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Tercera Parte

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TERCERA PARTE

Dieciséis centímetros cúbicos de morfina

No podemos quedarnos ni un minuto más en Benarés la ciudad donde se mutila a los niños para hacerlos mendigar. Esa misma noche nos metemos en un tren carreta que se sacude como una coctelera y zarpamos rumbo al norte, hacia Raxaul.

Cuando llegamos a Nepal, nos pescamos una borrachera fenomenal. Pues el alcohol, que es tan difícil de conseguir en la India, tiene venta libre en Nepal.

Pero transcurrirá mucho tiempo hasta que nos entreguemos otra vez a la bebida, pues si bien al fumador de hachís le sigue gustando el alcohol, al dedicarse a las otras drogas ya no se tienen más ganas de beber.

No hay más que una sola vía de acceso desde la frontera hasta Katmandú: la ruta. Y (aparte del ómnibus que es muy caro) solamente dos medios de transporte: encontrar un auto, lo cual resulta bastante problemático, o viajar en un camión. El viaje cuesta entre siete y ocho rupias y es digno de Homero. Los camiones van repletos. Los nepaleses se amontonan en todas partes, inclusive arriba de la lona que sirve de techo. Además de pasajeros están repletos de mercaderías. El nuestro transporta bolsas de azúcar en polvo, lo que en realidad no resulta muy desagradable pues la ruta es pésima.

Nos ubicamos trabajosamente en un rincón… ¡y Guy comienza a marearse! Y seguirá mareado durante todo el trayecto.

El camino no contribuye a mejorar su estado. Casi de inmediato comienza a trepar, con curvas muy cerradas, bordeando precipicios.

Partimos a las siete de la mañana y llegamos a Katmandú alrededor de las cuatro o cinco de la tarde.

Es el 4 de Julio de 1969.

Dentro de seis meses, con sólo seis días de diferencia, me encontrare en un avión rumbo a París, medio muerto.

Pero, por el momento, bajo del camión sintiéndome fuerte, tranquilo y con todos mis sentidos bien despiertos.

Me encuentro en una ciudad asiática chata, no muy grande, casi igual a las demás, es decir, repleta de gente, de templos y de cúpulas que asoman por todas partes. Pero esta tiene algo especial: el aire es sumamente liviano, como corresponde, ya que Katmandú se encuentra a mil metros sobre el nivel del mar, y a lo lejos se ven las cumbres nevadas del Himalaya. Lo primero que me llamó la atención fue esa liviandad del aire. Es evidente, muy oxigenado, revitalizante.

Al llegar (¡oh! Ironía cuando recuerdo lo que luego me sucedió) me digo a mí mismo:

—Aquí por lo menos me voy a oxigenar.

Sin pérdida de tiempo salimos en seguida con Guy a buscar el hotel donde acordamos reunirnos con Agathe y Claudia, el Oriental Lodge.

Lo encontramos no muy lejos de la oficina de turismo, en una pequeña callecita de la ciudad antigua.

Allí esta Agathe.

Besos, abrazos, gritos de alegría. Y mucho amor…

No obstante lo cual me instalo en un cuarto para tres personas con Guy y otro francés llamado Michel, pero sin Agathe, que se queda con Claudia.

Naturalmente yo soy el que paga. Guy, como ya lo sabemos, sigue en la vía y Michel tuvo un triste percance en Nueva Delhi. Le robaron todas sus cosas en plena plaza Central. El tipo debe haber sido bastante fuerte, pues Michel dormía sobre el césped, apoyando la cabeza sobre la bolsa y está atada a su muñeca, lo que no impidió que le robaran la bolsa con todo lo que tenía adentro por supuesto, sin que se percatara de ello en absoluto.

Michel se marchará muy pronto. Siempre quiso ir a Afganistán.

Luego me enteraré de que jamás llego, cuando estaba en Calcuta se enloqueció de resultas de la droga. Se dejó robar todo el dinero. Lo vieron andar por las calles durante unos días, como si fuera un vagabundo, balbuceando palabras sin ton ni son.

Y una noche desapareció.

Por el momento el hotel nos causa una buena impresión.

Es muy pequeño, sin lugar a dudas, con los techos muy bajos como todas las casas de Nepal pues los nepaleses miden entre un metro cincuenta y uno sesenta. Tiene muy buenos cuartos, revestidos de madera y todas las comodidades, inodoros y baños, en el pasillo. Un confort poco común en Oriente. Ni más ni menos que lo que sería un hotel categoría B en Europa. Evidentemente es caro; cuesta cinco rupias por persona y por día. Está ubicado en pleno centro, en una pequeña calle que da sobre la Plaza de los Templos, y donde se encuentra la oficina de turismo y un templo en cuyo balcón aparece de tanto en tanto una chicuela cuajada de alhajas y vestida con telas bordadas en oro, y que da la impresión de estar mortalmente aburrida. Tiene diez u once años y es la reencarnación de una diosa; todos los años los sacerdotes la reemplazan por otra.

Como lo hago siempre que llego a un hotel nuevo, el primer día doy una recorrida por los cuartos para ver qué tal es el ambiente y enterarme de quiénes son los que viven allí. Luego me dedico a estudiar los puntos exteriores estratégicos; restaurantes, clubes nocturnos, otros hoteles. Averiguo dónde queda el correo (de suma importancia cuando uno viaja, debido a la correspondencia y los mensajes) el Tourism Office, la embajada de Francia, etcétera.

En una palabra, hago lo más rápido posible mi composición del lugar, sin olvidarme de averiguar quiénes son los vendedores de droga por supuesto, y de comenzar a tender mis redes, para ver si se puede realizar algún negocito, aquí o allí.

Al cabo de pocos días termino de realizar mi gira y consigo reunirme con los principales datos.

Me parece que será mejor que antes de relatar mis aventuras en Katmandú empiece por explicar bien la geografía del lugar. Tengo miedo que de lo contrario les resulte muy difícil ubicarse, y todos los lugares que voy a mencionar tienen su importancia.

Comenzare por lo tanto con los hoteles, pues eran en cierto modo las «bases de operaciones» de las colonias europeas y hippies de Katmandú.

Por supuesto el Oriental Lodge no es el único hotel. Los hippies se distribuyen en varios otros según sus gustos, o más bien, según sus medios.

No pueden ni pensar en ir a vivir a los dos palacios, el Royal Hotel y el Soaltie Hotel.

Son dos hoteles de gran lujo. Solamente se alojan allí los turistas muy ricos. Yo pasé varios días en uno de ellos, a propósito pero no es el momento aún de relatar este episodio de mi vida en Katmandú.

El Royal Hotel es realmente muy lindo; es un palacio antiguo regalado por el rey Maherdra Bibr Rikra, hace unos cuantos años, a un aventurero europeo llamado Boris. El tal Boris se ganó a tal punto la confianza del Rey y le prestó tantos servicios, que en agradecimiento, este le obsequio el palacio. Boris lo transformo rápidamente en hotel.

En cuanto el segundo palacio, el Soaltie Hotel, es un hotel de la misma categoría de los famosos Hiltons internacionales. Volveré a referirme a él cuando llegue el momento de relatar la época en que frecuentaba a una sorprendente escritora. Eliane M.

El Quo Vadis es el segundo hotel hippie de Katmandú y el más famoso de lejos. No creo que en todo el mundo haya un hippie que habiendo viajado un poco, no lo conozca por lo menos de reputación el Quo Vadis.

Está situado a cien metros del Oriental Lodge, y frente mismo a la gran plaza central, la Plaza de los Templos.

Es el hotel más famoso, en primer lugar porque fue el primero en admitir hippies y también por lo que sucede en su interior. Su dueño al que llaman Uncle (tío en inglés) está permanentemente intoxicado. Fuma sin cesar.

Su único negocio es la venta oficial de hachís y de opio. No obliga a nadie a pagar su cuarto. Con esas condiciones, evidentemente el hotel está repleto. Todos van a parar allí. Pero muchos hippies no se resuelven a quedarse pues es realmente muy sucio.

Su frente llama enseguida la atención. Es muy angosto y estrecho, tiene en cada piso (son cinco en total) pequeños balcones de madera calada muy antiguos, muy bonitos, que parecen una puntilla.

Su interior es un tugurio. Cuartos que de ellos tienen solamente el nombre. En realidad son cuartos oscuros, sucios, la mayoría con piso de tierra apisonada, sin camas, tan sólo unos jergones tirados en el suelo. Ningún baño, nada más que una canilla en un lavadero de la planta baja.

No obstante uno de sus cuartos es famoso. Está en el tercer piso y a mi llegada a Katmandú está ocupado por un alemán.

Está decorado con mucho gusto. Del techo cuelgan esculturas móviles. Las paredes están cubiertas de pinturas psicodélicas hechas con una jeringa. El ideal para «viajar» luego de haberse inyectado una dosis.

En ese cuarto del Quo Vadis se fuma y se inyecta droga permanentemente. Durante las veinticuatro horas del día. Allí dentro hay algunos que no han visto el Sol desde hace varias semanas.

En todo Katmandú es el cuarto donde se han vuelto locas más personas, una cantidad impresionante de muchachos y chicas han perdido la razón allí dentro.

Una muchacha se murió allí una noche.

Se lo llama el cuarto de los chiflados.

Otro motivo de la fama de que goza el Quo Vadis es que Uncle, su dueño, organiza unas orgías de drogas.

Y en el Quo Vadis pasaré realmente del otro lado de la barrera gracias a mi primera inyección de metedrina.

Se llama Garden Hotel, el tercer hotel donde me instalaré por mi cuenta cuando la vida en el Oriental Lodge se vuelva intolerable.

Está ubicado en el límite con los suburbios, en el centro del barrio antiguo, al lado del río. Da sobre una calle de tierra. El hotel es semejante a los anteriores pero tiene una ventaja: un gran jardín cubierto de césped más o menos cuidado.

Su interior es un poco más sucio que el Oriental Lodge, pero en cambio tiene duchas. Además de unas treinta habitaciones en total, bajo el desván hay dos grandes dormitorios colectivos. Los cuartos tienen camas y los dormitorios jergones.

Existen además otros hoteles para cuando se está realmente muy mal de fondos. Y que de hotel solamente tienen el nombre. El Jet Sing y el Match Box.

Pero los peores de todos son el Oasis Hotel y el Coltrane Hotel ubicados en la ciudad antigua y no muy lejos del río.

Son en realidad unas pocilgas, unos establos para ovejas. Su techo es tan bajo que los clientes un poco altos tienen que caminar doblados en dos, y ni soñar con cuartos privados, hay solamente dormitorios comunes con unos jergones tirados en el suelo y unas mantas rotosas e inmundas.

El Paris Hotel tiene una clientela bastante numerosa; en primer término porque se tocan discos de música europea y luego porque en el restaurante ubicado en la planta baja, se sirven comidas a base de ganja.

Además dos de las mucamas son prostitutas. Las únicas en todo Katmandú.

Dos chiquilinas bastante bonitas que están dispuestas durante las veinticuatro horas del día a acostarse con los clientes. Pues en todo Katmandú, no hay otro restaurante igual a este, abierto día y noche. Lo cual no quiere decir que resulte muy fácil ser atendido durante la noche. Es necesario despertar a los sirvientes que duermen sobre las mesas o debajo de ellas o en cualquier parte, y como están tan drogados es necesario reclamar insistentemente la cuenta una vez finalizada la comida. No piensan más que en acostarse.

Pero el Paris parece un palacio al lado del Coltrane.

Se recurre al Coltrane cuando se está totalmente en la vía. Es el más barato de todos, cuesta entre veinte y treinta por noche, o sea alrededor de diez a quince centavos. Las paredes y el piso están más sucios y el techo es más bajo que en los demás. Para subir la escalera, cuyos escalones están sueltos, hay que agachar la cabeza. Los cuartos solamente pueden describirse como conejeras, todo a lo largo de las paredes hay unos tabiques de madera que separan las esteras tiradas en el piso.

La primera noche que pasé en el Coltrane me dio tanto asco, que preferí acostarme en el piso del hall de la escalera.

Por supuesto que muchos de esos hoteles tienen servicio de restaurante pero los hippies tienen además sus propios restaurantes.

Y a la cabeza de ellos figura el Cabin Restaurant.

A mi llegada a Katmandú es el restaurante de moda, el lugar donde se reúnen los hippies todas las noches.

Está ubicado en la ciudad antigua, al final de una callejuela oscurísima. Hay que conocerlo realmente para darse cuenta de que está allí. Su interior consta de un cuarto largo que tienen la caja a la izquierda. Las paredes son negras (sólo mucho más adelante estarán cubiertas de pinturas psicodélicas). De cada lado hay tres mesas de mármol y al fondo dos arcadas formadas por dos columnas. A continuación un patio interior con unos baños inmundos, adonde no se puede ir sin llevar una vela.

La cocina es tan sucia que es mejor no poner nunca los pies en ella, pues de otro modo resultaría imposible probar bocado alguno. El dueño, de ojos inyectados, está permanentemente drogado. Pues además de fumar el shilom por su cuenta, lo hace también con todo el mundo. Es el principal vendedor de hachís, más importante aún que los goverments-shops, los negocios del Estado.

Otra razón del éxito del Cabin Restaurant, es que se toca música europea y a la noche los drogadictos vienen a soñar al compás de los Beatles o los Rolling Stones.

Además de los hippies es también frecuentado por los turistas. Es la mayor atracción de Katmandú, más aún que los templos. Todos los turistas quieren conocer el Cabin, pues están seguros de encontrarse allí con el extraordinario espectáculo que brindan los hippies que se drogan y fuman.

Estoy convencido de que montones de turistas vuelven de Katmandú con una cantidad de fotografías de los hippies, pero sin haber sacado una sola foto al Himalaya.

Existe además una colección de restaurantes menos conocidos que el Cabin, lo cual no quiere decir que en ellos no sucede nada, todo lo contrario.

Están más o menos en el mismo barrio, en la ciudad antigua, por lo que se puede ir caminando de uno a otro, según lo que en ese momento se nos ocurre o según donde se haya convenido encontrarse.

En primer lugar figura el Capital, es un restaurante chino, el único posible, ubicado en la calle principal. El Lido es también un restaurante chino pero más caro que el anterior. Vamos muy rara vez, y cuando a veces lo hacemos nos morimos de risa cuando al entrar, vemos colgado justo arriba de la cabeza de la dueña una pizarra donde ella escribe el plato del día. Justo sobre su cabeza. Con lo cual parece que la leyenda se aplicara a ella. Y según los días, a veces es «pato», «buey» o «puerco».

El Indirah es muy exclusivo y muy caro. Cuando vivía en el Oriental y era todavía relativamente rico, iba a menudo, sobre todo por la mañana a desayunarme un café chocolatado y lo que llaman french-toasts, que consiste en pedazos grandes de miga de pan, mojados en huevo y calentados en el horno, cuyo gusto se asemeja al de las torrejas.

El Ravi Spot es chiquito y deplorable, pero práctico pues queda cerca del Oriental Lodge.

El Tashi, peor aún que el Ravi Spot, pero allí en cambio es donde se encuentra el mejor Dal Bat, que es un arroz hervido en agua y servido junto con un bol de jugo de lentejas partidas (y a veces de legumbres) que es el plato nacional nepalés: mucha gente come solamente eso durante el año entero, mañana, tarde, y noche, y se habitúan en tal forma que según me confesó un nepalés que conocí en Katmandú quien se había ganado una beca para estudiar en París durante tres meses, se volvió a su suelo natal al cabo de un mes ¡pues no podía pasar más tiempo sin su Dal Bat!

Otras especialidades del Tashi son una especie de berenjena verde que preparan con toda clase de salsas, pero siempre muy condimentadas, las banannas frittes, los pancakes y todas las frutas del Oriente: dátiles rojos de gusto áspero, pequeñas naranjas muy perfumadas, mangos colorados, fibrosos y amargos.

El Himali Cold Drink, llamado Cold pues es el único que posee una heladera enorme, es muy popular entre los drogadictos pues tiene una especialidad que agrada mucho cuando se pierde poco a poco el apetito a fuerza de drogarse y ya resulta imposible comer carne, arroz o salsas. Se llama lassi y consiste en una especie de cuajada que se traga muy fácilmente y es muy digestible. Se sirve en unas vasijas de barro. Una variante del mismo y por cierto muy apreciado es el bang-lassi que es el lassi mezclado con hachís. Un verdadero néctar para los drogadictos ¡alimentarse y embriagarse al mismo tiempo!

En cuanto a la leche propiamente dicha, es siempre leche de cabra, cuyo sabor es tan fuerte que es imposible tomarla si no se mezcla con agua por partes iguales. Los quesos son todos muy fuertes y muy fermentados.

Pero además de todos estos platos, en la mayoría de los restaurantes (y realmente resulta sorprendente los primeros días, en esta ciudad que parece estar en los últimos confines del planeta, a miles de kilómetros de Europa) de todos lados, hasta en los restaurantes indígenas, se puede comer un bife con papas fritas. Las papas bastante aceitosas, y el bife de carne de búfalo, no de vaca. En Nepal hay solamente búfalos y su carne es sumamente dura.

Lo mismo sucede con los espaguetis.

Pasemos ahora al renglón bebidas: En Katmandú es inútil pedir vino a menos que sea en los dos palacios de los que ya hablé. No existe. Hay dos únicas bebidas: agua y té. Y dos clases de alcohol: uno blanco que se hace con el germen de arroz y otro del mismo color que el coñac pero amargo y áspero.

Por supuesto que hay numerosos tea-shops, que tienen una gran variedad de masas, la mayoría oriental, hecha con una masa muy azucarada, marrón blancuzca, perfumada con toda clase de esencias, especialmente de almendra.

Todos estos detalles sobre la alimentación son válidos solamente para Katmandú. No bien se sale de la ciudad se pasa a la Edad Media, es decir a una miseria difícil de imaginar.

Los pueblos viven únicamente de sus productos. Por lo tanto la gente come solamente lo que cultiva. Por ejemplo un pueblo que cultiva la remolacha comerá nada más que remolacha durante meses enteros, hasta que llegue la cosecha de zapallitos, los que constituirán su alimento hasta que vuelvan a crecer las remolachas, y así sucesivamente. Unas pocas frutas, un poco de queso y eso es todo. Nada más. No tienen ni siquiera té.

El mismo día de mi llegada al Oriental Lodge, entro a formar parte de lo que solamente puede llamarse un mundo de locos.

Una locura que por el momento todavía me sorprende pero que dentro de poco tiempo se convertirá en un elemento normal de mi propia existencia. Lo cual no debe olvidarse bajo ningún concepto cuando uno trata de imaginar lo que han sido esos meses durante los cuales una colonia de drogadictos europeos se instala en la capital del Nepal antes de ser diezmados poco a poco por la locura, las sobredosis, las hepatitis, las expulsiones. Durante la época a la que me refiero, la vida en Katmandú no es vida común. Los actos más sorprendentes, las conversaciones más insensatas, los excesos más grandes son moneda corriente. Somos una pequeña sociedad que vive en un estado permanente de ebriedad, provocada por las decenas de drogas de todas clases que fumamos, comemos, tomamos e inyectamos en nuestras venas. Lo único que regula nuestras relaciones es una electricidad permanente. Mañana, mediodía, tarde y noche son palabras que no tienen ya más significado. El ritmo solar ha dejado de existir. Comemos cuando tenemos hambre, pero nunca a horas regulares; dormimos cuando las ganas de dormir son más fuertes que la excitación que produce la droga. Lo normal ha dejado de existir. La anormalidad se convierte en lo normal.

Y sólo hoy, por fin de regreso a un mundo normal, recuerdo azorado esta serie de sucesos extraordinarios, de los cuales he sido durante meses protagonista como si fuera un sonámbulo.

En cuanto llego al Oriental Lodge se forma un grupo a mí alrededor, siempre gracias a mi dinero. Mi séquito está formado por Guy y Michel, Agathe y Claudia, y además Paul, otro francés de cuarenta años de edad y bastante raro. Dice toda clase de barbaridades sobre los hechos de la vida diaria y al poco rato agrega una reflexión profunda y bien pensada. No se separa jamás de un bastón de pastor y Agnes también forma parte del grupo. Es una pequeña con el pelo ondulado y problemas sexuales.

Y por supuesto Bárbara.

La misma noche de mi llegada se me tira encima.

Estoy acostado en mi jergón, tratando de dormir, cuando me levanto de un salto al oír un alarido.

Parada frente a mí, una muchacha rubia, no muy alta, completamente desnuda, agita los brazos mientras sujeta en su mano una vela y se menea como si estuviera bailando una especie de danza del vientre.

Me patea constantemente las costillas y chilla.

—¡Tómame!… ¡Tómame!…

Guy y Michel que están acostados cerca de nosotros, evidentemente se han despertado.

Advierto que Michel se ríe por lo bajo al verme sujetar a la chica por las muñecas tratando de dominarla mientras se retuerce como una anguila.

—No tiene importancia —me dice él—. Es Bárbara.

—¿Bárbara?

—Sí. Pronto te acostumbrarás a ella. No es peligrosa, está un poco chiflada.

—¡Qué gracioso eres! —le contesto— Yo no quiero tener nada que ver con ella. Si sigue así le voy a dar una buena paliza y entonces se tranquilizará.

—No será necesario —me dice Michel—. Ya verás, te voy a enseñar un truco para la próxima vez.

Y la llama suavemente.

—Bárbara… Bárbara…

Un momento después la muchacha comienza a tranquilizarse. Mira a Michel por entre los pelos que le caen por la cara.

Está jadeando.

—Bárbara —le dice Michel—, piensa en tu marido… no puedes hacerle esto.

Súbitamente Bárbara deja de forcejear. La suelto, se endereza y se arregla el pelo.

—Es verdad —dice ella—, tienes razón.

Y se va.

Michel me mira con aire triunfal y luego me explica.

Bárbara es una alemana de muy buena familia que llegó hasta aquí en un Citroën. De tanto drogarse ha perdido la razón. Un día se enamoró de un austríaco y en su locura se le metió en la cabeza casarse con él religiosamente.

Nadie sabe cómo lo logró, pero consiguió convencer a los lamas del Templo de los Monos en Soyambonat (un pueblo sagrado distante una hora de marcha de Katmandú) que los casara.

La ceremonia arrastró hacia Soyambonat a toda la colonia hippie y fue motivo de una gran fiesta con drogas durante la cual se volvieron locos por lo menos una docena de los concurrentes.

Pero luego el austríaco se cansó de Bárbara, y esta al quedarse sola se droga cada día un poco más y está cada vez más loca.

A veces se pasa horas enteras salmodiando su grito de perra en celo. —¡Tómame!… ¡Tómame!… —.

Alguien, cansado de oírla, le dijo un día en tono de broma: —¡Si te oyera tu marido!— y eso paró en seco su ataque de locura, como por arte de magia.

Desde entonces, cada vez que repite su cantinela, le nombran al marido y se tranquiliza.

En el preciso momento en que Michel termina de contarme la historia de Bárbara, oímos de repente, proveniente del fondo del corredor y más fuerte que nunca, su grito de demente:

—¡Tómame!… ¡Tómame!…

—¡Otra vez! —exclama ya harto Michel, agachando la cabeza— El truco no sirve más.

Su aspecto es tan cómico que estallo en carcajadas.

—Bueno, tratamos de dormir de todos modos —dice lanzando un suspiro.

Pero resulta totalmente imposible, a cada minuto el grito se renueva, penetrante, agudo.

—¡Tómame!… ¡Tómame!…

Espero durante un cuarto de hora y luego me levanto.

—Ven, vamos a calmarla de veras.

Michel me sigue. Salimos al pasillo.

Bárbara, siempre completamente desnuda, ha abierto de par en par la ventana que da a la calle. Con los brazos alzados hacia el cielo y balanceando su cabeza hacia atrás, repite el mismo estribillo.

Nos acercamos en silencio, cuando estamos justo detrás de ella, nos abalanzamos sobre ella.

—Sujétala —le digo a Michel.

La abofeteo con todas mis fuerzas. Se desploma sin un grito y sin derramar una sola lágrima. Esta vez se acabó.

Y entonces oímos gritos de protesta provenientes de la calle. Son voces de hombres. Asombrados, nos asomamos para mirar.

Cerca de treinta nepaleses alzan sus puños hacia nosotros, furiosos por haberlos privados del espectáculo.

Pero por desgracia, no he acabado definitivamente con Bárbara. Deberé soportarla otras veces y bastante seguido.

Y no solamente a ella, por otra parte, sino a otro miembro de la familia amante del strip-tease y de los aullidos. Tiene una amiga llamada Brigitte, de buena familia también, creo que es belga y que está tan chiflada como Bárbara.

Brigitte no grita, por cierto, ¡tómame! Durante horas enteras, pero su especialidad es también bastante molesta.

De tanto en tanto, cuando le da el ataque y con más frecuencia de la debida, se desnuda por completo y comienza a gesticular, profiriendo a tontas y locas gritos sagrados de los budistas en medio de los nepaleses. Lo cual resulta muy desagradable pues son tales las blasfemias que dice que debemos salir corriendo a rescatarla antes que la deshagan, y además porque contribuye a que poco a poco nos miren con malos ojos a todos en conjunto, a los europeos y a los hippies.

Ocho días después, rompo con Agathe, debo manifestar que ha cambiado mucho desde su llegada a Katmandú. Actualmente se droga en tal forma (pues rápidamente pasó a las inyecciones) que ya no le interesa más hacer el amor.

Y no obstante la causa de nuestro rompimiento fue un ataque de celos.

Debido a Guy.

Una noche Agathe me lleva aparte y sin más trámite me propone lo siguiente:

—Charles —me dice— abandona a Guy. Tomemos un cuarto juntos y te enseñare a inyectarte. Ya verás que felices seremos…

Le replico que ella ha adquirido un ritmo un poco acelerado y que por el momento yo me contento con fumar opio y hachís.

—De todos modos —agrego— no puedo abandonar a Guy en el estado en que está.

Y en realidad ha sucedido algo sorprendente.

Desde que se instaló en el Oriental Lodge no ha vuelto a salir del cuarto y fuma el shilom sin cesar.

Se ha convertido inclusive en un verdadero experto.

Es un artista para prepararlo. No hay otro que pueda superarlo en la preparación, mezcla y cocción del hachís.

Y por nuestro cuarto desfilan incesantemente muchachos y chicas que vienen a recibir lecciones.

Guy fuma un shilom tras otro, noche y día: no prueba casi bocado y apenas duerme.

Le recuerdo todo eso a Agathe y le pido que trate de comprender mi situación. Guy y yo somos amigos desde Estambul, un drama terrible nos ha unido y no nos hemos separado en seis meses.

—No me resulta posible abandonarlo.

—Perfecto —contesta ella con sequedad—. Tú lo has querido.

Gira sobre sus talones y se va.

Me encojo de hombros. Esta chica a la que he amado tanto en Bombay me deja, de repente, totalmente indiferente.

Y así se cierra lastimosamente el capítulo sobre Agathe. Seguimos, siendo amigos durante un tiempo pero un buen día conseguirá hartarme del todo.

Pero mientras tanto y como corolario me quedo con otra muchacha a mi cargo.

Se llama Agnes.

Es una suiza alta que vive con un australiano. Están instalados en el cuarto privado, pero en cuanto Agnes se da cuenta que entre Agathe y yo todo ha terminado, decide echarme el guante.

Todas las noches, cuando su australiano, repleto de droga, se queda dormido, ella se levanta y se desliza dentro de mi cama.

Lo cual en sí no sería nada desagradable, más bien al contrario pues es muy atractiva, pero Agnes es una chica que tiene antojos. De comida, por supuesto.

Y jamás a horas normales.

Durante el día cuando va al restaurante no prueba bocado. Pero a la noche…

Todas las noches sin falta me sacude a las tres de la mañana.

—Charles, tengo hambre…

—¡Ah! Bueno. ¡Empezamos otra vez!

—Ven, vamos a comer.

—Pero sabes muy bien que está todo cerrado. (Todavía no conozco, y ella tampoco, la existencia del París, el hotel-restaurante que está abierto permanentemente).

—No importa. Ya encontraremos algo. Vamos a golpear al Ravi Spot.

Mi desgracia fue decirle que sí la primera vez.

Me levanto protestando y al rato estamos en la calle.

Inmediatamente los perros se precipitan sobre nosotros. Un montón de perros malos, sarnosos, asquerosos y muy gordos que nos rodean mostrando los dientes y aullando en una forma horripilante.

Doy un respingo hacia atrás, aunque en el fondo no estoy tan sorprendido. Los he oído aullar todas las noches desde mi llegada. Los perros de Katmandú, el único ruido constante, incesante, que se oye desde que se acuesta hasta que se levanta el Sol…

Conozco la razón por la cual los nepaleses no los persiguen jamás.

Se comen las ratas.

Si no fuera por ellos, pulularían por la ciudad.

Reflexiono un instante. Si doy marcha atrás y vuelvo a subir, tendré que oír durante toda la noche a Agnes repitiéndome. Tengo hambre.

Mientras que con un poco de coraje debería poder llegar hasta la puerta del Ravi Spot, distante tan sólo unos veinte metros del Oriente Lodge.

Mientras Agnes golpea la puerta para despertar a los mozos, yo podría mantener a los perros a distancia.

Me dedico entonces a darles patadas a derecha e izquierda en sus hocicos mientras los insulto.

¡Milagro! Salen corriendo como una bandada de chiquillos al ver aparecer a un policía cuando están robando manzanas en el jardín del vecino.

Y dicho sea de paso, desde entonces nunca más tuve problemas con los perros furiosos de Katmandú. Unos buenos gritos, unas buenas patadas y se acabó el problema. La jauría se dispersaba o a lo sumo me seguía a distancia prudencial rugiendo sordamente, durante mis peregrinaciones nocturnas. Con sólo darme vuelta y lanzar unos cuantos gritos de tanto en tanto, todo volvía a la calma. Pero lo esencial era no asustarse. Lo olfatean en seguida y se lanzan al ataque. Un norteamericano fue lastimado seriamente una noche por haber cometido el error de salir corriendo.

Nos precipitamos por lo tanto los dos. Agnes golpea la puerta del Ravi Spot y yo echo de una patada al último perro.

Sacudimos la puerta durante unos buenos cinco minutos. Finalmente nos abren. Y se asoma un chico medio dormido y con el pelo revuelto.

Al mismo tiempo se oye una voz de hombre desde adentro, que refunfuña en nepalés algo que por su tono debe querer decir, más o menos ¡Realmente es imposible dormir tranquilo!

—Comer, queremos comer —dice Agnes en inglés.

Y entonces se oye repentinamente adentro un gran movimiento. Se prende la luz, abren la puerta y nos encontramos frente a un grupo de cinco o seis sirvientes y dos o tres pequeños boys que estaban durmiendo por todas partes, sobre las mesas, en las sillas, en el suelo, pero que se han despertado con el mero sonido de la voz de una mujer y que ahora se deshacen en sonrisas.

—Ya lo ves —acota Agnes entrando como si fuera una reina—, todo es cuestión de pedir.

Diez minutos después estamos sentados frente a un plato repleto de albóndigas de arroz con una tetera humeante a su lado.

Nos preparan luego unas bananas fritas y para terminar un bang-lassi, esa famosa cuajada con hachís de la que hable con anterioridad.

No sé si la dosis de hachís sería muy fuerte o si habremos abusado un poco del shilom esa noche en el hotel, pero el hecho es que el bang-lassi actuó sobre nosotros de un modo extraordinario.

Al poco rato estamos flotando. Ni pensar en volver a la cama.

—Vamos a pasear —decreta Agnes.

Y yo estoy enteramente de acuerdo.

Salimos, tomados del brazo sintiéndonos livianos como plumas, como si apenas rozáramos el suelo y pudiéramos remontar el vuelo con sólo pegar un golpe con los talones, como se hace para subir a la superficie después de zambullirse al agua de cabeza.

Vagamos al azar durante más de media hora, sin hablar y dando de tanto en tanto unas patadas a los perros.

Llegamos a la calle principal, la que conduce a la Plaza de los Templos. Agnes se detiene.

—Mira —me dice señalándome un pórtico a nuestra izquierda.

Me acerco, pues la luz es muy débil.

—Es una capilla dedicada al amor —dice Agnes—. ¿Puedes ver los bajorrelieves?

Efectivamente no hay confusión posible. Vemos frente a nosotros pequeñas figuras de hombres y mujeres esculpidas en la piedra, en todas las posiciones que la imaginación más frondosa pudiera concebir. Allí está representado todo el arte de amar, como si fuera una lección ilustrada.

Avanzamos lentamente bajo el pórtico. En el fondo hay una reja entreabierta y detrás de ella, en el interior, unas velas encendidas. Nos internamos más aún y hacemos chirriar la reja al abrirla por completo.

Es extraordinario. Estamos en una diminuta capilla con las paredes decoradas por imágenes esculpidas, más descabelladas aún que las anteriores. En medio de las esculturas y por todos lados, entre decenas y decenas de velas, una gran profusión de flores.

Y veremos a la diosa del Amor envuelta en una nube de incienso cuyo perfume nos asfixia un poco.

—Mira eso —exclama de repente Agnes apretándose contra mí. Se me hiela la sangre al ver yo también lo que la hizo gritar. Sobre la estatua se deslizan numerosas sombras.

Son ratas. Comienza a despuntar el día cuando salimos al exterior, estremeciéndonos todavía. Proseguimos con nuestra caminata siempre al azar, pero esta vez en dirección al oeste, rumbo al río.

Llegamos a una pequeña plaza con lajas de piedra que se parece un poco, solamente un poco a la plaza Furstenberg de París.

Es el matadero de Katmandú.

Delante de nosotros, un búfalo, con las patas atadas, espera su turno. Evidentemente sabe lo que le va a suceder. Tiene los ojos en blanco y bufa aterrado.

Disimuladamente, dos ayudantes se deslizan por atrás del animal y juntos, con un mismo movimiento de hombros, lo empujan.

El búfalo se cae sobre un lado. Grita con toda la fuerza de sus pulmones. Casi seguro que se ha roto algo, por lo menos las costillas.

El verdugo se precipita sobre él y con un rápido gesto lo degüella.

La sangre sale a borbotones y corre como un arroyo por la pendiente que forman las lajas, en dirección a la callejuela de más abajo. Corre sin cesar mientras la bestia se inmoviliza poco a poco en medio de estertores.

El hilo de sangre humeante pasa delante de nuestros pies. Inmediatamente aparece un enjambre de moscas que se precipitan para atracarse.

El verdugo patea al búfalo en el hocico para asegurarse que ya no se moverá más. El animal está bien muerto. Los ayudantes lo cubren entonces con paja y helechos secos, rocían todo con nafta y le prenden fuego.

Brotan unas llamaradas, se forman gruesas volutas de humo y un intolerable olor a pelos quemados invade la plaza.

Al cabo de veinte minutos el fuego se extingue. Los ayudantes desuellan al animal y comienzan a descuartizarlo.

Estoy convencido de que si Agnes y yo no hubiéramos estado tan intoxicados por el hachís, habríamos regresado mucho antes. Pero nuestras voluntades están anuladas. Un hechizo terrible nos mantiene en el lugar, con la mirada clavada en el cuerpo del cual extraen a grandes cuchilladas los órganos aún calientes.

La carnicería es atroz, el olor espantoso, pero no nos movemos de allí. Es horrible decirlo, pero estamos fascinados con el espectáculo. Lo que vemos despierta en nosotros un sin número de sensaciones violentas, apenas tolerables, que nos hacen estremecer de placer.

Nos quedamos un largo rato. Asistimos a la matanza de cuatro búfalos. Uno de ellos tropieza en el momento en que lo llevan a la playa, cae hacia un lado resbalando en medio de la sangre por la pendiente del callejón y llega bufando al lugar de su ejecución.

Los matarifes en cambio se ríen a carcajadas mientras cortan la carne en trozos y la arrojan al suelo frente a ellos, formando una especie de carnicería un tanto primitiva.

Al poco rato aparecen las amas de casa. Una balanza sale a relucir de adentro de un arcón, se afilan los cuchillos, se discute, se corta, se entrega y se paga.

Frente a mí, una chicuela de unos diez años, vuelve a su casa llevando en la mano un asqueroso pedazo de carne polvorienta todavía caliente.

Sólo entonces nos dan ganas de vomitar.

—Volvamos —le digo asqueado a Agnes—, vamos a prepararnos un shilom.

Abandonamos la plaza, nos sentamos bajo un portón, preparamos dos buenos shiloms y en seguida nos sentimos totalmente recuperados.

¡Nos sentimos tan bien que no tenemos ninguna gana de ir a acostarnos!

Hace rato ya que brilla el Sol y por todas las calles vemos pasar a los nepaleses cargando enormes canasta de mimbre, sujetas con una correa de cuero que pasa por debajo del cesto y rodea la frente del portador.

Avanzan con su paso cortito esquivando a las vacas sagradas que se cruzan en el camino.

Algunas canastas están cargadas con leña, otras con bosta seca y unas con aves de corral que chillan al pasar. Las mujeres cargan las canastas al igual que los hombres.

Son los campesinos que bajan de las montañas trayendo sus mercaderías para venderlas.

La mayoría de ellos tienen en sus manos un rosario y un molinete de oraciones: un cilindro (hueco que contiene un pergamino donde están escritos los textos sagrados) al que hacen girar y que está sujeto por un cordón a un mango de madera.

De tanto en tanto se detienen frente a un templo o a una stupa, una pirámide de piedras adornada con molinetes de oraciones fijos en ella a los que con un rápido movimiento hacen dar vueltas.

Se marchan luego, como siempre al trotecito. La mayoría están prácticamente desnudos, tienen tan sólo un lienzo negro entre las piernas dejando las nalgas descubiertas. Las mujeres usan unos vestidos negros largos, que les llegan hasta los tobillos y unos aros exageradamente grandes que les deforman los lóbulos de las orejas por su peso. Algunas tienen una argolla que traspasa de costado una de las aletas nasales.

Los hombres por lo general usan el pelo largo. Pero algunos se afeitan la cabeza por completo, dejando sólo un mechón angosto muy largo, colgando de la mitad del cráneo.

Pero lo que me llama la atención son sus piernas desnudas.

Son sumamente bellas. Se advierte fácilmente que desde su infancia se han ejercitado trepando las montañas por los pequeños senderos.

Sus músculos son increíblemente finos y bien delineados. Se los ve moverse claramente bajo la piel, la cual está empapada por la transpiración.

No me canso de mirarlos pasar delante de mí y encuentro que sus piernas son tan esbeltas como las de las estatuas griegas.

Agnes me tironea del brazo. Otra vez tiene hambre.

Seguimos a los hombres cargados con sus mercaderías y llegamos al centro del mercado. Al centro del zoco, sería más exacto. Por todas partes se ven mostradores de variados colores; vituallas, bolsas de azúcar y de arroz, frutas, géneros, bufandas multicolores en medio de una continua algarabía y de una turba indescriptible.

En medio de todo esto, las vacas sagradas se pasean con aires de reinas por supuesto, metiendo sus hocicos en las bolsas de trigo sin que el vendedor se anime a decir una sola palabra. Sin embargo, advierto que uno de ellos exasperado, pues la vaca le ha comido la tercera parte del contenido de una bolsa, la empuja, respetuosamente sin duda, pero con firmeza.

¿Se habrá vuelto loco? ¿Tendrá ganas de que lo lapiden, como vi hacerlo en Bombay con un europeo que tuvo la mala suerte de tropezar sin querer con una vaca sagrada?

No; otros más vienen a ayudarlo.

Por lo cual llego a la conclusión que en Nepal las vacas no son tan sagradas.

Agnes ha encontrado lo que buscaba: un vendedor de queso. Elige uno bien a punto, de cabra por supuesto.

—¿Tienes dinero? —me pregunta.

Tengo. Saco un billete de una rupia y se lo entrego al vendedor.

Agacha la cabeza y me da a entender que no quiere ese billete.

—¿Cómo es posible? Es un billete verdadero, una auténtica rupia nepalesa. ¿Y entonces?

Le protesto hablando en inglés. Me escucha, no comprende nada pero se mantiene imperturbable.

No quiere mi billete, agarra nuevamente el queso que Agnes tenía ahora en sus manos.

Al mismo tiempo, habla con locuacidad, señalando con el dedo hacia el fondo de la plaza, atrás de las dos enormes stupas, del lado de los templos.

¿Qué será lo que trata de explicarnos? Afortunadamente Agnes se da cuenta. Se pega con la mano en la frente.

—¡Es verdad! —exclama—. Debes ir a buscar cambio.

La miro desconcertado.

—Ven —me dice.

Llegamos frente a un grupo de cuatro o cinco comerciantes que tiene frente a ellos y como única mercadería, unas grandes pilas de moneditas, de más de un metro de alto.

Sin perder tiempo, me saca de las manos el billete de una rupia y se lo entrega al primer vendedor. Luego comienza a hurgar en la pila de moneditas. Saca cinco de diez pesas (cien pesos equivalen a una rupia), cinco de cinco pesas y veinticinco de una pesa. Las vuelve a contar y le da una pesa al hombre antes de entregarme el resto.

—Su comisión es una pesa —me explica.

Y partimos nuevamente en búsqueda del queso que vale ocho pesas.

Agnes me pone al tanto de la maniobra que acaba de realizar, mientras come sentada en el primer escalón de una stupa.

En Nepal la gente gana tan poco dinero (entre cincuenta y setenta y cinco pesas por día un obrero agrícola, veinticinco solamente uno que pone alquitrán en los caminos) que una rupia es una suma enorme. Y excepto en los grandes negocios, en los restaurantes o los hoteles de lujo, no hay quien tenga cambio. De ahí el origen de esa institución, casi oficial, de los vendedores de cambio que viven de la pequeña comisión que ganan en cada operación.

También me instruye sobre la venta de pipas para fumar hachís puro.

—¿No has probado nunca? —me pregunta Agnes.

No, hasta ahora solamente he fumado el hachís en shilom, mezclado con tabaco.

—Pues ve entonces a comprar una pipa, no cuestan caro. Luego probarás.

Es justamente lo que hago. Por treinta pesas compro una pequeña pipa de terracota, cuyo hornillo tiene justo el tamaño de una bolita de hachís.

La cargo, la enciendo y aspiro. No sé si será debido al cansancio de una noche entera sin dormir o a la intensidad de la droga que en este caso es mayor que con el shilom, o tal vez el hecho de que ya he consumido más de quince shiloms desde ayer a la noche, la cuestión es que me siento flotar inmediatamente y con gran fuerza.

—¿Y yo? —reclama Agnes— ¡Te olvidas de mí!

Me saca la pipa de las manos, la enciende y ¡hop! ¡Adelante con los faroles! Allí estamos los dos, flotando en pleno mercado central de Katmandú, sentados en la escalinata de una stupa.

Nos quedamos fácilmente más de una hora, tirados los dos al Sol sobre la piedra de la stupa, envueltos en una somnolencia que nos hace sentir maravillosamente bien. De repente, en medio de mis sueños oigo unas voces europeas. Hablan en inglés. No, en norteamericano, el acento es inconfundible. Son voces de hombre y tienen un tono de burla bastante desagradable. Logro entender algunos chistes completamente pornográficos.

Abro un ojo, doy vuelta la cabeza hacia un lado irguiéndome un poco y veo frente a mí un grupo de turistas norteamericanos, borrachos, muy excitados, que ametrallan a fotografías la stupa, encima de mí. Algunos tienen cámaras cinematográficas y filman, con el ojo pegado al objetivo. Uno de ellos me mira y abiertamente sin ninguna clase de vergüenza trata de sacar un primer plano. Yo refunfuño.

—¿No es posible estar en paz?

Se ríe groseramente y me señala lo que ha filmado.

—Sería mejor que mirara un poco a su alrededor —me dice burlonamente.

Levanto la vista y veo lo que estaba filmando y que antes no había advertido: la cornisa superior de la stupa está adornada por una serie de bajorrelieves eróticos, similares a los de la capilla que visitamos la noche anterior.

Me río al tiempo que hago un gesto despectivo con la mano, y me acuesto otra vez.

Pero al rato abro nuevamente los ojos. Como estoy tan saturado de hachís, no me faltan ideas.

—Pásame la pipa —le digo a Agnes.

La lleno otra vez y la vacío de un solo golpe.

Y sucede justo lo que imaginaba: al volver a acostarme hacia un lado, clavo mi mirada en el friso erótico, veo animarse de repente a todos los personajes y terminan de ejecutar los gestos que insinuaban en su inmovilidad anterior…

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