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Tercera Parte

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Con tan sólo otro pequeño y suplementario esfuerzo de voluntad, los personajes dejan de ser de madera y de piedra y pierden inmediatamente su origen nepalés.

Se agrandan y se presentan como en un escenario. A la izquierda está ahora arrodillada una chica rubia y alta que acaricia a su compañero, y este se convierte en un fauno de la antigüedad, con la frente combada, dos cuernos que asoman entre su pelo negro y rizado, un tórax amplio y patas de carnero.

¿En qué lugar lo he visto antes? En seguida lo recuerdo. En Londres, hace mucho tiempo, colgando de la pared de una galería de arte: un dibujo de Picasso.

Por el momento no oigo más el ruido del mercado y las conversaciones de los turistas que pasan al lado de nosotros y que cada vez son más numerosos. Estoy a solas con mi cine pornográfico ¡y muy divertido, por cierto!

La pequeña sesión dura una hora por lo menos, hasta que los personajes poco a poco se inmovilizan otra vez, volviendo a su condición estática y recuperando su talla de figurillas de ojos oblicuos, fijos para siempre en sus poses que fueron fuentes de inspiración de tantas imágenes.

Siento que Agnes me sacude con su mano.

—Estás raro —me dice, intrigada—. Tienes un aspecto extraño. ¿Te sientes bien?

Estallo en carcajadas.

—Sí, sí, estoy muy bien. ¡En realidad estoy requetebién!

Agacha la cabeza. Sin lugar a dudas ella sigue convencida que no estoy nada bien.

—¿Me acompañas al correo? —me dice finalmente luego de haberme observado durante unos minutos—, estoy esperando una carta.

—Vamos.

El correo está repleto de hippies. Lo cual no es nada extraño. Como lo dije anteriormente, para los viajeros el correo es un lugar sumamente importante. No tanto porque se reciben noticias de los suyos, pocos son a los que todavía les importa saber qué sucede en sus casas de Europa o América, pero el correo significa dinero, bajo cualquier forma: giros, cheques de viajero o simplemente billetes metidos en un sobre entre papel carbónico si es posible, para despistar la curiosidad siempre alerta de los empleados de correo en Oriente.

Debe calcularse además que el correo pierde, término medio, el cincuenta por ciento de la correspondencia.

Pero aun cuando la carta llegue, no se acaban los problemas.

Pues los empleados de correo de Katmandú casi no saben leer. Y clasifican las cartas en los casilleros de la oficina con una fantasía afligente.

Debido a ello aprendí bastante rápido que debo pedir al empleado que además de fijarse en el casillero de la letra D, primera letra de mi apellido o en el casillero C, primera letra de mi nombre, revise también el casillero de la S.

¿Por qué? Porque S es la primera letra de la palabra señor, y una carta dirigida a mi nombre estuvo guardada allí durante más de un mes.

Agnes se ubica en la cola. En la ventanilla que está delante de nosotros hay un gran alboroto. Un alemán furibundo asegura que debe haber llegado una carta a nombre suyo.

El empleado le señala el casillero correspondiente a su nombre. Está vacío.

El otro le pide por sexta vez que se fije en los otros casilleros, para mayor seguridad.

El empleado se niega categóricamente. Ya está harto. Que pase el siguiente.

Y entonces vemos que el alemán salta detrás del mostrador y agarra al empleado por el cuello.

Otros quince empleados acuden a socorrerlo… y por lo menos veinte hippies saltan al lado de su camarada.

Se produce una pequeña pelea… Luego se separan, se miran de hito en hito, discuten, todo eso frente a los nepaleses que se han agrupado asombrados alrededor de nosotros.

El jefe de correos, que se ha hecho presente, acaba por aceptar a pesar suyo y con cierta reticencia, lo que le pide el alemán, es decir, poder fijarse si en la letra H (el alemán señor se dice Herr) no está la carta que espera. Se da cuenta perfectamente bien que si este tiene razón será un verdadero descrédito para su organización.

El alemán mira, revisa… y saca una carta profiriendo un estridente grito de guerra.

Ganó. La carta estaba allí.

Algo avergonzado, el jefe lo empuja fuera del mostrador murmurando algo que en nepalés debe ser el equivalente de «Bueno, está bien, usted ha ganado pero por favor, no haga un alboroto por su triunfo».

Pero el triunfo del alemán se convierte súbitamente en furia.

Al abrir el sobre se encuentra con que en su interior hay solamente una carta.

—¿Y cuál es el inconveniente? —pregunta en inglés, ya bastante harto el director.

—¿Cuál es el inconveniente? —Aúlla el otro con un terrible acento teutón—. ¡El inconveniente es que mi hermana había metido en este sobre veinticinco dólares y que han desaparecido!

Una pequeña sonrisa de triunfo se esboza en los labios del director.

—Su carta ha pasado por muchos países desde que salió de Alemania. Por países donde el correo no tiene por lo visto la probidad del correo nepalés.

Una risa burlona parte del grupo de hippies.

—¡Por supuesto! —grita un francés.

El jefe sin abandonar su sonrisa, agrega:

—Por otra parte, señor (el calificativo es como para morirse de risa cuando uno ve a quién está dirigido: el alemán está descalzo: vestido con un pantalón vaquero roñoso cortado en flecos a la altura de la rodilla y un bolero de mujer, de encaje rosa, reventado en la bocamanga, abierto adelante bajo una barba de un año y sobre una maraña de un vello rojizo), usted no debe ignorar que los reglamentos postales internacionales prohíben estrictamente el envío de billetes en una carta.

Y el otro estalla.

—¡Pero cuando se manda un giro no llega jamás! Así por lo menos existe una posibilidad de recibirlo.

—Por lo visto hoy no es su día de suerte —arguye el jefe esbozando una sonrisa antes de refugiarse rápidamente detrás de su mostrador.

El alemán no es un tipo violento. Hace un gesto de resignación y se marcha, sacudiendo su melena con despecho.

Agnes tampoco tiene suerte. Su carta no ha llegado.

—Bueno —me dice—, me queda solamente una solución. Préstame cinco pesas para hacer una llamada telefónica.

—¿A quién?

—A mi bienhechor, ¡por supuesto!

—¿A tu bienhechor?

Muy sonriente me explica que de vez en cuando y para ganar algún dinero se acuesta con un funcionario de la misión de ayuda norteamericana al Nepal.

—Un viejo cerdo —agrega—, pero no me importa mucho pues me paga bastante. Y además me obliga a bañarme antes. Y eso es mejor que los baños del Oriental, ¿verdad?

Se marcha para hacer su llamado y vuelve haciendo muecas de disgusto.

—Imposible antes de la noche —me explica—. ¡Qué lástima! Peter va a sentir la falta de droga. Necesito conseguir la morfina antes del mediodía.

Peter es su australiano. ¿Qué me queda por hacer?

—¿Cuánto cuesta la morfina?

—Cinco rupias. ¿Me las prestas? Gracias, eres un buen tipo. Ven, acompáñame a la farmacia.

Y allí compra un frasco sin necesidad de receta.

Volvemos al hotel. Peter está tirado en su jardín muy nervioso. Exhala un suspiro de alivio al ver llegar a Agnes.

Sin pérdida de tiempo ella prepara la morfina, la jeringa, la aguja, coloca un lazo en el brazo de Peter y con movimientos suaves y tiernos, mordiéndose la punta de la lengua como una alumna aplicada, le aplica la inyección.

A medida que el líquido entra en la vena, Peter recupera el color, se afloja y se tranquiliza.

—Gracias —dice finalmente.

Y se acuesta, dado vuelta hacia un lado, con la nariz metida en el colchón.

Al cabo de una semana conozco a Katmandú como la palma de mi mano. Los lugares de diversión, dónde se pueden conseguir las drogas, los secretos de unos y otros, los negocios, las triquiñuelas, los cuentos.

Por el momento me mantengo fiel al hachís y vuelvo a fumar una que otra vez un poco de opio, pero todavía no he llegado a inyectarme nada. Pues tengo mucho que observar y muchas cosas que ver para decidirme realmente a avanzar un nuevo paso en el camino de la droga. Pero como verán, no me demoraré mucho más.

Desde que Agathe y yo rompimos, por así decirlo, siento una especie de alivio. Es mucho mejor así, estoy más libre, y ¿acaso no es eso lo que siempre he deseado? Mis días transcurren fumando shiloms con Guy y por la noche voy a escuchar música al Quo Vadis o al Cabin Restaurant y a explorar la ciudad.

Me hago amigos en distintos lugares. En primer término en el ambiente hippie por supuesto, donde no me cuesta ningún trabajo, ya que rápidamente se ha corrido la voz de que tengo dinero.

Se aprovechan un poco de mí, un poco más cada día. En el Oriental además de pagar la pensión mía, de Guy y de Michel, pago también la de Agathe, Claudia, Agnes y su australiano. Me digo a mí mismo que es lo natural, que seguiré haciendo lo mismo mientras me dure el dinero y que después ya veremos.

Pero tengo además otros amigos, amigos decentes.

Un día en que me encontraba en el Centro Cultural Francés hojeando unos diarios y revistas, hago relación con un canadiense francés. Se llama Pierre y es diplomático.

Conversamos y simpatizamos, me presta algunos libros y me invita a comer a su hotel, el Royal Hotel. Saco a relucir mi equipo elegante, me limpio y me arreglo. Le intriga que pueda convivir con los hippies, sin que yo sea en realidad uno de ellos.

Nos vemos con bastante frecuencia. Como tengo dinero, le retribuyo sus invitaciones.

Poco tiempo después salimos a pasear a caballo.

Y durante uno de estos paseos veo por primera vez a Jocelyne.

Ese día habíamos ido con Pierre hasta Soyambonat, la ciudad del Templo de los Monos, situada más alto que Katmandú, en las primeras estribaciones de la montaña.

En una curva nos topamos con dos muchachas, dos europeas con una indumentaria extraordinaria, incluso para un hippie.

Están prácticamente vestidas con harapos. Sus ropas, completamente deshilachadas (más adelante me enteraré de que era a propósito), parecen haber salido recién de la Corte de los Milagros.

Y además de todo unas caraduras. Se abalanzan sobre los caballos, sujetándolos por las riendas y nos increpan.

Una de ellas, la que tiene el pelo cortito con mechones como si se hubiera rapado hace un mes, hablando en francés dice:

—¡Mira un poco Christ, mira por favor a estos dos!

—¿Qué te parece Jocelyne si les pedimos que nos lleven? —replica Christ.

—¡Buena idea! —prosigue Jocelyne batiendo palmas—. ¿Señor (se dirige a mí), no me subirías a tu hermoso corcel?

—Basta, basta, tranquilízate —le digo algo incómodo, pues no quiero perder la amistad de Pierre y no sé cómo va a tomar todo esto. Además la chica tiene un aspecto demasiado sucio.

No me engaño. Pierre, por su parte, empuja a la que se llama Christ.

—Vamos, suficiente —le digo a Jocelyne.

—Está bien, está bien —contesta—. Los dejaremos tranquilos. Bye-bye.

Y juntando sus manos sobre el pecho exclama con aire irónico:

—Namasté.

Namasté quiere decir en nepalés todo lo que uno quiere: buenos días, hasta pronto, gracias, pero de todos modos es una fórmula de cortesía.

Nos alejamos.

Quince días después, Jocelyne estará en mi cuarto…

Luego de una famosa velada en el Quo Vadis.

Pero antes de eso, tuvo lugar el episodio con Eliane M., una francesa médica y escritora, de la que hablé antes, la conocí durante una comida con Pierre.

—Este es el hippie —dijo Pierre al presentarme.

—¡Hippie de lujo por lo que veo!, acotó ella.

La noche siguiente me invitó a su hotel. Comimos juntos.

Me cuenta que tiene un laboratorio en París. Pero que además escribe libros. Ya ha publicado dos. Está en Katmandú haciendo un reportaje.

Conversamos durante largo rato. Nos hacemos amigos. Me convida a tomar una copa al borde de la piscina del Hotel Soaltie, el superpalacio donde se aloja.

Me sucede algo extraño con Eliane: nuestras conversaciones toman rápidamente un giro directo, preciso. En una palabra, nos ponemos a hablar sobre el sexo. Es un tema que la apasiona y ha probado toda suerte de experiencias.

Tomamos la costumbre de almorzar juntos todos los días, los dos solos en el Indirah, el restaurante elegante edificado en alto en New Road, la calle principal de Katmandú.

Allí, frente a frente, contra el ventanal desde donde las miradas bajan hasta la calle, pasamos revista durante horas a las mil y una maneras de hacer el amor. Nuestras discusiones no pueden ser más explícitas.

Yo, por mi parte, estoy muy lejos de ser un niño de pecho, pero debo admitir que Eliane a veces me supera. ¡Esta mujer lleva realmente el erotismo en la sangre!

Salimos a pasear juntos en taxi o en coche de caballos por los alrededores: vamos a Pashi Patinat, pero casi no miramos el paisaje o los templos. Sentados uno al lado del otro, proseguimos disecando metódicamente el arte de amar.

Una noche le hago probar un shilom, pues hasta entonces jamás se había drogado.

Al día siguiente mientras estamos en el Indirah, nos dedicamos a imaginar en qué forma pasaremos nuestra primera noche de amor.

Eliane hace una descripción completa de su persona, me explica cómo es, cuáles son sus gustos y sus aptitudes. Hago lo mismo con mi persona y organizamos un escenario para nuestra primera noche de amor, en la cual los instantes están cronometrados.

Y tiene lugar poco tiempo después. Una noche Eliane me lleva a su lujoso cuarto. Me quedo allí durante dos noches. Hacemos el amor… pero totalmente distinto a lo que lo habíamos programado: ¡En la forma más normal y corriente del mundo!

Pero tiene que irse muy pronto. Nos separamos como grandes amigos. Intercambiamos nuestras direcciones en París y yo vuelvo con mis hippies.

Para qué decirles la gran curiosidad que he suscitado entre ellos. ¡No es un suceso común que un mochilero duerma en un palacio y en la cama de una burguesa!

Poco después tomo un pequeño boy a mi servicio, como lo había hecho antes en Bombay.

Pero este, el pequeño Krishna, será muy diferente. Un compañero fiel y abnegado, dispuesto a morir por mí. No lo olvidaré jamás.

Lo conocí gracias a Agathe y a Claudia. Ellas lo tomaron a su servicio durante dos o tres días.

Una vez viene a buscarlas al Oriental y yo estoy con ellas.

Inmediatamente me sonríe. Y en seguida me doy cuenta de que es el pequeño boy que me hace falta. Su mirada franca y su amplia sonrisa son auténticas. No tiene más de diez años. ¿Sus padres? Nunca supe a ciencia cierta si realmente tenía. Me inclino a creer que es un niño abandonado. Siempre fue muy discreto con respecto a eso y de todos modos nunca logrará aprender francés lo bastante bien como para poder dar una explicación satisfactoria.

Salta de alegría no bien le pregunto si quiere trabajar para mí.

Le explico, con la ayuda de un hippie que habla algo de nepalés, lo que quiero que haga: que se ocupe de mi ropa, haga los mandados, me guíe y haga las compras en mi lugar para evitar que me estafen. A cambio de ello lo alimentaré, le daré algo de dinero y le compraré ropa.

Al oír esto último aplaude entusiasmado, pues está vestido con harapos. Me suplica que le compre ropa en seguida.

Lo llevo a un sastre y le compro un pequeño traje bastante aceptable, de varios colores, que lo llena de alegría. Pero dicho sea de paso, ese mismo traje dentro de tres días estará completamente destrozado, pues Krishna se revuelca por todas partes y no hay forma de evitarlo.

En seguida me reporta grandes servicios. Me sigue a todos lados. Al principio cuando vamos a los restaurantes no consigo hacerlo comer. ¡Le da vergüenza! Cuando le muestro el menú, empieza por decir que no tiene hambre, luego se tienta pero siempre elige lo más barato. Casi tengo que forzarlo a comer.

No solamente no me cuesta más dinero, sino que inclusive me hace ahorrar plata, no bien entro en una tienda se adelanta y comienza a discutir por el precio. Y ojo, porque discute palmo a palmo hasta que el comerciante derrotado me hace la rebaja que exige Krishna, en vez de pedirme el precio de turista que cobra habitualmente a los europeos.

Duerme en mi cuarto y a mis pies. Pero no crean que es por crueldad de mi parte. Es solamente por una razón técnica. Krishna se hace pipí la cama. No hay forma de corregirlo. Y entonces al cabo de varias noches, desesperado por mojar siempre su jergón, decide por su propia cuenta dormir sobre el piso de tierra.

Ya dije que Krishna me sigue a todos lados. Es decir, hasta en mis salidas nocturnas. Cuando salgo no consigo convencerlo de que debe quedarse durmiendo. Llora en tal forma que, cansado de discutir, me doy por vencido y me resigno a que me acompañe dondequiera que voy.

Recorre conmigo los restaurantes, paseamos juntos, y hacemos juntos las compras.

Va también al Cabin Restaurant, y me veo en figurillas para hacerle servir comida que no tenga hachís.

Krishna estaba con nosotros la famosa noche en que drogamos a un turista a la fuerza.

Ese día llegó a Katmandú un avión lleno de turistas norteamericanos. Y a la medianoche hacen su aparición en masa.

Son más de veinte, armados como de costumbre con cámaras fotográficas de cine y mirando todo con ojos azorados.

Es sabido que a los hippies no les gustan mucho los turistas. Resulta algo cansador que lo miren a uno como si fuera el mono del zoológico…

Pero esa noche los recibimos en el Cabin con menos cordialidad que de costumbre.

Gracias a que Barbara y Brigitte, las dos excitadas, acaban de obsequiarnos con una de sus habituales representaciones. Podría creerse realmente que se han enloquecido.

Lo único que todos pretendemos es descansar pacíficamente en nuestros rincones mientras escuchamos a los Rolling Stones, soñando unos con un shilom y otros con una inyección, pero estas dos locas durante dos horas nos han destrozado los oídos, con sus alaridos, gemidos y gritos dignos de unas gatas. Y como de costumbre, al poco tiempo se desnudan y comienzan a hacer su danza del vientre siempre a destiempo de la música, y con una gracia similar a la de unas vacas lecheras.

Como es sabido, los hippies no son gente violenta. Y por ello las soportaron pacientemente durante un buen rato. Pero a pesar de ello. Finalmente se levanta un holandés grandote, las agarra a cada una por un brazo y las echa afuera.

Luego, con un gesto caritativo les alcanza la ropa.

¡Oh! Alivio. Se marchan con su música a otra parte.

Un minuto después estamos todos otra vez en el paraíso. Shilom, joints, luz difusa, música suave y ensueños.

¡Patatrás! La puerta se abre y aparece una remesa de turistas.

Protestamos un poco. Alguien les explica que deben sentarse tranquilamente y quedarse quietos. Obedecen.

Es la hora de los bailarines. Y especialmente la de Eddy eight fingers (Eddy ocho dedos).

Eddy eight fingers es llamado así porque le faltan el índice y el pulgar de la mano izquierda, por lo cual le quedan ocho dedos en total; es un personaje famoso en todo Katmandú.

Es norteamericano, muy alto y desgalichado, de alrededor de cuarenta años, pasa la mitad del tiempo en Goa, sobre la costa occidental de la India, donde dicho sea de paso tiene una casa abierta para todo el mundo, y el resto en Katmandú.

Tiene fama de ser muy rico; no se viste como hippie, se droga pero nunca se supo con qué. Yo he creído siempre que se inyecta cocaína o heroína. Pero nadie se lo ha visto hacer. Fuma por supuesto, pero poco. Esta continuamente drogado.

Todos lo adoran.

Se pasa horas enteras bailando entre las mesas. Baila admirablemente bien, sin abandonar nunca su dulce sonrisa, y con una gracia perfecta sin hacer jamás un gesto fuera de lugar ni perder nunca el ritmo.

Verlo bailar es un espectáculo inolvidable. Está siempre acompañado por otros muchachos y chicas que se turnan a su lado, pues él es incansable; pero por más buenos mozos que sean los muchachos y más bonitas las chicas, Eddy es quien acapara todas las miradas, tan grande es su poder de atracción como si de él emanara un verdadero fluido.

Hay solamente otros dos que alcanzan su nivel: To, un joven vietnamita que no se separa jamás de él y que adquirió algo de su gracia y elegancia, y un negro norteamericano estupendo, pero totalmente chiflado un desertor de Vietnam.

Entre paréntesis, To el vietnamita es quien me regaló la caja de plata para el hachís y que todavía conservo (vacía, por supuesto), pero con sólo abrirla, me basta para que todos mis recuerdos se presenten de golpe en mi mente.

Es una pequeña caja labrada en el interior de la cual están escritas las palabras «Te amo».

¡Pero no esa mí a quien mi amigo destinó esa inscripción! De ninguna manera. Una chica que lo ama es quien le hizo grabar esas palabras para que pensara en ella cada vez que abriera la cajita para fumar.

Fue realmente un gesto muy lindo de parte de To. Me la regaló una noche para que lo perdonara por no haberme reembolsado el dinero de varias dosis de morfina que le compré en una oportunidad.

No tiene espejo en el fondo de la tapa. La mayoría de las cajas de hachís, como la otra que me compré hecha en hierro, tienen espejo. Es de suma importancia, pues, en efecto, cuando se fuma hachís resulta muy agradable poder mirarse durante largo rato. Ayuda a soñar.

Cuántas veces (cientos y cientos), me habré mirado yo también en el pequeño espejo, juzgándome, estudiándome, hablándome y retándome…

Bueno. Esa noche estamos realmente de fiesta en el Cabin. Eddy, To y el negro del que me he olvidado el nombre, se lanzan a fondo.

Los turistas que hasta entonces se habían quedado bastante tranquilos, al cabo de un cuarto de hora no aguantan más y comienzan a bombardearnos con los flashes de sus máquinas fotográficas.

Nada resulta más desagradable cuando se está bajo los efectos de la droga, que los flashes de las cámaras, pues parece que nos van a perforar la retina. Como en esas condiciones todos los reflejos nerviosos se encuentran muy exacerbados, se convierte en un verdadero suplicio.

Se alza un clamor general de protesta y los tipos se calman.

Pero no por mucho tiempo. Al cabo de diez minutos, ¡zas!, otro flash.

Es un sujeto gordo, rubio, de treinta años, del tipo tejano petrolero, rico, canchero, que mastica todo el tiempo goma de mascar y que se las conoce todas.

Alguien trata de convencerlo. No quiere saber nada. Sigue ametrallando con su aparato. Resultado: Eddy, To y el negro dejan de bailar.

—¡Estás contento ahora! —le grita un muchacho.

El otro se ríe. Saca de su bolsillo un puñado de dólares y los tira entre las mesas.

—¡Vamos, bailen, bailen! ¡Yo pago! —exclama.

Está visiblemente borracho.

Inútil decirlo, se produce un hielo. Eddy no es un tipo que se hace pagar para bailar. Se queda inmóvil.

—Está bien —dice el norteamericano—, entonces bailaré yo.

Y comienza a sacudirse en medio del silencio general, tarareando unas tonadas con dejos hawaianos.

Eddy y sus bailarines se marchan, ya hartos.

Los demás turistas presintiendo que van a acabar mal tratan de convencer al fastidioso.

Pero sigue sin querer entender razones. Está bailando. ¿Puede hacer lo que se le dé la gana, no? Pues entonces seguirá bailando.

Los otros se van después de una última tentativa.

A pesar de haberse quedado solo, el pelmazo no se inquieta. Ve a una chica que está fumando un shilom y se lo saca a la fuerza; comienza a aspirar, no lo consigue, se ahoga, tose y escupe lanzando juramentos.

—¡Ali! ¡Eso no es para los niños! —exclama alguien.

El comentario hace parar en seco al sujeto. Y explota. Dice todo lo que se le ocurre: que él es más fuerte que las drogas, que no necesita de ellas, todos somos unos maricones (y no digo el resto), él es bastante fuerte como para aguantar cualquier cosa, prueben no más y ya verán.

¡Vaya, vaya! Puede resultar una idea muy divertida. ¿Y si probáramos?

Con la borrachera que tiene no lograríamos hacerlo fumar un shilom. Sería un fracaso.

Y entonces, ¿qué tal una pequeña inyección? ¡Oh!, muy pequeña, nada peligrosa… Un poquito de morfina, por ejemplo, solamente un poquito. Como está tan borracho sería suficiente para provocarle sin peligro un buen ataque de vómitos y cólicos.

—¡Una pequeña inyección, señor! —le dice Harry el canadiense.

El «señor» lo mira con una expresión digna de un bovino.

—¿Una pequeña qué?

—Una pequeña inyección, para probar, nada más. Una experiencia.

—Para contar a los suyos cuando vuelva a su país… —insiste Harry.

—¡Qué pasa! ¿Tiene miedo?

—¿Miedo?

Se endereza y saca pecho.

—Pincha, tirifilo —exclama arremangándose.

Cómo estará de borracho que no se da cuenta de la sucia jugada que le están preparando.

Sonriendo tranquilamente a pesar del insulto, Harry prepara una pequeñísima dosis. Le coloca el lazo, palpa la vena, desinfecta con el alcohol y la aguja.

—Dale no más —ruge el otro.

Harry, sonriendo siempre, presiona el émbolo.

—Ya está, listo —le dice—. ¿No le he hecho doler?

El otro hace un gesto como para darle una patada y de repente se pone pálido.

Es el flash característico a medida que entra el líquido.

Pero cuando uno está lleno de alcohol, por más débil que sea el flash, es pura dinamita.

Tres minutos después el tipo rueda por el suelo llorando como un niño.

Lo dejan tranquilo durante unos instantes, lo suficiente como para que se calme. Luego una muchacha le revisa los bolsillos. Saca una tarjeta con el nombre del hotel donde se aloja.

Es el Annapurna.

Saca un puñado de billetes de sus bolsillos.

—Por lo menos conseguimos algo —dice la chica—. Tratándose de semejante cretino no hay que tener escrúpulos.

Y se guarda todo el dinero.

—Y ahora qué hacemos con él —dice Harry mientras echa una mirada de disgusto al sujeto que vomita en medio de gemidos.

—Lo sacamos de aquí —dice la chica.

Entre tres muchachos lo llevan afuera y lo depositan en un zaguán a dos cuadras de allí dejándolo vomitar a sus anchas, y regresan.

Otra vez circulan los shiloms y se escucha música, reanudamos la velada en familia, tranquilamente.

No volvemos a oír hablar del sujeto ni el próximo día ni en los días siguientes. Se guardó muy bien de venir a quejarse.

Y la vida prosigue normalmente. Es decir que vamos del Cabin al Quo Vadis y del Quo Vadis al Cabin, con algunos paseos intermedios por la ciudad, los templos o por esos teatros al aire libre adornados con tapices, donde a veces a la noche un grupo de actores hace una representación.

Vamos muy seguido por supuesto al Quo Vadis. Allí es donde hay un movimiento mayor de chicas y muchachos de todas las nacionalidades y de todas las clases, melenudos o con el cráneo rapado, vestido con saris blancos o longhis (taparrabos).

Todo el mundo está permanentemente en condiciones anormales sobre todo a la noche cuando los mozos, que también están drogados se ponen a tocar.

Las sesiones cotidianas de música, que a veces se prolongan durante varios días seguidos sin interrupción, son algo increíble.

Para comprenderlo se debe tratar de imaginar lo que puede ser una música interpretada por sujetos totalmente intoxicados. Es enteramente distinta de la música normal.

Es algo difícil de definir, algo irreal, jamás oído. Los tonos y acordes más extraños se suceden unos a otros, los ritmos se mezclan y pasan de una melopea al más sincopado de los tam-tams. Y durante ese tiempo los espectadores escuchan inmóviles, como si estuvieran hechizados.

Pero cada nota aguijonea sus nervios con vibraciones inauditas, cada sonido les proporciona deliciosas puntadas a lo largo de todo el cuerpo. Todos somos entonces La Música, somos Dioses, somos El Ritmo, somos El Sonido.

El Quo Vadis quedará grabado para siempre en mi memoria gracias a tres cosas bien precisas y que me resulta muy penoso recordar.

La primera de ellas fue una escena espantosa y lamentable de la que fui testigo.

El que vive en Katmandú es por definición alguien que ha visto, hecho y oído de todo. La dignidad humana, el respeto, los principios, todo eso son nociones olvidadas, prehistóricas.

Pero por más acostumbrado que estuviera a presenciar toda suerte de espectáculos en Katmandú, hubo algo que logró asquearme a pesar de todo.

Fue una mujer.

Una norteamericana. Una mujer gorda y sucia de más o menos veinticinco años.

La primera vez que la vi, tenía un bebé en sus brazos. La criatura, de siete meses, tal vez estaba tan sucia como ella.

Era su hijo.

Hasta ahora, todo parecería muy normal. Las colonias de hippies están llenas de niños cuyas madres los llevan a todas partes; he visto tantos y tan seguido que no presté mucha atención ni al niño ni a la madre.

Pero mientras estaba una noche en el Quo Vadis, tuve ocasión de ver cómo se las arreglaba la madre para alimentar a esa inocente criatura, que no pidió venir al mundo y que no ha hecho nada para merecer semejante trato.

Vuelvo a ver la escena otra vez.

La norteamericana sentada en un rincón sacude la cabeza al compás de la música.

Tiene al niño en sus brazos, envuelto en un montón de trapos.

El bebé comienza a llorar. Tiene hambre.

La madre se pone de pie y lo deposita en el suelo. El niño grita cada vez más fuerte.

La madre regresa trayendo en sus manos una mamadera que fue a preparar a la cocina, según supongo, con leche de cabra rebajada con agua.

Me pongo a observarla y mientras le hago morisquetas al niño, el que a pesar de su palidez y de la roña, tiene una carita simpática.

Y veo lo siguiente.

La madre saca de una bolsa un poco de hachís; corta un trocito con las uñas del pulgar y del índice, lo deshace en la palma de la mano.

Echa todo en la mamadera.

Y se lo da al bebé.

Este chupa con entusiasmo, eructa y se duerme de inmediato.

Horrorizado sacudo a la madre y le digo:

—¡Estás completamente loca! ¡Vas a matar a tu hijo!

Ella se ríe.

—Qué disparate, si le encanta, no puede dejar de tomarla así.

—Es verdad —me dice una muchacha que está sentada al lado de ella—. Sino le pone un poco de mierda en la mamadera, el bebe se desespera por la falta de droga.

Repito otra vez:

—¡Lo vas a matar!

Ella se encoge de hombros.

—¿Y entonces qué? —agrega.

Al día siguiente, decidido a salvar a ese bebé a pesar de todo y cueste lo que cueste voy a pedir consejo al Centro Cultural francés. Alboroto general. Me suplican que lleve a la madre a la embajada norteamericana o en su defecto al Centro.

Vuelvo al Quo Vadis preguntándome qué argumento voy a usar para hacer razonar a esa loca.

Y me entero que esa misma mañana ha sido expulsada. Junto con el niño por las autoridades nepalesas. Su visa había expirado y se dejó sorprender por el inspector de policía.

A estas horas debe de estar en un camión, con su hijito drogado, en alguna parte de la ruta que lleva a la frontera de la India…

Había otro niño en Katmandú al que no puedo dejar de recordar hoy en día sin una vaga sensación de remordimiento, pues igual que con los otros, no hice nada para salvarlo. Pero de haberlo deseado realmente, ¿qué hubiera podido hacer? Vivíamos en tal ambiente de locura…

Me refiero a un chico llamado Wayne, un pequeño norteamericano adorable y realmente bonito, con un maravilloso pelo rubio ondulado, muy avispado, inteligente, original.

Tenía cuatro años.

Su madre, un muchacha alta de pelo castaño y embarazada de seis meses, se volvió loca. Vive en Soyambonat.

Una amiga de ella, una muchacha rubia y bonita, recogió a Wayne y durante mucho tiempo creí que él era su hijo.

Es muy bien educado y está generalmente vestido con un pantalón bordado, el torso desnudo y un gorro nepalés puesto de costado sobre su cabeza; se pasea de mesa en mesa en el Quo Vadis o en el Cabin y se sienta en las rodillas de los comensales. Es amigo de todo el mundo y nadie lo rechaza.

Wayne fuma Beelee’s, esos pequeños cigarros nepaleses, de forma cónica y del largo del dedo meñique de una mujer, que están hechos con tabaco verde.

Lo que no impide que cuando comienzan a circular los shiloms lo aproveche cuando le llega el turno.

Había que verlo a Wayne, sentado sobre las rodillas de un muchacho aspirando su shilom como una persona grande. ¡Y por nada del mundo lo rechazaba!

Por lo general está intoxicado. Hay algunos como yo, a los que ese espectáculo desespera y nos disgusta sobremanera ver a ese chico de cuatro años diciendo incoherencias.

Pero hay muchos a los que los hace llorar de risa, que lo hacen fumar y que se divierten al oírlo contar sus fantasías de pequeño drogadicto de cuatro años…

Pero como ya forma parte de la comunidad y todos estamos igualmente intoxicados, muchas veces olvidamos su edad y lo consideramos como un compañero igual a los demás, un poco más pequeño sin duda pero semejante a todos.

Hoy en día pensar en las secuelas que la droga debe haber dejado en ese adorable chico de cuatro años, si es que aún está vivo, trato de borrar todo eso de mi mente y pensar en otra cosa.

La tercera cosa por la cual el Quo Vadis quedará para siempre grabado en mi memoria es porque en uno de sus cuartos pasé por primera vez el umbral del que no se vuelve y que convierte a un hombre en un verdadero drogadicto.

Me refiero a mi primer fix o shoot o inyección o como quieran llamarlo. Mi primera dosis de metedrina.

La metedrina es la más conocida de las anfetaminas, las speeds (las veloces), como las llaman los norteamericanos, pues actúan con suma rapidez.

Dos semanas después de mi llegada a Katmandú decidí tomar un cuarto en el Quo Vadis. Pocos días después me enteré de que esa habitación era conocida con el nombre del «cuarto de los chiflados».

La responsable de mi decisión fue una amiga de Agnes llamada Marie-Claude; una morocha pequeñita y muy bonita que me gustó de entrada y que vive en el Quo Vadis.

Estamos pues en el cuarto de Marie-Claude junto con Agnes, Peter, su australiano y un francés muy buen mozo llamado Olivier, el famoso Olivier que luego tendrá un papel muy importante en mi historia.

Todos fumamos el shilom. Peter se inyecta morfina además. Y Marie-Claude, metedrina.

Pinta cuadros abstractos con mucho colorido, tipo pop-art.

—¿Quieres darte una inyección? —me pregunta ella—. Tengo varias ampollas.

La pregunta en realidad no me sorprende. Hace tiempo que siento que voy a tener que pasar a algo más fuerte que el hachís y el opio, el cual ingiero además de fumarlo en pipa.

—De acuerdo —le contesto—. Prepárame una inyección de metedrina.

Es preciso saber que cuando se pasa a la etapa de los shoots, de las inyecciones, es necesario hacerse ayudar la primera vez. Poder darse uno mismo una inyección es todo un arte que no se aprende así no más, de entrada.

—Preferiría que fuese Olivier quien te diera la inyección —me dice Marie-Claude—, tiene mejor mano. ¿Te importa, Olivier?

Olivier acepta; toma la ampolla que le ofrece Marie-Claude y que contiene un centímetro y medio cúbico de un líquido incoloro.

Mientras la rompe y vacía su contenido en la jeringa, Olivier me explica:

—Te das cuenta qué gran ventaja es usar metedrina en ampollas. En primer lugar porque ya está lista, y en segundo, como es incolora en seguida sabes si has pinchado bien la vena. Y además otra cosa: si no le aciertas a la vena no te produce dolor.

Lo que Olivier quiere significar es lo siguiente: cuando uno se da una inyección todo el problema reside en no atravesar la vena de lado a lado, pues de lo contrario se inyecta el líquido fuera de ella, en la carne.

La única forma para verificar si se ha pinchado bien, una vez que se ha clavado la aguja en la vena es tirar ligeramente del émbolo hasta que aparezca una gota de sangre en la jeringa.

Es muy fácil de entender, cuando se emplea un líquido incoloro como la metedrina, en seguida se ve la gota de sangre.

Pero no sucede lo mismo con muchas otras drogas. Cuando se inyecta el opio, por ejemplo, que es muy oscuro, en un cuarto mal iluminado como pasa en el noventa por ciento de las veces en Katmandú, su color es igual al de la sangre.

Y también tiene su importancia el dolor que se siente, cuando no acierta con la vena. La metedrina es una de las pocas drogas que no produce mucho dolor cuando se la inyecta fuera de la vena. En cambio el opio hace ver las estrellas.

Olivier me hace un lazo, aprieta…

—Tienes buenas venas —dice con aire experto.

Toma entonces la aguja, a la que ha esterilizado previamente en la llama de una vela y hace el gesto típico y característico de todos los drogadictos del mundo y que da la pauta de que se está en presencia de uno auténtico, gesto que yo también repetiré cientos y cientos de veces.

Se pasa rápidamente la aguja por los labios antes de pinchar la vena.

Sé muy bien que es algo que desespera a todos los médicos y que les hace decir: ¡Es estúpido! Esteriliza usted la aguja para endosarle inmediatamente todos los gérmenes que tiene en su boca. Ya sé que se responsabiliza a ese gesto de ocasionar por sí solo más de la mitad de las hepatitis a virus que diezman a los drogados (todos comprenderán que no existe un sistema mejor para provocarlas que inyectarse directamente en el torrente sanguíneo a través del sistema de defensa del organismo los microbios que atacarán el hígado sin pérdida de tiempo).

Pero a pesar de ello, así sepan o no lo que arriesgan, todos los drogadictos chupan la aguja.

Es un rito, una superstición imposible de suprimir.

Olivier tira suavemente del émbolo de la jeringa. Aparece un poco de sangre; todo está en orden.

Me guiña el ojo. Y sonrío, aunque estoy algo emocionado.

Veo desaparecer lentamente el líquido de la jeringa bajo la presión del émbolo.

Cuántas veces veré entrar así la droga en mis venas empujada por un émbolo, durante los días, semanas y meses que transcurrirán a continuación de esa primera y real inyección (recuerden que la de Bombay fue tan sólo un lamentable fracaso).

Innumerables veces más, no bien se vació la jeringa experimentaré el flash.

El famoso flash.

El flash, fenómeno que se produce al reaccionar el organismo al ser invadido por la droga y que invariablemente es brutal, agudo y profundo.

Dura a lo sumo unos treinta o cuarenta segundos.

Y siempre es maravilloso.

Es la entrada triunfal de la droga bienhechora, de la querida compañera que se desliza en el lecho de nuestras venas, cariñosa y dispuesta a todas las formas de amor que nuestra imaginación reclama: beneficiosa, suave, maravillosa, aquella a quien se esperaba ansiosamente y sin la que la vida no es vida. El alimento indispensable que nos tiraniza adorablemente.

Y de repente aquí está, dentro de nosotros, brindándonos una felicidad indescriptible, un placer al lado del cual todos los demás desaparecen.

A pesar de los cientos y cientos de flashes que he experimentado ninguno llegó jamás a tener la intensidad de ese primero.

Apenas se ha vaciado la mitad del contenido de la jeringa en mi vena y ya experimento el flash y siento algo muy extraño.

Un extraordinario y delicioso cosquilleo invade todos los nervios de mi cuerpo.

Al mismo tiempo siento una picazón en las extremidades y en las mucosas.

Me pican los dedos de los pies y de las manos como también la boca y el ano.

Y simultáneamente siento calor, muchísimo calor.

Eso dura unos cuantos segundos, unos veinte tal vez, pero me quedo jadeando, con la cabeza que me da vueltas y una maravillosa sensación de cansancio en todo el cuerpo.

Olivier retira la jeringa. Y empiezo a flotar.

Estoy sentado con la espalda apoyada contra la pared. Tengo la sensación de estar en un avión que entra en pérdida de gravedad; pegado a mi asiento veo hundirse y alejarse el piso y siento que realmente remonto vuelo…

Soy muy liviano y vuelo. No siento ningún contacto con la pared contra la que estoy recostado. El piso sobre el cual apoyo mis manos está a cien metros debajo de mí. Las paredes y el techo son nubes oscuras que atravieso a la velocidad de un caza supersónico.

Vuelo durante un largo rato, hago loopings suaves, asciendo lentamente y sólo después siento que realmente bajo a la tierra.

Al poco tiempo se acaba, estoy de vuelta en mi lugar.

Pero no me siento como antes. Todo es bello a mi alrededor. Agnes sigue siendo Agnes, mi vieja amiga, pero siento que soy amigo de una diosa y Olivier parece un dios griego, pero sigue siendo Olivier.

Y Marie-Claude es la musa de la pintura, nunca he visto algo más bonito que lo que dibuja y los comentarios que le hago son mejores que los que jamás haya podido escribir un crítico de arte.

Nos quedamos conversando y tomando té. De vez en cuando circula un shilom. Olivier me da otra inyección. Nuevo flash, menos fuerte pero remonto vuelo igualmente bien casi mejor que antes.

Se marchan luego Olivier, Agnes y Peter. Me quedo solo con Marie-Claude. Ella ha dejado de pintar y se ha acostado, desnuda, sobre su jergón. Con toda naturalidad me acuesto a su lado y nos abrazamos.

Pero no tenemos ningunas ganas de hacer el amor. ¡Es tanto más lindo estar uno en brazos del otro!

Me siento maravillosamente feliz.

No hablamos para nada. Nos quedamos pegados uno al otro y nada más.

En un momento dado Marie-Claude se levanta y prepara otras nuevas dosis de metedrina.

Recuerdo que me sentí algo inquieto cuando me inyecta la mía.

¡Después de todo es la tercera que recibo en pocas horas!

Pero con la siguiente, cuando me enseña a dármela yo mismo, no siento ningún temor.

Nos levantamos solamente para preparar cada una de las cuatro dosis subsiguientes.

Finalmente nos quedamos dormidos. Al despertarme advierto que ya es de día. Me levanto. Marie-Claude me mira sonriendo.

—Tengo hambre —le digo—. Vayamos a comer a algún lado. —Ella también tiene hambre.

Nos vestimos y salimos. Vamos al Ravi Spot.

Olivier es la primera persona con quien nos encontramos. Me mira de un modo extraño.

—¿Qué sucede? —le pregunto.

Se ríe.

—¡Buenos días a los dos! ¿Dónde se habían metido?

—Nos quedarnos en el cuarto de Marie-Claude… —Olivier me toma de la mano y me mira fijamente.

—¿Todo este tiempo?

—Nos quedamos toda la noche, por supuesto. ¿Por qué?

Se ríe a carcajadas.

—¿Toda la noche? ¿Sabes una cosa, viejo? Esta tarde habrán pasado exactamente tres días desde que te hice la inyección.

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