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Tercera Parte

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¡Y así es como me entero, estupefacto, de que Marie-Claude y yo nos pasamos abrazados uno al otro y sin movemos durante dos días y tres noches!

—¡Pensar que yo creía que ella me daba una inyección cada hora! Cuando en realidad solamente lo hacía a la mañana y a la noche.

—No es nada sorprendente —explica Olivier—; al principio la metedrina es realmente formidable. Después uno se acostumbra y ya no es lo mismo.

¡Qué razón tenía! ¡Qué rápido se necesita variar los placeres, aumentar las dosis, intoxicarse poco a poco cada vez más, experimentar toda clase de sensaciones!

Y qué fácil resulta contraer el hábito de la droga en Katmandú, pues a diferencia de lo que ocurre en Europa y que constituye la obsesión y la cruz de todos los drogadictos, en esa ciudad no existe ningún problema para su obtención, jamás deja de conseguirse una droga, no importa cuál sea la que se busque…

Luego de ese episodio vuelvo otra vez al Oriental Lodge junto con Marie-Claude. To el vietnamita y un músico famoso llamado Larry, gran especialista de la trompeta tibetana, ese instrumento tan largo que para poder tocar es necesario apoyarlo sobre un mueble o un banco, bastante alejado de uno.

En el Oriental los demás comienzan a explotarme en serio. Pago como de costumbre la pensión de Guy, Agathe, Agnes, Claudia, etcétera.

Pero rápidamente se ha corrido la voz de que en el hotel hay un pájaro a quien desplumar.

Dije de entrada que jamás me interesó el dinero, por lo que en un comienzo me resulta bastante agradable tener a todo ese grupo comiendo, bebiendo y drogándose a costillas mías.

Pero después de cierto tiempo me harto. Y con bastante razón ya que en ese entonces realmente me drogo mucho. Y aunque parezca extraño, con morfina, pues no volví a insistir con la metedrina. Recién la adoptare en serio bastante más adelante.

Además es el momento en que los nepaleses comienzan a poner bastantes trabas para renovar los visados.

En efecto, al entrar en Nepal se consigue una visa por quince días solamente. Es la misma para todo el mundo. Pero si luego uno desea quedarse por más tiempo hay que recurrir a la Oficina de Inmigración.

Y allí es donde comienzan los problemas a fin de julio de 1969.

Pues los nepaleses ya están un poco cansados de los hippies a los que en un principio tomaron como turistas y que luego resultaron ser muy diferentes. Ponen dificultades para otorgar nuevas visas y cuando estos bribones realmente lo desean, pueden volverse odiosos.

Porque no debe olvidarse jamás, y esto es aplicable a prácticamente cualquier lugar que no esté en Europa, que existe por así decirlo un racismo a la inversa. Para esos funcionarios de la Oficina de Inmigración, que serán diez en total, la sensación de tener a su merced a todos los blancos que van a pedirles la renovación de sus visas, les resulta realmente fascinante.

Y no pasa mucho tiempo para que tan sólo por divertirse rehúsen prolongarlas.

Se las otorgan al que les gusta y al que no les gusta se la niegan.

Si se les pregunta el motivo, los muy sinvergüenzas contestan que porque les da la gana y se acabó.

Por lo tanto, una vez transcurridos los primeros quince días, todo el mundo debe desfilar ante ellos.

Hasta el mes de julio no ponen ningún inconveniente, pero luego el asunto cambia; el Palacio Real ha dado órdenes de expulsar a los hippies. Pues los nepaleses ante la afluencia de verdaderos turistas, de los que están bien forrados y que antes prácticamente no venían pero que ahora lo hacen atraídos por los hippies, quieren tener solamente turistas ricos. Rechazan al que tiene aspecto de hippie. Y me doy cuenta cuando no me ponen ningún inconveniente al renovar mi visa de lo bien que hice en no dejarme crecer demasiado el pelo ni vestirme como ellos. Me dan inclusive unos tricking-permits, es decir unas visas especiales para tener derecho a salir del valle de Katmandú propiamente dicho (la visa otorgada por la embajada del Nepal en Nueva Delhi es válida solamente para Katmandú).

Durante ese mes de julio de 1969 tuvo lugar uno de los episodios más extraordinarios en la vida de los hippies de Katmandú: una fiesta en la residencia del embajador de Francia.

Dicha fiesta provoca unos días después una intervención directa de nuestro embajador ante las autoridades nepalesas.

Esta historia no ha figurado en las crónicas de ningún diario y bien que lo hubiera merecido. Para todos los hippies que participaron de ella constituye un recuerdo formidable, fantástico, pantagruélico. En cuanto al embajador… creo que no debe de gustarle mucho recordar ese 14 de julio de 1969.

La víspera, el 13 de julio, un hippie francés cuyo nombre he olvidado llega muy agitado al Quo Vadis.

—¿Saben, muchachos —anuncia con aire triunfante—, que todos los 14 de julio hay una recepción en la residencia del embajador de Francia?

Todos prestan atención.

—¿Y saben ustedes —agrega—, cómo es una fiesta en la embajada francesa? Eso significa, punta de infelices, ¡pilas de bocaditos, caviar, salmón ahumado y vino, champán, vodka, whisky y coñac para todos!

—¡Caray! —exclama una muchacha.

—Y también significa que hay cantidades industriales de Gauloises. (Típicos cigarrillos negros franceses).

Eso provoca el entusiasmo general. Caviar, salmón ahumado, whisky y coñac, todo eso es muy bonito, ¡pero pilas de Gauloises resulta algo formidable!

Hace ya varios meses que se nos han terminado y se nos hace agua la boca ante la sola perspectiva de poder saborear otra vez el tabaco negro; y ni hablar de la alegría que sentimos al pensar que tendremos frente a nuestros ojos los tan deseados Gauloises y que mezclaremos su tabaco al hachís. Pues no hay nada mejor que el tabaco negro para preparar un shilom.

—¿Qué les parece si vamos? —exclama el tipo.

Como contestación recibe un hurra general.

Queda arreglado. Todos los franceses iremos juntos a la fiesta, invitados o no. ¡Y que nos sigan los que quieran!

Pocas horas después todos los hippies franceses de Katmandú están más o menos enterados del programa.

Y al día siguiente a la noche partimos con bombos y platillos.

La residencia del embajador está situada a cuatro kilómetros de Katmandú, sobre la ruta a Boutnath. Los ricos se meten de a siete y ocho en un taxi, los famosos taxis de Katmandú con una cabeza de tigre pintada en la carrocería. Los otros parten en bicicletas o a pie.

Hemos convenido reunirnos frente a las rejas del parque.

Finalmente nos reunimos cerca de un centenar. Me da un ataque de risa cuando echo una mirada a todo el grupo. Realmente no tenemos desperdicio. Chapoteando en medio del barro por todos lados (pues es la estación de las lluvias y el monzón se ha hecho sentir durante todo el día), no se ven más que sujetos hirsutos, algunos tienen el torso desnudo y están cubiertos solamente por un taparrabos, otros con unos atuendos increíbles confeccionados con toda clase de géneros y cuya gama de colores va desde el marrón del barro del camino hasta los más tornasolados. Las muchachas están vestidas con saris multicolores, adornadas con alhajas que tintinean y collares de flores, y las frentes pintadas de amarillo, rojo, verde o marrón.

Varios de ellos han traído sus guitarras, cítaras y flautas.

Me acompañan Agathe y Claudia, la primera vestida con un sari color verde manzana sujeto por un gran lazo flojo de color naranja y la otra con un sari blanco adornado por ella con grandes manchas de tinta de todos colores. Yo por mi parte estoy vestido con un traje nepalés bordado de oro y bien entallado, un gorro bordado y unas sandalias.

Estamos los tres muy elegantes.

Delante de nosotros, los guardias nepaleses vestidos con uniforme de gala franquean la entrada a la embajada y siguen en doble fila hasta la residencia, situada más arriba.

—¿Vamos?

—Vamos.

Avanzamos.

Los guardias nepaleses se agrupan, cerrándonos la entrada.

Se oyen gritos y protestas.

—¡Somos franceses! ¡Tenemos derecho a entrar y vamos a hacerlo!

Los guardias, apabullados y sin saber qué hacer, titubean y retroceden un poco. Aprovechamos la ocasión y nos abrimos paso a la fuerza, Nos dejan pasar, superados por el número.

¡Imagínense a toda esa comitiva de andrajosos, elegantes y pintorescos sujetos subiendo en medio de una gran algarabía entre la doble fila de guardias!

Cuanto más avanzamos más aumenta el alboroto allí arriba. Policías nepaleses, agregados de embajada y personal francés, corren para todos lados. Han armado una gran carpa a la izquierda, debido al monzón, y allí está la concurrencia más selecta. Mujeres con vestidos de baile, diplomáticos con sus uniformes, altas autoridades nepalesas con traje de gala que nos miran absortos. Su aspecto es similar al que debían tener Luis XVI y su familia cuando el populacho; invadió las Tullerías.

De repente reconocemos entre ellos al Rey y a la Reina.

Inmediatamente se oye gritar:

—¡Viva el Rey! ¡Viva la Reina! ¡Larga vida a Sus Majestades nepalesas!

Tres metros más adelante, un señor muy elegante, muy representativo del XVI arrondissement (barrio elegante de París), está parado inmóvil, agobiado por la sorpresa y con el semblante blanco; es Su Excelencia, el embajador de Francia en persona. No parecería más achatado si se le hubiera caído una montaña encima.

—¡Viva Francia! ¡Viva el embajador! ¡Viva De Gaulle! ¡Viva Pumpidou! ¡Viva Poher!

Inclusive oigo un: ¡Viva Pétain!

Lo mismo da.

Pero del otro lado han reaccionado. Los policías han formado un cordón codo a codo entre la flor y nata y nosotros.

Esta vez nos damos cuenta de que están nerviosos: si avanzamos un paso más, se armará una trifulca. Y no tenemos ganas de que eso suceda. Venimos como amigos, como camaradas, como franceses, para saborear el champán, comer las masitas y fumar, sobre todo eso, ¡fumar los Gauloises!

Lo manifestamos a gritos. Aseguramos al embajador que venimos como amigos. Que sólo aspiramos a que nos den de comer, de beber y con qué fumar y que los dejaremos en paz. No queremos romper nada, somos hippies y amamos a todo el mundo.

Del otro lado discuten acaloradamente. ¿Qué hacer? ¿Echarnos? Es muy arriesgado. Podría acabar en un desorden general.

Entonces el embajador toma la única decisión posible y sabia, dada la situación en que se encuentra. Nos envía al cónsul, un tipo muy simpático, por otra parte, como delegado plenipotenciario (pocos meses después tendré ocasión de comprobar personalmente hasta qué punto es simpático el señor Daniel Omnes, cónsul de Francia en Katmandú).

Este nos promete que si aceptamos instalarnos en la parte de abajo del jardín, para que no estemos demasiado en evidencia, nos llevarán refrescos allí.

—¡Nada de refrescos! ¡Coñac! ¡Y Gauloises!

—Prometido. Se les dará todo eso.

—¿Seguro?

—Por supuesto.

—¡Hurra! ¡Viva Francia!

Y comenzamos una marcha lenta hacia la parte baja del jardín. Nos sentamos formando grupos. Los músicos se ubican en el medio, haciendo un círculo y comienzan a tocar.

Mientras tanto los mucamos traen unos tablones, caballetes y todo lo necesario para llenarnos bien la panza. Nos precipitamos sobre los comestibles y las bebidas. Una verdadera fiesta. Casi nos peleamos para ser los primeros en servimos. Hay chicas que se deslizan por abajo de las mesas, pasan entre las piernas de los mozos para sacar del otro lado botellas de whisky, de coñac y cartones de cigarrillos.

Por supuesto que al rato hacen su aparición los shiloms y los joints. Llevamos siempre con nosotros nuestro pequeño instrumental.

Partimos los Gauloises y fabricamos con ellos los joints y los shiloms ¡Ah! ¡Qué felicidad!

Como hemos perdido el hábito de beber alcohol, al poco tiempo estamos todos borrachos como cubas. Rodamos por el suelo y nos ponemos a bailar frenéticamente.

Cuando en eso, Dominique, un estudiante que participó en las revueltas del mes de mayo de 1968, no tiene mejor idea que empezar a cantar «Ça Ira[2]».

¿Cómo se le ocurrió semejante cosa?

A los dos minutos estamos todos de pie cantando en coro y a voz en cuello:

Ça Ira, Ça Ira!

Ça Ira, Ça Ira!

Les aristocrates, on les aura.

Les aristocrates a la lanterne!

Consternación general en el sector elegante. Les arruinamos la fiesta. Vemos de repente a dos jovencitas de buenas familias que se acercan tímidamente, mirando con cierta envidia, pero que con rapidez son conducidas atrás otra vez.

Al cabo de una hora el Rey se despide y vemos al embajador deshacerse en excusas.

Toda la flor y nata se retira de la recepción, fulminándonos con la mirada.

¡Ah! ¡Qué maravillosa velada! Reímos alegremente mientras recorremos los jardines: bailamos, bebemos, fumamos, estamos ebrios de vino, de hachís y de ganja. ¡Qué felicidad! ¡Qué desquite para los mochileros, tantas veces injuriados y rechazados!

Pero todo tiene un fin. Alrededor de la una de la mañana se nos acerca nuevamente el cónsul francés.

—Bueno, nosotros hemos cumplido con nuestra palabra —nos dice—. Les hemos dado de comer y de beber. Les dimos también Gauloises. Ahora les toca a ustedes cumplir con su parte. Deben irse. Se acabó. Cerramos por hoy.

¿Cómo negarse ante un pedido tan amable? Y además realmente se portaron muy bien. Tuvimos nuestra fiesta particular. No somos unos sinvergüenzas a pesar de que tenemos los bolsillos llenos de caviar, de salmón ahumado envuelto en servilletitas de papel y paquetes de Gauloises; y aunque las muchachas lleven escondidas bajo sus vestidos, colgando de unos piolines entre las piernas, botellas de coñac y de whisky.

—¡Viva Francia! ¡Gracias, señor embajador! ¡Hasta la próxima!… Hasta la vista.

Regresamos dejando detrás de nosotros un jardín destrozado y un embajador abatido, postrado, agarrándose la cabeza con las manos.

La caminata de vuelta a Katmandú fue épica. Bailes, cantos, altos para comer y fumar shiloms. Arrastramos inclusive con nosotros a unos risueños nepaleses, felices con el inesperado programa.

Al llegar a Katmandú no se nos ha pasado todavía la borrachera, atravesamos la ciudad en medio de un gran alboroto, despertando a todo el mundo.

Luego comenzamos a separarnos en distintos grupos. Unos se acuestan en un zaguán para dormir la mona. Otros deciden terminar la velada en un club nocturno. El Cabin es tomado por asalto.

Claudia, Agathe, yo y otros doce más nos juntamos en una habitación del Quo Vadis; bebemos y fumamos hasta caernos formando un montón, unos sobre otros.

Hace rato ya que ha amanecido.

En realidad, esta velada sensacional por más que nos haya salido bien, fue una terrible metida de pata de nuestra parte.

Gracias a ella, la embajada de Francia que hasta entonces había sido muy indulgente con nosotros, se pone francamente en contra.

Pocos días después, el embajador solicita personalmente al gobierno nepalés que se realice un control sumamente estricto sobre los hippies sean o no franceses.

Nos hace pagar caro el haberle arruinado su fiesta.

El 14 de julio de 1969 es una fecha que marca un hito en Katmandú. A partir de ella se acaba, elegante pero definitivamente, el periodo fastuoso de la vida hippie.

A mediados de julio comienza el período de decadencia.

El de la verdadera locura y la demencia.

Primero aparecerán las dificultades para renovar las visas y luego el comienzo de una auténtica persecución a los hippies, gracias a la cual, poco a poco y al cabo de unos meses serán expulsados prácticamente todos ellos de Nepal, dejando detrás de sí en el cementerio de Katmandú y diseminados por todas las montañas, los cadáveres de los locos, de los muertos por dosis excesivas y de los junkies

Los nepaleses se lanzan a la cacería de los hippies y no transcurrirá mucho tiempo antes que comiencen las expulsiones y desapariciones.

Irrumpen en los hoteles durante la noche, verifican los pasaportes y al que no tiene visa lo meten sin más trámite en un camión rumbo a la frontera, tal como está, sin equipaje ni nada en los bolsillos.

Y llegarán más lejos aún cuando llegue el otoño: patrullarán las calles, interceptando los cruces, haciendo redadas por todas partes.

Pero felizmente se contentarán con realizar sus patrullajes de día.

Por lo cual muchos hippies adquieren la costumbre de salir solamente a la noche.

Por supuesto que en cuanto alguno trata de defenderse, arrecian los golpes. Dos chicas amigas mías, Claudia y Anna-Lisa (les hablaré muy pronto de esta última) antes de ser expulsadas recibieron una buena paliza de manos de la policía femenina por tratar de escapar a través de un arrozal.

Y cierto malestar comienza a hacerse sentir en el Oriental Lodge dentro del pequeño grupo que mantengo.

Los vividores se multiplican a mi alrededor.

Pero llega un día en que me harto. Le pido a Krishna que me busque un cuarto en alguna casa particular.

Desgraciadamente Krishna fracasa. Encuentra muchos cuartos, pero todos demasiados chicos para albergarme a mí y a mis inseparables.

Decido entonces ir a un hotel menos caro y menos conocido en ese momento que el Oriental Lodge y emigramos toda la pequeña familia al Garden Hotel. Nos instalamos allí Guy y yo, Michel, Agathe y su nuevo amigo el inglés, Claudia y Anna-Lisa. Tiene que resultar por fuerza más barato.

Y será en el Garden donde probaré toda clase de experiencias con la droga hasta tocar fondo. El 7 de septiembre saldré de allí, rumbo a la montaña, habiendo probado y tomado toda clase de drogas, aparte de hachís (el cual fumaré todos los días sin cesar hasta el final), el opio, la morfina, las anfetaminas, el ácido (el famoso LSD), la mescalina, la heroína. De todo y en todas formas: fumando, comiendo e inyectándome, la única cosa que jamás hice fue aspirar.

Por el momento me dedico especialmente a la morfina.

Siempre he sido exagerado para todo, y rápidamente me convierto en uno de los más sólidos pilares de la farmacia del doctor Makhan.

Makhan es un médico nepalés, pequeño y viejo, siempre sonriente, de agradables modales, que tiene su consultorio en el primer piso de un edificio ubicado en una calle angosta de la ciudad antigua.

En realidad su título y hasta su negocio (se parece un poco a lo que en Francia se llama un propharmacien, o sea un farmacéutico no profesional) no son más que un telón para lo que constituye su actividad principal: la venta de drogas así como también su aplicación a los drogadictos.

Pues se va a lo de Makhan no solamente para comprar las drogas sino además para hacérselas inyectar por él. Es más práctico, más profiláctico y lo hace muy bien.

Para llegar a su consultorio hay que subir dos o tres escalones que conducen a un oscuro corredor.

Al fondo de este, por un pasadizo de tierra apisonada, se llega hasta una escalera no muy firme.

Siempre que voy allí, veo frente a la escalera a un hombre muy viejo y sucio sentado en cuclillas en el suelo, con un banquito delante. Está vestido de harapos y tiene el pelo gris y muy largo (lo cual es muy poco común entre los nepaleses), sus manos deformadas y callosas tienen articulaciones prominentes y dedos torcidos. A su izquierda hay una gran bolsa de yute llena de unas avellanas muy grandes y redondas como bolitas, de cáscara muy dura y estriada. Son unas frutas que los nepaleses mastican o raspan con los dientes porque sí, para hacer algo. Y el trabajo del viejo consiste en romper nueces ayudándose con un instrumento de hierro, durante todo el día.

Cada vez que paso frente a él le sonrío y le hago un gesto amistoso con la mano.

Me devuelve el saludo y sonríe poniendo en evidencia su boca desdentada (tiene solamente un diente abajo, en un costado).

Sigo luego mi camino, subo por la escalera y llego a la farmacia propiamente dicha.

Es un cuarto de techo bajo y de diez metros de largo por tres de ancho.

Se entra por una puerta de dos hojas, pequeña y baja. Al fondo hay una puerta más.

La pared de la derecha tiene dos ventanas que dan a la calle. Sobre la pared de la izquierda hay una vitrina, tipo biblioteca, llena de libros y de una serie de remedios.

Esta especie de armario de medicamentos es la coartada de Makhan. En realidad casi no lo usa; no obstante he visto dos o tres veces que unos enfermos, a los que llamaré comunes, venían a buscarlo. Pero los despachaba rápido, impaciente por retornar a su actividad habitual, mucho más remunerativa: la venta de drogas.

Al lado de un montón de objetos de distinta índole apilados en el fondo del cuarto hay un banco y dos o tres sillas frente a un escritorio.

Makhan, sentado detrás de este, me obsequia con su mejor sonrisa. Detrás de él hay otra vitrina con ampollas, frascos y jeringas.

A cualquier hora que se llegue, ya sea a la mañana, al mediodía o a la noche, siempre hay otras personas, sentadas en el banco o en las sillas, evidentemente, esperando que les llegue el turno.

Todos conversan y discuten. Con nerviosidad o pacíficamente, según se esté esperando que le apliquen una inyección o que ya se la haya recibido.

Yo hago como los demás y espero mi turno. Cuando finalmente me toca, me siento frente al galeno.

Tengo el dinero en la mano por supuesto. Cuesta cinco rupias el centímetro cúbico, el cc como lo llaman. Hay que mostrar siempre el dinero, pues Makhan no confía en nadie. ¡Lo han engañado tantas veces!

Me pregunta qué es lo que deseo.

—Morfina.

—¿Qué cantidad?

—Dos centímetros cúbicos ahora y un frasco de cinco cc para llevar. —(Se puede llevar también un frasco de diez cc).

Mientras se da vuelta para buscar el frasco de la vitrina y abre un cajón del escritorio de dónde saca una jeringa, me arremango y extiendo mi brazo sobre el escritorio.

Makhan me coloca una especie de agenda médica bajo el brazo.

Me pone el lazo (a veces uno de goma y otras uno quirúrgico, que se ajusta con una tuerca. Esta aprieta una correa, sin pellizcar la piel).

Me pasa alcohol por el brazo. Toma el frasco de morfina. Es un pequeño frasco blanco con un tapón de goma rodeado de metal, igual a los que se ven en todos los consultorios médicos.

Makhan clava la aguja de la jeringa a través de la goma para aspirar los dos centímetros cúbicos pedidos y procede a inyectármelos con toda tranquilidad.

Cobra y pasa el siguiente.

Lo que no le gusta es que uno se quede un rato demasiado largo en la silla, pues le hace perder tiempo.

Y es lo que sucede a menudo. Debido a que el flash de la morfina es muy intenso y además porque inevitablemente se tienen las piernas flojas.

Cuando se pasa un poco y uno deja de retorcerse en la silla y de rascarse el trasero, hay que levantarse y sentarse generalmente en el banco o en una de las sillas junto con los demás hasta reaccionar del todo, mientras se charla con el vecino.

Luego uno se retira hasta el día siguiente, llevando su propio frasco para inyectarse uno mismo.

Y ahí es donde las cosas se complican.

Pues hay que bajar las escaleras en la oscuridad. Aunque se esté ya perfectamente lúcido, no resulta muy fácil debido al techo tan bajo y a los escalones flojos que se mueven bajo los pies.

Con dos centímetros cúbicos de morfina recién inyectados en el organismo y las piernas como trapos, resulta una maniobra bastante complicada.

¡Cuántas veces habré levantado al llegar allí a muchachos y chicas que al perder pie se cayeron de espaldas escaleras abajo y aterrizaron con las cuatro patas para arriba! ¡Cuántas veces me habrá sucedido lo mismo a mí!

Me convierto en un buen cliente para Makhan. Cada vez aumento más la dosis y cuando me marcho siempre llevo dos o tres frascos, ya sea para mí como para mi corte de parásitos. Pero no es eso lo único que compro. Me abastece también de jeringas, agujas para los amigos, metedrina (antes de darme cuenta de que puedo comprarla simplemente en la farmacia y más barata que en lo del sinvergüenza de Makhan).

En suma le hago ganar bastante dinero.

Con el correr del tiempo seremos más cómplices que amigos. Más adelante me referiré otra vez a todo esto; para tener algo de dinero me dediqué a hacer toda una serie de matufias con cheques de viajeros, aparatos de radio, minicaseteras, máquinas de fotografías, etcétera. Y comienzo a usar a Makhan como reducidor.

Guarda las mercaderías en el desván del tercer piso, arriba de su departamento (que consiste de dos cuartos y una cocina amueblada solamente), en un increíble desorden de reservas de drogas, remedios y utensilios para experimentos.

Como dije antes, nos convertimos en cómplices, pero no en amigos, en realidad no siento ningún afecto por Makhan. Y más adelante juraré tratar de conseguir su pellejo. Pues es un verdadero sinvergüenza.

Tuve ocasión de comprobarlo una vez y fue algo horrible.

Ese día realmente sobrepasó todos los límites de la decencia.

Hace ya un tiempo que me disgusta verlo pinchar a derecha e izquierda, sin fijarse si los muchachos o las chicas están en condiciones de recibir sus dosis, inyectando a veces a verdaderos chiquilines, lo cual es absolutamente criminal. No le importa nada que el tipo sea débil o se presente sin lugar a dudas saturado. Pincha sin preguntar ni reparar en la dosis requerida, cobra el dinero y que pase el siguiente.

Pero ese día muestra realmente la hilacha.

Son las ocho de la mañana. En esa época, para no tener que inyectarme yo mismo, voy sistemáticamente a su casa, dos, tres, cuatro, cinco veces por día. Comienzo temprano. Y me quedo allí durante un tiempo bastante largo, con más razón ya que tenemos negocios en común.

Estamos hablando justamente de ellos, cuando entra un tipo alto, grande y rubio. Un alemán.

Está «cargado». Como ya tengo hecho el ojo a eso en seguida me doy cuenta, y tengo la impresión de que lo está bastante más que lo usual, hace tiempo ya que lo estoy observando y aumenta la dosis matemáticamente día tras día. No sé a dónde piensa llegar pero le mete a fondo.

Se sienta frente a Makhan.

—Morfina. Dos centímetros cúbicos —le dice estirando el brazo.

El matasanos no dice ni agua va, mira el dinero, se fija si es la suma correcta y ¡plaf!, le encaja los dos centímetros en la vena, y listo el pollo. El sujeto se marcha.

Dos horas más tarde, a las diez, reaparece nuevamente.

Pide otros dos centímetros cúbicos.

El médico sin discutir le administra lo solicitado.

Con lo cual ya suman cuatro, además de los que ya se debe de haber dado antes. El sujeto está bien intoxicado. Su aspecto lo demuestra claramente.

Se marcha, tambaleándose un poco.

¡Al mediodía vuelve a aparecer! Debe de haber calculado un horario: cada dos horas una inyección.

Pide otra vez dos centímetros cúbicos.

En realidad ya es una dosis excesiva.

Pero Makhan sin titubear un segundo le administra lo solicitado y cobra el dinero. Y que pase el siguiente.

¡A las dos de la tarde regresa nuevamente el alemán! Bien saturado.

Ya tiene en su organismo una cantidad más que suficiente. Tres veces dos centímetros son seis en total, más los dos o tres que según mi opinión ya tenía desde la noche anterior, suman ocho. Realmente es una dosis fenomenal.

Pues bien. ¡No anda con vueltas y pide cuatro centímetros! ¡Cuatro centímetros de un solo golpe, en la misma jeringa! Miro al sujeto con curiosidad. Nunca había visto algo igual. Al mismo tiempo observo por el rabillo del ojo al galeno. ¿Qué hará?

En honor a la verdad, titubea un poco. Me doy cuenta de que está haciendo mentalmente el mismo cálculo que hice yo, dos más dos, más dos, más cuatro de ahora sumarán diez centímetros en total y en seis horas, no es una pavada. Es inclusive algo arriesgado.

—¿Cree usted que podrá tolerarlo, está seguro de ello? —le pregunta algo nervioso al alemán.

—Prosiga no más, va a andar… va a andar bien —farfulla el otro totalmente intoxicado.

Aun cuando el que le dice eso parece ser un sujeto al borde del coma, no da la sensación de que le importe mucho al médico. Su conciencia está tranquila.

Prepara los cuatro centímetros.

El tipo alarga su brazo.

Makhan le administra la dosis de un solo golpe pero muy despacio observando al alemán con el rabo del ojo.

Yo siento miedo por el tipo.

A medida que el médico empuja el émbolo, es visible el cambio en el rostro.

Aprieta cada vez los dientes con más fuerza, cierra los ojos. Se sujeta fuertemente a la silla. Es fácil darse cuenta de que lucha con todas sus energías, pues debe de sentirse remontar vuelo a la velocidad de quince veces a la del sonido. Debe de ser realmente agotador.

¡Dios mío! ¡Cuatro centímetros cúbicos de golpe sobre otros seis u ocho más los anteriores, es realmente algo serio!

Finalmente recibe los cuatro centímetros.

Y se queda tirado sobre la silla, con la cabeza colgando, los hombros echados hacia adelante exhalando un suspiro largo y gutural. Se queda inmóvil durante un buen rato.

Me pregunto si realmente podrá volver a levantarse, si no se morirá allí súbitamente. Advierto que las coyunturas de sus dedos se han puesto blancas debido a la fuerza que hace para poder sujetarse a la silla.

Finalmente su flash pasa. Consigue superarlo y el veneno comienza a disolverse en sus venas.

Evidentemente en esos momentos debe de estar flotando muy lejos. No debe de poder oír ni comprender nada. No creo inclusive que pueda ver algo.

El médico guarda el dinero depositado sobre su escritorio. Ayudado por otro muchacho agarro al alemán por los hombros y lo arrastramos hasta el banco para dejar lugar al próximo cliente.

Se queda allí más de media hora antes de recuperarse.

Consigue levantarse, y tambaleándose, completamente noqueado se las arregla para salir de la farmacia.

Pasan dos horas y a las cuatro de la tarde se abre la puerta y aparece tieso como un palo, con los ojos duros ¡otra vez el alemán!

Se sienta en la silla, extiende el brazo y pide otra vez cuatro centímetros. Con toda tranquilidad.

Estoy convencido de que durante los minutos subsiguientes estaré en presencia de un macabeo.

Esta vez el galeno siente miedo de veras. Se niega rotundamente. No me cabe la menor duda de que debe de dolerle el corazón al perder el importe equivalente a cuatro centímetros de morfina, pero el riesgo es demasiado grande.

El alemán se expresa en un inglés bastante deficiente. Y además tiene la mandíbula inferior dura como una piedra. Cabecea aferrado a la silla, con los ojos entrecerrados.

A pesar de todo insiste.

—No, esta vez es imposible —le contesta el médico—. Lo siento en el alma (lo siente realmente, no se trata de una fórmula de cortesía), pero no puedo hacerlo, usted no está en condiciones de soportar más, ya ha pasado y generosamente los límites.

—Oiga —murmura el candidato—, si no quiere inyectarme los cuatro centímetros… va a tener que venderme un frasco de diez centímetros cúbicos… No puede rehusarme eso… Y me los voy a inyectar en mi casa.

Al oír esas palabras, el rostro del médico se crispa ligeramente. Reflexiona y por fin dice:

—Bueno. No le voy a vender un frasco. En el estado en que se encuentra es capaz de hacer una barbaridad. Prefiero inyectarle yo mismo los cuatro centímetros.

—¡Canalla!

Por las dudas prepara una ampolla de un estimulante cardíaco cualquiera. Le coloca el lazo, clava la aguja, afloja la goma, coloca la jeringa con los cuatro centímetros y comienza a presionar el émbolo.

Inútil decir que todos los testigos tienen los ojos clavados en el tipo y en el galeno.

Vemos claramente cómo el alemán cambia de color. A medida que los cuatro centímetros se deslizan por sus venas se pone realmente blanco. Muy diferente a ponerse pálido. Se pone blanco como una hoja de papel.

Se crispa, se pone tenso y se yergue.

Debe resultarle insoportable.

Su flash debe ser aterrador.

Luego se desmorona sobre la silla, se hace un ovillo y se encoge. Tiene en el organismo desde esa mañana, por lo menos, dieciséis centímetros cúbicos de morfina.

Cuando el médico retira la aguja, el alemán se queda allí, doblado en dos, encogido, inmóvil con los ojos cerrados y las mandíbulas apretadas.

Makhan, empuñando la otra jeringa en su mano, se inclina sobre él y le levanta un párpado. El tipo sigue igualmente inerte.

Entonces entre los dos lo acostamos en el banco.

A la mañana siguiente vuelvo allí y veo al tipo igualmente inmóvil.

Recién reacciona al otro día, veinticuatro horas después.

¡Ha estado durante veinticuatro horas en coma, frente al médico, el cual durante todo ese tiempo siguió inyectando tranquilamente a los demás, guardando el dinero y haciendo pasar al siguiente!…

Makhan es tan sinvergüenza que inclusive un día me confesó que antes él se inyectaba drogas, pero que de un tiempo a esta parte lo único que hace es fumar. Por lo tanto esa porquería sabe muy bien lo que está haciendo con los demás.

En el Garden Hotel reclutamos nuevos camaradas. De todos tipos y nacionalidades.

Pero el más importante, y que se quedará conmigo cuando todos los demás me hayan abandonado, cuando esté hecho un trapo y que me salvará in extremis de la muerte, es Olivier.

La primera vez que vuelvo a ver a Olivier luego de la inyección de metedrina que me dio cuando estábamos en el Quo Vadis, está tirado en un jergón del Garden Hotel.

Boca abajo y con las nalgas desnudas. Está tratando de que se le sequen los numerosos forúnculos que las cubren.

Lo miro, divertido.

—Estoy harto —me dice—; es imprescindible que se me pase esto de una vez. ¡Ah!, ¡si pudiera circular desnudo!

—¡Un momento, no te muevas! —le digo.

Acabo de advertir un pequeño punto negro que se mueve por las, nalgas. Es un piojo. Está hurgando alrededor de un forúnculo.

Con mucho cuidado lo agarro entre la uña y el dedo índice y lo aplasto.

—Gracias —dice Olivier—, pero sabes uno más uno menos…

En el fondo tiene razón.

En el estado en que nos encontramos, todos vivimos con colonias enteras de pequeñas alimañas encima de nosotros: piojos, pulgas y ladillas.

Ya no nos preocupamos más por ellas, ni siquiera nos rascamos.

Los nepaleses están llenos de bichos a su vez, y es muy común ver por las calles a las mujeres sacándose unas a otras los piojos de sus largas cabelleras negras.

Pero por más curtido que yo estuviera, me disgustó mucho ver un piojo paseándose por el forúnculo.

Olivier es estudiante de sociología y pertenece a una gran familia francesa cuyo nombre callaré en consideración a la amistad que le profeso. Se dedicó a viajar luego de los sucesos de mayo del año 1968. Es un muchacho muy alto y fuerte pero un poco especial.

Es un cagón. Se achancha lastimosamente en cuanto se arma una discusión, cuando él podría romperles la cara a cinco tipos al mismo tiempo. En el fondo es un sabio. ¿Para qué pelearse y qué importancia tiene que un imbécil se marche sacando pecho convencido de que nos ha derrotado?

En seguida me cae en gracia. Pero tiene un pequeño defecto encantador: es mitómano.

Cada vez que narro una anécdota de mi vida, resulta que a él le ha sucedido algo mejor.

¿He entrado de contrabando fusiles checos a los países árabes?

Él ha dirigido un cargamento de ametralladoras rumbo a Indonesia…

Cuando estuve en África un día tuve que luchar contra un cocodrilo…

Él se cayó a un lago lleno de tiburones…

Esto se convirtió en un juego que nos hacía morir de risa a todos y al cual él se presta con una ingenuidad desarmante.

A veces yo me divierto, o bien lo hacen otros, induciéndolo a contar sus aventuras rocambolescas.

Y nunca falla.

—Eso no es nada —exclama Olivier que desde hace cinco minutos está ansioso por interrumpirnos— en comparación con lo que me sucedió a mí. Es curioso, es bastante parecido pero mucho peor. Un día…

Y allí se larga. Es irresistible.

Tiene una especie de adoración por mí. Mi pasado lo fascina. ¡Típico de un estudiante!

Me sigue como un perrito a todos lados y Krishna se pone celoso.

Pero como jamás se puede estar totalmente feliz, como siempre hay alguien o algo que estropea todo, Daniel decide instalarse con nosotros.

Cuando se presenta, hago lo mismo que con todos les demás.

—¿No tienes ni cinco? Quédate aquí, ya veremos luego.

Y se instala.

¡Dios mío! ¡Qué mala inspiración tuve ese día!

Me doy cuenta al poco tiempo que mi billetera ha sido atacada por un vampiro. Y un vampiro que ni siquiera dice gracias. Para Daniel todo es normal: que se lo mantenga, se lo alimente y que le paguen su droga.

Y necesita bastante por cierto, cinco o seis centímetros cúbicos de morfina por día como mínimo, sin contar por supuesto los shiloms y algunos pequeños zak-ouskis (entremeses rusos) de vez en cuando.

Al principio no digo nada. Cuando voy a casa del matasanos compro siempre un frasco para él.

Y cuando vuelvo está tirado en su jergón y con una pequeña sonrisa en su rostro flaco de hurón, extiende la mano. Le entrego el frasco y sin pronunciar ninguna palabra de agradecimiento, comienza a inyectarse.

Durante tres, cuatro o cinco veces, me las aguanto sin decir nada.

Pero al cabo de un tiempo me harto. ¡Si por lo menos fuera divertido! ¡O tocara la guitarra, la cítara o lo que fuera, o pintara, o se dedicara a cualquier cosa con tal de que resultara amena su compañía!

Pero nada de eso; estira la mano, agarra la morfina, se pincha, se da vuelta contra la pared y ¡Bye-bye!, hasta la próxima.

Siento que poco a poco me estoy convirtiendo en un verdadero infeliz.

Con más razón ya que lo mismo sucede cuando salimos.

Por más ausente e intoxicado que parezca, siempre tiene un oído atento para escuchar, y es el primero en estar listo cuando salimos a comer.

Y para colmo es el que más come. Y todavía repite. Sin pagar jamás un céntimo.

Pero una vez rebasa todos los límites. Habíamos ido a lo de Bichnou, un repostero nepalés, cuyo negocio está situado en una pequeña calle de la ciudad antigua: fue cocinero de un norteamericano y aprendió a hacer unas deliciosas tartas europeas. Suculentas, perfectas, aun en nuestro país es difícil encontrar unas más ricas.

Fuimos unos cuantos candidatos: Guy, Agathe y Kim, un inglés.

Daniel nos siguió sin necesidad de invitación.

Las porciones costaban caro: dos rupias. Los había invitado a un verdadero festín. Por lo mismo, nadie se aprovecha.

Con todo, convido con dos porciones a cada uno. Estaba en un momento de opulencia pues acababa de ganar una buena suma con unos cheques de viajero.

Como debía asistir a una cita para poder liquidar el asunto de los cheques y no tenía dinero en efectivo, hice anotar todo en mi cuenta y me marcho.

Todos se levantaron menos Daniel.

—No he terminado mi porción todavía —arguye.

Salimos todos, dejándolo solo.

El día siguiente o dos días después, vuelvo yo solo a lo de Bichnou para pagarle la cuenta del día anterior.

Ya tenía hecho mi cálculo: éramos cinco y comimos dos porciones cada uno; a dos rupias la porción deberían ser veinte rupias.

—Son veintiséis rupias —me dice Bichnou.

—¿Veintiséis rupias?

—Sí —y me explica—, tu amigo, el que se quedó, comió tres porciones más después que ustedes se fueron.

¡Si será sinvergüenza! Comió cinco porciones a costillas mías. ¡Y pensar que ya me debía por lo menos trescientas rupias por sus inyecciones, su cama en el hotel y sus comidas!

Decido pasarlo por alto esta vez. Pero la próxima no sucederá lo mismo. Lo pongo contra la pared: o se las arregla para conseguir dinero y pagarme lo que me debe o lo pongo de patitas en la calle.

No digo nada por lo tanto esa noche cuando veo llegar a Daniel al Linkesar. Está muy sonriente como de costumbre. Se acerca a mí y me dice: —Charles, quisiera hablar contigo—.

¡Bueno, bueno!…

Nos hacemos todos un poco hacia un lado, y comienza con sus explicaciones.

Está preocupado. Se ha dado cuenta de que me debe mucho dinero y quiere pagar su deuda.

Hasta ahí, todo va bien.

—Y te diré entonces —prosigue— lo que pienso hacer. Compraré un kilo de hachís para revenderlo en la India. Allí está prohibido, conseguiré una buena suma, y te pagaré a la vuelta.

Lo miro algo asombrado.

—¡Debes de estar loco! ¿Con qué piensas comprar el hachís? ¡Cuesta entre ochocientas y mil rupias el kilo!

—Ya lo sé —contesta siempre sonriente—. Pero si tú me prestas esa suma podré comprarlo y venderlo por el doble del precio.

Apoyo las manos sobre la mesa y lanzo un largo silbido.

Porque justamente no es ese el momento para pedirme dinero para realizar sus matufias.

Acaban de hacerme dos de esas manganetas, y todavía no he logrado digerirlas.

Hace quince días, una muchacha llamada Marie-Thérése, que fabrica carteras y cinturones para venderlos luego, me sacó doscientas rupias las que jamás volveré a ver, con el pretexto de que las necesitaba para poder comprar el material con que realiza su trabajo.

A esa misma chica, y de puro bueno, le hice ganar quinientas o seiscientas rupias (jamás había tenido tanto dinero) con un asunto de cheques de viajero, no obstante lo cual no fue capaz de devolverme las doscientas rupias, por supuesto.

Y además me hizo quedar mal en la Oficina de Inmigración (gracias a lo cual sufriré las consecuencias más adelante y en un momento muy difícil), al armar un escándalo para tratar de conseguir que le renovaran su visa.

Pero eso no es todo. Hace una semana, Kim, el tipo de Agathe, me convenció de que le prestara doscientas rupias para comprar ganja, según dijo, y revenderla en Benarés.

Nunca compró la ganja y jamás fue a Benarés, y encima de todo el otro día comió dos tortas a cuenta mía.

No. Realmente Daniel no ha elegido un buen momento para hacerme ese pedido. Peor para él. Pagará por todos.

—¿Te estás riendo de mí? —le digo.

Frunce el entrecejo, sorprendido.

—No comprendo…

—No puede ser. ¿Crees realmente que voy a pisar el palito? ¿Piensas que te voy a creer? ¿Quieres que te diga lo que harías si te diera ochocientas o mil rupias? Las vas a guardar en tu mochila y mañana a la mañana ni rastros de Daniel en Katmandú. Para siempre.

—Eres injusto, Charles, no tienes confianza en mí.

—¡Por supuesto que no! Oye, te diré algo más, Me olvidaré de todo, del restaurante, del hotel, la morfina gratis y hasta de las cinco porciones de tarta… Sí, sí; estoy al tanto, no pensarías lo contrario ¿verdad?… Pero debes desaparecer de mi vista. Te vas de mi cuarto. Te vas a donde quieras, pero desapareces.

Debo de haber tenido un aspecto convincente, pues sin decir una sola palabra, se levantó y se fue.

Al día siguiente cuando lo veo pasar delante de mí, lo oigo murmurar:

—Vamos, sinvergüenza.

Me enfurezco. Me levanto, lo agarro, le encajo una trompada y lo largo a la vereda.

Lo veo luego varias veces más, pero todas las veces me esquiva. Cuando entro en un lugar, él se levanta y se manda mudar. ¡Puf! ¡Qué alivio!

Pero son puras ilusiones. No va a pasar mucho tiempo antes de que me haga una mala jugada.

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