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Segunda Parte

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—No puedo mirar más —balbucea—, me vuelvo.

Me afirmo sobre la piedra y me siento mientras Marlene desciende, y entonces comprendo inmediatamente a qué se deben los vómitos.

Nunca he visto nada más atroz. Jamás he imaginado, ni siquiera en las peores pesadillas, un espectáculo más espantoso.

Allí, frente a mí, en un recinto de quince metros de diámetro, un poco más debajo de la baranda de piedra que lo contornea, se encuentran tirados en cualquier forma, unos sobre otros, apoyados sobre montículos de huesos, una veintena de muertos.

Algunos están intactos, otros a medio deshacer por los buitres. Y otros no son más que un montón de podredumbre.

Hay sangre por todos lados, sobre los vestidos en jirones, sobre las piedras. Intestinos que se desenroscan como asquerosas serpientes verdosas. No se ven más que vientres abiertos, ojos reventados, piernas y brazos arrancados, trozos de carne, tórax hundidos.

Del otro lado, un buitre picotea un ojo, se endereza mirándome tranquilamente mientras pedazos de cerebro cuelgan de su pico. Otro sacude una nalga, haciéndola pedazos.

Pega tirones, arqueado sobre sus patas y el cuerpo se mueve, suavemente, sacudiendo las piernas como un miserable muñeco que casi parece estar vivo.

Hay viejos, hombres en la plenitud de su vida, jóvenes…

Hans me toca el brazo. Doy un respingo tan fuerte que casi me caigo. Por un segundo tuve la sensación de que un buitre se había posado sobre mí.

Hans está verde, como sin lugar a dudas debo estarlo yo también. Me señala con la mano algo a mi derecha.

A dos metros de distancia, contra la pared de piedra que la ocultaba hasta ahora, hay una muchacha acostada sobre la espalda con los brazos y las piernas en cruz. Está desnuda. Su cabeza está apoyada sobre un montón de huesos, un poco derecha, casi erguida.

El sol con su luz rasante ilumina de lleno su rostro. Sus ojos están cerrados. Parece dormida. Es muy bella.

Sus manos y pies son muy pequeños y finos.

Está intacta. Tiene un vientre suave y terso y pequeños pechos, algo separados, con pezones rosados.

Súbitamente unas alas se agitan pesadamente por encima de nuestras cabezas, sacudiendo el aire y haciendo agitar levemente nuestro pelo.

El buitre se posa sobre la muchacha, las garras de sus dos patas se afirman sobre la carne de las nalgas.

Espantados, no podemos dejar de mirar lo que sucede. El buitre pliega sus alas e inclina la cabeza. El pico monstruoso se adelanta y de un golpe seco, arranca la mitad de un pecho.

El cuerpo se sacude con el golpe y la cabeza se da vuelta hacia un lado, conservando la misma sonrisa y la misma expresión afable. El pico del buitre se clava otra vez.

—Me voy —dice Hans, con voz ahogada.

—Yo también. Vamos: con esto ya basta.

Y sólo entonces me acuerdo de que tengo una cámara fotográfica. Automáticamente, sin enfocar, aprieto el disparador lo más rápido posible, apuntando a derecha e izquierda hasta que sólo me quedan tres o cuatro fotos.

Las reservaré para fotografiar la alambrada, el muro y nuestra cuerda.

Guardo la cámara en mi campera. Desengancho la cuerda, la largo al aire, me sujeto con los brazos y salto.

Doy una vuelta de carnero y me pongo de pie. Salgo corriendo en pos de Hans y Marlene, que ya están en camino.

Mientras avanzamos miro el reloj. Son las siete menos cuarto.

—Corramos —le digo a Hans.

Pero por supuesto no encontramos nuestra senda primitiva. Por lo tanto debemos repetir el trabajo anterior: mirar cada paso donde pisamos, a la expectativa, esperando pegar un grito en cualquier momento al caer en una trampa para lobos.

Son más de las siete cuando finalmente vemos la alambrada a unos veinte metros de distancia. Respiramos de alivio.

En ese preciso momento un sordo gruñido nos inmoviliza. Entre la alambrada y nosotros hay un perro. Un moloso, un animal enorme de pelo corto con una boca inmensa. Está agazapado y nos mira con sus ojos inyectados, mostrándonos los dientes.

Al cabo de veinte segundo me doy cuenta de por qué ese perro se ha quedado allí en vez de estar comiendo con los demás, y por qué no nos atacó inmediatamente que nos vio.

Tiene aprisionada entre sus patas delanteras una especie de comadreja o de conejo, no sé bien qué es. Y el animal tiene una de sus patas de adelante atrapada por la trampa.

El perro debe de haberlo encontrado cuando disparaba al oír el silbato y prefirió esta carne fresca a la sopa de los sacerdotes.

Con un gesto llamo a Hans.

—Demos la vuelta alrededor del perro.

Lentamente, con el corazón latiendo con tanta fuerza que me parece que va a estallar en el pecho, giramos a la derecha. Cierro la marcha y camino de costado mirando al perro pues sé que nunca se debe dar la espalda a uno de estos animales guardianes.

Nos acercamos palmo a palmo a la alambrada. Ya no nos faltan más de cinco o seis metros.

Atrás de nosotros el perro nos observa sin moverse, con la fauces chorreando sangre y gruñendo todo el tiempo.

En un susurro les digo:

—Cada uno a su poste: tú Marlene a la derecha, tú Hans, el del medio, y yo el de la izquierda. Será más rápido.

Pero no podía dejar de suceder… Al caminar hacia atrás, como lo estoy haciendo, no veo dónde piso. Choco contra un tronco de árbol y me caigo cuan largo soy.

No bien me pongo de pie, oigo el ladrido del perro y el ruido de las ramas que se rompen a su paso.

De un salto me trepo al poste. Tres metros a mi izquierda, Marlene y Hans trepan frenéticamente.

Pego un salto, me sujeto al poste y trepo ignorando el alambre de púa que me destroza las manos.

Cuando creo que ya estoy a salvo siento súbitamente que me sujeta el pie izquierdo una garra hercúlea.

El perro de un salto ha logrado clavar sus colmillos en mi bota. Tira, sacude y gruñe furiosamente. Siento que estoy por aflojar. Los colmillos ya han atravesado el cuero de la bota…

En un último esfuerzo tironeo a mi vez.

¡La bota se me sale! El perro se desploma aullando de furia.

Tres segundos después estoy del otro lado.

¡Uf! Treinta y siete veces ¡uf!

El resto es juego de niños.

Indiferente a los aullidos ensordecedores del perro que ahora ya no puede hacer nada, tiro la soga, el gancho se afirma y trepamos el muro exterior; bajamos y llamamos a Roy que se acerca a toda carrera. Estaba a cien metros de distancia. Corremos en dirección de la ruta, riéndonos a las carcajadas. Yo rengueo y hago muecas cada vez que una piedrita se incrusta en mi pie descalzo.

A mediodía voy con Roy, a quien le devolví la máquina de fotos para que las hiciera revelar lo antes posible, al estudio de un corresponsal local de un diario inglés. Me quedé con él para presenciar la revelación de la película.

Saca el negativo del agua y enciende la luz. Miramos.

No hay nada. ¡La película está totalmente negra!

—¡Grandísimos canallas! —dice Roy—. Me han vendido una película vencida.

Saca de su bolsa otra que compró al mismo tiempo que la anterior y verifica la fecha de vencimiento. En la caja dice: septiembre de 1964.

La película está vencida desde hace cinco años.

De no haber sido por Agathe y su influencia sobre mí, no hubiera llegado tan lejos. Pues como ya lo dije anteriormente, en la actualidad aunque fumo permanentemente el shilom, a pesar de que me he dedicado con entusiasmo al opio y que una noche probé la morfina con el éxito conocido, no soy todavía un verdadero drogadicto. Estoy a tiempo para dar marcha atrás y sin que me resulte demasiado penoso. Basta con que cambie la curiosidad por la droga por el deseo de viajar. Lo cual no me daría mucho trabajo. ¿Acaso viajar no ha sido siempre mi mayor placer, mi verdadera pasión?

Siempre conservo bien plantado en mi corazón el proyecto del viaje alrededor del mundo. Y Guy es el compañero ideal para eso.

Hemos convenido que después de Bombay partiremos hacia Madrás y allí nos embarcaremos rumbo al este. Adiós a la droga, muchas gracias por el placer que nos ha dado y por su descubrimiento. Adiós a las experiencias y las amistades y volvamos a asuntos más serios. ¡Partamos de una vez!

Cuántas veces he sonreído después pensando que yo, el hombre que se creía fuerte y duro, el que terminaba siempre bruscamente las aventuras cuando estas se prolongaban demasiado, haya entrado a formar parte de la cohorte de drogados por culpa de una chica y me haya convertido en poco meses en el más junkie de los junkies y que vacilante, esquelético, afiebrado, cubierto de llagas, me haya internado en hostiles montañas de Asia con un solo fin: acabar de una vez por todas…

Un día Agathe y su amiga Claudia deciden abandonar Bombay y partir rumbo a Katmandú.

Naturalmente, Agathe me pide que la acompañe. De acuerdo con su mentalidad, nada más lógico ya que somos amantes.

Para mí la noticia constituye un fuerte golpe. Porque si bien es cierto que siento cierta curiosidad por conocer Katmandú, mayor es la que siento por ver la otra mitad del globo, en la que abundan puertos, ciudades, rutas, travesías, aventuras y que todavía me falta recorrer para poder así completar mi vuelta al mundo.

Pero el problema consiste en sepárame de Agathe. ¿Convencerla de que nos acompañe a Guy y a mí? Ni pensarlo, es difícil viajar en compañía de una muchacha. Y aunque decidiéramos llevarla, deberíamos cargar también con Claudia, la que de un tiempo a esta parte se ha convertido en su compañera inseparable. No, es imposible.

Y entonces, a mi gran sorpresa, me oigo contestarle a Agathe que iré con ella a Katmandú, pero no enseguida.

Le digo que me ha tomado desprevenido y que debo arreglar unos asuntos con Guy antes de partir. Que me deje su dirección y que me reuniré con ella dentro de unos días.

Me entrega entonces un pedazo de papel en el que ha escrito estas dos simples palabras: Oriental Lodge. Es el nombre de un hotel.

Y se marcha.

Si al quedarme allí solo hubiera partido en seguida con Guy rumbo a Madrás, creo que la habría olvidado rápidamente lo mismo que olvidé a Salima y a Gill.

Pero interviene la mala suerte. Me encuentro con un tipo que llega de Madrás y me cuenta, algo desanimado, que durante tres semanas estuvo tratando de embarcarse sin ningún resultado. Mejor será buscar otra cosa. Como todavía me queda algo de dinero, podría pagar mi pasaje en barco, pero Guy ha tocado fondo.

No me costó mucho trabajo convencerlo de que me acompañara a Katmandú. Nos quedaremos allí durante un tiempo y luego veremos qué pasa.

Y aquí estamos, instalados en el tren. Pasamos por Nueva Delhi, pero muy rápido, sin detenernos y llegamos luego a Benarés, nuestra primera escala.

Benarés es, para todos los que la conocen, la ciudad de los dos mil templos, la ciudad santa. Y en realidad es una ciudad muy especial. Allí convergen toda la miseria y toda la chusma. Los mutilados y los enfermos. Todo lo malo que hay en la India se junta en Benarés. No es una ciudad muy grande pero está superpoblada. Es también la ciudad por donde pasa el Ganges, el río sagrado. Es en fin una ciudad en la cual, al instante de llegar, se tiene la sensación de estar en un ambiente totalmente místico. Es algo que flota en el aire.

Por todos lados se siente una especie de tensión, de electricidad mística. Toda la gente parece estar rezando, aun en medio de las ocupaciones más comunes de la vida diaria, tanto en los zocos como en las grandes avenidas. Todos los templos están tan saturados por el aroma del incienso, que a veces se nos cierra la garganta. Y además se siente el olor rancio de la enfermedad, de la podredumbre y de los muertos. Muertos de hambre, muertos por el cólera, muertos de una cuchillada en un callejón. Y por encima de todos los olores, otro que flota por todas partes y que aumenta en intensidad a medida que uno se acerca al río: el olor de las incineraciones.

Pero aparte de todas esas violentas sensaciones, Benarés será siempre para mí la ciudad donde presencié la escena más desagradable que jamás haya visto.

Tuvo lugar una preciosa mañana de sol en uno de esos barcos que están amarrados a lo largo del muelle, bordeando el famoso mercado y que se balancean suavemente por la correntada del río.

El día anterior Guy y yo abandonamos el hotel donde nos alojamos a nuestra llegada. Era muy sucio y demasiado caro para lo que nos brindaba.

Un hippie que encontramos en una casa de té nos dijo que se podían alquilar camas a bordo de unas especies de barcos-hoteles.

No cuestan caro, estamos ubicados en el mismo centro de la ciudad, y bastante cómodos.

Y nos instalamos en una gran chalana repleta de peregrinos. Es sumamente barata y muy aceptable, inclusive más limpia que otros lugares.

Los peregrinos que nos rodean fuman una especie de pipa de agua.

No le ponen hachís sino algo que parece barro seco, similar al tabaco, pero que visiblemente no lo es.

Me doy cuenta en seguida que se trata de la ganja o dicho de otro modo el Kif, la marihuana de la India. Creo haber dicho anteriormente que en Benarés, a diferencia del resto de la India, no es necesario ocultarse para fumar. Allí la ganja está permitida.

Le pregunto a mi vecino que habla un poco el inglés, en donde puedo conseguirla. Me contesta que se la compró a un pequeño revendedor que recorre los barcos. No va a tardar mucho en venir.

Efectivamente, unos veinte minutos después veo llegar a un chico de siete u ocho años, vestido con harapos y que lleva en bandolera una bolsa de yute. Está increíblemente sucio y se espanta, maquinalmente y sin cesar las moscas de los ojos, los que son muy bellos. Cuando lo llamo me obsequia con una amplia sonrisa.

Se acerca corriendo ágilmente como un cabrito, y se sienta en cuclillas frente a mí.

—¿Cuánto quieres, sahib? —me pregunta en un inglés bastante pasable.

Le pido que abra la bolsa y elijo el equivalente a un paquete de «gris» y lo pesa en una balanza de platillo.

Le pago y se marcha a los saltos.

Pocos minutos después, Guy y yo estamos instalados fumando en una pipa que nos prestaron. Es muy bueno pero muy liviano. Como estamos tan acostumbrados al hachís, debemos triplicar las dosis para comenzar realmente a flotar.

Pero una vez conseguido el efecto, nos sentimos muy bien. Nos acostamos al sol sobre nuestras bolsas de dormir con las manos debajo de la cabeza y nos entregamos a nuestros pensamientos.

—¿Qué te parecería un baño?

—¿En dónde?

—En el Ganges, por supuesto.

—¿Has mirado bien lo que es el agua?

Guy se inclina y observa y yo observo junto a él.

El agua es amarillenta y terrosa. Si uno la examina desde cierto ángulo y de lejos, parece un barro líquido muy opaco.

Un poco más lejos de donde estamos da la impresión de ser bastante clara.

Le señalo a Guy el horno de incineración que hay río arriba.

—¿Te das cuenta todo lo que arrojan allí?

—¡Bah! Sólo cenizas —me contesta.

—¿Llamas cenizas a eso?

A dos metros de donde estamos pasa un brazo horriblemente quemado, chorreando un poco de sangre que se diluye en el agua. Al lado flotan cáscaras de frutas y un perro muerto con la panza para arriba.

—¡Puaj! —dice Guy haciendo arcadas—. Es repugnante.

Pero me señala a unos chicos que nadan y se zambullen como pescados, riéndose a carcajadas, a veinte metros de distancia.

—Mira —me dice—. Ese es nuestro pequeño vendedor de ganja. Tiene razón, el chico está allí junto con otros más.

—Es el momento de llamarlo —dice Guy—, nos queda poca ganja. Y comienza a llamar al chico a los gritos.

El pequeño nos reconoce y se deja llevar por la corriente hasta donde estamos.

—¿Ganja? —le dice Guy—. ¿Te queda algo todavía?

Riéndose nos hace señas que no tiene. Promete volver esta noche cuando consiga más.

Haciendo gestos y riéndose nos invita a zambullirnos.

Guy y yo nos quedamos inmóviles, un poco asqueados, pero el chico insiste.

—Come, come, good…

¡Bah!, si él lo hace también podemos hacerlo nosotros, ¿verdad?

Al poco rato estamos dentro del agua, completamente desnudos, junto al chiquillo que se ríe a carcajadas y nada delante de nosotros haciendo a un lado todo lo que flota para evitar que nos toque.

Llega la noche y el chico no aparece.

Manifestamos nuestra inquietud a los otros habitantes del barco. Ellos también están sorprendidos. El chico pasa habitualmente todas las noches. ¿Qué sucederá? Al cabo de dos o tres horas, decidimos que no debe de haber conseguido la ganja y que volverá mañana; luego de fumar una última pipa nos acostamos, pensando que tal vez el chico sea un despreocupado como lo es tanta gente en Oriente y que olvida sus promesas con facilidad.

Todavía me arrepiento de haber tenido semejante pensamiento.

A primera hora de la mañana descubriremos aterrados la espantosa verdad.

Alrededor de las seis o siete nos despertamos sobresaltados al oír unos alaridos.

Es una voz aguda, la voz de un chico que grita. Y los gritos son espantosos, inaguantables.

Al principio estridentes, pero luego se transforman en un largo y horrible quejido que brota del fondo de la garganta y que aumenta, aumenta, se detiene y luego comienza nuevamente, sin descanso.

—¡Me parece que es el chico nuestro! —exclamo—. Esa es su voz.

—¿Te parece? —replica Guy—. Estás loco…

—Te lo aseguro, presta atención.

También se han despertado algunos de los que dormían a nuestro alrededor, apoyados sobre el codo, se ponen a escuchar.

Parecería que los gritos vinieran de río arriba, como de tres o cuatro barcos más lejos que el de nosotros.

—Por allí era donde nadaba el chico ayer —le digo a Guy.

—Tienes razón, es muy extraño.

—Vamos a ver.

Nos dirigimos al muelle justo cuando el Sol comienza a despuntar. Costeamos la orilla del río lo más rápido que podemos.

Nos guiamos por la voz, ahora algo más amortiguada. Muy pronto se convierte en una especie de ral. Luego, nada…

Pero ya no necesitamos de ella para guiar nuestros pasos. Sobre la cubierta del cuarto barco río arriba, hay un grupo de hombres y mujeres. Alrededor de diez.

Debe ser seguramente allí.

Saltamos al barco y nos acercamos.

Y vemos en el medio de la cubierta una escena infernal.

Un hombre blandiendo un cuchillo ensangrentado en su mano, está inclinado sobre un pequeño cuerpo tirado sobre la cubierta.

Otros dos sujetan al cuerpo con los brazos en cruz y un tercero lo agarra por las caderas, arrodillado sobre la pierna derecha.

El chico tiene la cabeza dada vuelta hacia un lado. Está blanco como un papel. Se ha desmayado.

Es nuestro pequeño vendedor.

Nadie necesita sujetar ahora su pierna derecha.

Está cortada arriba de la rodilla…

Con dos o tres hábiles movimientos el hombre termina de cortar los últimos pedazos de carne que unen todavía la pierna al muslo. Hace un torniquete para detener la hemorragia, escarba la herida y la cubre con un lienzo.

Por un momento pienso que el chico ha tenido un accidente y que esa es la razón por la cual le han amputado la pierna.

Pero no es así, la pequeña pierna cortada, chorreando sangre y apoyada sobre la cubierta, está intacta, totalmente sana.

¡Han mutilado deliberadamente al chico!

Esto es un ejemplo de lo que puede verse en la India del año 1969, en pleno siglo XX.

Guy y yo, llenos de espanto y creyendo a duras penas en la realidad de esa pesadilla, insultamos a un hombre y una mujer que están allí sentados, plácidamente, detrás del chico desvanecido y al que han abandonado al rayo del sol.

Nos miran con una mirada inexpresiva, sin darse el trabajo de contestarnos.

—¿Qué es lo qué pasa? ¿Qué le han hecho al chico? ¿Por qué? ¿Por qué?

Grito y sacudo al verdugo agarrándolo por los faldones de su camisa.

Me empuja, profiere un insulto y nos amenaza con su cuchillo.

Mi furia es tal que no sé cómo hago para no arrojarme encima de él, pero los demás se paran a su lado y sacan a relucir otros cuchillos.

Las miradas se vuelven torvas.

Sé muy bien que en Benarés es muy fácil recibir una puñalada por el solo hecho de ser europeo y aparentar tener una billetera bien forrada.

Insistir sería una locura. Por otra parte, Guy, aterrorizado, me empuja hacia atrás.

—Ven pronto —me dice—: no te hagas el idiota.

Retrocedemos y volvemos al muelle.

Antes de partir echo una última mirada al barco.

Una mujer está inclinada sobre el chico, abofeteándolo para hacerlo volver en sí.

El verdugo agarra la pierna y la tira al río, donde se aleja arrastrada por la corriente.

La pierna del pequeño vendedor del Ganges de ocho años de edad nunca más volverá a correr ni a bailar.

Cuando regresamos a nuestro barco, el patrón del mismo nos explica lo sucedido.

Han mutilado al pequeño para hacerlo mendigar.

Porque un niño mutilado da mucha más pena, y se obtiene más dinero. Más que vendiendo ganja, la cual por otra parte es fácil de conseguir en cualquier lugar.

Le describo el verdugo al patrón del barco. Lo conoce.

Es el padre del chico.

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