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Segunda Parte

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SEGUNDA PARTE

Las torres de la muerte

Kuwait fue una etapa un poco especial en mi viaje hasta Katmandú. Por lo pronto un alto en la droga, como si inconscientemente hubiera querido purificarme un poco antes de sumergirme por completo en los excitantes. Pasamos en Kuwait un mes entero de farra, sin descanso. Una bacanal. Una verdadera orgía de borracheras y aventuras amorosas. Nada más fácil en uno y otro caso para un muchacho libre como yo, sin preocupaciones y listo para cualquier cosa. En pocas palabras, Kuwait es el paraíso para la gente libre y dispuesta a todo. Es un pequeño principado, riquísimo en la actualidad gracias al petróleo que aflora en su suelo y en sus costas; rebosante de dinero y de lujos.

En seguida de llegar saltan a la vista una serie de detalles significativos. En primer término las rutas, que son espléndidas. Después de habernos zarandeado durante días enteros por caminos pedregosos, llenos de baches, nos encontramos no bien cruzamos la frontera con un extraordinario pavimento, liso, brillante, ancho como las autopistas europeas. Alrededor sólo se ven autos norteamericanos, deslumbrantes por su largo y colorido. Y por todas partes de la ciudad, suntuosas mansiones.

En todo Kuwait no he visto más que una tapera de adobe. Todo el resto es nuevo.

No hay pobres en Kuwait. En el frente de todas las casas, en las ventanas de cada departamento y a veces en cada ventana se advierten las rejillas de los acondicionadores de aire. Por todos lados encima de todos los techos tanto los departamentos como los de las casas, hay grandes cisternas de agua, pintadas (nunca supe por qué) con rayas diagonales blancas y negras. Todas las casas, por más chicas que sean, tienen su cisterna y su acondicionador de aire.

Resulta muy fácil divertirse en medio de tanto lujo y tanta abundancia. Y en Kuwait uno se divierte con ganas. Tal vez no tanto los nativos del lugar, sobre todo en la época en que nosotros llegamos pues es el Ramadán, pero sí en la colonia europea. Las mujeres de los ingenieros petrolíferos son unas verdaderas devoradoras de hombres, al acecho del viajero.

Nos hacemos echar el guante la noche misma de nuestra llegada.

Luego de haber buscado en vano lugar en algún hotel (todos están repletos de peregrinos rumbo a la Meca) nos encontramos sentados en los escalones del correo, meditando sobre la situación, decididos a pedir hospedaje en la policía (lo hice muchas veces en Oriente), cuando en eso vemos llegar a dos mujeres jóvenes.

Son dos francesas. Nos oyeron hablar y se acercan a nosotros muy sonrientes. Las dos están casadas con ingenieros. Sus maridos están trabajando desde hace ocho días en el mar en las torres de perforación. No volverán antes de quince días. Están solas y se aburren. Nos invitan para el día siguiente, pero les preocupa que seamos tantos.

Combinamos una cita, a pesar de todo, y esa noche dormimos en un galpón de la policía.

A la mañana siguiente, muy cortésmente nos ofrecen desayuno. Y luego, Guy, Romain y yo explicamos a nuestros superhippies que queremos trabajar en Kuwait y que nos haremos ayudar, si podemos, por las dos francesas. Al oír la palabra trabajo retroceden como gatos ante el agua. Discutimos un poco. Es lo que queremos para tener las manos libres… Y logramos lo que queríamos: indignados, se marchan por su lado.

Al poco rato estamos en casa de las muchachas. Almorzamos con ellas. Son realmente encantadoras. Françoise es una morocha, pequeña y bonita, con muy buena figura y muy joven. La otra, que se llama Jacqueline, es un poco mayor, una rubia desteñida, del tipo provocadora. Es muy vulgar, no habla más que de «eso». Pero no parece muy ansiosa para eso. En una palabra, nos excita durante todo el almuerzo y nos larga duros en el momento crucial. Nos quedamos solos con Françoise. Y esta pobre chica, como para hacerse perdonar por tener una amiga tan imposible, nos abre gentilmente los brazos por turno a los tres. Por supuesto, esa noche dormimos allí.

Al día siguiente vuelve Jacqueline y nos anuncia que nos ha conseguido un departamento: es de un soltero que está trabajando también en el mar. Un departamento que nos damos cuenta no bien entramos que es el depósito de whisky de la colonia francesa. Porque el alcohol está prohibido en Kuwait. Solamente se bebe en las casas particulares (muchos, inclusive, tienen un bar en sus autos). Y cuando digo «beber» me quedo corto. Nos encharcamos.

Pero todavía persiste el problema de las visas. Son válidas solamente por una semana, y es realmente una pena tener que abandonar este paraíso al cabo de ocho días. Y nuevamente es Jacqueline, tan exasperante por un lado con su incesante charla de provocadora que siempre se las arregla para escabullirse, la que nos soluciona el asunto.

Una mañana nos acompaña a la oficina del jefe de visas.

En Kuwait, el jefe de visas es todo un personaje. Nos recibe en un enorme escritorio lujosamente amueblado. Es un árabe gordo, de bigotes finos, muy imponente en medio de sus tapices y muebles de estilo inglés.

Parece conocer bien a Jacqueline. Por otra parte, ella no pierde el tiempo; sin más trámites e importándole poco de nuestra presencia se sienta directamente sobre las rodillas del árabe, le coloca una mano en la nuca y comienza a engatusarlo.

—Estos son unos amigos franceses —le dice con zalamería— a los que debe ayudar in-de-fec-ti-ble-men-te.

—Querida señora —susurra él—, soy vuestro servidor.

—Y por lo tanto —prosigue ella arreglándole el peinado cariñosamente— es una ridiculez que sus visas no duren más que una semana.

Se sobresalta un poco pero Jacqueline se ha puesto demasiado cariñosa para enojarse con ella, y además él se ha ruborizado visiblemente.

—¿Le parece posible que estos estudiantes puedan juntar en sólo ocho días el material que precisan para sus tesis?

¡Con que ahora nos hemos vuelto estudiantes preparando nuestras tesis! ¡Era lo único que nos faltaba!

—¡Debe ayudarlos, prolóngueles sus visas, por favor, se lo pido por mí! —insiste ella poniéndose su escote debajo de la nariz.

Pocos minutos después, los tres tenemos una visa por quince días y el jefe gordo recibe como agradecimiento un beso en la frente y nada más ¡Qué bomba es esta Jacqueline!

Nos quedamos quince días en el departamento… Quince días y quince noches de borracheras y juergas. Nos hemos convertido en el centro de atracción de todas las francesas, inglesas y norteamericanas casadas con petroleros y separadas de sus maridos. No sé cómo se las arreglan con ellos, pero son extraordinariamente hábiles. Una vez solamente se presentó un inglés y armó un gran escándalo, pero ni siquiera era el marido sino un novio.

Transcurridos los quince días, Jacqueline vuelve a sentarse sobre las rodillas del jefe de visas, el cual nos autoriza a quedarnos otros quince días más. Pero el único inconveniente es que esta vez debemos dejar el departamento pues su dueño está por regresar. ¿Adónde ir? Es un serio problema: los hoteles siguen llenos y ya nos hemos acostumbrado tanto a que nos ayuden, que la sola idea de tener que buscar un alojamiento nos cansa.

En un mes hemos tenido oportunidad de conocer a todo lo mejor de Kuwait y en especial al cónsul francés, el único cónsul francés simpático (además del de Katmandú) que conocí en el extranjero. Pues todos los colegas que he encontrado en distintos lugares eran unos verdaderos fallutos. Todos los mochileros les dirán lo mismo.

En primer lugar nos hace renovar los tres pasaportes en veinticuatro horas y sin cobrarnos nada. Luego mediante una llamada telefónica a no sé qué ministro de Kuwait ¡nos convierte en boy-scouts!…

Acaban de adjudicar a los scouts de Kuwait un edificio enorme recién terminado y ultra lujoso como es de esperar. Nos instalamos allí y nos llenan el pecho de insignias. Tiene una veintena de dormitorios, comedor, salón, etcétera.

Nos adjudican un ayudante particular, otro scout, y nos dejan hacer lo que queremos. Nos quedamos allí quince días, pero debemos organizar nuestra vida de ahora en adelante.

Un día que estaba haciendo dedo me recogió el director del club nocturno más importante de la ciudad. Decido ir a verlo y pedirle trabajo. Nos contrata y además nos hace renovar nuestras visas por otros tres meses.

Y aquí estamos trabajando en el Gazelle Club, Guy como director de las estrellas de esquí acuático y Romain y yo como disc-jockeys.

Conozco bien ese trabajo pues lo practiqué durante varios años en la Costa Azul. Rápidamente comienzo a reorganizar todo el negocio. Cambio la decoración del club, convenzo al dueño de que instale un karting, y unos chalets, renuevo la discoteca y hago instalar en las playas teléfonos para solicitar la transmisión de grabaciones. Muy pronto el Gazelle Club monopoliza por completo la clientela de los fiesteros de Kuwait.

Todo anda demasiado bien, Ksares, el dueño del club, tiene una hermana, una vieja urraca desabrida, que mira con mala cara mis iniciativas. Me toma entre ojos y me hace la vida imposible cuando su hermano no está, es decir bastante seguido, pues Ksares viaja a menudo. Después de dos meses, en abril de 1969 se me acaba la paciencia, tenemos una agarrada con ella y le escribo a Ksares, que en ese entonces se encuentra en Londres, que todo se acabó y que me voy.

Guy decide seguirme. Romain se queda. Quiere ganar más dinero todavía para poder irse con tranquilidad hacia la India. Y por otra parte últimamente no nos llevábamos nada bien.

Nuevamente estoy en camino. Guardo en el fondo de la mochila mis ropas de persona civilizada y me pongo otra vez las botas, la camisa y el pantalón negro, verifico que mi dinero (me quedan todavía cerca de dos mil dólares del canadiense; cómo será de barata la vida en Oriente aun cometiendo toda clase de excesos) está bien guardado en el cinturón y me echo la mochila al hombro. Nos paramos con Guy al lado de la vereda, en la misma ciudad y comenzamos a levantar el pulgar.

No esperamos mucho tiempo. Dos minutos después, se detiene un Cadillac (en Kuwait se hace dedo por todas partes, incluso en el centro de la ciudad) y nos lleva hasta la frontera del Irak.

Allí nos sucede una aventura poco común. Tengo guardados en mi mochila unos walkie-talkies. (Como Kuwait es zona libre de impuestos, las máquinas fotográficas, cámaras de cine, etcétera, se compran por monedas).

Naturalmente los aduaneros iraquíes se precipitan sobre ellos. Nunca han visto semejante cosa. Les explico cómo funcionan. Divertidísimos con los aparatos, uno de ellos se aleja casi un kilómetro en el desierto y juegan como chicos durante una buena hora. Empezamos a juzgar que la diversión se prolonga un poco demasiado. Vuelven, discuten entre ellos y me los devuelven sin más comentarios. Partimos otra vez. Justo a la salida del puesto fronterizo, se detiene un auto. Nos subimos a él.

Se dirige a Abadán, distante ochenta kilómetros de donde nos encontramos. El trayecto transcurre en gran camaradería. Oímos radio, conversamos, bebemos whisky en el bar. El auto tiene aire acondicionado y todo es perfecto. Cuando llegamos a Abadán el sujeto nos dice:

—Es tarde: los invito a comer.

—Encantados.

Se detiene frente a un espléndido edificio. Subimos todos en el ascensor. Toca el timbre de un departamento; este está lleno de policías que se abalanzan sobre nosotros.

Y nos trasladan a la cárcel, catalogados como espías. Gracias a los walkie-talkies

No nos animamos a protestar mucho en seguida, pues todavía tenemos un poco de hachís encima, no bien se nos presente una oportunidad, tiramos el hachís en el baño y entonces armo un escándalo infernal. Utilizo el arma clásica: exijo la presencia del cónsul francés y si fuera necesario la del embajador. Nos sueltan después de una noche de discusiones y partimos nuevamente.

Comienza entonces el período de viajes en ómnibus hasta Irán. Pero de allí en adelante se acaban las líneas de ómnibus. Y nos las arreglamos para hacernos transportar por camioneros todo a lo largo del desierto salado en medio de fabulosos paisajes de montañas con cimas nevadas y verdes lagos en el fondo de valles resecos por el sol. Mejor dicho, por salteadores de caminos, siempre dispuestos a robarnos a la menor distracción. Debemos turnarnos Guy y yo para hacer guardia durante las noches.

Una noche Guy me sacude mientras duermo. Los tres camioneros rondan alrededor de nosotros. Si deciden hacernos una mala jugada no se quedarán con las manos vacías… siempre y cuando se les ocurra revisar mi cinturón.

Sacamos a relucir rápidamente nuestros cuchillos de scouts, recuerdo de Kuwait.

Al verlos brillar a la luz de la luna los otros comienzan a silbar con aire distraído y se acercan para ofrecernos cigarrillos preparados con hachís.

Luego de atravesar el Irán, desierto salpicado por oasis verdes y cubiertos de césped como Normandía, llegamos una tarde a Zahidan, cerca de la frontera paquistana.

Estamos a fin de abril de 1969.

Comenzaré a drogarme otra vez.

Empezaré a drogarme, sería más exacto. Porque lo anterior ha sido en realidad un juego de niños en comparación con las bombas que me esperan en el futuro.

La frontera iraquí-paquistana, después de Zahidan es tan sólo una vía de tren en pleno desierto. De un lado Irán, del otro Paquistán.

Una vez que cumplimos con los requisitos indispensables, debemos esperar hasta que llegue el ómnibus procedente de Quetta, en Paquistán. A veces hay que esperar ocho días, amontonados en una barraca de una sola planta, con el piso, las paredes y el techo todos de tierra, que de hotel tiene solamente el nombre y cuyo pozo de agua está casi seco. No hay electricidad ni gas. Nada más que velas. Hay que acostarse directamente sobre la tierra en medio de las alimañas. Es un verdadero criadero de parásitos. Sobre todo de cucarachas, que aparecen no bien llega la noche. Trepan por encima de los cuerpos de la gente y no hay más remedio que soportarlas pues el hotelero no permite que se las toque: son animales sagrados. El dueño pasea por el dormitorio, envuelto en su djellaba y unos trapos sucios y nos vigila sonriendo, pero es totalmente intratable.

Lo único que le interesa son los pequeños animalitos. Le importa un comino el tráfico de drogas. Pues en Paquistán la venta de drogas es tolerada (aunque en realidad existe una ley que la prohíbe). (Tanto en Irán como en Irak, cuando se detiene a un traficante se lo fusila inmediatamente), y sin embargo se las consigue con la misma facilidad con que en Francia se pide un anís en el café de la esquina. Todo el mundo fuma y hay que ser un santo (o un loco) para no hacerlo. Para qué decir que las decenas de hippies y demás ejemplares que están allí, se aprovechan a sus anchas.

Para algunos, los verdaderos toxicómanos, llegar al Paquistán es el fin de un largo calvario.

Después de viajar días y días por pequeñas etapas, ardiendo de impaciencia y de fiebre, haciendo prodigios para conseguir la droga, llegan de repente al paraíso.

Se encuentran con que se les ofrece todo lo que quieren a precios que desafían toda competencia, desde el hachís hasta la heroína pasando por el LSD, el opio y toda la gama de las anfetaminas. En suma, es como un oasis para el que atraviesa un desierto y que durante semanas enteras no ha visto correr más líquido que su propio sudor.

A mi lado hay dos sujetos, dos ingleses, que parecen estar terriblemente necesitados de droga. Acaban de conseguir metedrina y tiemblan literalmente de ansiedad mientras preparan sus jeringas.

Voy a presenciar una de las escenas que más me impresionarán.

Luego de haber deshecho las pastillas de metedrina y haber volcado el polvo resultante en una copa de acero, se disponen a buscar agua para disolverlo. No hay agua. Cada minuto que pasa aumenta su necesidad de droga, comienzan a jadear, les es absolutamente necesario encontrar agua.

Luego de recorrer todo el cuarto con su linterna, uno de ellos descubre finalmente un balde apoyado contra una pared. Se encamina hacia él.

El balde está lleno.

El inglés repentinamente tranquilizado, sumerge su copa, saca un poco de líquido, agita la mezcla y, a través de un algodón, llena la jeringa. El otro hace la misma operación. Y entonces se preparan para darse la inyección.

Pero por más que aprietan el lazo al máximo y se acercan lo más posible al haz de luz de la linterna, no consiguen encontrar la vena. Además tiemblan demasiado.

El primero se da cuenta de que los estoy observando. Me hace una seña pidiéndome que lo ayude. Debo sujetar la linterna lo más cerca del codo cuando se pinchan, pues la luz es muy débil.

Hago lo que me piden, y para instalarme más cerca de ellos, empujo hacia un lado el balde.

Un espantoso olor a orina y podredumbre me sube a la nariz mientras lo muevo.

¡El balde es en realidad una escupidera!

¡Y de ahí han sacado el líquido que se disponen a inyectarse en las venas!

Algo impresionado, me siento al lado del primero, y dirijo el haz de luz de la linterna al pliegue del codo.

La piel está llena de cicatrices, de derrames y de hernias en las venas.

Clava la aguja. Tira del émbolo de la jeringa para ver si aspira sangre (si no es así quiere decir que la aguja no ha pinchado la vena y la droga se desperdiciará). La sangre no aparece. Retira la aguja, se pincha otra vez. La vena se escabulle; se lastima el brazo y sangra. Lanza un juramento, se limpia y vuelve a empezar. Cada vez tiembla más. Volverá a repetir cinco o seis veces la operación antes de conseguir inyectarse la droga. Y al otro, a quien la espera ha puesto los nervios de punta, le sucede exactamente lo mismo.

Cuando finalmente consiguen inyectarse más o menos su dosis, se acuestan. Esos dos pasarán una buena noche.

Y yo también, por mi parte. No bien llego a mi lugar, Guy me alcanza un shilom que acaba de preparar. Aspiro una gran bocanada, siento muy rápido el placer, más rápido que la primera vez en Estambul. Preparamos otro y repetimos la operación.

Una deliciosa lucidez me embarga.

¡Qué lejos me parece el mundo occidental! ¡Qué gusto amargo y feo han dejado en mi memoria los dos meses pasados en Kuwait, en medio del dinero, las mujeres y el alcohol! ¡Qué pura, verdadera y limpia me parece la droga en comparación con esa civilización corrompida!

No siento ya ganas de beber; el recuerdo de todas esas botellas de whisky tiradas en la basura, cinco o seis todas las mañanas, me revuelve tanto el estómago como hace un rato el episodio de la escupidera.

A mi alrededor, en el silencio cálido y pesado de la noche, pequeñas brasas resplandecen por turno, siguiendo el ritmo de las aspiraciones. Estoy bien, estoy contento. Mi olfato es tan fino como para percibir todos los perfumes del mundo, mi mirada tan penetrante y mi boca tan grande como para ver y comer todos los manjares de este mundo. La naturaleza entera me parece un paraíso terrenal hecho para ser devorado a grandes dentelladas y estrechado con todo mi cuerpo.

Mañana partiré rumbo al Oriente, el que me espera con sus puertas abiertas.

De ahora en adelante no pasaré una sola noche ni un solo día sin drogarme.

En mi vida había visto un vehículo más espantoso que el ómnibus que nos lleva a Quetta, y al que tuvimos que esperar solamente tres días. Su carga humana desciende cada dos horas, en medio de los gritos de los niños y los chillidos de las aves, ya sea para hacer sus necesidades o para hacer sus oraciones. Oraciones o necesidades, la escena es la misma. Como no se ve más que desierto, es inútil tratar de aislarse o incluso alejarse. Todos se instalan en ronda, alrededor del ómnibus y se ponen en cuclillas mientras conversan. Pero si se han detenido para rezar entonces se extienden sobre unas esteras. Y luego arrancamos otra vez.

El viaje dura dos días.

En Quetta tenemos ocasión de probar el mejor té del mundo. En las casas de té, que constan de pequeñísimos cuartos en los que sólo caben la mesa y los bancos, se cocina varias veces el té mezclado con leche. El resultado es delicioso.

Quetta es una encrucijada y dudamos bastante antes de decidir cuál es la ruta que vamos a tomar.

Guy y yo discutimos acaloradamente y por fin nos ponemos de acuerdo sobre un proyecto. ¿Y si diéramos la vuelta al mundo?

Perfecto; ¿pero por dónde?

¿Empezando por la India? ¿Pasando por Afganistán o descendiendo hasta Karachi para tomar un barco hasta Bombay?

De todos modos no hay problema respecto del hachís; ¡de ahora en adelante se vende en todas partes!

El azar decide por nosotros. Nos hacemos amigos de los miembros de una caravana, quienes nos proponen acompañarnos hasta Karachi. Pero sólo salen dentro de tres semanas. ¡Qué importa! Mientras tanto visitaremos Afganistán y si no tenemos visa, mala suerte. Pasaremos por las montañas.

Y así, un poco a pie y otro poco a dedo, atravesamos Afganistán pasando por Kandahar hasta Kaboul y Herat.

Fumamos cada vez más. Yo llego a los diez shiloms por día.

Y Guy mucho más.

Veinte por día.

El hachís es baratísimo. El kilo cuesta tan sólo diez dólares (recuerden que el canadiense de Estambul pagaba cien dólares el kilo). Afganistán es además, junto con Nepal, el principal productor de hachís del mundo. Y de una calidad muy apreciada, muy fuerte, fresco y perfumado.

La vida nos parece maravillosa. La droga nos proporciona un estado de fuerza y lucidez extraordinaria. Jamás nos sentimos cansados.

Al cabo de tres semanas, regresamos a Quetta. Allí están nuestros amigos de la caravana. Nos vestimos como ellos con un djellaba blanco y enroscamos un turbante alrededor de nuestras cabezas. Nos instalamos cada uno sobre un camello y henos aquí en marcha, haciendo pequeñas etapas, con las nalgas doloridas y una continua sensación de náusea. Tardamos tres semanas en llegar a Karachi.

Y durante esas tres semanas comprendo por qué en esas regiones del Oriente todo el mundo, o casi todo, se droga. El clima desértico es muy agotador y exige esfuerzos tan grandes, que para poder soportarlos se necesita una ayuda. Y eso es lo que se trata de conseguir con la droga. Atravesar un desierto arriba de un camello, si uno no tiene gracias a ella la euforia que permita soportar el suplicio del sol, del calor y la aridez, es un verdadero martirio. Sin nuestros shiloms y nuestra reserva de hachís estoy seguro de que Guy y yo no hubiéramos aguantado el viaje. Como los otros miembros de la caravana, por otra parte. Por más que ellos sufren menos que nosotros porque están acostumbrados al clima.

Me refiero por supuesto a la fatiga del viaje en sí. Pasar días enteros restregándose el trasero contra una montura dura, balanceándose terriblemente como en un barco sacudido por el oleaje, ya es de por sí bastante penoso. Tenemos el cuerpo y la cabeza protegidos por el djellaba y el turbante, y los pies envueltos en géneros. Pero para las manos no hay ninguna solución. No hay más remedio que tenerlas expuestas al sol para poder mantenerse arriba de la giba del camello.

Al cabo de ocho días las nuestras no son más que una ampolla. Al principio aguantamos bastante bien, porque estamos repletos de hachís, pero al poco tiempo el asunto se convierte en una tortura insoportable.

Al vernos un día tan cabizbajos, el jefe de la caravana va a buscar excrementos de camello y dos pares de guantes. Llena los guantes con la bosta fresca y nos la da.

—Pónganse esto —nos dice.

Lo miramos azorados sin comprender sus intenciones.

Nos explica entonces que es un remedio excelente. Y que no debemos sacarnos los guantes mientras nuestras llagas no se sequen. Es la única forma de curarlas.

Obedecemos venciendo, aunque no del todo, nuestra repugnancia.

Cambiamos todos los días la bosta de los guantes. No somos los únicos, por otra parte a los que se les lastiman las manos. Otros miembros de la caravana deben sufrir el mismo tratamiento. Al cabo de ocho días, además de haberse curado las llagas no tenemos ninguna infección.

A la noche, cuando nos detenemos, nos masajeamos la espalda los unos a los otros. Pues el placer de montar en un camello produce además unos fortísimos dolores de espalda. En suma, un verdadero viaje de placer. Por suerte, siempre podemos recurrir al hachís para poder conservar nuestro buen humor, y es gracias a él que llegamos a Karachi sin haber flaqueado, pero totalmente agotados.

Una vez allí creemos que por fin nos hemos librado de los camellos. Pero no es así. Semejante a las ciudades de la India por las que se pasean las vacas, en Karachi no se ven más que camellos. Por todas partes, en todos los cruces, en medio de la calle, al lado de edificios de cristal y acero, atascando el tráfico de autos y revolucionando las luces de tránsito. Camellos.

Nos instalamos sin pérdida de tiempo en un hotel para hippies, por supuesto. Un hotel bastante bueno en realidad. Muy diferente al Old Gulhane, mucho más limpio. Tiene dormitorios comunes que cuestan una rupia por noche y también cuartos privados que valen dos rupias. Los dormitorios son reservados para los nativos. Nos instalamos por lo tanto en un pequeño cuarto bastante curioso que da a una terraza. Está todo pintado con dibujos psicodélicos, y tiene las cuatro paredes agujereadas. Están hechas con ladrillos colocados alternadamente, para dejar pasar el aire, precaución indispensable para no morirse de calor.

Inmediatamente nos tiramos sobre las camas hechas con cinchas y adelante con los shiloms. Nos hacen bastante falta para olvidar el desierto, los camellos, el dolor en las asentaderas y las quemaduras de las manos.

Nos quedamos allí durante un mes, saliendo tan sólo para alimentarnos y reaprovisionarnos de droga.

De vez en cuando vamos a discutir un poco con Jimmy. Es un norteamericano que vive en el cuarto frente al nuestro.

Es el segundo junkie que veo, y no lo olvidaré jamás, pues, a diferencia de los otros, este es limpio.

Su blancura es total. Por lo pronto su piel, pues no sale jamás. Y luego su ropa. Tiene una serenidad impresionante. Siempre sonríe y es muy amable. Cinco o seis veces por día saca de su bolsa un polvo blanco y preparado, vuelca un poco en la jeringa, moja el contenido y se lo inyecta, con su eterna sonrisa en el rostro. Es heroína, y se aplica dosis enormes. Luego se acuesta y no se mueve más. Con su larga barba rubia y los rulos que caen sobre su espalda, parece realmente Jesucristo envuelto en el sudario. Cuando habla es solamente para anunciar que muy pronto va a partir para Afganistán. Quiere instalarse en las montañas. ¿Para qué? Simplemente para terminar allí su vida. No lo oculta. Sabe que ha llegado a dosis muy altas y que la muerte no está muy lejos. Piensa en ello con tranquilidad. Ya ha tomado su decisión…

Nos impresiona muchísimo y recuerdo que al observarlo juro hacer cualquier cosa para no llegar a un estado semejante.

Juramento de «borracho», por supuesto.

Haré lo mismo que él cuando esté en Katmandú. Anunciaré que voy a partir hacia las montañas para pasar allí mis últimos días.

Y por cierto que lo haré…

Pero por el momento no hemos probado más que el hachís. No nos ha quitado del todo nuestra curiosidad y al cabo de un mes, tomamos un tren rumbo a la India. En la frontera pruebo por primera vez el betel. Un vendedor me muestra sobre un pequeño mostrador al ras del suelo, unas hojas de árbol que corresponden cada una a un pequeño montoncito de polvo o de dulce de colores distintos. Me pregunta si lo quiero fuerte o liviano. Prudentemente le contesto: mediano.

Prepara una mezcla, envuelve todo en una hoja, me pide media rupia y me lo entrega. Pruebo un poco y lo mastico. Es picante, amargo, nada feo. En seguida comienzo a salivar mucho y se me pone la boca totalmente roja. Espero que produzca algún efecto, pues estoy convencido de que se trata de una droga. Pero no sucede nada. Es tan sólo una goma de mascar oriental. Nada más. ¡Vamos! No figurará el betel en mi lista de experiencias extraordinarias.

Ocasionamos una verdadera trifulca en el tren. Como aún me queda dinero, tomamos unas literas, y nunca sabré por qué, nos lo reprochan. Protestamos. Una decena de hindúes nos reprenden enérgicamente.

Otros, unos sikhs, salen en defensa nuestra. Al sentirnos apoyados y como además estamos totalmente intoxicados por la droga, les contestamos.

Y súbitamente se arma una pelea. El vagón entero, entre veinticinco o treinta personas, comienzan a repartir trompadas. Las valijas vuelan por el aire, los golpes arrecian. Dura una hora por lo menos. Una pequeña pero linda pelea que se termina al hacer su entrada al vagón un ejército de guardias… ¡los que nos echan a Guy y a mí!

Llegamos a Nueva Delhi y nos instalamos al sereno en la plataforma de la estación.

A uno o dos kilómetros de allí está Connect Place.

Es el punto de reunión de las ardillas de Nueva Delhi. Hay millares de ellas arriba de los árboles. Y abajo un mundo de gente y de hippies. Hay que ser muy prudente al comprar hachís, pues las drogas están prohibidas en la India, y los policías vigilan atentamente.

Todos los europeos se juntan en un gran café, y los hindúes, especialmente los sikhs, vienen a observar a los europeos. Las tres cuartas partes de ellos están borrachos. Y no obstante el alcohol también está prohibido en la India. Pero todos tienen sobre sus rodillas una botella que vacían concienzudamente mientras la taza de té se enfría intacta, frente a ellos.

Al poco tiempo nos cansamos de dormir bajo las estrellas y nos instalamos en un hotel. La propietaria es una europea completamente loca. Se droga desde hace tiempo y está visiblemente «chiflada», es decir que su sentido común está considerablemente alterado.

Nos damos cuenta no bien llegamos. Cuando nos alcanza el registro del hotel a Guy y a mí, nos obliga a escribir después de nuestras referencias la siguiente frase: «I am not a hippie» (yo no soy hippie). Es una de sus tantas manías. Hasta el más hippie de los hippies, el más melenudo y extravagante debe escribirlo si no quiere ser expulsado inmediatamente.

¿Será por miedo de la policía? Pero si la policía llega alguna vez a su hotel se va a dar cuenta en seguida que todos esos «yo no soy hippie» ¡son el prototipo del hippie!

No nos quedamos mucho tiempo en Nueva Delhi. Pasamos por Acora, la «perla» de la India, la ciudad de los palacios más bellos, y bajamos hasta Bombay.

Y allí tomaremos parte en algunas aventuras poco comunes.

Gracias a la primera por poco me matan de una cuchillada. Todo por no haber querido hacer lo debido y habernos instalado en un típico hotel de europeos. Por hacernos los originales, Guy y yo decidimos alojarnos en un verdadero hotel para hindúes, desconocido por los blancos.

Encontramos uno, atrás de Victoria Station, una estación que además de tener el mismo nombre de la famosa estación de ferrocarril londinense, es su réplica exacta.

Nuestra llegada produce un asombro general. ¡Jamás se ha visto entrar allí a ningún europeo! Pero nos reciben como a reyes. Desgraciadamente no quedan más cuartos libres. Y entonces los propietarios nos dan los suyos, ubicados en el tercer piso. Durante la noche todo anda bien, pues ellos duermen en un cuchitril. Pero de día, la mujer del dueño viene a su cuarto a cocinar. Y Guy, a quien el hachís le hace perder toda noción del respeto debido a nuestros anfitriones, le hace la corte en una forma tan desenfrenada como directa.

Al cabo de tres días, el marido ya harto se enoja y nos amenaza. Le hablo a Guy y logro tranquilizarlo. Pero la voz se ha corrido y nos hemos convertido en unos auténticos y extraños ejemplares. Durante ese tiempo nos reunimos con otros europeos, y muy pronto comienzan a aparecer los hippies. Nuestro departamento se convierte en un lugar de reunión, lleno de norteamericanos, ingleses, holandeses, daneses, etcétera. En una palabra, un verdadero Old Gulhane, repleto de sujetos totalmente intoxicados por las drogas.

En un cuarto próximo al nuestro en el mismo piso, hay un club de juegos clandestinos. Y los jugadores, entre partida y partida, han adquirido la costumbre de venir a mirarnos desde la entrada de nuestro cuarto, pues este no tiene puerta. Se quedan allí con los ojos bien abiertos, comentando en su dialecto todo lo que hacemos.

Es decir, a veces el amor, con toda naturalidad y sin complejos.

Pero un día me da un ataque de furia. Estoy acostado con una chica y hacemos todo lo que pueden hacer un hombre y una mujer cuando están acostados juntos. Y plantados en el umbral hay tres hindúes que no pierden un solo detalle. Al cabo de diez minutos les grito que se vayan. Se quedan impertérritos. Pero entonces los insulto en forma.

Uno de ellos, que ha comprendido mi inglés, saca a relucir un cuchillo y se abalanza sobre mí.

Por fortuna mi mochila no está muy lejos y tengo tiempo de sacar mi puñal antes que el otro me toque.

Rodamos por el piso. Él completamente vestido y yo totalmente desnudo, esgrimiendo nuestros cuchillos como en las mejores películas de aventuras. Es muy veloz y me cuesta bastante parar sus golpes, pues el sujeto está furioso, tiene los ojos inyectados en sangre y es obvio que lo que quiere es matarme. Y lo que es yo, con la dosis de droga que tengo encima, mis intenciones no son mucho mejores. Afortunadamente nuestras fuerzas son parejas y no logramos hacernos más que unos pocos arañazos.

Al cabo de cinco minutos comienzo a recuperar el control sobre mí mismo.

Todo esto es demasiado tonto: hay que ponerle fin. Guy, que está a nuestro lado, nos dice, a los gritos que somos unos imbéciles. El cuarto se ha llenado de gente y el dueño corre de un lado a otro pidiendo ayuda. Consiguen separarnos. Yo soy inflexible: exijo que el hindú no ponga más los pies en nuestro cuarto y que no vuelvan a espiarnos. El dueño trata de hacerlo razonar. El tipo asiente con la cabeza y me mira de soslayo. Le tiendo la mano. Sonreímos. Se acabó.

Y entonces, justo en el momento en que me doy vuelta para buscar mi pantalón pues acabo de darme cuenta que sigo completamente desnudo, oigo a Guy que grita:

—¡Cuidado, Charles!

Me agacho, y el sujeto me pasa por encima y se da contra la pared.

¡Canalla! Me tiro hacia él, blandiendo mi cuchillo, pero Guy y el dueño del hotel me agarran por la espalda mientras los hindúes sujetan por la cintura al tipo.

Estamos frente a frente, jadeando.

—Bueno —le digo al hotelero—, ya que el asunto es de este modo, nos marchamos todos. ¡Esto no puede seguir, un hotel de mirones que además nos atacan a cuchilladas! Vamos a quejarnos al consulado. Ya tendrán noticias nuestras.

El dueño se pone pálido. Evidentemente debido a su garito está aterrado de tener que vérselas con las autoridades, lo cual es equivalente a la policía.

Todos hablan en hindú.

Nosotros los europeos nos retiramos muy dignamente a nuestros apartamentos, a esperar el resultado de la discusión.

No han pasado diez minutos cuando oímos gritos, ruidos en la escalera y golpes en la puerta del hotel. El dueño reaparece. Camina doblado en dos y ostenta una amplia sonrisa. Se deshace en disculpas. Podemos quedarnos. No tendremos que temer. Acaba de echar a la calle al hombre del cuchillo.

Y realmente de ahora en adelante nunca más nadie nos incomodará. Esta vez nos hemos convertido en los verdaderos dueños.

Para ser más preciso, yo soy el patrón. Para los hindúes, en primer lugar, pues gracias a la pelea me he hecho acreedor a todo su respeto. Y en alguna forma también con los europeos. Con ellos no tanto por el asunto del cuchillo sino por mi cinturón de doble fondo. Pues aún me queda más de la mitad de los dos mil cuatrocientos dólares. Mil cuatrocientos o mil quinientos, si mi memoria no me falla. O sea el equivalente a ocho mil francos. Es inútil agregar que en un país donde un obrero gana, término medio, una rupia por día, o sea sesenta centavos, soy dueño de una fortuna.

Por supuesto que no he dicho a nadie lo que guardo en mi cinturón, y Guy se ha cuidado muy bien de revelar mi secreto: no hubiera pasado mucho tiempo sin que me asaltaran y me desvalijaran sin más trámite. Pero todo el mundo sabe que yo pago, y han adquirido rápidamente la costumbre de dejarme pagar. Lo hago, por otra parte, de buena gana. Nunca he sido amarrete y siempre me ha parecido lógico que en un grupo pague el que tiene dinero.

Con lo cual el hotel del francés vestido de negro y que tiene un solo ojo, adquiere fama rápidamente, en la comunidad hippie. Vienen de todas partes. El departamento del dueño está en la actualidad ocupado por veinticinco o treinta habitantes, vestidos de colorinches, con melenas largas y equipados con flautas, grabadores y guitarras. Los sirvientes no cesan de subir fuentes llenas de comida y de bajarlas luego vacías. Todo el mundo bebe, come, duerme y se droga prácticamente a expensas mías. El propietario está feliz, yo pago religiosamente todo y no le importa nada saber de dónde saco los dólares con tal que los siga sacando.

Y es así como, por primera vez, formo realmente parte de una comunidad hippie. Vivo rodeado de pintores, poetas y músicos; tengo una corte de muchachas encantadoras que me dicen «Te amo» en todas las lenguas occidentales. El dueño ha puesto a mi disposición y para mi servicio personal a dos boys. Uno de ellos es un chico de diez a doce años, con pie equino, pero que sale corriendo a hacer todos los mandados que le encargo y que duerme en el suelo delante de mi cama. El otro, visiblemente mayor, tiene veinticinco años, y dice ser pintor.

Me he convertido en su dios viviente gracias a que le di unos cuantos consejos para vender sus obras y le resultaron exitosos. Está convencido, además, que lo llevaré conmigo de vuelta a París. No me animo a decirle que por el momento tiene pocas posibilidades de lograrlo ya que Guy y yo estamos firmemente decididos a dar la vuelta al mundo. Nuestra idea es hacer nuestra próxima etapa en Malasia. Queremos ir por vía marítima y concurrimos metódicamente al puerto para tentar suerte. Nos rechazan en todos lados. Pero no nos desanimamos, y subimos durante la noche bordo de los cargueros clandestinamente, drogados por completo y despertamos a los capitanes… quienes nos echan uno tras otro. En quince días somos más conocidos que la ruda, por todos los marinos, aduaneros y policías del puerto de Bombay, pero nadie quiere tener nada que ver con nosotros.

No nos arredramos por eso: ya veremos más tarde. Por el momento sigamos con la gran vida. En medio de orgías de droga y amor, nuestras sesiones musicales un poco especiales y nuestras conversaciones filosóficas, literarias y artísticas, salimos a ratos a divertirnos y reírnos para nuestros adentros al contemplar las calles atascadas con embotellamientos monstruosos a la hora de la salida de los negocios, porque una vaca sagrada, sentada en medio de la calzada se espanta las moscas sacudiendo con fuerza su cola, también sagrada, mientras decenas de hindúes le hacen «pschitt» con la mano a una distancia respetable.

Vamos a que nos hagan cosquillas los limpiadores de oídos, y a que nos den masajes. Los masajistas de Bombay son asombrosos. Según parece son los mejores del mundo, y no me cuesta nada creerlo. Pero creo que su reputación se debe también a ciertas habilidades, algo especiales y que no dudan jamás en poner en práctica con los clientes, pero que la decencia me obliga a ocultar cuáles son. A la noche, cuando nos aburrimos de estar encerrados, vamos a la playa, encendemos unas fogatas y nos damos unos magníficos baños nocturnos.

El resto del tiempo es un continuo ir y venir de nuestro hotel a otro, situado a dos kilómetros, el Rex Hotel, un edificio hecho enteramente de madera, con balcones que dan a un pequeño patio interior, cerca de un famoso arco de triunfo, el Gate May, al borde del mar. Es otro hotel de hippies, ubicado al lado del hotel del Ejército de Salvación y del Sun Rise (Sol Naciente), un café que es el sitio de reunión por excelencia de los europeos.

Vamos y volvemos todo el tiempo de uno a otro hotel. A tal punto que en un momento dado tenemos un taxi exclusivamente para nosotros a un precio bastante elevado. El chofer trabaja sólo para nosotros. Está permanentemente parado en la puerta del hotel y durante el día hacemos diez o quince veces el viaje de ida y vuelta. Estamos todos invariablemente intoxicados y cada vez un poco más: las veladas son inolvidables. Resumiendo, es una aventura continua, hacemos y deshacemos amistades, innumerables historias, ninguna preocupación, ninguna complicación.

¡Qué vida maravillosa!

Al menos así lo creo yo, porque en realidad voy a pasar rápidamente al segundo período, al del opio. Y dentro de poco, aunque mi experiencia con el hachís haya sido extraordinaria, no guardaré de ella más que un pálido e insulso recuerdo. El hachís, comparado con el opio, es como un caldo de legumbres comparado con el coñac.

Fue gracias a una circunstancia fortuita que me dediqué a fumar opio. Pues en esos momentos seguía soñando con partir hacia Malasia: no era todavía un verdadero drogadicto que piensa tan sólo en la droga y que vive solamente para drogarse.

El hachís me producía unas sensaciones maravillosas sin duda, pero por el momento no era más que un extra en mi vida y no lo esencial.

A partir del opio todo cambiará.

Salí, pues, una mañana para reaprovisionarme de Bombay Black, el «Bombay negro», como se denomina al hachís que se produce en Bombay y que es el mejor de todos. Muy fuerte y perfumado, es el hachís más famoso. Está mezclado con un poco de opio y se necesita mucha menos cantidad que de los otros para «viajar». Se lo consigue solamente en el barrio chino. Es este el único lugar de Bombay donde la policía no mete las narices (la única ciudad de la India donde está permitido fumar es Benarés, pero ni siquiera hachís, sino la «ganja» que es mucho más débil).

El barrio chino de Bombay es un laberinto, un zoco increíble, típicamente chino, pero sin muchos chinos. La mayoría son hindúes.

Pero resulta que el Bombay Black se vende solamente en los fumaderos de opio. Para encontrar uno no es necesario tener la dirección. Basta con guiarse por el olor. El opio se huele desde muy lejos. Su aroma recuerda al del caramelo. La comparación no me pertenece, pero no encuentro una más correcta.

Ese día me interno, olfateando, por un dédalo de callejuelas, cuando repentinamente percibo un fuerte olor a caramelo.

Me detengo, husmeo el aire, me adelanto un poco: el olor parece concentrarse en un lugar. Es una pequeña casa, mitad de madera y mitad de adobe; es parecida a todas las demás, pero es allí donde percibo el olor a caramelo.

Golpeo. Nadie me contesta. Abro la puerta y entro en un largo corredor. En el fondo hay otra puerta. Golpeo con fuerza. Ninguna respuesta. Abro. Veo una escalera que baja. Desciendo por ella y llego a un sótano.

Estoy en un fumadero de opio del barrio chino de Bombay.

A primera vista, me defrauda un poco, no se parece en absoluto a lo que yo me imaginaba. Para mí, como sin duda para muchas personas de Occidente, un fumadero debe parecerse algo a un restaurante chino: luz difusa, tallas de madera, tapices en las paredes, etcétera. En suma un ambiente muy exótico.

Puede ser que haya algunos que tengan esta clase de decoración, pero el mío es más bien sórdido y decepcionante.

Sus dimensiones son bastante exiguas, tres metros por cuatro a lo sumo: todo a lo largo de sus mugrientas paredes unos tablones de madera a guisa de bancos. Delante de cada uno de ellos hay una mesita con los utensilios necesarios y una pequeña lámpara reluciente. El olor a caramelo es muy intenso. No hay ningún tragaluz ni ventilación de ninguna clase, y está tan oscuro que ni se ven las manos. Gracias si consigo ver sobre el banco de madera a mi derecha a un viejo esquelético, sentado en cuclillas. Está rodeado de copas. A su alrededor, hay cinco o seis fumadores acostados y además otro hombre en cuclillas, al lado de un fumador, preparándole una pipa. Me doy cuenta en seguida que el viejo es el dueño y el otro el sirviente. Todos están prácticamente desnudos. Y todos los lugares ocupados.

El dueño me explica que lo siente pero que está lleno. Voy a tener que esperar.

Le digo que vengo a comprar Bombay Black.

¡Ah! Bueno, eso es otra cosa. ¿Qué cantidad deseo? Le digo lo que quiero. Me lo entrega y le pago.

Salgo muy decepcionado. Porque repentinamente he sentido unas ganas terribles de probar el opio. ¿Será por todo lo que soñé cuándo era un adolescente, al leer los libros que narraban historias del Extremo Oriente? (¿No era acaso en un Tintin y Milou, no me acuerdo en cuál, que un episodio tiene lugar en un fumadero de opio?). ¿O será que a fuerza de fumar el Bombay Black me he intoxicado poco a poco con el opio que contiene?

Me inclino a creer que esta debe ser más bien la explicación correcta.

Pero la cuestión es que siento una necesidad imperiosa de fumar opio. Camino un poco por las calles, algo indeciso. Durante una media hora no consigo decidirme.

Pero finalmente vuelvo sobre mis pasos… ¡Imposible encontrar el fumadero! Me he perdido en ese laberinto de callejones, pequeñas plazas, pasadizos y patios.

Estoy furioso y camino a toda prisa cuando de repente siento otra vez el olor a caramelo.

Pero este me conduce hasta otra casa distinta de la anterior. Tiene el frente más blanco que las demás.

Cuando entro me quedo perplejo. No se ve nada. Recorro a tientas un corredor muy largo, de veinte a treinta metros tal vez, flaqueado por puertas a derecha e izquierda. Perfecto, ¿pero cuál será la puerta?

Abro bien la nariz y recorro el corredor en los dos sentidos. Me parece que donde es más intenso el olor a caramelo es en la tercera puerta a la izquierda de la entrada.

La abro.

Acerté. Ahí está el fumadero, directamente atrás de la puerta. Igualmente pequeño, tres metros por cuatro a lo sumo, con la misma decoración sórdida. A la derecha, sentado en cuclillas sobre el banco de madera un viejo esquelético, igual al anterior, un sirviente idéntico y unos hombres iguales a los otros. Inspecciono ansiosamente en la oscuridad: ¡hurra!, hay un lugar vacío. ¡Adelante con el opio!

No me preocupo mucho por la forma en que se fuma. Cuando estaba en Karachi tuve oportunidad de ver una vez cómo se hacía, pero de allí a hacerlo uno mismo hay una gran distancia. Pero con todo no me las arreglo tan mal.

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