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Quinta Parte

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QUINTA PARTE

Los sótanos de Delli-Bazar

No pretendo buscar ninguna excusa ni pretendo eludir responsabilidades por lo que sucederá de ahora en adelante. La única causa de la verdadera demencia que será la que regirá el desarrollo de los acontecimientos en los dos meses siguientes, es mi debilidad: el fracaso de mi tentativa de salvación moral. Y será solamente gracias al azar, ayudado en gran parte es verdad, por la generosidad y la solidaridad humana de algunas personas, que podré superar todo ello.

Esa famosa tarde del mes de noviembre del año 1969, cuando vuelvo del Centro Cultural donde acaban de informarme que no tengo cabida en los presupuestos, me saco el cinturón-billetera, con gran furia lo abro en dos, saco un puñado de billetes y me marcho.

Mi rumbo: la casa de Makhan, el falso médico-farmacéutico.

Mi objetivo: inyectarme hasta perder el sentido.

Ya sé que me echarán en cara el haberme dejado vencer tan rápidamente por la adversidad. Que me dirán que en el fondo no tengo ninguna voluntad ni tenacidad. Que no se vuelve a sucumbir a la droga así de golpe, con el pretexto de no conseguir inmediatamente el puesto que ambicionaba. Que si toda la gente que no consigue lo que desea se drogara tan fácilmente, el mundo estaría lleno de vagabundos andrajosos.

De acuerdo. ¿Pero acaso hay alguien que no haya decidido alguna vez emborracharse en su casa o en el bar para olvidar un mal rato? ¿Quién no se ha sentido flaquear alguna vez? ¿Habrá alguien que jamás haya sentido ganas de mandar todo al diablo?

Pero además hay otra cosa. La droga. La existencia de la droga. La conciencia de que la droga existe. Y la debilidad del drogadicto que recién se recupera, y cuyos nervios, cerebro y demás órganos quedan impregnados con el delicioso recuerdo de la droga. Es verdad bien conocida que se olvidan con facilidad los momentos desagradables y dolorosos del pasado, los sufrimientos, las torturas y las preocupaciones. Pero nunca olvidamos los momentos de felicidad y de placer. Esos son los únicos que recordamos. Y ese es el drama de los drogadictos cuando suspenden la droga: el recuerdo del calvario que han recorrido se ha esfumado rápidamente, pero en cambio el de los momentos de gozo se exacerba sin cesar, cada vez un poco más.

Y entonces, se necesita muy poca cosa, a veces una mínima contrariedad para que las barreras de la voluntad se rompan y se vuelva a caer en el vicio. Lo mismo que le sucede al hombre que ha dejado la bebida y recomienza otra vez el primer día en que se encuentra con problemas en su trabajo. Exactamente igual a lo que le sucede al fumador que enciende nuevamente un cigarrillo el día que se pelea con su mujer.

Llego a lo de Makhan justo cuando está por cerrar su negocio. Al ver mi dinero no pone objeción alguna en continuar unos minutos más con su trabajo.

Le pido para empezar, una dosis de morfina. Una buena dosis, dos centímetros cúbicos de golpe.

Me siento frente a él, sumamente ansioso y apoyo el brazo desnudo sobre unos libros gordos que tiene sobre su escritorio.

Comienzo a transpirar de impaciencia mientras lo veo preparar la jeringa y el frasco. No siento ningún remordimiento. Voy a borrar semanas enteras de esfuerzos y luchas contra la droga de un solo golpe pero no me importa absolutamente nada. Mi sangre bulle de impaciencia en mis venas, llamando a la droga con todas sus palpitaciones, con toda su fuerza.

La goma comprime el bíceps y su fuerte apretón me resulta delicioso.

Veo acercarse la aguja. Entra en mi carne. La punta busca un poco la vena hinchada. ¡Qué agradable me resulta ese dolor pequeño y agudo! Tiemblo de felicidad.

Makhan coloca la jeringa y empuja el émbolo lentamente, con toda la habilidad y tranquilidad y aburrimiento dignos del verdadero profesional del pinchazo, que es en lo que se ha convertido.

Me desplomo sobre la silla y no me muevo más.

Pero siento en mi interior como si un gigantesco pozo artesiano hubiera descargado toda su presión y toda su violencia en mi sistema sanguíneo.

Una oleada de calor sube a mi rostro. Tengo la impresión de que estoy por estallar.

—¡Pero es lindo, tan lindo, indescriptiblemente lindo!

Me recorre por entero un espasmo que solamente compararía con el del amor, me vendería a todos los demonios de la creación para que durara más, más, más…

Poco a poco el espasmo se calma, se afloja y le sucede una alegría tranquila, apacible y bienhechora.

Se acabó, mi flash ha terminado.

Nunca había experimentado uno tan maravilloso después del primero.

Ahora me esperan las horas de las dulces evasiones, el viaje. Debo regresar bien pronto, mientras conservo todavía mi lucidez: no es el momento para perder conciencia de las cosas en la mitad de la calle.

Antes de marcharme renuevo mi stock de drogas. Un frasco grande de morfina, opio, metedrina para dirigir mejor mis viajes. Adiós Makhan, hasta pronto…

Me llevo con qué drogarme durante más de quince días.

Durante los días subsiguientes me inyecto a un ritmo tal, que no ha transcurrido aún una semana y debo volver a renovar mi provisión de vicio.

He caído bien hondo, sin ninguna moderación ni control. Aumento las dosis sin cesar. A veces me desplomo en la mitad de una inyección y me despierto una, dos o tres horas después, ya ni sé cuándo, tirado en el suelo, con la aguja clavada en el brazo y la jeringa atornillada en la aguja.

Y si queda algo de droga dentro de la jeringa, empujo el émbolo sin molestarme siquiera en levantarme.

He abandonado mi trabajo en lo de Bichnou. No salgo casi nunca y mando a pasear al que viene a visitarme.

Ni el mismo Krishna puede entrar a mi cuarto como no sea para traerme leche, té, algunas frutas o dulces. No quiero ver a ninguna otra persona que no sea él.

Bichnou subió un día para preguntar por mí y lo mandé de vuelta sin abrirle la puerta y ni siquiera me arrepentí luego de ello. No me importa nada de nada.

A veces por la noche salgo a dar una vuelta. Repleto de droga, y vagabundeo por las calles al azar. Una especie de instinto de conservación me impide alejarme demasiado de la casa. A veces me sucede que recupero súbitamente la lucidez y estoy en un lugar sin poder recordar en absoluto cómo hice para llegar hasta allí.

Mi única demostración de lucidez es que suspendo las salidas durante el día. Voy por la noche hasta lo de Makhan para aprovisionarme de drogas. Lo despierto, pero no protesta, la escasez de hippies lo ha hecho volverse manso como una oveja con los que quedan. Con frecuencia mis pasos se dirigen hacia la pasarela colgante que atraviesa el río no lejos de la casa de Bichnou. Siento una predilección por el puente rudimentario hecho con maderas colocadas sobre unas sogas. Cuando se camina por él, se balancea, vibra y entra en resonancia. En el colegio me enseñaron que se puede romper un puente colgante solamente con la cadencia de la marcha de un batallón de soldados. Quiero forzar el destino. Y por las noches trato yo solo de hacer entrar en resonancia a la pasarela. Por supuesto no logro hacerlo, pero que importa mañana probaré otra vez.

Una noche, a pesar de todo, me recupero un poco. La droga acababa de hacerme una de sus jugarretas. Me ha transformado en un sujeto cobarde y malo. Me ha convertido justamente en lo que aún despreciaba: un tipo sin honor y que se regocija con la mala suerte de los demás.

Fue algo realmente desagradable y debo hacer un esfuerzo para poder contarlo.

Esa noche salí de mi barrio por primera vez desde hacía mucho tiempo. Me dieron ganas de ir al Cabin Restaurant para ver si me encontraba con alguien y le di permiso a Krishna para que me acompañara.

Había tomado bastante metedrina de modo que no estaba demasiado en el limbo; por lo menos eso es lo que yo creía.

No bien llego me ubico en una mesa y pido que me traigan unas tortas. Ya no hay más gente conocida en el Cabin. Unos diez hippies a lo sumo. En cambio una buena cantidad de turistas. Sí, Katmandú se ha terminado de veras. Se parece ya un poco al Louvre o Notre-Dame: excursiones organizadas con sus guías e intérpretes y dentro de poco veremos a las viejas inglesas y los ómnibus de colegio.

En la mesa contigua a la mía hay una muchacha rubia de no más de diecinueve o veinte años que está junto con un grupo de estudiantes.

Comenzamos a conversar. Siempre me resultó fácil y nunca necesité mucho tiempo para entrar en relación con la gente. Y lo mismo me sucedió con esta chica. Es simpática y parece ser inteligente. Me gusta bastante. Me cuenta que se llama Monique L… que es belga. A fines de septiembre, antes de que se reiniciaran los cursos en la Universidad, su madre le regaló un viaje organizado a la India. Y una vez que llegó allí, decidió quedarse. En vez de tomar el avión de regreso a Bruselas junto con su grupo, tomó otro rumbo a Katmandú. Está triste y algo desamparada. Katmandú ya no es más lo que ella se imaginaba, pero ya sea por orgullo o por pereza, no tiene intenciones de volver por el momento.

Krishna le causa mucha gracia. Lo convida con tortas e intercambia algunas palabras con él. En suma, estamos haciéndonos realmente amigos los tres.

Como ha quedado con unos amigos en ir a casa de ellos más tarde, combinamos una cita para el día siguiente y se marcha junto con el grupo de turistas que la acompañan. Los demás se quedan allí y le piden a Krishna que se siente con ellos.

Bien instalado en mi rincón comienzo a perder un poco mi lucidez. Siento un violento cansancio. Me recuesto sobre la mesa, empujo trabajosamente los platos y las tazas hacia un lado con el codo, cruzo los brazos, apoyo la cabeza sobre los antebrazos y me entrego a una especie de sopor.

De tanto en tanto oigo débilmente a mi lado las risas de Krishna y sus nuevos amigos. Parecen llevarse muy bien… Veo nuevamente visiones… Cierro los ojos por completo… y me siento ir… suavemente, suavemente…

Un grito fortísimo me hace dar un respingo. ¿Qué sucede? ¿Dónde estoy? ¡Ah, sí!, estoy en el Cabin… ¿Pero dónde está Krishna? Levanto dificultosamente los párpados y veo lo siguiente:

Uno de los turistas, debe ser francés, belga o suizo pues habla en francés, ha llevado a Krishna aparte.

El chico está parado frente a la mesa del sujeto temblando como una hoja. Este lo tiene agarrado por la muñeca y le grita:

—¡Mocoso de porquería! ¡Devuélveme de una vez ese billete!

Oigo que Krishna le contesta con una voz débil, apenas audible, de tan aterrorizado que está.

—Yo no robar, no robar…

—Sí —aúlla el otro— me has robado un billete de diez rupias. Lo tenía guardado en este bolsillo y tú estabas sentado de ese lado. Devuélvemelo de una vez o te doy una cachetada.

Krishna, que evidentemente no comprende una sola palabra de todas esas manifestaciones, sigue repitiendo mientras el otro lo sacude como a un árbol:

—Yo no robar, yo no robar…

—Bueno —exclama el otro que es una especie de ricachón gordo y coloradote—, te voy a registrar.

Uno de sus amigos estalla en carcajadas.

—Me llamaría mucho la atención que lograras encontrar algo en su persona. Estos chicos son unos pilluelos muy astutos. No pensarás que tiene el billete encima. ¿No has advertido que hace un rato salió durante cinco minutos? Mi viejo, tu billete ha desaparecido.

El otro se pone cada vez más rojo de ira y agrega:

—Puede ser, pero a lo mejor todavía lo tiene entre la ropa.

Levanta en vilo a Krishna, lo acuesta sobre la mesa y comienza registrarlo sin miramientos.

Sé perfectamente bien que Krishna no ha robado el billete pues jamás roba. Es de una honestidad total. Todos los que lo conocen lo saben.

¿Y qué estoy esperando, por Dios, para decírselo a ese gordo ordinario? No puedo dejar que golpeen a Krishna por algo que no ha cometido. Con toda seguridad el billete está en el suelo debajo de su silla.

Echo una mirada porque sí, para verificar…

Y abajo de la mesa, al lado del sujeto que grita, veo un billete doblado en dos, con un borde un poco levantado.

¡Pero por Dios! ¿Qué estoy esperando para decirle al hombre que en vez de sacudir al chico que mire debajo de su silla?

¿Qué es lo que me impide ayudarlo a Krishna?

¡No digo nada! ¡Estoy viendo maltratar al chico y no digo nada ni hago el menor gesto para defenderlo!

El gordo, furioso, lo cachetea ahora con toda la fuerza de su mano.

—¿Vas a decirme ahora, chiquilín insolente, vas a decirme de una vez por todas dónde has guardado mi dinero?

¡Lo dejo hacer y además me río!

Krishna me llama para que lo ayude pero yo no me muevo.

Sencillamente porque no tengo ganas de moverme. Me siento muy cómodo allí gozando de los agradables efectos de la droga, y me divierto viendo cómo el tipo le da una paliza al pobre chico. ¿Qué importancia tiene que ese chico sea Krishna, mi pequeño y fiel compañero? ¿Qué importancia tiene que sea inocente del robo de que lo acusan?

Después de todo ya que es asunto suyo y no mío, bien puede arreglárselas solo.

—Charles, Charles —continúa llamándome Krishna. El hombre se da vuelta hacia mí.

—¿Usted conoce a este pequeño bribón?

Asiento con la cabeza y le digo riendo.

—Sí, lo conozco bien, siga no más: es un pequeño sinvergüenza.

¡Cómo pude decir tal barbaridad! ¿Cómo explicar esa aterradora y abominable actitud?

Cuando recuerdo hoy en día todo eso, me pongo rojo de vergüenza. En lo que me ha convertido la droga… ¡Es aterrador! ¡Pensar que sé pelear muy bien y que no me cuesta mucho dar unos cuantos puñetazos, que adoro a los chicos, que sería capaz de dejarme matar para defender a uno, y que gracias a unas cuantas dosis me haya convertido en una especie de monstruo de sadismo y cobardía que se regocija viendo cómo le dan una paliza enfrente suyo y sin ningún motivo al chico a quien quiere!…

Allí sentado en el fondo de ese restaurante estoy en tal estado de intoxicación que ni siquiera pienso que a lo mejor ese gordo inmundo le va a dar al pobre chico una paliza descomunal, que va a intervenir la policía, que lo van a detener y tal vez a mí también. No, decididamente he perdido todo control, toda medida.

Afortunadamente el azar se encarga de salvar la situación, impulsado por una cachetada más fuerte que las demás, Krishna se cae al suelo, debajo de la mesa…

¡Justo al lado del billete!

Lo ve en medio de sus sollozos, lo agarra y se incorpora gritando:

—¡Yo encontrar! ¡Encontrar billete!

—¡Ah!, pequeño sinvergüenza, ¡conque ahí era donde lo habías escondido! —agrega el otro—, ¡por fin te decidiste a confesar! ¡Toma otras dos más y luego desaparece!

Le sacude a Krishna dos terribles cachetadas que lo arrojan contra mi mesa. Su frente comienza a sangrar.

Aprieto los puños con fuerza mientras narro todo esto. ¡Será posible que no haya sido capaz de arrojarme encima de ese atorrante que ha dejado al chico en ese estado por un miserable billete de diez rupias!

Y sin dejar de reírme, ayudo a Krishna a levantarse.

—Ven —le digo—, nos vamos…

Lo agarro por la muñeca y lo empujo hasta la puerta…

Cuando llego a casa hago a pesar de todo un gesto humanitario. Tomo a Krishna en mis brazos, le lavo la lastimadura de la frente y le paso agua fría por los pómulos hinchados. Se apretuja contra mí, sacudido de tanto en tanto por un fuerte sollozo. No está enojado conmigo a pesar de haber permitido que le den semejante tunda. ¿Qué le estará pasando dentro de esa cabecita de niño? ¿Le parecerá siempre bien a él todo lo que yo hago, sea bueno o malo?

Le canto algunos fragmentos de canciones de cuna que todavía me cuerdo de mi juventud y finalmente Krishna se duerme…

Y entonces siento súbitamente una terrible vergüenza de mí mismo al verlo tan débil y golpeado. Recuerdo con todos sus detalles la terrible escena del Cabin Restaurant. No, no es posible… ¿Habré sido realmente yo el que se quedó allí sentado, impasible, como un verdadero cobarde, riéndome y hasta induciendo al otro sinvergüenza a pegarle a Krishna? ¿Estaré dominado por la droga a tal punto como para que haya sido capaz de eso?

Cuando uno recupera el juicio luego de un asunto tan lamentable como ese se tienen sólo dos alternativas: o el horror de uno mismo nos hace tirar por la ventana las ampollas, frascos, pastillas y jeringas, jurando (y manteniendo el juramento) no tomar nunca más ninguna droga, cualquiera que sea… O si uno se dice: Estoy realmente perdido, soy un verdadero desastre, se acabó. Mala suerte. ¿Para qué tratar de subir la pendiente si he caído tan abajo?

Y elijo la segunda solución. Lo cual demuestra hasta qué punto estoy dominado por la droga. No pienso más que en una sola cosa: olvidar aquello cuyo recuerdo me es intolerable. ¡Rápido la jeringa, la goma, las ampollas! ¡Olvidemos bien rápido que soy una ruina, un sinvergüenza, una porquería!

El maravilloso y paradisíaco flash de la morfina borra todos mis recuerdos y mi vergüenza. Ya está, otra vez me siento tranquilo y reposado. Ya nada tiene importancia. ¿Krishna, ha sufrido? Así es la vida… ¡Adiós a todo eso! Ahora déjenme en paz… Qué bien me siento aquí solo, con la sangre que bulle deliciosamente…

Al día siguiente por la tarde vuelvo solo al Cabin (Krishna, que tiene la cara a la miseria, se ha quedado en cama al cuidado de la mujer de Bichnou). Me encuentro con Monique. Quiere pedirme un favor: quiere que le enseñe a darse inyecciones. Hasta ahora sólo había fumado shiloms de hachís, pero quiere ir un poco más lejos.

Si tuviera algo de decencia, le diría:

—¡No se te ocurra probar! Mírame y reflexiona un poco. ¿Quieres saber en qué se convierte uno gracias a la droga?…

Y le contaría todo. El deterioro físico, nervioso y sexual. Le contaría también el espantoso episodio de ayer luego que ella se marchó del Cabin.

Pero la droga ha eliminado por completo mi voluntad junto con mi honor y mi sentido común. Como no tengo ningún escrúpulo le digo:

—De acuerdo, ven. Yo te daré una inyección. Si sigues bien mis consejos verás que te gustará mucho.

Quince minutos después, le doy a Monique su primera inyección de morfina en mi cuarto, al lado de Krishna que duerme envuelto en una manta a los pies de mi cama, y que se queja de repente en su sueño.

Lo hago empleando toda mi ciencia y talento de drogadicto. Soy un maravilloso prosélito. Me enorgullezco de ser el mejor de todos los maestros de droga y quiero ayudar a esta chica a evitar todos los errores que yo cometí, a alcanzar lo más pronto posible la felicidad que proporciona la droga.

Comienzo por lo tanto por disipar su pequeña angustia, muy normal por cierto. Sintonizo en mi minicasetera una música suave, lenta y bien romántica. Es lo que necesita para tranquilizar sus nervios. La instalo luego en mi cama, recostada sobre los almohadones, bien estirada, con la cabeza apenas levantada.

—Aflójate —le digo—, piensa solamente en cosas agradables. No tienes más problemas, estás muy bien, vas a ver qué agradable es…

Le preparo al mismo tiempo un shilom de hachís y le explico que puede fumar un poco, justo lo necesario para relajarse al máximo. No demasiado, justo como para aflojarse bien.

Mientras fuma le preparo la inyección sobre mi lavatorio. Una pequeña dosis. Si fuera muy grande, se sentiría mal. Y eso es precisamente lo que hay que tratar de evitar.

Vuelvo con la goma y la jeringa en la mano. Paso la goma alrededor de su brazo y la aprieto.

—Listo, ya estás preparada… Tienes buenas venas, va a ser muy fácil… No tengas miedo. Mira, clavo la aguja y retiro la goma… ¿Te sientes bien?

Sonriendo, asiente con la cabeza.

—Ahora, la morfina… Déjate ir, aflójate bien… Seguramente experimentarás el flash. Estoy seguro de ello…

No chupé la aguja antes de clavársela. No quiero que gracias a ese gesto habitual se le infecte su primera inyección y le produzca un absceso.

Empujo lentamente el émbolo, muy lentamente, estudiando sus reacciones.

Está estirada cuan larga es, totalmente confiada, con los ojos entrecerrados y respirando lentamente.

Repentinamente su respiración se acelera, su rostro adquiere un tono rosado, gime un poco, pero no abandona su sonrisa.

Empujo más el émbolo. Le inyecto la morfina gota a gota: veo y siento cómo cada gota le produce una gota de esa felicidad indescriptible que tan sólo el amor o la droga pueden proporcionar a una persona.

Cuando la jeringa se vacía retiro cuidadosamente la aguja. Con un algodón, limpio prolijamente el pequeño punto rojo que queda, en el pliegue de su codo.

Me acerco otra vez al lavatorio y preparo otra inyección: esta es para mí.

Me acuesto al lado de Monique, me aprieto contra ella y la acaricio con solicitud y amistad. ¿Qué otra cosa puedo hacer en el estado en que me encuentro gracias a la droga?

Al cabo de pocos días ya, le he enseñado a Monique todo lo referente a las drogas. Se ha convertido en una verdadera adicta. Convivimos como si fuéramos hermanos, estamos los dos permanentemente drogados: yo me doy unas dosis increíbles y ella más moderadas, pero es una neófita y está todavía llena de fuerzas, alcanza los mismos éxtasis que yo.

Krishna ya está restablecido y como ignora lo que es el rencor, no tiene ni siquiera celos de Monique. Nos atiende a los dos con la misma deferencia, hasta con devoción.

Monique, cuyo organismo no acusa todavía los efectos del veneno, me sorprende por su salud y su frescura. Sé que muy pronto todo eso desaparecerá, pero por el momento está prácticamente intacta. Come y sobre todo, duerme.

Yo hace tiempo que no logro pegar el ojo. Me encuentro otra vez en el mismo estado de agotamiento que tenía en la montaña.

Un día recibo una nota del cónsul, el señor Omnes, interesándose por mí. Me produce un gran sobresalto; quiero salir y concurrir a la cita que me propone. Me ha invitado a comer, me asegura que su esposa ha preparado una verdadera comida a la francesa expresamente para mí.

Monique me convence de que no puedo faltar. Me lavo, me arreglo y me visto con mi equipo de gala.

Bajo media hora antes de la fijada para la comida.

Y cuando estoy aún en la escalera, súbitamente se me representa la imagen de lo que puede ser una comida realmente a la francesa. Veo, como si lo tuviera frente a mí, un enorme bife con papas fritas, cocinadas en abundante aceite y bien crocantes y el bife bien jugoso sobre el cual se derrite un cubito de manteca mezclada con perejil. Siento una náusea. Subo otra vez. Me tiro sobre la cama sintiéndome asqueado. La imagen de ese bife con papas fritas me persigue durante toda la noche en medio de horribles pesadillas de carne cruda y chorreras de grasa.

A la mañana siguiente la locura hace su aparición por primera vez, la locura verdadera que estaba acechándome desde hacía mucho tiempo.

Un rayo de sol que se proyecta sobre la pared enfrente de mí me arranca súbitamente del sopor en que finalmente había caído.

La línea que separa la luz de la sombra corta por la mitad un retrato que está clavado allí y que me hizo un pintor amigo en Bombay.

Debido al movimiento del Sol, la línea de luz y sombra se desplaza por el retrato, llega a la ventana derecha de mi nariz, avanza sobre la mejilla derecha, ilumina el ojo derecho, el bueno, con el que veo.

Me doy otra inyección, bien rápido, y tiemblo de alivio al sentir el flash. Me acuesto. Debo estudiar indefectiblemente el movimiento del Sol. Observo la línea que avanza. Avanza, avanza. Adelanta milímetro a milímetro.

¡Debo hacer algo para detenerla! Me levanto. La tapo con el dedo y espero. Avanza otra vez. Muevo mi dedo. Sigue avanzando. Muevo otra vez el dedo…

¡Victoria! ¡El Sol me ha obedecido! ¡La línea de luz por fin se ha detenido!

Afirmo mi victoria con un trazo de lápiz sobre el retrato.

—¡Ya veremos mañana al amanecer si el Sol todavía tiene ganas de luchar conmigo!

¡Al día siguiente a la mañana nueva victoria! ¡El Sol ha retrocedido! La línea de luz se ha detenido dos milímetros antes que el trazo que marca la de ayer.

¡Al otro día nuevamente dos milímetros más atrás!

En cuatro días el Sol ha retrocedido ante mí ocho milímetros ¡El Sol tiene miedo de mi dedo índice! ¡Yo soy más fuerte que el Sol!

La misma noche de mi triunfo, a pesar de todo recobro cierta lucidez. Me da un ataque de furia contra mí mismo al ver los trazos de lápiz sobre ese dibujo al que aprecio mucho y que he conservado cuidadosamente desde Bombay. ¡Me he vuelto completamente loco! El Sol proyecta sus rayos día a día en forma distinta, por la sencilla y buena razón de que la Tierra gira sobre su eje y alrededor del Sol; ¿será posible que no me haya dado cuenta de algo tan simple? ¡Indudablemente debo estar muy mal! Estoy al borde de mi resistencia nerviosa y mental.

¡Rápido, rápido, una inyección para olvidar que estoy por volverme completamente loco!

Tres golpes en mi puerta, me arrancan de mi letanía. Me incorporo. ¿Qué sucede?

—Krishna, ve a ver quién es…

Krishna no está.

—¿Monique?

Monique tampoco está. ¿Qué hora es? Las nueve. Por supuesto es la hora en que salen a hacer las compras. El sol baña toda la pared del fondo habiéndose apartado totalmente de mi retrato. ¿Quién será el que golpea con tanta insistencia?

Me levanto trabajosamente, voy hasta la puerta y la abro. ¡Dos policías se precipitan en mi cuarto!

Me han atrapado como a una rata.

Considero durante un segundo la posibilidad de saltar por la ventana, pero estoy desnudo. ¿Y adonde iría? Abajo debe estar estacionado un auto de la policía. Y además, si seré idiota, me rompería la cabeza pues mi cuarto está en el segundo piso.

No hay nada que hacer, me han echado el guante. Me imagino lo que debe haber sucedido. Debe de haberme denunciado el policía de la Oficina de Inmigración. Es el único que conoce mi dirección. Con toda seguridad les debe de haber pasado el dato a sus compañeros y a estos no les costó ningún trabajo atrapar en su cama al francés al que se le venció su permiso de estadía en el país.

Estoy demasiado alelado como para reaccionar. Me visto como un autómata, guardo mis documentos y mi dinero y sigo a los policías.

En medio del gentío que se ha reunido abajo, veo en primera fila a la mujer de Bichnou que me mira con aire consternado y advierto también la presencia de un francés, el médico del Centro Cultural. ¿Qué demonios estará haciendo allí? Pero estoy demasiado agotado y confundido como para poder reflexionar sobre ello. Subo dócilmente al auto de la policía sin ni siquiera tratar de escaparme corriendo.

Trato poco a poco durante el trayecto de poner mis ideas en orden.

Lo que debe de haber ocurrido, sin lugar a dudas, es que el tipo de la Oficina de Inmigración me ha denunciado. Me van a expulsar.

¡Inch Allah! Tenía que suceder uno de estos días. Ahora lo único que debo hacer es tratar de conservar mis petates cuando me expulsen.

Pues he dejado en casa, además de mi equipaje, toda la droga y no puedo privarme de ella sin correr peligro de morir.

Llegamos a un baldío en la zona oeste de Katmandú y el auto disminuye de velocidad. Avanza lentamente y se detiene frente a un gran edificio bajo, hecho de adobe. Es el departamento central de policía de Katmandú. Mis acompañantes, sin más trámites, me empujan dentro de un cuarto oscuro, donde me encierran junto con los ladrones comunes.

Hay unos cuantos bancos: me siento y espero. Estoy convencido de que la espera va a ser breve. Las expulsiones se realizan muy rápidamente en Katmandú, ya que es sabido que los policías nepaleses quieren mandarnos fuera del país antes que se enteren las embajada: a partir de ese momento las cosas se ponen bastante complicadas para ellos y, como es comprensible, eso no les gusta mucho.

Transcurren dos horas y aún sigo allí. Comienzo a sentirme mal. Ya hace un buen rato que debería haberme dado una inyección. La abstención comienza a hacerse sentir y por cierto no es muy agradable.

Cada diez minutos aparece un policía a buscar algún detenido.

Por lo visto debe esperarse el turno respectivo. Y hay por lo menos diez antes que yo. Con un cálculo rápido me doy cuenta de que si soy el último en pasar, lo cual sería bastante lógico ya que fui el último en entrar, debo esperar todavía más de dos horas.

Lo cual es imposible, necesito darme una dosis pues de lo contrario comenzaré a sentirme realmente mal.

Me acerco hasta una pequeña ventana y sujetándome de los barrotes miro hacia afuera para tranquilizarme y cambiar un poco mis ideas. Los policías vienen y van. Esos policías nepaleses, mal entrazados, y sucios, que serían la vergüenza de cualquier policía del mundo. Su uniforme consiste en un pantalón color caqui, con las perneras como un acordeón, algunos demasiado cortos y otros demasiado largos y dados vuelta en la parte baja. La parte superior consiste en una camisa roñosa sobre la que usan un suéter caqui que baja sobre el pantalón ceñido por un cinturón sucio.

Me estremezco. Sé que no se puede conseguir mucho con esta verdadera chusma, con tipos que viven como en un cuartel, entre hombres, alimentados y alojados (un montón de paja en un galpón y arroz en todas las comidas), pero que ganan sesenta rupias por mes. Tienen fama de ser todos venales, traficantes y hasta drogadictos (un poco más adelante tendré la prueba de ello y en una forma bastante desagradable por cierto).

Luego de otra hora de espera ya no aguanto más. Mi sangre bulle. Me dirijo hacia la puerta, la sacudo y grito. En vano, no acude nadie. Grito más fuerte aún, y finalmente la puerta se abre y entran dos policías, los cuales me agarran y me tiran contra la pared. Salen otra vez. No bien cierran la puerta comienzo a gritar cada vez con más fuerza. Regresan y me tiran nuevamente contra la pared. El pequeño juego se repite unas siete u ocho veces más y comienzan a salirme algunos chichones. No logro ningún resultado. Debo cambiar de sistema.

Renuevo mis alaridos, pero ya tengo calculado el tiempo que demoran en llegar. Esta vez cuando abren la puerta ya no estoy más en el lugar de antes sino pegado contra la pared al lado de la abertura.

No bien entran los empujo y salgo corriendo al corredor y me precipito contra la puerta del fondo. La abro y desemboco por pura casualidad en la oficina del comisario.

Era justo lo que perseguía y la suerte me ha permitido hacerlo antes de lo previsto.

Este hombre seguramente debe hablar inglés. Lo increpo y le pregunto por qué estoy allí y con qué derecho me han detenido, conminándolo a explicarme de qué se me acusa y prometiendo alertar al consulado y a la embajada y si fuera necesario a todo el mundo si no despachan mi caso lo más rápido posible.

Grito y protesto en tal forma, que el comisario, ya harto, hace señas a sus esbirros, quienes se me tiran encima y tratan de dominarme, para que los deje en paz.

Su intervención me tranquiliza. Lo miro, jadeando, y espero ansioso su respuesta.

—¿Drogadicto? —me pregunta.

Asiento con la cabeza.

El agacha a su vez la suya como queriendo decir: «¡Ahora comprendo!».

Se da cuenta de que comienzo a sentir los efectos de la falta de droga y que si no me dan pronto una dosis, voy a armar un escándalo infernal en su comisaría.

No le importa un pepino que pueda estar sufriendo por la abstención, pero no tiene ganas de que le cree problemas.

—Está bien —me dice—, nos ocuparemos de usted. Lo voy a mandar inmediatamente a Delli-Bazar.

¿Delli-Bazar? ¿Y por qué Delli-Bazar? Es el tribunal de Justicia. ¿Qué tengo que hacer yo allí? No es ahí donde se deciden las expulsiones. Decididamente me está sucediendo algo muy extraño. Cuanto más rápido se aclare todo el asunto mejor será.

Por lo tanto dejo que me metan en el auto policial sin protestar.

Delli-Bazar queda en las afueras de la ciudad; es un viejo monasterio, un gran edificio rectangular con un jardín central, cubierto de un pasto amarillento y ralo. Allí se ventilan todos los asuntos judiciales de Katmandú y es además una prisión.

A mi llegada el jardín está lleno de litigantes que han venido junto con sus mujeres, hijos e inclusive su ganado. Me ubican en un rincón, custodiado por dos policías y comienza otra vez la espera.

Uno de los policías habla algo de inglés y todas las veces que protesto me explica que debo esperar hasta que me llegue el turno.

¡Será posible, por Dios, que no se den cuenta de que necesito que me atiendan en seguida!

Y dado el éxito que tuve la vez anterior, decido repetir mi táctica.

Me lanzo a fondo. Ruedo por el pasto, agarro piedritas y las tiro todo a mi alrededor. Pego unos alaridos capaces de despertar a un muerto. Comienza a hacerse el vacío alrededor de mí, todos desaparecen y los dos policías luchan como condenados para sujetarme.

Pero la furia y la falta de droga me proporcionan una fuerza hercúlea. Me incorporo aullando como un loco, los mando a pasear y corro hacia la salida. Fueron necesarios cinco o seis de ellos para poder dominarme.

Estoy agotado, tiemblo de pies a cabeza, me ahogo, estoy próximo a desmayarme, pero por lo menos esta vez consigo lo que perseguía. Me anuncian que voy a ser juzgado inmediatamente para lo cual me conducen al tribunal.

Es un tribunal asaz extraño: un pequeño cuarto oscuro, cuyas paredes de piedra chorrean agua.

El juez está sentado detrás de su escritorio.

Permanezco parado entre los dos policías y comienzan a interrogarme en un inglés bastante deficiente.

En primer término me hacen preguntas respecto de mi identidad y mis ocupaciones en Nepal, etcétera. El típico interrogatorio de identificación al cual contesto esforzándome por conservar la mayor calma posible. Me mantengo en una posición: soy un estudiante que ha venido a profundizar sus conocimientos sobre las civilizaciones orientales y en realidad me drogo con el solo fin de tratar de compenetrarme mejor con esas civilizaciones. (Esta respuesta no fue dicha con la intención de sorprenderlos, pues debo repetirlo nuevamente, no se debe olvidar que en Nepal drogarse no constituye un delito).

Repentinamente su tono cambia.

Y cuando yo creía que me iban a preguntar por qué si no tengo más visa de estadía sigo quedándome en Nepal, justo cuando estaba convencido que el juez me iba a anunciar que muy a su pesar va a tener que expulsarme, me dice lo siguiente:

—Y ahora hablemos un poco del robo.

—¿De qué robo? —le pregunto azorado.

Realmente me caigo de las nubes. Es verdad que he realizado algunos robos en Katmandú, no voy a negarlo, pero hace más de dos meses que no robo ni un alfiler, y las pequeñas trapisondas y contrabandos anteriores a mi partida hacia la montaña son historia vieja. En realidad no tengo ni idea de lo que está diciendo.

A menos que se refiera al lío del Hotel Coltrane en los días que precedieron mi partida a la montaña. O algunos de esos asuntos con cheques de viajeros o aparatos fotográficos cuando estaba en el Garden. Es posible, pero francamente me sorprendería. Si hubieran decidido perseguirme por eso, lo habrían hecho ya hace tiempo.

—¿A qué robo se refiere? —le pregunto.

El juez se inclina hacia adelante y cruza las manos mientras me mira fijo en los ojos (no hay vuelta que darle, todos los jueces del mundo se parecen).

—Del robo de la máquina fotográfica perteneciente al médico del Centro Cultural —me responde.

Mi sorpresa es tal que me hace olvidar todos los dolores y estremecimientos que me está produciendo la falta de droga. Me siento como si me hubieran largado un balde de agua fría.

Recuerdo haber visto al médico junto a los policías en casa de Bichnou y me doy cuenta de todo el asunto.

Le han robado su máquina fotográfica, un aparato que cuesta mucho dinero y al cual conozco muy bien (lo usamos juntos una vez para sacar unas fotos en una de esas veladas culturales del Centro) y me acusan a mí.

¡Y justamente esta vez no tengo nada que ver en el asunto!

Absorto, oigo al juez relatarme con el tono amable pero algo impaciente de un hombre que está diciendo algo que él considera que uno sabe de memoria. Me dice que hace tres noches luego de la proyección en el Centro Cultural de una película llamada Fanfan la Tulipe (en otras circunstancias la forma en que pronuncia el título de la película me hubiera hecho morir de risa) me introduje en el Centro y robé del departamento del médico la susodicha máquina de fotos. Es evidente que yo no he sido el autor del robo, pero en seguida imagino lo que debe haber sucedido: según mi opinión el ladrón debe de haber sido uno de los invitados nepaleses que, aprovechándose del movimiento de la velada y, sin duda durante la proyección de la película, debió escabullirse de la sala de conferencias, subir a los otros pisos y «visitar» el departamento del médico.

Es lo que le explico al juez.

Pero este se ríe.

—Por lo pronto, señor —arguye—, sepa usted que mis compatriotas, a los cuales tuvo el placer de recibir el director del Centro Cultural francés, son dignos de toda confianza.

«Y además, sabemos que solamente usted tiene a su disposición durante la noche la llave del Centro. Creo que solamente usted podría haber entrado allí. El doctor es muy preciso: su departamento fue visitado durante la noche.

»Finalmente, y esto solo ya sería bastante para hacerlo confesar, el fotógrafo de New Road a quien usted le revendió la máquina de fotos ha admitido que fue usted quien se la llevó.

»Por otra parte, parecería que usted no es exactamente un desconocido para él, ¿verdad?».

Esta vez sí que estoy metido en un buen lío. Estoy bien fregado. Y sin embargo, todo eso (salvo mi relación con el fotógrafo) ¡es absolutamente falso, requetefalso! No he robado nunca nada a ese médico y nunca he revendido su máquina de fotos. Sospecho con gran furia la verdad de lo sucedido: aterrorizado por la policía, el fotógrafo les debe de haber dado mi nombre. Era más fácil. No tiene nada que temer por haberme denunciado: cumpliré una condena y luego me expulsarán, y por cierto no voy a volver para buscar camorra. Con lo cual podrá seguir impunemente con sus sucios negocios.

En un abrir y cerrar de ojos considero toda la magnitud de la catástrofe. Con suerte lo menos que me darán serán quince días de cárcel Pero no es muy seguro. En Nepal, como en todas partes de Oriente, la noción del tiempo no existe, y puedo pasar uno, cinco o diez años en una prisión roñosa, si se le ocurre al juez olvidarse de mi expediente.

De todos modos habría muerto bastante antes. Con la terrible falta de droga que estoy experimentando, una abstención tan brutal me mandaría a la tumba en pocos días.

Lo único que me queda por hacer, si no quiero morirme allí babeando como un perro rabioso, es conseguir algo de droga y advertir a mi único amigo, el señor Omnes, para que venga a socorrerme.

Reflexiono rápidamente. Si me quedo en la cárcel, me será casi imposible tomar contacto con alguien de afuera. Lo que debo hacer es tratar que me manden al hospital. Además existen otros motivos para desear que me manden al hospital: allí tengo ciertas posibilidades de conseguir algo de droga o por lo menos desintoxicarme normalmente, sin peligro, y no privado brutalmente, lo cual no dejará de suceder.

Decido finalmente hablarle con franqueza al juez. Le explico que soy un drogadicto tan avanzado que me voy a volver loco e inclusive me moriré si me meten en una prisión y me privan de droga. Le pido que me haga enviar al hospital norteamericano de Katmandú. Allí me cuidarán, bajo vigilancia si es necesario, y podré ayudarlo mejor a llevar a cabo su investigación. ¿No es evidente, acaso?

Me mira e inclina la cabeza.

—Los ladrones van a la cárcel, no al hospital —agrega.

La furia me invade y comienzo a gritar.

—¡Yo no he robado nada!… ¡Y usted me va a matar si me mete en una prisión! ¡Y aunque fuera un ladrón, en Nepal no se castiga con la pena de muerte a quien haya robado un aparato de fotos!

«Usted no tiene derecho de hacerme eso. Las leyes internacionales se lo prohíben. Voy a avisar a mi embajador. Francia no tolerará eso. ¡Tendrá que rendir cuentas por ello!».

Estoy en pleno ataque de furia. Mis nervios exacerbados por la abstención de droga y cuya crisis siento aproximarse minuto a minuto, explotan de repente. Los dolores sordos que sentía desde hacía una o dos horas en el vientre, se manifiestan con toda violencia. Tengo la sensación de ser un bloque de fuego. Una energía aterradora se propaga por todos mis miembros. Me he vuelto una fiera. Siento que voy a romper todo y que estoy por tener un verdadero ataque de locura. Recuerdo que mi último pensamiento antes de estallar, fue el siguiente:

—Esta vez no tendrán más remedio que mandarme a un hospital.

He perdido todo control sobre mí mismo. Me impulsa una fuerza demoníaca y por más que quisiera resistirme a ella no lo lograría. A la crisis por falta de droga se suma la indignación de estar detenido por un delito que no cometí y gracias a eso me convierto en una fiera salvaje.

Con el correr del tiempo me enteraré de lo que hice gracias a un policía encargado de mi custodia. Rompí el sillón del juez, su escritorio y el armario que estaba contra la pared y donde se guardaban los expedientes. Dejé KO a dos policías que me rodeaban y cuando finalmente lograron dominarme, tenía agarrado al juez por el cuello y lo sacudía como si fuera un árbol que quisiera arrancar del suelo.

Al despertar lo primero que siento es un dolor intenso, por todas partes. No debe ser solamente debido a los golpes que me deben haber propinado, mis músculos agotados por el enorme esfuerzo realizado durante la crisis están duros como garrotes. Tengo tanto frío que comienzo a temblar. Siento un terrible ardor de estómago. ¡Que venga rápido un médico para darme un calmante!

Abro los ojos penosamente y miro a mi alrededor…

¡No es posible! Debe ser una pesadilla. ¿Será esto una sala de hospital?

Al cabo de un rato bastante largo, me habitúo a la oscuridad y entonces, horrorizado, descubro la verdad.

Estoy acostado sobre un tablón de madera que hace las veces de banco y de cama, pero que no tiene colchón ni abrigo alguno. Encima de mi cabeza veo una bóveda de piedra que chorrea humedad. La bóveda y el tablón tendrán más o menos quince metros de largo por tres de ancho; entre el borde del tablón, a mis pies, y la pared de enfrente que sirve de pasaje para ir de un extremo al otro del sótano, no hay más de un metro de distancia.

Estamos allí tirados alrededor de diez hombres. Algunos, no veo bien si son dos o tres, están encadenados a la pared.

En un costado del fondo hay una escalera que sube hacía una puerta abierta que da a un patio interior con un poco de pasto y dos o tres árboles, rodeado por un alto muro.

Un policía armado guarda la entrada.

Evidentemente no estoy en el hospital.

Estoy en una prisión.

Un poco más adelante me enteraré de que en Nepal a los locos no se los considera como enfermos sino como criminales a quienes se los debe encerrar para que no molesten a los demás. La Edad Media en 1969. Tuve un ataque de locura y me han encerrado igual que a los locos.

Mi sorpresa es tan grande que durante más de una hora me quedo sumergido en tal estado de embotamiento, que el malestar producido por la falta de droga se calma poco a poco. Nunca me había encontrado en una situación tan dramática. Siento que comienzo a ser presa de una profunda desesperación.

Es preciso reaccionar. ¿Pero cómo?

Absorto, me pongo a observar a los otros detenidos. Los pobres infelices, vestidos con harapos, flacos, pálidos, tirados sobre sus respectivos tablones. Algunos duermen envueltos en mantas. Otros se sacan mutuamente los piojos. Cerca de la puerta, uno de ellos calienta agua en un calentador rudimentario cuyo humo invade el sótano, haciendo picar los ojos. Está preparando té. Sus compañeros se acercan a él llevando cada uno un bol en la mano para que les sirva.

Tengo la garganta seca y me duele mucho. Me aliviará beber aunque más no sea un poco de té caliente. Me incorporo yo también. O por lo menos, trato de hacerlo, pues mis piernas se niegan a sostenerme. Primero debo desentumecer progresivamente las piernas y sólo luego me incorporo lentamente sujetándome a la pared de donde cuelgan unas cadenas. Cadena tras cadena, arrastrándome, más que caminando, llego por fin al fogón.

Y allí advierto estupefacto que cada vez que el cocinero llena el bol de uno de sus compañeros de celda, estira la mano para que le paguen.

Una moneda de diez pesas.

¡En esta prisión hay que pagar para poder beber!

No se me ha ocurrido fijarme todavía si me han registrado cuando perdí el conocimiento luego de mi crisis. Pues evidentemente debo de haberme desmayado ya que no recuerdo cómo me trajeron hasta aquí.

Rápidamente llevo la mano a mi cintura. ¡Milagro!, no me han robado el cinturón. Por lo tanto sigo teniendo en mi poder mi tesoro oculto.

Palpo luego los bolsillos. Es realmente extraordinario. ¡Ni siquiera me han registrado! Todo está allí. La billetera, mi libreta, el encendedor y hasta una máquina de fotos en miniatura, una Minox que sólo Dios sabe por qué la tengo guardada en el fondo de mi bolsillo. Estoy detenido y acusado por el robo de una máquina de fotos y me permiten conservar otra. Sin lugar a dudas la policía nepalesa es muy original…

Lo esencial es por el momento que tengo con qué pagar esa taza de té. Y es importante. Los detenidos tienen aspecto de ser bastante desgraciados entre ellos. El tipo que está delante de mí no tiene ni un centavo y por más que suplica el cocinero se niega a servirle un bol de té.

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