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Tercera Parte

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Les cuento todo esto, para que comprendan bien en qué estado de ánimo me encontraba yo en esa época y por qué ocho días después, pierdo la cabeza y comienzo mi carrera, barranca abajo a toda velocidad. Pues en esos momentos, el proceso de intoxicación que hasta ahora avanzaba lentamente, de repente se aceleró con gran violencia.

Llega un momento en que, al estar permanentemente drogado, mi mentalidad cambia y las cosas adquieren para mí una importancia exagerada.

Me estoy dando cuenta de a poco que estoy siendo explotado por todos los que me rodean.

En otras épocas lo hubiera tomado por el buen lado y me hubiera hecho una especie de corte con todos esos personajes que vivían a mis costillas.

Pero estoy tomando ya importantes dosis de morfina, seis y hasta ocho milímetros cúbicos por día, sin contar todo lo demás.

Paso todos los días y todas las noches sentado en la cabecera de la mesa del restaurante o sobre el jergón en mi cuarto, rodeado por mis invitados, dedicado a observarlos y juzgarlos.

Trato de convencerme de que son realmente despreciables con sus zalamerías, desbordantes de amables hipocresías, me miman, me cuidan y comparten siempre mis opiniones. Y eso no me gusta, comienzo a molestarme en serio.

No dejo traslucir nada, sólo observo cómo exageran sus demostraciones.

La primera de todas, Agathe.

Desde hace dos o tres días se lo pasa acariciándome y dándome besos en el cuello. «¡Ah, Charles! ¿Recuerdas qué bien lo pasábamos en Bombay? ¿Recuerdas? Debí haberte hecho caso, quedarme contigo y marcharnos a Madrás. Sabes, con Kim es muy distinto. Míralo un poco. Esta realmente demasiado dopado».

Este tipo de confidencias me sacan siempre de quicio. Y con más razón ya que Agathe se desvive por Kim. En el Cabin Restaurante, en el Linkesar o en el Ravi Spot, siempre están los dos juntitos, haciendo rancho aparte, sonriendo de tanto en tanto al buen tío Charles cuando saca a relucir la billetera.

Todo ese teatro es el preludio de algo.

Y una noche, sin ninguna clase de disimulo, se destapa el asunto.

Kim, como por casualidad, se ha retirado a su cuarto a dormir (el cual, dicho sea de paso, sigue corriendo por mi cuenta).

Estando en el Cabin, se me acerca Agathe, llena de melindres. Se sienta en mi banco, y me pasa el brazo por encima de los hombros.

—Charles —comienza a decir—, debo hablarte con franqueza.

Vamos a ver qué pasa…

—Ayer sufrí un rudo golpe. Me robaron mientras estaba aquí todo mi dinero. Realmente hay gente muy sinvergüenza. Siempre hemos dejado las carteras sobre las mesas, ¿no es verdad? Si solamente se me hubiera ocurrido que podría sucederme semejante cosa.

Sin lugar a dudas está decidida a tomarme el pelo, pues sé perfectamente bien que guarda su dinero (nadie se pasea en Katmandú con grandes sumas en los bolsillos pues es demasiado peligroso), en mi cuarto dentro de un agujero que hizo ella misma en un rincón de la pared, en la tierra apisonada, y a la que luego pisotea para aplastarla. (La vi un día por casualidad, sin que ella se diera cuenta).

Hasta sé la cantidad que guarda en el escondite. Exactamente trescientas cincuenta rupias. Yo fui el encargado de cambiárselas hace cuatro o cinco días pues como se le había vencido la visa, no podía realizar los trámites necesarios.

—Francamente, ¡qué mala suerte! —le digo con aire preocupado— ¿Qué es lo que piensas hacer?

La siento llegar como si fuera un topo que empuja su terrón de tierra a empellones, intermitentemente, en pleno día, antes de asomar la punta de su hocico.

—Charlie —prosigue suspirando (y apretujándose más contra mí)—, tú eres un vivo, conoces todos los trucos y jugarretas, tú tienes dinero. Préstame trescientas rupias —ya que estaba, lo mismo podía haberme pedido trescientas cincuenta—. Kim está esperando un giro de sus padres. Debe recibirlo cualquiera de estos días.

Doy un silbido como si la suma me pareciera algo exagerada.

—¡Trescientas rupias!… ¡qué te parece!

—Vamos, Charlie, ¡haz un gesto noble!

Hago como si acabara de ocurrírseme una idea, castañeteo con los dedos y exclamo:

—Mi querida, espérame veinte minutos. Voy a mi cuarto a ver justo cuánto tengo. ¿De acuerdo?

Su mirada se ilumina. Me marcho.

Corro hasta el Garden y subo, no a mi cuarto sino al de ellos, el de Kim y Agathe. Kim está tirado sobre su colchón. Lo sacudo, refunfuña un poco pero sin moverse.

Perfecto, está bien dopado. Me dirijo rápidamente al rincón donde vi un día a Agathe pisoteando el piso, echo una mirada a Kim y comienzo a cavar.

Justo lo que pensaba. Allí están intactas las trescientas cincuenta rupias, las cuales cuento prolijamente antes de guardarlas en mi bolsillo y tapar el agujero.

Tres minutos después con los billetes a buen recaudo dentro de mi pantalón, llego nuevamente al Cabin.

—¿Y? —me pregunta Agathe con una mirada radiante.

—Tienes suerte —le digo— y te quiero mucho. Toma, aquí tienes las trescientas rupias. Como recuerdo de Bombay.

Y saco los billetes que acabo de desenterrar, pero me guardo cincuenta rupias.

Evidentemente no esperaba tanto. Abre los ojos desmesuradamente, reprime una sonrisa de triunfo y se prende de mi cuello.

—Charles, eres realmente un príncipe, siempre se puede contar contigo.

Displicente, protesto.

—No es nada, no es nada; qué es lo que yo no haría por ti…

¿Creen ustedes que por lo menos tuvo la decencia de quedarse un rato conversando conmigo? Nada de eso, se levanta y sale corriendo.

—Tengo que contárselo a Kim —exclama—; le voy a dar una gran sorpresa.

Y en verdad qué buena sorpresa van a tener cuando se dispongan a destapar el agujero para guardar las trescientas rupias junto con las otras trescientas cincuenta… y se den cuenta de que no queda nada.

Les aseguro que pasé unos momentos de gran alegría mientras me preparaba un pequeño pero satisfactorio shilom en el Cabin, al imaginarme lo que estaría sucediendo en el Garden.

La continuación no se demora en aparecer.

Media hora más tarde veo llegar nuevamente a Agathe, pero esta vez con Kim.

Tengo que morderme los labios para no reírme: los dos tienen unas caras largas hasta el suelo. Se desploman sobre el banco.

Ataco con todo sadismo.

—Sabes, Kim —le digo—, me siento bastante incómodo, pero lo hago porque Agathe y yo, como sabes… Prométeme que me devolverás pronto esa suma. Están empezando a desconfiar de mí luego de tantas matufias.

(No miento, en realidad. Desde mi llegada he hecho tantas trapisondas, aun cuando hayan sido muy pequeñas, me he metido en tantos asuntos a derecha e izquierda, me introduje con tanto éxito en el grupo de los estafadores, de los traficantes, de los cambistas y de granujas de todas clases, que estoy convencido de que ya soy más conocido que la rueda).

Prosigo:

—Prométeme entonces que me devolverás en seguida las trescientas rupias. Las voy a necesitar. Cuento contigo.

Su sonrisa forzada me llena de gozo.

Sé muy bien que están listos. Aunque sospechen (lo que es posible) que yo soy el que les robó su dinero, no pueden decirme absolutamente nada: ¡ya es suficiente con habérselo dejado robar!

Por otra parte se les aguó su proyecto inicial, del cual estoy al tanto pues alguien me lo contó, y que era partir rumbo a la India y volver a Europa. Estoy bien al tanto de ello: con las seiscientas cincuenta rupias que calculaban juntar podían marcharse y arreglárselas después. Con las trescientas que ahora les quedan no pueden ni siquiera pensar en ello.

—Te lo prometo —dice Kim finalmente—. Te lo devolveré lo más rápido posible.

No tiene desperdicio.

Pero una hora más tarde, tirado en mi jergón, me inyecto una doble dosis de morfina.

Después de la alegría apareció la crisis depresiva típica de los drogadictos.

Necesito una buena dosis para poder soportar el golpe. Esta Agathe es realmente la última carta de la baraja. Pensar que estoy allí gracias a ella, dopado hasta los dientes, en vez de haber partido con Guy rumbo a Indonesia para continuar con la vuelta al mundo.

Al día siguiente decido terminar con todo ese sistema. Ya he pagado bastante. De ahora en adelante no pagaré más los cuartos de Kim, Agathe, de Claudia y Anna-Lisa. Pagaré solamente el que comparto con Guy. Y se acabó.

No digo una sola palabra a nadie. Les reservo la sorpresa para el momento en que el hotelero se presente con la cuenta.

Pero entonces hace su aparición Barbara. La misma Barbara de los strip-tease en las ventanas, y la que gritaba —¡Tómame, tómame!— durante la noche.

No bien llega se mete en mi cama sin perder un segundo. La mando a paseo.

Se acuesta en la cama de Guy. Este se desespera y yo me río. Ella se queda.

Y otra vez comienza la chifladura. Pero se ha tranquilizado algo respecto a sus —tómame, tómame—. Muy de vez en cuando se la oye repetir la consabida frase y tampoco se desviste tan a menudo como antes.

¡Pero habla sin cesar! Su nueva manía son las flores y los colores. Parecería haber devorado todos los libros de horticultura del mundo entero, y que su cerebro se hubiera convertido en una paleta de pintor.

La obsesionan principalmente los girasoles. Se pasa horas enteras explicando el mecanismo secreto que los hace seguir el movimiento del Sol. No entiendo muy bien todo lo que dice y al poco tiempo me canso de oírla, pero de acuerdo a sus versiones, los girasoles son plantas que están en trance de pasar del reino vegetal al animal. Desarrollan músculos y su savia se transforma poco a poco en sangre; la fotosíntesis de la luz origina dentro de las semillas almacenadas en sus flores un número de células nerviosas que constituyen un embrión de cerebro. Y vaya uno a saber por qué, esa es la causa de su rotación sobre el tallo junto con el Sol.

Y además faltan los colores. Se compró tizas de todos los colores del arco iris y se pintarrajea por todas partes. Se pinta los labios de amarillo, las mejillas de violeta y los ojos de blanco. Y en cuanto a sus pezones (al pintárselos apoya el mentón sobre el pecho, cae la saliva de sus labios y el color amarillo se corre por todos lados), prefiere pintárselos de verde.

—¿Acaso la leche no se origina a partir del pasto?, y este es de color verde. Por lo tanto, los pechos que brindan la leche, deben ser verdes.

¿Estará completamente loca? ¿O se estará riendo de mí? Todavía me lo pregunto. Creo que hay un poco de las dos cosas.

No obstante lo cual, y me quedo absorto al verlo, se lo conquista a Guy. Se vuelven inseparables.

No pueden estar el uno sin el otro, se pintarrajean juntos, van juntos a cortar flores y colocan juntos y por todas partes ramilletes psicodélicos.

De tanto en tanto Guy me mira y sonríe un poco incómodo.

Encojo los hombros. No se termina de ver cosas raras. Inclusive contemplarlo a Guy enamorado de una loca.

Y de una loca que además le pega.

Porque la señora tiene sus días de tristeza. En esas ocasiones Guy debe hacer desaparecer del cuarto, y bien rápido, todo lo que es alegre, Vuelan las flores por la ventana, desaparecen las bufandas rojas y amarillas y se pisotean las tizas de colores.

Generalmente terminan peleándose. Y luego Guy y Barbara se reconcilian en la cama.

Hasta que a Barbara le da un ataque de ¡Tómame!

Entonces se levanta, baja a la planta baja y se abalanza sobre los boys, chicos de doce o trece años, y comienza a acariciarles el sexo, al tiempo que lanza su grito de guerra.

Guy la toma del brazo, la acaricia dulcemente y la lleva de vuelta al cuarto. Me da pena verlo.

Al día siguiente viene a visitarme. Barbara no tiene más visa, debo ayudarla. Aunque más no sea por él…

Mientras tanto Barbara baila con el trasero desnudo exclamando —¡Soy la más linda! ¡Soy la reina de las enamoradas!—.

Ya harto y con tal de conseguir un poco de paz, voy a la Oficina de Inmigración y suplico…

Felizmente estaba también Anna-Lisa. Es una muchacha muy bonita, rubia, con cara de virgen, a quien conocí en Bombay. Vive con un francés que toca maravillosamente la guitarra, pero que ahora está esperando que regrese de Paquistán.

Aunque parezca extraño, jamás se me ocurrió flirtear con ella. Será tal vez porque me intimida un poco. Fui amigo también de su candidato: en suma, siempre la consideré como una camarada y nada más.

Pero no es ahora el momento de cambiar las cosas. Como ya estaba convertido en un verdadero drogadicto es inútil agregar que, desde el punto de vista sexual, no estoy en las mejores condiciones.

Por lo tanto voy a relatar esta escena del Blue Thibetan para que tengan una noción exacta de lo que puede ser un romance entre drogados, entre gente a la que solamente le quedan los sentimientos. Pero eso sí, un sentimiento muy fuerte, muy violento.

Vamos un día al restaurante Blue Thibetan y nos sentamos frente a frente.

Los dos estamos bien drogados.

Cuando de repente una especie de electricidad une nuestras miradas. No podemos luchar contra eso ninguno de los dos.

Nos miramos en lo profundo de los ojos. Sin movernos, hipnotizándonos literalmente uno al otro.

No decimos ni una palabra. Nada. Solamente dos miradas que se cruzan y que no pueden librarse.

Anna-Lisa tiene sus manos sobre la mesa. No guío a mis manos pero siento que ellas se dirigen hacia las suyas y las agarran. Las levantan y las estrecho.

Nos acariciamos dulcemente las manos, deslizando los dedos lentamente sobre las palmas, siguiendo las venas sobresalientes, rozándose.

Siento físicamente lo mismo que se siente al erizarse los pelos durante una tormenta, que la electricidad de Anna-Lisa penetra dentro de mí y que la mía invade su cuerpo entero, hasta concentrarse en sus ojos, sus grandes ojos cuyas amplias pupilas están clavadas en mí, sin parpadear y cuya mirada me quema deliciosamente la retina.

Al cabo de una hora todavía seguimos allí. Y la electricidad no disminuye. Por el contrario. Es tan intensa que una fuerza irresistible nos empuja a levantarnos, a salir y volver al hotel.

Subimos hasta el cuarto de Anna-Lisa. Pasamos tal vez horas enteras besándonos. No hacernos más que besarnos. Pero no en la boca. En el cuello. Y, cada beso es un acicate para nuestros nervios.

Finalmente, Anna-Lisa estalla en sollozos y se sienta.

Se acabó, el hechizo se ha roto. La consuelo durante largo rato. Se tranquiliza y sonríe. Se acabó…

Al día siguiente me vuelvo loco.

Son las dos de la tarde. Estoy con Guy en el Linkesar. Le explico que ya estoy cansado de Katmandú, que tengo un permiso de tricking (viajar por Nepal fuera de Katmandú) y que quiero aprovecharlo para marcharme a la montaña.

Esa mañana hablé con Anna-Lisa y accedió a acompañarme, pero me suplicó que no abandonara a Claudia. A pesar de mis reticencias acepté.

Nos iremos juntos esa misma noche, rumbo a Soyambonat, nuestra primera etapa.

—¿Por supuesto vienes con nosotros? —le preguntó a Guy.

Muy disgustado empieza a dar rodeos y finalmente termina por decirme:

—No puedo, Charles. Debo confesártelo: quiero quedarme con Barbara. Vamos a buscar su Citroën y nos marcharemos juntos.

Creo que es necesario que vuelva a repetirles que no olviden que en esos momentos estoy permanentemente bajo el efecto de las drogas y que mis reacciones son exacerbadas, multiplicadas por cien.

La frase de Guy me cae como un balde de agua fría.

¡Será posible que mi compañero de aventuras desde hace más de seis meses, mi amigo, mi fiel amigo, mi hermano, me abandone!

¡No es posible, no puede hacerme eso!

¡Pensar que Agathe me obligó a elegir entre ella y Guy y yo elegí a Guy!

¿Cómo es posible que no haga lo mismo que yo ahora que se encuentra en una situación similar?

Le digo todo eso, invoco la amistad herida y golpeada en pleno corazón.

No hay nada que hacer.

Barbara lo ha hechizado por completo.

—Me voy con ella —afirma apretando las mandíbulas.

Nunca me ha gustado llorar.

Me levanto.

—Adiós, Guy; buena suerte, pero cometes una tontería.

Me marcho, profundamente disgustado.

De todos modos, esta vez estoy decidido a partir en tricking hacia la montaña. Pero antes debo comprarme unos anteojos negros (los míos están rotos) y conseguir un poco de cambio.

En efecto, en las montañas, menos que en cualquier otro lugar, la gente no tiene cambio y es vital conseguirlo antes de partir.

Vuelvo al hotel y busco mi bicicleta.

Por supuesto que siempre llevo encima todo mi dinero como medida de precaución. Pero de un tiempo a esta parte, ya no lo guardo más en mi cinturón pues el doble fondo se ha descosido. Lo tengo en la billetera. Voy a tener que pasar además por una talabartería pues me parece más prudente hacer coser el cinturón.

Busco primero los anteojos en un negocio de la calle principal, y luego me dirijo a la plaza del mercado para cambiar mi dinero por billetes más chicos. Uno de los comerciantes especializados en este tipo de operaciones me cambia las trescientas rupias que tenía en billetes grandes, por billetes de una rupia. Me alcanzará con creces para mi excursión.

La bicicleta tiene una cartera en la parte de adelante, guardo allí los trescientos billetes de una rupia y el resto en mi billetera, la cual meto en mi bolsillo.

Parto en búsqueda de un talabartero. Me demoro bastante tiempo hasta descubrir finalmente uno en una pequeña callecita. Dejo la bicicleta frente a la tienda y en el momento de entrar, toco maquinalmente mi bolsillo.

¡La billetera ha desaparecido!

¡En su interior tenía varios cientos de rupias y cuatrocientos dólares!

Todo mi haber.

Recorro el mismo trayecto como un loco, mirando por todas partes, durante dos horas, esperando ver realizarse un milagro.

La billetera debe estar desde hace un buen rato en poder de algún muchacho que a la fecha estará bailando la danza del vientre frente a un espejo en algún lugar de Katmandú.

Es una verdadera catástrofe.

Junto con mi billetera acaba de desaparecer mi único y verdadero amigo.

Vuelvo al hotel terriblemente deprimido. Debo partir a la montaña sin pérdida de tiempo.

Katmandú es una verdadera porquería.

Entro en el hotel en el momento en que está desarrollándose un verdadero drama.

El hotelero, «el mánager» como se lo llama allí, anuncia a los gritos que va a llamar a la policía, que ya está harto y que va a hacer meter preso a todo el mundo, comenzando por Claudia y Anna-Lisa.

Y allí están las dos, con aire compungido, frente al mostrador.

Anna-Lisa me explica rápidamente lo sucedido. Mientras Claudia estaba preparando el equipaje para irse, se apareció el hotelero con la cuenta del cuarto que ocupaban las dos.

Sin más trámites, Claudia le dijo que debía entregármelo a mí, que era el que siempre la había pagado.

Pero recuerden que pocos días antes le había avisado al dueño, que de ahora en adelante solamente pagaría mi pensión y que se las arreglara con los demás.

Y por más fuerte que grite el dueño, Claudia insiste en que Charles, es quien la pagará.

—Yo no pienso pagar —le digo a Claudia.

—¡Sinvergüenza! —exclama ella— ¡con todo el dinero que tienes!

—Has caído justo en un mal momento. Acabo de perder las tres cuartas partes de mi fortuna.

—¡Mientes!

—¿Y tú, acaso no mientes también? ¿Crees que no sé que tienes dinero? ¡Lo sé muy bien y ya estoy harto de pagar por ti! ¡Arréglatelas solita porque yo no desembolsaré ni un solo peso por tu causa!

Total, gran escándalo, insultos y peleas. Durante más de una hora.

Cómo sería el bochinche que Krishna huye despavorido. Pasará mucho tiempo antes que lo vuelva a ver.

Sólo cuando el hotelero se decide a llamar a la policía, Claudia se asusta y hace volver al mensajero antes de que sea demasiado tarde y saca a relucir su dinero.

¡Esa grandísima atorranta tenía más de seiscientas rupias!

Me siento muy deprimido. Realmente parece que todo se me viene encima de golpe, las pequeñas sinvergüenzadas a mi alrededor, Guy que me deja plantado, mi billetera que desaparece, Claudia que se quita la máscara, ¡estoy harto, harto, harto!…

Me dirijo a mi cuarto como un loco subiendo los escalones de a cuatro por vez. Busco toda la morfina que tengo: ocho pastillas (esa mañana se le habían acabado los frascos a Makhan). Si tuviera quince, me tomaría las quince (y no estaría más aquí para poder contar el cuento).

Furibundo, deshago las pastillas, las diluyo, las filtro y me inyecto todo de un solo golpe.

En verdad experimento un gran flash. Tengo la sensación de que me han enlazado por el cuello y que me levantan por el aire, brutalmente. Subo, subo y cuanto más subo, más me ahogo. Me siento estrangulado. Tengo terribles puntadas en la boca, el ano, los pies y las manos. Me parece que soy una caldera a punto de explotar, me voy a morir…

Siento que aterrizo suavemente, mis ideas desaparecen y no puedo recuperarlas, agito sin fuerzas los brazos en el aire y jadeo como si no pudiera ya respirar.

Caigo en un perfecto coma.

Cuando me despierto, una o dos horas más tarde, estoy solo en el cuarto, pero no lo reconozco en absoluto. No sé en dónde estoy. No sé más quién soy.

Busco desesperado, pero no encuentro nada. Me doy cuenta de que allí está lo que busco, muy cerca, como cuando se tiene una palabra en la punta de la lengua y no se consigue pronunciarla; pero no hay nada que hacer, las ideas y las palabras se me escapan con una velocidad digna de las galaxias del universo.

Alrededor de mí no se oyen más que aullidos, sonidos estridentes, explosiones de napalm y de bombas, explosiones de metrallas que me hacen estallar en mil pedazos. No soy más que una llaga, un átomo desintegrado que sufre: y que sufre muchísimo.

He tomado una dosis excesiva.

Estoy delirando.

Me he vuelto loco.

Y me pongo a hacer locuras.

Me arranco la ropa. Cada prenda me parece ser un hierro al rojo apoyado contra mi piel.

Me araño. Millares de piojos circulan por mi rostro, y cuantos más aplasto, más aparecen.

Me muerdo la lengua de tan sediento que estoy.

Al desparramar mi ropa por todos lados, se me cae la billetera.

La agarro.

¡Ahí dentro está todo el mal! ¡Por fin lo descubro! ¡Por fin! ¡Estoy salvado!

Tengo que deshacerme rápido de este demonio que me poseía allí escondido en su reducto, mi billetera.

¡Toma, demonio! ¡Toma! ¡Aguántate esta y ahora esta otra!

Agarro la billetera con una mano y con la otra la cacheteo una y otra vez.

Se rompe. Agarro puñados de demonios que salen de su interior y los tiro por la ventana dando gritos de triunfo y de victoria.

Luego vacilo, pierdo el equilibrio, todo comienza a dar vueltas y me caigo de cara al suelo en medio de sollozos.

Más adelante me enteraré de cuáles eran los demonios que conseguí sacar de su «escondite».

Mi pasaporte.

Y los trescientos billetes de una rupia. Todo lo que me quedaba.

¡Tiré todo al jardín!

Como es de imaginarse, alertados por mis alaridos de salvaje, se juntaron en la planta baja el dueño del hotel, los boys y dos o tres clientes.

Y también Guy que regresaba con Barbara a su cuarto.

Todos los boys se zambulleron sobre los billetes voladores, arrancándoselos de las manos, enloquecidos.

Guy, con un trabajo enorme, consigue recuperar una parte del dinero, y guarda lo que logró juntar en la caja fuerte del hotel, haciéndose entregar un recibo.

Ha comenzado para mí una noche de locura.

En primer lugar, me quedo gimiendo durante media hora, tirado en mi colchón.

Luego me levanto, bajo la escalera y me pongo a caminar por el jardín, dando alaridos, revoleándome por el suelo, sollozando, arrancando puñados de pasto.

Como pasto.

Subo nuevamente, golpeo las paredes del cuarto y comienzo a babear.

No queda nadie más. Todos han huido aterrados.

Bajo otra vez. Me trepo a la bicicleta: no sé cómo me las arregle para no caerme. Atravieso la ciudad pedaleando como un loco, perseguido por una jauría de perros que aúllan desenfrenadamente.

Todo lo que recuerdo es que en un momento dado recupero un poco la conciencia.

Sentado sobre una gran piedra con la bicicleta tirada a mi lado lloro amargamente suplicando que cesen de torturarme, de destrozarme el corazón, que eso no puede durar más, que sufro demasiado.

Estoy en el medio de una callejuela oscura y delante de mí, bajo la débil luz de una lámpara de acetileno suspendida de un alambre, veo un grupo de mujeres que cantan una lenta melopea con un ritmo muy marcado como si estuviera acompañada por un tam-tam.

En la mitad del círculo formado por ellas hay un gran mortero de piedra, de un metro de largo, que tiene en el extremo superior de la maza, tres rayos de madera.

Tres mujeres sujetan cada una, un rayo sobre sus hombros. Las otras echan los granos previamente tamizados dentro del mortero.

Alrededor de ellas flota y se mueve un gran tapiz bajo la luz fantasmal bloqueando la calle por completo.

Las tres mujeres levantan y dejan caer al mismo tiempo la maza del mortero.

Todas cantan y mueven la maza al compás de la melodía.

Y yo me veo, acostado en el hueco del mortero, con los brazos y las piernas colgando hacia afuera, la cabeza echada hacia atrás y aullando cada vez que la maza cae pesadamente sobre mi pecho, deshaciéndome poco a poco la caja torácica, aplastándome el corazón…

Entonces exclamo:

—¡Basta, basta, no aguanto más, deténganse por favor!

Grito en tal forma que en seguida aparecen tres hombres de atrás del tapiz y me abofetean para tratar de calmarme. Me incorporo, seco las lágrimas y miro al mortero:

Ya no estoy más dentro de él. ¡Me he escapado del suplicio!

Subo a la bicicleta y vuelvo al hotel.

Luego, al recuperar un poco la conciencia, me encuentro acostado en mi cama. Alucinado, incapaz de pronunciar palabra alguna.

Miro alrededor.

Guy está discutiendo con Barbara…

Al cabo de no sé cuánto tiempo veo entrar a alguien. Es Daniel.

Recupero de golpe el habla.

—¡Fuera de aquí! —exclamo—. ¡Fuera de aquí!

Desaparece.

Al rato llega Claudia. Se para a observarme.

Anna-Lisa y yo nos vamos de todos modos en tricking, me dice:

—Hagan lo que les dé la gana que a mí no me importa un bledo.

Me mira y su mirada me resulta intolerable.

Escondo mi cara bajo el brazo y le grito:

—¡No, nada de compasión, no quiero ninguna compasión!

Y ella se marcha con gran indiferencia.

Un poco más adelante me enteré de que no les había ido muy bien en su tricking. Partieron sin un solo centavo y pretendieron hacerse invitar en los pueblos.

¡Como si alguien en Katmandú ignorara que la hospitalidad no existe en Nepal y sobre todo en la montaña!

Vagaron durante largo tiempo, muertas de hambre, hasta que la policía las sorprendió en medio de un arrozal. Les dieron una buena paliza por tratar de resistirse y fueron expulsadas veinticuatro horas mas tarde, sin darles tiempo de buscar el más mínimo equipaje.

Nunca más volví a oír hablar de ellas.

Lo siento por Anna-Lisa, pues la quise mucho, y nunca dejo de emocionarme cada vez que miro un retrato de ella en el que le han pintado una bonita guirnalda de flores sobre la boca.

Me parece ver llegar a Anna-Lisa, un poco después, antes de partir para el famoso tricking.

Le sonrío y se sienta a los pies de mi cama.

Me mira.

Siento que su mirada me traspasa, igual que la víspera, cuando estábamos en el restaurante.

Y me resulta agradable, dulce y sumamente reconfortante.

Por fin se va.

Jamás la volveré a ver.

Después de unas horas me siento mejor, ya puedo levantarme y salir al corredor, apoyándome contra la pared.

A eso de las tres o cuatro de la mañana se aparece Agathe.

Se estrecha contra mí, como pidiéndome perdón por el mal que me hizo. No le guardo rencor alguno.

—Charles —me dice—, me marcho con Kim. Sin pagar, como imaginarás. Adiós.

Nos besamos. La abrazo tan fuerte que le hago daño. Los dos tenemos los ojos llenos de lágrimas. A pesar de todo el resto, nunca podemos olvidar Bombay…

Le debe trescientas o cuatrocientas rupias al hotelero.

Tampoco volveré a verla a ella nunca más.

Permanezco durante tres días en un semicoma, con breves momentos de lucidez antes de recuperarme por completo.

En el mismo cuarto y a mi lado, Guy y Barbara se pelean cada vez más.

Y además está Christ.

Christ es Christina, la amiga de la infancia de Jocelyne, la que quiso pasear a caballo conmigo, Jocelyne con quien volveré a encontrarme en París y que me ayudará a recordar todos esos meses de locura, Jocelyne, la única que me queda después de tanto ruido, tantos gritos, tantas risas y tantas lágrimas.

En el momento en que comienza mi locura, Christ está viviendo con Jocelyne en Soyambonat.

Pero Jocelyne acaba de tener una hepatitis vírica. Está muy enferma, y durante un ataque echó a todos, inclusive a Christ.

Esta bajó a Katmandú para refugiarse en el Garden.

Apenas nos conocemos, pero al verme en ese estado, decide quedarse y cuidarme. Es enfermera profesional.

Se da cuenta de que realmente la necesito.

Me cuida durante dos noches y tres días.

Por fin me recupero de la crisis, revivo, vuelvo a ser el mismo de antes, más flaco, pálido, vacilante, pero sano.

Me acerco a la ventana: el Sol brilla en el cielo, los árboles se balancean, el pasto del jardín está verde y bien cortado, el aire de Katmandú es liviano y superoxigenado.

Y sólo entonces advierto que abajo en el jardín, sentado a la sombra y rodeado de boys que lo atienden con deferencia frente a una mesa con un verdadero festín, está Daniel.

¿Se habrá vuelto rico ese sujeto?

Me cuesta creerlo.

En ese mismo momento el hotelero golpea mi puerta. Me ha visto asomado a la ventana y se ha dado cuenta que estoy mejor.

El muy pícaro no ha perdido ni un minuto.

Trae tres boletas en la mano.

Está bien, comprendo; tiene miedo de que me vuelva a dar otro ataque y esta vez me enloquezca del todo.

Miro la primera cuenta. Es la correspondiente a mis comidas.

De acuerdo, debo pagarla.

Cuando miro la segunda, doy un respingo.

Es la cuenta de Agathe y de Kim.

No, no, no. Que no piense ni por un minuto que se la voy a pagar. Que se las arregle el hotelero.

Debe haber decidido tirarse un lance, aunque sin muchas esperanzas, pues no vuelve a insistir.

—Y además tengo esta otra —agrega con una tímida sonrisa.

Me entrega una cuenta del restaurante por más de sesenta rupias.

Frunzo el ceño.

—¿Y esto, qué es?

Con un movimiento de su cabeza, me señala la ventana.

—No comprendo.

—Es la del señor que está comiendo allá abajo. Me dijo que se lo anotara en la cuenta suya. Como de costumbre.

Ya es demasiado. Y tanto, que estallo en carcajadas. ¡Realmente ese Daniel es una porquería! Aprovechó para llenarse la panza a costilla mías durante tres días mientras yo estaba medio muerto.

—Oiga —le digo al dueño del hotel—. Vaya a buscar a ese señor, como usted lo llama, y dígale que se las arregle él para pagar la cuenta y que desaparezca del hotel inmediatamente después. Si dentro de una hora sigue estando aquí, le destrozaré todo el hotel.

El hotelero retrocede aterrado y se marcha.

En el estado en que me encuentro me resultaría más bien difícil poder romper todo, pero mi mirada debe tener algo de asesina, pues me toma la palabra.

Una hora después Daniel ha desaparecido.

Por la puerta de atrás y sin pagar la cuenta.

Pero con la barriga llena para una semana.

Una noche en París lo volveré a ver, caminando por la calle Saint André des Arts, con el brazo izquierdo paralizado de resultas de una inyección mal dada, que le seccionó un nervio.

Una vez pasada la crisis, Christ se queda conmigo dos días más para vigilarme y asegurarse de que estoy realmente del otro lado.

Cambio de cuarto. Me instalo en el desván en un cuarto chico pero más tranquilo, donde podré recuperarme del todo. Un bonito cuarto con dos camas en vez de jergones.

Christ, que está preocupada e inquieta por Jocelyne, me pide que le enseñe a fumar el shilom. Pues aunque parezca increíble, una chica que ha hecho todo el viaje con Jocelyne, desde Francia, ¡no ha fumado nunca nada!

Pero adquiere el gusto tan rápidamente, que durante dos días no deja de fumar.

Al día siguiente, como ya estoy totalmente recuperado, me anuncia que va a volver a Soyambonat. Quiere tratar de arrancar a Jocelyne de la atmósfera podrida que hay allí arriba. Me pregunta si pueden venir las dos a instalarse aquí.

Solo, abandonado por todos, ¿qué más puedo pedir?

La acompaño hasta Soyambonat.

Soyambonat, el pueblo sagrado, el pueblo del Templo de los Monos, situado más arriba que Katmandú, a tres cuartos de hora de marcha más o menos.

Al comienzo de la invasión hippie al Nepal, se convirtió en el pueblo de los que no tenían dinero pues se vive realmente con moneditas.

Desde que la Oficina de Inmigración se rehúsa cada vez más a renovar las visas, Soyambonat se ha poblado muchísimo. Montones de chicas y muchachos con visas vencidas, se refugian allí arriba. Están más tranquilos por el momento, por lo menos, pues en el mes de septiembre la policía llegará inclusive allí con sus redadas.

Encontramos a Jocelyne en un estado lamentable. Tuvo una hepatitis muy aguda.

Vive en una casa que es una verdadera pocilga.

No es realmente el lugar ideal donde debe vivir si quiere curarse.

La casa se parece a las otras del pueblo. Pequeñas, bajas, con dos entradas. Una da sobre la calle y la otra a la parte de atrás del arrozal.

Está repleta de gente. Una colonia variada, una verdadera Corte de los Milagros, un enjambre de hippies amontonados con sus guitarras, citaras, shiloms y jeringas, en todos los cuartos, en el patio y en los desvanes.

Llegamos a una hora en que todo el mundo está atendiendo como puede a las necesidades fundamentales de sus organismos, pues por supuesto, no hay baños.

Casi todos tienen disentería.

El espectáculo es increíble, digno de Rabelais.

Las chicas y muchachos están por todas partes, en los arrozales, detrás de algún matorral, o tranquilamente agachados con el culo al aire.

Inclusive en la ventana del segundo piso, veo aparecer una cara risueña arriba de un culo blanco.

—Es Roger —dice Christ riendo.

—¡Qué mala suerte! —exclama Roger—. No tuve tiempo de bajar.

Abajo hay gran algarabía. Justo a tiempo…

Subimos. Jocelyne nos muestra su terraza. Está muy orgullosa de ella, pues allí van todos a darse una ducha.

Para ello es necesario llevar una jarra, que ha sido llenada previamente en la fuente del pueblo y ayudado por un amigo hombre o mujer, poco importa, se chapotea a los gritos bajo el agua fría.

Christ tiene que hacer uso de toda su autoridad para convencer a Jocelyne de que debe bajar a Katmandú. Le explica que solamente allí encontrará los remedios que precisa.

Cuando partimos nos encontramos con Olivier, quien, había olvidado decirlo, desapareció del Garden pocos días antes de mi delirio.

Me cuenta una historia de mujeres y se encoge de hombros riendo. Quiere volver con nosotros.

Una hora más tarde, estamos los cuatro instalados en nuestro pequeño cuarto, donde hacemos instalar dos jergones suplementarios.

¡Adelante con los shiloms y las inyecciones!

Ya estaba comenzando a sentir una imperiosa necesidad de una inyección y con gran placer me aplico una.

Me entrego gozoso a mi nueva felicidad, decidido a empezar otra vez desde cero, a no dejarme engañar nunca más, a aprovechar todo lo posible.

Mejor hubiera sido que reconsiderara la grave señal de peligro que acababa de experimentar y que más bien tratara de dar marcha atrás…

Pero ya he ido demasiado lejos. Para poder retroceder tendría que realizar una verdadera cura de desintoxicación y la única forma de hacerlo en Katmandú es internándose en un hospital.

En cambio me dedico a aumentar cada vez más las dosis. Soy una verdadera bendición para los bolsillos de Makhan, el médico droguista. Me paso días enteros en su casa, inyectándome drogas y organizando trapisondas con él.

Al cabo de ocho días estoy nuevamente a flote.

Y además de inyectarme morfina, me dedico a la metedrina. Mezclo las dosis, pruebo nuevas experiencias, paso de la morfina a la metedrina, volviendo un poco al opio, sin dejar de fumar bien a fondo, por supuesto, mi shilom.

Al poco tiempo todas esas drogas me resultan viejas conocidas. Sé exactamente qué flash experimentaré con esta y que sensaciones me proporcionará aquella otra; conozco al dedillo las particularidades de cada una, las precauciones que se deben tomar, las condiciones que deben respetarse, etcétera.

Pero inevitablemente y por el mismo motivo, se acabaron las novedades y las sorpresas. En cierto sentido es como si fuera una amante a la que se empieza a conocer bastante bien y de la cual uno se cansa progresivamente, aun cuando no se puede abandonarla.

Ha llegado el momento de probar el ácido, el LSD.

La ocasión se me presenta muy pronto con la llegada de una remesa de ácido a Katmandú (pues no se lo consigue siempre).

Falta poco para la luna llena.

Lo cual es muy importante. En Katmandú se acostumbra realizar la primera experiencia con el ácido cuando hay luna llena. Dicen que es mejor, pues la noche es más bella, más luminosa. Y además aseguran que hay ciertos fluidos especiales, altamente beneficiosos.

Consigo por lo tanto una pastilla de ácido, me instalo en mi cuarto y entre las diez y las once, la tomo.

Corro un riesgo al actuar así solo. En los círculos de los drogadictos, en efecto, existe una gran solidaridad respecto del ácido. En cuanto se sabe que alguien está por realizar la experiencia por primera vez, se lo previene, se lo pone en guardia.

—Ten cuidado, es peligroso —se le dice— si no te rodeas de condiciones favorables, si no tienes calma y tranquilidad asegurada por el resto de la noche, ausencia de ruidos, principalmente de vibraciones. Debes tener algunos amigos cerca, es muy arriesgado pues te puedes enloquecer.

Y es verdad, que una experiencia con el ácido es algo muy delicado. Nunca se puede saber de antemano en qué dirección se zarpa.

Resulta imposible controlarse. Justamente esa es la característica principal. En cambio con las otras drogas, aun con las más duras, se consigue no obstante dirigir más o menos su viaje: pero nada de eso es posible con el ácido.

Nos lleva adonde quiere y no se puede dejar de obedecerlo. No es posible hacer nada para evitarlo.

Esa es la razón por la cual es mejor estar acompañado. Es más prudente.

Pero yo, para no hacerlo como todo el mundo, evidentemente, no digo nada a nadie y tomo la pastilla completamente solo, aprovechando que los otros se han ido a comer.

De repente surgen delante de mí millares de luces de todos los colores.

Un verdadero deslumbramiento: como si fueran fuegos artificiales.

E inmediatamente las clásicas sensaciones del comienzo del viaje: liviandad, despreocupación, disponibilidad, iluminación, etcétera. Ya lo he descrito anteriormente.

Pero esta vez el efecto es mucho más rápido que con las otras drogas y el sentimiento de omnipotencia e invulnerabilidad, mucho más exagerado.

Me quedo tirado en mi cama durante una hora, tal vez una hora y media, y luego experimento una necesidad imperiosa.

Tengo que ir a Soyambonat. Es imprescindible.

¿Por qué? En realidad es debido a algo que ha surgido en mi memoria: los drogadictos de Katmandú van generalmente a Soyambonat para tomar allí su LSD, y esperar la salida del Sol. Parece que bajo los efectos del ácido se recibe una impresión extraordinaria.

Por supuesto que ellos van a Soyambonat antes de tomar el ácido y no después.

¿Y entonces qué? ¿Acaso no soy capaz de hacer lo que los demás no hacen?

Me dirijo hacia la ventana y la abro. Es una noche maravillosa Al contemplar las estrellas de la Vía Láctea me parece que veo bailar a millares y millares de brillantes lucecitas. La Luna, enorme y blanca, baña mi rostro con su luz. ¡Qué dulzura!, ¡qué frescura!

Bajo la escalera. Tengo un asombroso dominio sobre mis movimientos. Mi equilibrio es perfecto.

Busco mi bicicleta, que está guardada en el cobertizo del lado del jardín.

Es casi medianoche. Tomo la ruta que conduce a Soyambonat. Debería llegar en media hora.

Comienzo a pedalear con fuerza. El viento me azota la cara. Las ruedas giran como enloquecidas. No siento ninguna fatiga, no hago ningún esfuerzo, es maravilloso. Llego a una loma y la subo sin disminuir en absoluto la velocidad y sin esforzarme para nada. Es bastante larga y abrupta, pero a pesar de ello ni siquiera pierdo el aliento al llegar arriba. Hace media hora que pedaleo: ya no debo de estar muy lejos, busco los templos con mi mirada…

¡Pero me doy cuenta de que me he equivocado de ruta!

Soyambonat está por lo menos cuatro kilómetros más al norte.

Qué estupidez. Debo de haberme equivocado en la encrucijada que hay a la salida de Katmandú, luego de cruzar el río.

Por lo tanto bajo a toda velocidad hasta llegar al cruce.

Observo detenidamente las tres rutas que parten hacia el oeste. Esta es la que acabo de tomar, en consecuencia esa otra debe ser la buena, la que está un poco más arriba.

Parto otra vez, sintiéndome igualmente liviano y con el mismo vigor.

Al cabo de tres cuartos de hora me encuentro pedaleando como Eddy Merckx en medio de una espléndida ruta que atraviesa los arrozales iluminados por la luz de la Luna.

¿Qué demonios estoy haciendo allí?

¡Soyambonat está en lo alto! ¡Qué tonto soy!

Retrocedo otra vez, pero no consigo encontrar la encrucijada. Ha desaparecido. Y también ha desaparecido Katmandú. Estoy perdido en medio del campo.

Qué pena, no voy a poder ver la salida del Sol.

Dejo la bicicleta en el suelo y bajo al arrozal, me lavo la cara con agua, subo otra vez a la ruta y me pongo a reflexionar.

Tengo la extraña impresión de que mi cerebro es una computadora Bull. «Siento» y «veo» las ideas y los razonamientos tabletear y pasar de un circuito a otro, encendiendo señales luminosas que parpaban una tras otra.

Esto dura un buen rato. Tengo frente a mí los datos del problema, exactamente iguales a los que se suministran a las computadoras, y estos son digeridos por mi cerebro-máquina, balanceados, catalogados, verificados, combinados, mezclados y reagrupados. A lo largo de un cable conductor, pasa una corriente eléctrica que aglutina una serie de ideas, las agita, las mezcla y, clic, sale el resultado. Lo leo y dice:

—Debes de estar al oeste de Katmandú. Soyambonat está al oeste de Katmandú, ligeramente hacia el norte. Busca por lo tanto el norte y toma el rumbo este-este-norte.

Evidentemente.

¿Pero cómo hacer para encontrar el norte?

Con toda naturalidad levanto mi vista hacia las estrellas.

Repentinamente acude a mi memoria el mapa celeste, tan completo y con tanta claridad como aparece en los manuales escolares más completos.

¿Cómo es posible que yo sepa todo eso sin darme cuenta de ello? Estaba grabado en mi mente y lo había olvidado…

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