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Primera Parte

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Nos encontramos con Taras Bulba y René y nos dan la buena noticia de que el propio Taras ha conseguido arreglar el auto con un poco de alambre y unos tornillos.

Les contamos nuestra historia, que los divierte sobremanera, y lo más rápidamente posible nos ponemos en marcha. A la mañana siguiente cruzamos el Bósforo en el ferry, sin pasar por Estambul tratando siempre de esquivar a O’Brian, y nos dirigimos hacia Ismit bajo una fuerte nevada y por la ruta escarchada.

Estamos en plena euforia.

Tenemos dinero, mucho dinero; cada vuelta de las ruedas nos aleja de O’Brian: el futuro nos pertenece.

La catástrofe sucederá dentro de una semana, en pleno centro de Turquía.

La verdad es que este viejo auto que avanza a los tumbos rumbo a Ankara no es el ideal como medio de transporte.

El tránsito disminuye cada vez más y la nieve se acumula sin cesar y la ruta está cubierta por la escarcha.

No tenemos cadenas, por supuesto. Pero no es únicamente eso lo que nos falta. La palanca de cambios anda cuando le da la gana. Los frenos no existen e inclusive el limpiaparabrisas está roto. Como resultado debemos tener el vidrio abierto y el conductor debe sacar su mano cada dos por tres para limpiar la nieve que se junta en el parabrisas.

Como es de presumir, dentro hace un frío terrible. A pesar de que los cuatro estamos bien saturados de hachís igual nos congelamos. Para los pasajeros todavía es un poco más tolerable, pues estamos bien metidos dentro de las bolsas de dormir y solamente tenemos afuera la nariz, pero René, que es el que maneja, tiembla de frío a pesar de todas las mantas con las que se ha envuelto.

Cuando llegamos a Ismit, distante unos veinte kilómetros de Estambul y nuestro primer lugar de cita con Guy y Romain, causamos una pequeña conmoción. Imagínense, saliendo de adentro de una masa de nieve sobre ruedas a cuatro hombres con las narices rojas como la sangre, desembarazándose penosamente de sus bolsas de dormir para aparecer luego… vestidos como hippies. En Ismit jamás habían visto algo semejante, o tan siquiera parecido. Ismit es una pequeña población, perdida en el campo; una especie de Romorantin turco. Hay que ver la forma en que nos miran, sobre todo los niños. Vagamos por la ciudad, muertos de risa (recuerden que estamos permanentemente bajo el efecto del hachís), y los chicos del lugar nos siguen, como lo hacen los de nuestro país cuando el circo ambulante realiza su desfile callejero previo a la función. Tal vez creen de veras que somos la vanguardia de un circo. Taras Bulba con su melena, la cadena y sus originales botas les llama muchísimo la atención. Se me ocurre que deben pensar que yo soy el diablo, ya que estoy todo vestido de negro, con la barba totalmente escarchada y mi ojo tuerto. Al cabo de media hora, nos rodean una treintena de chiquilines, silenciosos y boquiabiertos.

Encontramos finalmente un pequeño hotel, bastante lamentable por cierto. Mientras tanto, René fue al correo para averiguar si había allí algún mensaje de Guy y Romain, por si tal vez ellos hubieran llegado a Ismit antes que nosotros. Pero el resultado es negativo. Deja entonces el auto frente al correo y escribe la dirección del hotel en el parabrisas. Así nos encontrarán fácilmente no bien lleguen y reconozcan a Frégate estacionada allí en la plaza, bien visible desde lejos.

Y nos disponemos a esperar a los otros. Damos vueltas y fumamos sin cesar. Taras Bulba se hace el payaso en todas partes y muy pronto todo el pueblo está convencido de que realmente ha llegado un circo. Pero no nos llevamos muy bien todo el tiempo con la juventud del lugar, la que nos acompaña desde la mañana hasta la noche. Una tarde algunos de ellos, envidiosos seguramente de nuestras vestimentas comienzan a burlarse de nosotros. Pero no dura mucho. Girando sus brazos como si fueran las aspas de un molino, Taras Bulba les hace comprender rápidamente que él es el forzudo del circo. Desde entonces nos tratan con el mayor respeto.

Pero cada vez nos aburrimos más. Tratamos de arreglar el auto y de conseguir cadenas. Es inútil. No hay ningún taller mecánico en Ismit.

Mientras tanto, Taras Bulba seguramente para no menoscabar su reputación, exagera cada vez más su papel. No cesa de provocar a la gente y siempre está listo para darles un golpe cuando alguien no le gusta. Muy pronto, los comerciantes ya hartos se niegan a atendernos. Y una tarde por poco acabamos todos mal.

Taras entra en un restaurante totalmente ebrio de hachís. Quiere comprar queso. Lo echan afuera. Vuelve a entrar. Unos turcos se presentan para ayudar a los mozos. Nos precipitamos todos y… trifulca general, que termina en un boliche, como corresponde.

Me lo paso yendo todo el tiempo al correo para telefonear a todos los pequeños hoteles de Estambul, en especial al Abia Sophia, donde supongo que deben estar Guy y Romain. Pero no consigo ninguna noticia de ellos. Más adelante me enteraré de lo que sucedió: al día siguiente de nuestra partida, la policía hizo redadas en todos los hoteles y cafés hippies. Clausuraron el Gulhane y el Pudding Shop como también el negocio de Liener. Una redada en gran escala.

Nunca supe exactamente qué fue lo que pasó, pero estoy casi seguro que se debió a una maniobra del canadiense. Me imagino que cuando finalmente se dio cuenta de lo que le habían hecho debe haber llamado en su auxilio al hermano mayor, y que este al no poder acusarme por el verdadero motivo de la estafa, debe haber denunciado a la policía alguna trapisonda posible de confesar como para que esta se decidiera a arrestarme.

No nos preocupamos mucho por Guy y Romain. No son unos niños de pecho y ya sabrán arreglárselas. Además ya hemos combinado con otros puntos de reunión en la ruta hacia Oriente. El próximo es Ankara, y el siguiente, Adana. Finalmente convinimos en que si no nos reuníamos ni en Estambul, Ankara o Adatia nos esperaríamos, cueste lo que cueste en Bagdad. Será fácil, los grupos europeos van siempre a los mismos hoteles y a los mismos correos en la ruta hacia la India. Basta con seguir la corriente para encontrarse con seguridad. Como cada vez se nos hace más difícil seguir viviendo en Ismit gracias a Taras, que no cesa de hacer pavadas, decidimos reanudar nuestro viaje, a pesar de que ha comenzado otra vez a nevar, y que ha aumentado la capa de escarcha en el camino.

En realidad, no lo supe sino un mes después, cuando me encontré con Guy y Romain por una casualidad increíble en la frontera turco-siria, que nos desencontramos por un día. Llegaron a Ismit al día siguiente de nuestra partida, no encontraron evidentemente ningún auto estacionado frente al correo; nos buscaron por todas partes y realizaron una maniobra bastante sorprendente: conseguir un auto de la policía para recorrer todo el pueblo llamándonos por un altoparlante.

No bien salimos de Ismit, nos encontramos con una ruta espantosa. La escarcha es cada vez peor y la nieve cae en grandes copos. A pocos kilómetros de Ismit tenemos una sorpresa desagradable: la ruta hacia Ankara está bloqueada. Se interna por una región montañosa y la nieve se acumula por todas partes. Es imposible pasar. ¿Qué haremos? ¿Esperar a que se abra la ruta para llegar a Ankara? ¿Suprimir la cita en Ankara? Reflexionamos rápidamente que de todos modos la ruta también estará cerrada para Guy y Romain. A menos que viajen en tren…

¿Qué hacer?

Taras Bulba saca una moneda del bolsillo. Ceca, volvemos a Ismit, cara, salteamos Ankara y seguimos hasta Adana.

Sale cara. Tomamos la ruta por una bifurcación que se dirige hacia el sur.

En seguida nos las vemos negras. El frío es terrible. Temblamos adentro de nuestros acolchados. Taras y René, los dos conductores, deben relevarse todo el tiempo para no morir de frío. Cada vez vemos menos vehículos. Los pocos que cruzamos están todos equipados con cadenas y circulan muy despacio.

Nosotros vamos a fondo. Cuanto antes lleguemos a Adana, al sur de Turquía, menos tiempo sufriremos el frío. Además, el auto cada vez anda peor. Cada cincuenta o sesenta kilómetros hay que bajarse para cambiar el tornillo que permite hacer los cambios.

A la mañana temprano (olvidé decir que salimos de Ismit al atardecer y que anduvimos durante toda la noche), nos salimos de la ruta y nos caemos en una zanja. Un camión nos saca de allí con un cable.

El día siguiente de este percance, en pleno monte Taurus, ya hemos recorrido tantos kilómetros que no estamos muy lejos de Adana.

Pero ahora el auto tiene dificultades con la batería. Debemos llegar, indefectiblemente, a Adana antes de la noche. Aceleramos por lo tanto nuestra marcha.

A las tres de la tarde paramos a tomar un café para entrar en calor. Cuando salimos, Taras Bulba, que era el que manejaba, en lugar de retomar su puesto se lo cede a René.

Si lo hubiera conservado, seguramente no hubiera pasado nada, porque conducía con prudencia a pesar de todas sus locuras…

Por lo tanto René se hace cargo del volante. Y le gusta andar ligero. Sin pérdida de tiempo, aprieta el acelerador a fondo y partimos otra vez.

A su lado está sentado Yvon. Atrás de él, yo y a mi derecha, Taras Bulba.

Pocos minutos después, en una recta, nos encontramos con una niebla espesa. René disminuye un poco la velocidad. Pero no lo suficiente.

Repentinamente vemos aparecer la parte posterior de un camión, René se tira a la izquierda para pasarlo.

Y justamente entonces, cuando habíamos recorrido cientos de kilómetros sin encontrar ningún auto nos topamos con un camión de frente…

Desesperadamente, René se tira entonces hacia la derecha y frena. Pero es inútil.

Nos incrustamos a toda velocidad contra la parte posterior de un camión que avanza lentamente…

Al despertar me encuentro acostado sobre la escarcha. Tengo sangre por todas partes y me duele mucho la cabeza. Muevo lentamente los brazos y las piernas y me apoyo sobre los codos. No tengo nada roto. Quiero sentarme. La cabeza me da vueltas y debo acostarme otra vez. Delante de mí está el auto; parece un acordeón en cuatro ruedas. Ni siquiera se volcó. Se incrustó contra el camión.

Cerca de mí veo a René, acostado sobre un lado. No se mueve. Un poco más lejos, está tirado Taras Bulba, muy pálido pero aparentemente sin un solo rasguño.

Unos turcos están tratando de sacar a Yvon del montón de chatarra. Tiene la cara y un brazo ensangrentados. Otros hombres acercan una chata arrastrada por un tractor.

Mientras me despierto lentamente de mi semicoma, advierto que los turcos están revisando nuestro equipaje. Deben buscar seguramente nuestros documentos. Pero de todos modos me inquieto. Estoy obsesionado por una idea, debido probablemente al golpe que recibí, pero que no es tan absurda, después de todo. Me digo a mí mismo que revisan nuestras pertenencias para ver si encuentran dinero.

Mis dos mil cuatrocientos dólares no me preocupan; no están guardados en mi mochila y no corro el riesgo de que los encuentren en mi bolsillo si me desmayo nuevamente. Los guardé prolijamente doblados a lo largo, uno por uno y montados unos sobre otros, envueltos en plástico en el cinturón de mi pantalón. Es un cinturón de aspecto común y corriente al mirarlo, pero que tiene en su parte anterior, y todo a lo largo, un bolsillo cerrado por un fino cierre relámpago.

Me preocupan tan sólo los quinientos dólares de Yvon. Sé que antes de partir de Estambul se los entregó a René, su camarada de siempre, porque le parecía que estarían más seguros que en su persona.

Pero sé también que René guarda siempre el dinero en sus calzoncillos…

Me arrastro lo más rápido que puedo hacia donde está René. Lo sacudo.

—¿Estás bien? ¡Hay que esconder los quinientos dólares!

René no contesta. Sigue desmayado. En una de las ventanas de su nariz tiene un hilo de sangre seca.

Echo dos o tres miradas prudentes a mi alrededor. Haciendo muecas de dolor, pues me duele todo y en especial la cabeza, abro el pantalón de René, busco en su calzoncillo y saco los quinientos dólares de Yvon. Los guardo rápidamente en mi bolsillo. Por el momento están a salvo. Más tarde, si es necesario, los guardaré también en mi cinturón.

Me acuesto. Al poco rato nos suben a la chata uno tras otro. Y ahí vamos andando, en medio de la niebla helada, arrastrados por el tractor, tirados unos sobre los otros, sacudidos con cada vuelta de la rueda. Debe hacer diez grados bajo cero. Pero yo soy el único al que le castañean los dientes, los demás siguen desmayados.

Recorremos tres o cuatro kilómetros y llegamos a un pueblo que tiene una enfermería.

Nos bajan. Un médico se acerca y pega un respingo al verme. Soy el primero al que examina, y me dice luego hablando en inglés:

—Usted tiene algo en el ojo izquierdo.

—No, no; eso es una cosa vieja. Mejor será que revise a los demás. Siguen desmayados. Me parece que a mí no me pasa nada.

Observa a René y le levanta el brazo. Le toma el pulso. Se agacha, escucha el corazón con un estetoscopio. Se levanta y dándose vuelta hacia mí, me dice:

—Está muerto.

Examina después a Taras Bulba. A él por lo menos le late el corazón. Pero sospecho que no debe funcionarle muy bien, por la cara preocupada del médico que manda al enfermero a telefonear inmediatamente.

Por último se acerca a Yvon. Y también entonces inclina la cabeza con aire preocupado. Le pregunto:

—¿Qué es lo que tiene? ¿Es grave?

—Tiene un brazo muy deshecho y un ojo reventado.

Me tiro hacia atrás y me pongo a llorar como un niño.

Esa noche, Taras, Yvon y yo partimos en una camioneta taxi (el chofer me estafa: me cobra trescientas liras un viaje que vale entre treinta o cuarenta) al hospital de Nigde, distante unos cien o ciento cincuenta kilómetros de donde estábamos.

Llegamos allí sin que Taras haya recuperado todavía el conocimiento.

Esa misma noche, después de haber dejado instalados a Yvon y a Taras en el hospital en un cuarto de dos camas, parto en busca de un hotel para mí y me dispongo a cumplir con todas las formalidades indispensables en la municipalidad y en la policía. Allí me hago amigo de un oficial que habla muy bien francés. Me recomienda el mejor hotel de la ciudad y hacia allí me dirijo.

En el hospital me lo paso yendo de la cama de Yvon a la de Taras y movilizando a todos los médicos y enfermeras.

Yvon ha experimentado una leve mejoría. Pero ha perdido definitivamente un ojo y su brazo no mejora mucho. Taras sigue en estado de coma.

Todas las enfermeras me hacen la corte sin disimulo. No tienen muy a menudo la oportunidad de poder tener a un europeo allí. Una noche llevo a una de ellas, una morocha pequeña y bonita, a mi hotel…

Voy hasta Ankara para ver al cónsul francés (deberé hacerlo cuatro veces más). Hay que tratar de conseguir las direcciones de las familias en Francia.

Cuando vuelvo me encuentro con que Taras Bulba ha muerto.

Muy pronto quedan arregladas las formalidades para repatriar el cuerpo de René, que ya ha sido embalsamado.

Pero no tenemos éxito con Taras Bulba. Localizamos una dudosa novia suya pero nadie en Francia quiere encargarse de los gastos de su repatriación. El cuerpo de Taras parte por lo tanto rumbo a Ankara. Más adelante recibirá sepultura en Estambul. Y ahí debe seguir, sin duda…

Yvon también debe volver a Francia. Sus padres enviaron el dinero para el pasaje. Lo acompaño una mañana hasta el ómnibus. Va arrastrándose sobre sus muletas. Su cara está atravesada por un vendaje y tiene un brazo en cabestrillo. Llora. Da lástima verlo. Le devuelvo su anillo y le doy doscientas liras.

—Buena suerte, Charles —me dice—. Para mí todo eso terminó.

Con un nudo en la garganta veo marcharse el tren.

Para todos ellos la aventura ha terminado.

Me quedo solo…

Para tratar de olvidar me dedico entonces a la farra. Sin descanso, durante ocho días. Comidas, bailes, mujeres, etcétera. Gasto sin medida pero no importa, el contenido de mi cinturón apenas disminuye. Pero eso me hace bien. Yo, que había estado siempre solo hasta llegar a Estambul, que viajaba solo y realizaba mis trapisondas solo, me había integrado realmente (y por primera vez) a un grupo y me sentía feliz…

Al poco tiempo se me ocurre pensar en Guy y en Romain. Quién sabe lo que les habrá sucedido, en dónde estarán ahora y qué pensarán. Con toda seguridad se encuentran en Bagdad esperándonos. O tal vez se han aburrido…

Decido salir rumbo a Bagdad.

Cuando llego a Adana me alojo en el mejor hotel, como en el mejor restaurante y bailo en los mejores clubes nocturnos. Pero desde hace tiempo he dejado de fumar. No me interesa hacerlo sin compañía.

¡Muy pronto volveré a empezar!…

En Adana tomo un camarote de primera clase en el tren para Bagdad.

Y zarpo nuevamente, preguntándome en dónde encontraré a Guy y a Romain.

Lo que sucederá muy pronto y en unas circunstancias bastante extrañas.

Al llegar a la frontera entre Turquía e Irak, mientras el tren está detenido en el puesto aduanero, y espero que me llegue el turno de pasar la aduana, me acerco a la ventanilla y miro distraídamente pasar un tren que viene de Bagdad en sentido contrario al mío y que se detiene en la otra vía.

¡De repente descubro a Guy y a Romain en una ventanilla ubicada a dos metros un poco más a mi izquierda en el tren de enfrente!

¿Qué hacer? Apenas tengo tiempo de pensar. El otro tren saldrá en cualquier momento, pero es absolutamente necesario que les cuente el drama sucedido, por más que sepa que para Romain va a ser un golpe terrible: Taras Bulba era amigo suyo desde la infancia.

—¿Qué pasó? —me preguntan—. Los hemos esperado en Bagdad; como no nos queda un solo centavo hemos decidido volvernos.

—Oigan —les digo rápidamente—. No tengo tiempo de andar con rodeos. Tuvimos un accidente. Taras y René han muerto.

Puedo ver que Romain se desploma justo antes que arranque su tren.

¡Pero este para un poco más adelante y el mío retrocede!

Esta vez ya no estamos más enfrente unos de los otros. Caminamos por el corredor, Guy por su lado y yo por el mío, atropellando a toda la gente para poder acercarnos.

—Vengan y viajaremos juntos —les digo—. Apúrense, tengo dinero suficiente. Volveremos a Bagdad. ¿De acuerdo?

Guy titubea un momento y luego grita:

—Perfecto, voy a buscar a Romain.

Y aquí estamos los tres en el tren rumbo a Bagdad, discutiendo con un guarda, pues si bien Guy tiene un boleto (aunque ni siquiera es hasta Estambul), Romain no tiene ninguno.

No me toma mucho tiempo relatarles el accidente. Pero a Romain le cuesta mucho reaccionar. Por suerte encontramos en el tren otros tres hippies franceses, realmente auténticos estos, con la mentalidad, el idioma, la roña y todo lo inherente a su condición. Conversan con Romain y le explican que acaba de tener la prueba de que nada tiene realmente importancia y que lo mejor es olvidarnos de todo rápidamente. Comienza a reaccionar y con mayor razón ya que ellos lo hacen fumar.

No hay nada que valga la pena contar sobre Bagdad, donde nos alojamos en un hotel hippie. No se ven más que hippies. El dueño es apodado Salam, pues contesta Salam (buenos días en árabe; de ahí la expresión hacer zalemas) prosternándose a todo lo que se le dice. Las calles están repletas con soldados armados porque están en guerra con Israel. Nuestros compañeros de viaje se divierten provocándolos, jugando a los espías, sacando fotografías y haciéndose arrestar prácticamente todos los días.

Lo mejor es irse. ¿Pero a dónde? El punto vale la pena de ser discutido. Pues en realidad no sabemos exactamente qué vamos a hacer. El gran problema es el dinero. Yo tengo, pero Romain y Guy, a quienes se les ha terminado, se sienten acomplejados. Quieren ir a trabajar a algún lado. ¿Dónde? Lo mejor será en Kuwait. En ese pequeño país desbordante de petróleo y ultrarico debe haber seguramente algo que hacer. Pero se precisa una visa y Kuwait las distribuye con cuentagotas. Y nunca duran más de una semana.

Nos dirigimos a la embajada. En la entrada hay gente que espera desde hace semanas. Entramos y mostramos nuestros pasaportes. El empleado se ríe en nuestras caras.

—¿Visas? Mañana veremos.

Al día siguiente volvemos.

—Vuelva mañana.

Y así durante tres días.

Después de transcurridos los tres días mi paciencia se acaba y voy directamente al domicilio del embajador. Es un sistema que siempre me ha dado resultado.

Y esta vez también.

Comienzo por pelearme un poco con el centinela. El ruido llama la atención de un oficial. Le explico mi caso. Y dos días después, tengo mis visas; no solamente la mía y las de Guy y Romain, sino además las de nuestros tres superhippies. No me animé a presentarme con ellos, debido a sus melenas. Hicimos hacer copias de las fotos de sus pasaportes donde tenían el pelo corto y las llevé directamente a la embajada.

A la mañana siguiente, sin esperar más, nos instalamos los seis en el ómnibus rumbo a Kuwait, en medio de criaturas, ovejas, gallinas y conejos.

¡El Oriente nos espera!

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