. He sido admitido de entrada. Y esto es algo que me sucederá durante toda mi carrera de drogadicto. En un grupo jamás se le niega la droga a nadie. Todo es común. El que tiene da. El que no tiene toma. Es una fraternidad perfecta.

Otra vez llega el shilom a mis manos. ¿Cuántas veces me lo habrán pasado? Ya no lo sé. No hago más cuentas. Estoy completamente embriagado, y no tengo ningún interés en detener esa sensación. Por otra parte no se detendrá así no más.

Dejamos de fumar cuando ya no queda más hachís en la bolsa al mediodía del día siguiente…

¡He fumado durante quince horas seguidas!

Y estoy perfectamente bien. No siento ningún cansancio y ni pizca de sueño. No tengo la lengua pastosa ni la cabeza pesada. Mi ánimo está por las nubes y comienzo a tener un hambre terrible, me siento capaz de comer una vaca. Les comunico a los demás mi urgente necesidad de alimentarme. A otros les pasa lo mismo que a mí. Y uno de ellos decide:

—Vamos al Pudding Shop.

Me uno al movimiento y henos aquí a unos cinco o seis de los fumadores caminando bajo la nieve que no cesa de caer; yo tengo puesto un suéter, los otros están descalzos y vestidos con un pantalón y una camisa de hilo como todo abrigo; pero nadie tiene frío.

Miro caer la nieve. Realmente, sin lugar a dudas soy igual a uno de esos copos que bailotean impulsados por el viento y a los cuales tratamos de agarrar, riendo a carcajadas, mientras corremos por la avenida Sultana Meth en medio de los autos que tocan bocina tratando de no pisarnos.

Después de andar unos trescientos metros por la mano derecha de la avenida, llegamos a una especie de salón de té, cuya fachada es enteramente de vidrio y al cual se accede a través de una pequeña plaza. Hay mucha gente en la vereda a pesar de la nevada, y la mayoría son hippies. Unos entran, otros salen, algunos se quedan allí parados con los brazos colgando a los lados de su cuerpo con aire de no saber bien qué hacer, y otros se van.

Entramos. El interior es muy elegante. Las paredes están recubiertas por paneles de madera y por todas partes hay unas lámparas de pie doradas. A la derecha, un gran mostrador de formica con unos recuadros azules, crema y ocre, cuya vitrina de forma diagonal está colmada de tapices orientales y europeos. A la izquierda, una hilera de mesas entre paredes con espejos.

Es un ambiente realmente europeo. Y con más razón ya que su concurrencia está formada en mayor parte por noruegos, alemanes, suecos, norteamericanos, ingleses, etcétera.

Una chica sentada en la primera mesa discute acaloradamente con un mozo. Logro entender que está allí desde hace dos horas y que todavía no ha consumido nada. Debe marcharse a pesar de sus vehementes protestas. No bien nos sentamos alrededor de su mesa, aparece nuevamente con un billete en la mano y un aire triunfante. Nos corremos todos un poco para hacerle lugar. Y pedimos lo mismo que ella: unos flanes de crema y chocolate y un delicioso pudding inglés (¡dentro de poco tiempo no podré ni verlo a fuerza de comerlo tan seguido!).

Pagamos al contado. Es más bien caro. Y sin embargo, el Pudding Shop, que sería por cierto el lugar ideal para que fueran a tomar el té las viejas turistas norteamericanas, es el principal punto de reunión de los hippies de Estambul.

Me siento muy bien. El efecto del hachís persiste pero algo más moderado, justo como para mantenerme fresco y despabilado. Comienzo a simpatizar con mis compañeros de la noche anterior, a los que debo mi iniciación en la droga. Ya no trato de ocultarles que ha sido mi primera experiencia. Por otra parte ellos me dicen, riéndose, que se dieron cuenta enseguida por la forma en que agarraba el shilom. Les digo quién soy y de dónde vengo. No parece importarles mucho, pero me contestan amablemente. Después de todo soy yo el que convida. ¡Y bien que se lo debía!

Al cabo de un rato empiezan a conversar. Hablan de la India, de Nepal pero sobre todo de Katmandú. Muy pocos son los que han estado allí, y todos se mueren de ganar de ir o de volver, según el caso. Hablan también sobre giros que no llegan, de gente que se ha visto obligada a quedarse en algún lugar de Yugoslavia o Afganistán por falta de dinero. Y por supuesto se conversa sobre drogas, sus proveedores, de triquiñuelas y de precios. Oigo por primera vez palabras que dentro de poco me serán familiares. Se habla de «viajes» y del «ácido», de maconia y de joints. Me doy cuenta de que se refieren a la embriaguez que producen las drogas, al LSD y a la marihuana. Y el joint es un cigarrillo hecho con una mezcla de tabaco y de hachís. Pero además pronuncian otras palabras que para mí todavía resultan incomprensibles. Sólo más adelante sabré que dropearse quiere decir tomar LSD, que el bread no es el pan contrariamente a lo que se debería suponer, sino el dinero. Que cuando una crasche quiere decir que duerme (como en francés écrase). Que los downers son los tranquilizantes. Que groovy quiere decir macanudo. Que estar stoned es estar bajo los efectos de la droga. Que la heroína es llamada smack. Que un policía es un man. Que un mike es un microgramo, medida que se usa para el LSD (una cápsula contiene término medio de doscientos cincuenta a quinientos).

Hablan también del drogadicto que vi ayer, a mi llegada al hotel. Uno de los presentes está enojado. Él es el encargado de buscarle los crystals (metedrina) y el otro le suplica que no le compre más comprimidos, como lo vi ayer, sino ampollas. En ampollas es mucho más nice (mejor, eficaz), pero cuesta mucho más caro. Además el falso médico que le proporciona las indispensables recetas, acaba de ser detenido por los men (plural de man, véase más arriba).

Luego se habla del hachís, de la «mierda», pues es así como llaman al hachís. ¿Por qué razón? Creo que debe ser un término lunfardo inventado para evitar hacerse «pescar» por oídos indiscretos o por la policía. A ninguno del grupo le queda más hachís. Hay que conseguir urgentemente una nueva remesa. ¡Con tal que el change-money (cambista) venga de una vez! Me doy cuenta en seguida que se trata de un traficante turco que, más que un cambista de dinero, es un hombre que realiza cualquier negocio de ese tipo, un intermediario en realidad.

No ha transcurrido una hora cuando hace su aparición. Es un turco bajito, con cuarenta años bien corridos, de mirada escurridiza y vestido a la usanza europea. Se sienta junto a nosotros y ya saca de su bolsillo una bolsita de plástico; cuando la abre veo en su interior una gran placa de hachís rojizo, muy distinto del que usamos la noche anterior.

—¡Vaya! —Exclamo—, es del libanés.

Los otros me miran asombrados.

—¿Cómo, eres realmente un experto?

Mi frase ha causado gran impresión.

Me siento feliz por ello, pero trato de disimularlo. Y prosigo:

—Puedo decirles, además, que este no es muy bueno. Es viejo, debe tener casi un año.

Lo golpeo con la uña del dedo índice.

—Ya lo ves, es duro y no tiene más el reflejo verdoso. Tampoco conserva mucha arma.

—Tienes razón —me dice Terry el norteamericano—, pero ¿cómo sabes todo eso?

—Trabajé durante el mes de septiembre cosechando hachís en el valle de Baalbeck, en el Líbano.

Terry se dirige al change-money, quien me lanza miradas de odio.

—Bueno, ¿tienes algo mejor? —le pregunto.

El otro refunfuñando dice que no, que los tiempos son difíciles pero que está dispuesto a rebajar el precio habitual, veinte liras (de ocho a diez francos) el tholla (una medida equivalente a once o doce gramos).

Un kilo tiene por lo tanto, noventa thollas, y con él se pueden fabricar treinta cigarrillos o entre diez y quince shiloms, que es lo que fumamos aproximadamente, la noche anterior, con lo cual la velada nos costó menos de diez francos entre los diez, cuando en París esa misma cantidad hubiera costado doscientos francos.

En vez de veinte liras el tholla, el change-money nos rebaja el precio a doce, pero ni un centavo más.

—¿Doce liras el tholla de tu vieja pasta? ¡Debes estar loco! —dice Terry—. No, gracias. Bye-bye.

El change-money masculla algunas amenazas, pero se marcha.

—No corremos ningún riesgo —me aclara Terry—. Iremos a lo de Liener. Él siempre tiene. Pero cuéntame ahora un poco sobre la cosecha de la mierda. Caray, me muero de ganas de ir.

No me hago rogar y cuento mi historia. Arouache, Baalbeck, Saliet, Alí, etcétera.

—¡Pero yo creía que en el Líbano estaba prohibido actualmente el cultivo del hachís! —exclama la muchacha.

—Así es. Se lo ha reemplazado por el girasol, pero ellos se las arreglan.

Y les cuento cómo disimulan las pequeñas plantas detrás de las grandes; cómo se cosecha, se tritura y luego se pone a secar.

—Cuéntame, ¿has visto mucho hachís por allí? —me pregunta Terry.

—Un revendedor de Baalbeck lo tenía todo apiñado a lo largo de una pared de su salón y alcanzaba una altura igual a la mía.

—¿Y nunca se te ocurrió sacar algo para ti?

—Sabes, entonces no me interesaba fumar.

Se quedan mudos durante unos minutos como se quedaría un burgués al que le contaran que encendieron el fuego de su chimenea con un fajo de billetes.

Pero debemos suspender nuestra charla, para partir en busca del hachís. Salimos otra vez a la calle. Durante el trayecto, Terry me explica hacia dónde nos dirigimos. Liener es el dueño de un pequeño restaurante frecuentado por los hippies, muy cerca del Pudding Shop. Es un Balance, un soplón, pero vende hachís. Y además él también fuma.

Efectivamente, en seguida nos internamos por una callejuela y llegamos a un recodo de la misma, frente a un árbol medio muerto. Hay unas cuantas mesas sobre el piso de cemento, pero están todas desocupadas debido a la nieve. A la derecha, una pequeña escalera conduce a un local diminuto y sucio, que no tiene ningún cartel. Las paredes están recubiertas con arpillera gris. Está muy oscuro. Por toda iluminación hay solamente dos o tres débiles bombillas, sin pantalla alguna, colgando del techo. A la izquierda hay una gran mesa y a la derecha, dos mesitas como para dos personas. En el fondo hay una pequeña cocina, una vitrina con masitas y otra con platos de comida.

Son las ocho de la tarde. A pesar de que está repleto de gente y de que nosotros somos tres, la chica que se llama Kacha y Terry, conseguimos lugar, Terry pide la comida, nos traen dos platos para cada uno. Uno de ellos consiste en legumbres variadas: zapallitos, batatas y chauchas, todo muy condimentado, y el otro es un trozo de carne de buey hervida. Igual que en el Pudding Shop pagamos al contado: tres liras por persona, más un té que vale cincuenta kuruchs, o sea media lira.

Al poco rato, obedeciendo a una seña de Terry, se acerca un fortachón con bigotes, y aire cauteloso, con un aspecto nada decidido. Es Liener, el dueño. Tiene mierda. Al precio normal. Y nos la muestra: es del bueno, muy oscuro, perfumado y no muy duro.

—Dame seis thollas —le dice Terry.

Liener corta un pedazo y lo pesa en una pequeña balanza. Equivale a noventa liras.

Reflexiono rápidamente. Me doy cuenta de que debo hacer el gesto, si quiero formar realmente parte del grupo. Me quedan tan sólo cuatrocientas liras, ni una más.

—Es para mí —le digo.

Y pago.

Terry y la muchacha no discuten. Guardo el hachís.

—¡Epa! ¡Un momento! —me dice Terry sonriendo—. ¿Vamos a fumar un poco, verdad?

Echo una mirada a mí alrededor.

—Pero aquí no se puede… —le digo.

—Por supuesto que no se puede fumar un shilom. ¿Tienes cigarrillos?

Saco un paquete de cigarrillos norteamericanos. Terry toma tres y los hace girar entre el pulgar y el índice, para hacer caer el tabaco. Mezcla este con el hachís y vuelve a llenar los cigarrillos. Se han convertido en unos joints.

Terminamos de comer y fumamos. Es mucho menos fuerte que el shilom, por supuesto (que con un tholla se pueden hacer treinta cigarrillos y solamente quince shiloms), pero tenemos cada uno el nuestro. Muy pronto comienzo a sentir los efectos y me siento flotar.

Con la panza llena, un buen joint en mis labios, sin dormir desde la noche anterior, me siento estupendamente bien, completamente stoned. ¡Viva la mierda!

Volvemos al Gulhane alrededor de las nueve… y llegamos en el preciso momento en que la policía efectúa una redada. Hay men por todos lados y algunos empuñando revólveres. Verifican los documentos de todos. Terry nos ataja a tiempo. Sería una estupidez —nos dice—; con ellos no se tiene garantía alguna. Pueden detenernos por cualquier cosa. Vayamos a la isla. Allí podremos pasar la noche bastante bien.

¿Ir a la isla? Vamos. ¿A qué isla? No importa. Ya veremos.

Así es la droga, nada tiene importancia, uno está dispuesto a cualquier cosa.

Nos marchamos por lo tanto los tres: Kacha, Terry y yo. Bordeamos el parque Gulhane, tomamos hacia la izquierda pasando la estación, y muy pronto llegamos a orillas del Bósforo. Nieva cada vez con más intensidad, pero no sentimos frío. Durante el trayecto nos preparamos otros joints. Cruzamos por un puente un brazo del Bósforo, seguimos bordeándolo hasta los suburbios y finalmente Terry encuentra un pescador que está anclando su bote. A pesar de la hora y de la nieve, logra persuadirlo, mediante la ayuda de tres liras, de que nos cruce hasta la isla. Subimos a bordo de un bote grande con bancos atravesados y el pescador comienza a remar desde la popa. El agua está calma bajo la nieve y a la luz de nuestro farol vemos pasar las gaviotas chillando tranquilamente. Me da otra vez un incontenible ataque de risa, igual que la noche anterior. Ya he aprendido que es típico de los fumadores noveles, pero me importa un bledo; ¡es nice reírme!

Al cabo de un cuarto de hora, el bote golpea contra un pequeño muelle de madera. Frente a nosotros y en distintos lugares se ven unas luces vacilantes como las de las velas.

Guiados por Terry llegamos en seguida a una gruta en la ladera de la colina. De allí provienen las luces.

Me adelanto, paso bajo una arcada de tres a cuatro metros de alto y desemboco en una gran cueva, de unos quince metros de profundidad iluminada por una luz fantasmal. Por todas partes hay grandes cirios humeantes, antorchas y velas colocados sobre cajones y sobre el suelo de tierra apisonada. Las paredes de la gruta son de granito. Hay entre cincuenta y sesenta hippies, muchachos y chicas, algunos sentados, otros acostados o encendiendo antorchas. Todos están vestidos con ropas de colores chillones, bufandas enroscadas alrededor del cuello y vinchas sobre la frente. Sobre esta las chicas tienen extraños signos dibujados con lápiz labial y diferentes colores. Muchas usan sacos de cuero adornados con flecos en los orillos y bordados con dibujos orientales. Algunos, igual que mi junkie de ayer, están todos vestidos de blanco. Son los más flacos y los que tienen una mirada más febril. Gran número de ellos tienen collares de flores o adornan con estas su pelo, sobre todo las muchachas, para lo cual usan una variedad de margaritas, grandes y amarillas. ¿Cómo han hecho para encontrar esas flores en esta época del año y en medio de la nieve? Jamás lograré saberlo.

Un guitarrista toca su instrumento sentado en un rincón. Un poco más lejos un flautista lo acompaña. Tiene una flauta muy extraña. Mide entre cuarenta y cincuenta centímetros, cuatro o cinco agujeros solamente y un ensanchamiento en la parte donde se sopla. Es una especie de pequeña calabaza seca, de color amarillo con rayas marrones y un caracol pegado en la mitad. Terry me explica que es una flauta de encantador de serpientes.

El sonido es chillón, penetrante y muy enervante, al principio me parece sumamente desagradable pero me acostumbré a él bastante rápido. Me entero por Terry de que en total hay nueve grutas en la isla y que allí viven un centenar de hippies. Nos instalamos en un rincón y comenzamos a fumar mientras escuchamos al guitarrista y al flautista.

Terry tiene un shilom de barro cocido totalmente ennegrecido. Hace la preparación y los tres nos ponemos a fumar. No somos los únicos, pero aquí y allá veo a otros que se inyectan. Nadie habla y cuando lo hacen, dicen solamente unas pocas palabras. No comen ni hacen nada en absoluto. Solamente fuman o se inyectan, apretados unos junto a otros, bajo la luz amarillenta y rojiza que proyecta grandes sombras fantasmagóricas, sobre las paredes, arrullados por las extrañas melopeas del flautista y del guitarrista.

No muy lejos de donde yo estoy, iluminada claramente por la luz de una vela, veo a una pequeña y bonita rubiecita, que parece estar sola, vestida con unos pantalones vaqueros azules y un suéter verde claro. Me llama la atención porque me recuerda a una chica que conocí en Francia.

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