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Cuarta Parte

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De repente las ideas se agolpan en mi cabeza. ¿Qué pasaría si en vez de irme de Katmandú decidiera quedarme? ¿Por qué no? No existe ninguna razón por la cual no pueda establecerme allí si tengo un trabajo y una existencia oficial.

Hasta podría llegar a ser rico. Pues mientras tanto, al observar el trabajo de Bichnou se me ha ocurrido una idea. Ese hombre, el único en Katmandú que fabrica tartas europeas, tiene entre sus manos y sin saberlo, una mina de oro. Bastaría solamente con que se mudara de ese barrio perdido donde está ahora y se instalara en un lugar más frecuentado, como New Road, por ejemplo. Y su nueva confitería, esta vez bien visible, rápidamente se haría famosa entre los turistas y estaría siempre llena.

¿Por qué no asociarme con él para organizar esa transformación?

Me estoy viendo, altamente respetado y cómodamente instalado en Katmandú. Y ese futuro promisorio multiplica mis fuerzas para activar mi desintoxicación…

El director del Centro Cultural me hace saber mientras tanto, que mi admisión no es ahora más que una cuestión administrativa. Ha cursado un pedido a quien corresponde, a sus efectos. Sus promesas nunca fallan, yo deberé ocuparme ahora de organizar conferencias para los nepaleses habladas en inglés en primer término, y luego poco a poco les enseñaré a hablar francés. También estarán a mi cargo los pedidos de trabajos, revistas y de películas para las sesiones culturales o recreativas.

Incluido el alojamiento, la comida y el lavado, mi sueldo será de trescientas a cuatrocientas rupias por mes, alrededor de doscientos francos, lo que constituye una suma enorme en Nepal.

Estoy desbordante de felicidad y de buenas intenciones. Se acabaron por fin las matufias, las aventuras más o menos dudosas, los vagabundeos y las historias. Voy a convertirme en una persona respetable. Y no será demasiado temprano para ello. ¡Será una buena forma de dar la curva de los treinta años!

En mi entusiasmo, consigo de repente drogarme con bastante moderación. Hachís todos los días, por supuesto, pero prácticamente nada más.

Y con más razón no es precisamente el momento de dejarme arrestar por la policía. Sería realmente una idiotez hacerme expulsar por falta de visa, cuando de repente todo está en vías de arreglarse en mi favor. El director del Centro me ha prometido que va a tratar de conseguirme una visa en regla y de duración prolongada, pero eso será solamente cuando me hayan contratado oficialmente.

Mientras tanto duplico mis precauciones. Pienso que a pesar de mi traje de turista, los riesgos son muy grandes. Resuelvo salir solamente a la noche, cuando la policía está durmiendo pues jamás hacen rondas nocturnas.

Le avisan al portero del Centro que deje la llave a mi disposición en un escondite para cuando yo llego. No bien se hace de noche, salgo de mi casa, dejando a Krishna al cuidado de la familia Bichnou y corro hacia el Centro. A veces me encuentro con el director, su secretaria y un médico francés perteneciente a un equipo que está haciendo un viaje por Katmandú. Y además de ellos, varias parejas de la sociedad nepalesa. Todo ese bello mundo conversa mientras toman té, escuchan discos franceses o miran algunas películas. Pero por lo general no hay nadie, excepto el portero, un nepalés por supuesto, y el médico francés que vive en un departamento del primer piso, a no ser que haya concurrido a una reunión en la ciudad.

Me instalo y comienzo a hacer un poco de orden en ese escritorio en el que el paso de estudiantes de ambos sexos durante el verano anterior ha provocado un terrible caos.

A pesar de no haber trabajado nunca, me dedico con entusiasmo y convicción, orgulloso de mí mismo, lleno de admiración por mi persona. ¡Si mis padres me vieran, no podrían creerlo!

Y así, durante quince días, paso a formar parte de a poco de la «familia» del Centro. Me hago amigo de todos y de todas.

El embajador, el señor Français, cuando viene al Centro me llama «señor Duchaussois» y me hago muy amigo del cónsul, un muchacho muy simpático de veintisiete o veintiocho años, el señor Daniel Omnes (el mismo de la fiesta en la embajada), que está instalado en Katmandú con su mujer.

Si la administración francesa lo hubiera querido, estoy convencido de que a la fecha todavía estaría instalado en Katmandú, convertido en un respetable ciudadano. Rescatado… Pues ambiciono sinceramente ese trabajo al cual me acostumbro poco a poco, y que me aleja de la droga.

Pero la administración es severa. No puedo ingresar en sus columnas de cifras y en sus expedientes.

El director del Centro me anuncia una noche, realmente desolado, que no hay caso. No ha conseguido ningún aumento en las entradas. Para poder emplearme debería reducir su presupuesto actual, es decir que tendría que despedir a su secretaria. Soy el primero en comprender que no se puede ni siquiera pensar en ello.

Me dice que tal vez el año siguiente conseguirá que le aumenten el presupuesto del Centro Cultural de Katmandú, pero que por el momento no existe ninguna posibilidad.

No obstante lo cual sigo siendo bienvenido en el Centro, el cual seguirá teniendo sus puertas abiertas para mí, noche y día, y todo lo que desean es que siga yendo a colaborar.

Es la catástrofe, la lápida final…

Pues aun cuando piense seguir yendo al Centro, tengo que vivir de algún modo, y lo único que yo sé hacer para ganar dinero es contrabandear y meterme en toda clase de robos y trapisondas. ¿Qué otra cosa me queda por hacer si no recomenzar con mis latrocinios? Es la única solución.

¿Volver a Francia? No tengo con qué comprarme el pasaje en avión.

¿Lanzarme otra vez por los caminos? No puedo hacerlo sin tener en mis bolsillos una suma considerable, y mis reservas han tocado fondo.

Dentro de poco voy a estar con el agua al cuello. Habré conseguido hasta ahora escapar al control de visas, pero la suerte no me va a durar siempre. Y el plazo va a ser más corto ya que me veré obligado a salir de mi cueva para conseguir dinero.

Le pido al cónsul que me aconseje. Le expongo claramente mi problema.

Este maravilloso muchacho, desprovisto de prejuicios, me comprende perfectamente y conociéndome, como ahora me conoce, está en mejores condiciones que nadie para darse cuenta del riesgo que corro con mi fracaso en el Centro Cultural.

Comenzamos a buscar juntos los medios para salvarme de este mal trance.

Desgraciadamente no hay nada en perspectiva. Estoy acorralado.

La única cosa que el señor Omnes puede garantizarme es que va a usar de toda su influencia con el embajador para conseguir que me den una visa de residencia mientras espero esa problemática extensión de créditos o por lo menos hasta poder repatriarme antes que me echen de Katmandú.

Le prometo no realizar ninguna tontería, no tomar de nuevo el mal camino y nos separamos después de un expresivo apretón de manos que me cae muy bien a pesar de todo.

Vuelvo a mi casa. Me tiro sobre la cama presa de la desesperación…

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