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Quinta Parte

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Como no consigo adivinarlo y la incertidumbre en que me han dejado es tal, tengo los nervios de punta.

Las ocho y nada sucede. Las nueve. Las diez. Nada, allí sigo custodiado por los cuatro policías.

Finalmente un poco antes de las once, la puerta de la sala se abre de par en par y hacen su entrada marchando, tres oficiales de policía escoltados por dos que no tienen grado alguno.

Uno de estos lleva un portafolio bajo el brazo.

El otro se acerca a mí y expresándose en un francés excelente me dice:

—Señor Duchaussois, tenemos que mostrarle algo.

—Me imagino que será la orden para que me dejen en libertad.

Trato de mantener firme el tono de mi voz pero estoy bien seguro de que no se trata justamente de eso. No se dirige uno en esa forma a una persona a la que se está por dejar en libertad.

—Todavía no, señor. Todavía no —dice el otro sonriendo con esa sonrisa típica de los asiáticos.

Entonces estallo.

—¿Qué es eso de que todavía no? ¿Qué son todos esos tejes y manejes suyos? ¿Soy inocente, sí o no? ¿Se están riendo de mí? ¡Pues sepan que todo esto va a llegar muy arriba! ¡Exijo que se me ponga en libertad inmediatamente! ¡Estoy harto de vuestra porquería de hospital donde las ratas me caminan por encima a la noche y donde el único remedio que tienen es la aspirina! Necesito que me cuiden médicos de verdad y en un hospital verdadero. ¡Exijo, y entiéndanme bien, exijo salir en libertad inmediatamente! ¡Y además pidiéndome disculpas!

Cuando termino de vociferar, jadeando debido al esfuerzo que eso ha significado para mí en el estado en que me encuentro, me rodea el silencio general.

Todos los policías están parados frente a mí mirándome fijamente. Los enfermos también me miran. Y nadie dice nada.

Solamente se escucha mi jadeo mientras trato de recuperar el aliento.

Uno de los oficiales le hace una seña al intérprete.

—Señor Duchaussois —comienza a decir este—, no se lo pone todavía en libertad pues acaban de encontrar esto en su departamento.

Hace un gesto al policía que no tiene ningún grado, quien abre la carpeta, saca un expediente de su interior y me lo entrega.

Totalmente sorprendido lo agarro, lo abro y me encuentro con dos cartas.

Una escrita en un papel celeste pálido y la otra en un papel blanco. Las dos son bastante voluminosas y las dos están fechadas en Katmandú.

Una de ellas está dirigida a Christian, mi amigo marsellés, el que me alojó en su casa antes de mi partida hacia Oriente, hace poco más de un año, y la otra a O’Brian, el canadiense de Estambul.

¡Las dos escritas de mi puño y letra!

Estupefacto, levanto mi mirada hacia los policías.

—Pero, no entiendo nada de todo esto —les digo—. ¿De qué se trata?

—Léalas.

Las leo y demoro unos buenos veinte minutos en descubrir que con mi propia mano (pues no cabe duda alguna de que es mi letra) les escribo a Christian y a O’Brian proponiéndoles ¡un rocambolesco tráfico de drogas!

Al primero le sugiero en veinte páginas bien detalladas, un plan para enviarle un cargamento de opio, morfina y heroína. Él se encargará de hacerlo pasar en Marsella y por toda Francia.

¡Y al segundo le propongo enviarle cantidades siderales de hachís!

Como para poner los pelos de punta.

A pesar de estar escritas por mí, no recuerdo en absoluto haberlo hecho.

Es totalmente estúpido.

Christian es el tipo menos indicado para traficar con drogas.

Y a O’Brian lo estafé en Estambul. ¡Tendría que estar completamente loco para proponerle «trabajar» otra vez para él! Loco. Esa es indudablemente la palabra correcta.

Debo de haber escrito todo eso bajo los efectos de la droga en un momento de locura.

LSD con seguridad. No hay como el LSD, para hacerle hacer a uno cosas así. Con toda seguridad eso es lo que debe haber sucedido. Una noche bajo los efectos del LSD debo haber imaginado esas dos fantásticas escenas. Dos nombres acudieron a mi memoria. Christian y O’Brian…

Y tranquilamente me senté a escribirles.

Al volver luego a mi estado normal y no recordar absolutamente nada de lo sucedido, no pensé más en las cartas y allí quedaron sin ser enviadas.

¿Cómo aparecieron junto con mis papeles? Pues simplemente porque al terminar de escribirlas debo de haberlas guardado cuidadosamente para que nadie las encontrara.

¿Y por qué no las he encontrado yo mismo?

Porque mis cosas están terriblemente desordenadas.

Pero en cambio ahora tengo una buena complicación encima. Pues mi pasado no va a serme de mucha ayuda. Si la policía decide contactar a O’Brian por intermedio de Interpol, este va a confirmarle que le vendí hachís, en fin, algo que hice pasar por hachís, y aunque Christian no es un traficante de drogas, tampoco es un niño inocente.

Estoy en un buen lío.

La policía nepalesa con toda seguridad ya ha tomado contacto con Interpol y la Brigada Internacional de Estupefacientes, y si todavía no lo ha hecho no va a demorarse mucho en hacerlo. Nepal es un país que tiene problemas internacionales por ser productor y vendedor de drogas y va a estar feliz de demostrar a los extranjeros que pone especial cuidado en no «contaminar» al resto del mundo con sus productos alucinógenos y que controla eficazmente lo que sucede en su territorio. En suma, soy el chivo emisario de una maniobra en la cual todos saldrán bien parados menos yo.

—Se da cuenta ahora —me dice el intérprete.

Sigo inmóvil. Necesito algo de tiempo para reaccionar un poco. Alzo la cabeza por fin y trato de mantenerme tranquilo.

Les explico lo más serenamente posible lo que creo que sin lugar a dudas es la verdad. El LSD, las cartas escritas estando drogado, etc. Pero me guardo muy bien de mencionar el asunto de Estambul. Sería una tontera. Hay montones de O’Brian en Canadá y en otras partes y mi carta no contiene ningún dato con el cual se pueda identificar a este. Tampoco es muy fácil identificar a Christian ya que es también un nombre muy común.

Defiendo mi causa durante largo rato y reconozco el error de haber cometido tamaña imprudencia como lo fue tentar una experiencia con un producto tan peligroso como el LSD y pienso sinceramente lo que digo.

Finalmente les ruego que por lo menos me saquen de este hospital donde no recibo ningún tratamiento. Les explico que en el estado desastroso que en la actualidad me encuentro, no podré ayudarles a adelantar en la investigación. Nuevamente les ruego que por favor me lleven al hospital norteamericano.

Nuevo conciliábulo entre los policías.

—Ni pensar en ello —agrega el intérprete—. Está muy bien cuidado aquí. Se quedará acá bien quietito. La investigación seguirá su curso.

Y se van todos dejándome solo y desesperado.

Pero ese golpe resulta demasiado fuerte para mis nervios y mi cerebro exacerbados por el exagerado consumo de droga y excesos de todas clases.

En tiempos anteriores hubiera podido soportarlo e inclusive reponerme.

Pero justamente en otros momentos no hubiera escrito, como si fuera un sonámbulo, dos cartas increíbles que constituyen por sí solas una demostración de los estragos que ha causado la droga en todo mi organismo.

Eso es lo peor de todo. Acabo de obtener la prueba de que puedo tener accesos de locura. Que ya no tengo la seguridad de poder controlarme siempre. Y entonces surge la terrible incógnita: ¿cómo saber que no se va a repetir? ¿Que no voy a sufrir otro ataque?

¿La heroína y la morfina que me inyecto en los momentos actuales no contribuirán también a la alteración de un organismo tan desgastado como el mío?

Me doy cuenta con horror de que estoy convirtiéndome en una persona que no puede confiar más en su propio juicio.

Dentro de un tiempo, cuando me encuentre en Francia, un médico me explicará que no es así. Que aun cuando sienta perder el juicio al inyectarme dosis masivas de droga, eso no quiere decir que lo perderé para siempre.

Pero en estos momentos no hay nadie junto a mí para darme esas explicaciones y tranquilizarme.

Me invade el pánico.

Todo esto sucede entre el 15 y el 20 de noviembre de 1969.

Entro en un período de desequilibrio total. Hoy en día me resulta completamente imposible seguir un orden al narrar estos acontecimientos. Trataré de todos modos de darles una idea del calvario que comenzó entonces para mí y que recién terminó, milagrosamente con mi partida rumbo a París el 10 de enero de 1970.

De lo que estoy bien seguro es que Monique vino a visitarme al hospital durante mucho tiempo.

Venía todas las tardes y se quedaba conmigo durante varias horas. Por suerte siempre me traía algo de comida, pues si hubiera tenido que contar solamente con la del hospital…

Monique es mi único contacto con el mundo exterior. Pasará mucho tiempo hasta que vuelva a ver un oficial de policía. Le encargo que siga manteniéndome en comunicación con la embajada y el cónsul. No es posible que me dejen luchar completamente solo contra esta pesadilla.

Pero por desgracia muy pronto me percataré de que no puedo contar prácticamente con nadie más que con mi persona. Lo cual me da la pauta de la clase de lío en que me he metido.

En efecto, como bien lo temía, la noticia del descubrimiento de esas famosas cartas causó muy mala impresión en el ambiente francés. No se necesita ser muy inteligente para darse cuenta de que estoy completamente frito. Ahora sí que se desvanecen para siempre mis esperanzas de volver a trabajar en el Centro Cultural. Aun cuando me absuelvan de culpa y cargo por el susodicho tráfico de hachís, mi pasado saldrá a la luz con la investigación. Y no le he contado todo al embajador ni al cónsul ni al director del Centro…

Por las mejores intenciones que tengan respecto de mi persona, todos desconfiarán de mí…

¡Ah!, no hay duda de que me he metido en un berenjenal.

Acusado injustamente, metido en la cárcel por unas cartas que no recuerdo haber escrito, rodeado de la desconfianza general, agotado por seis meses de droga y vagabundeo al por mayor ¡bravo, Charles!, te has cavado sólito tu propia fosa.

Puedes estar orgulloso de tu persona.

Ahora te han colgado un nuevo rótulo: traficante de drogas.

¡Francamente qué estupidez!

Doy vueltas y vueltas en mi cabeza sin lograr desenredar esos hilos que me paralizan.

Día tras día, la fatiga, el agotamiento, los nervios, la rabia (y la droga), me hacen delirar cada vez un poco más.

Y es en esa época cuando me dedico a bombardear con cartas a todas las personas que conozco en Katmandú. Escribo a todo el mundo. Al jefe de policía, al procurador general, al embajador francés, al director del Centro Cultural, al médico culpable de todo lo que me ha sucedido. Pero al que más escribo es al señor Omnes. Los lleno a todos de protestas y de súplicas, les demuestro por A más B que soy inocente. Me he convertido en una lapicera que rasguña el papel sin cesar.

¡Le escribo inclusive al Rey de Nepal!

Al principio mis cartas a pesar de estar llenas de odio, protestas y furia, conservan con todo cierta sensatez.

Pero poco a poco comienzan a desvariar por completo.

Mi letra se asemeja a la de un enfermo mental. Apretada, cursiva, maníaca, sin puntos ni comas. Una frase tras otra: párrafo tras párrafo, sin descanso y pasando al mismo tiempo de una a otra idea.

Al cabo de un tiempo, el señor Omnes me devolverá casi todas las cartas que le envié. Cada vez que las leo, me aterro. Me doy cuenta de lo que era entonces.

Un excitado, víctima de la manía de persecución.

Veo espías por todas partes. Desconfío de los policías. Los someto a unos tests para saber si realmente no entienden francés. Los tests dan resultados negativos. Entienden como máximo tres palabras de inglés.

Pero nunca se puede estar seguro; hay que desconfiar, ¡hay que desconfiar!

Estoy de acuerdo en que ellos son los encargados de informar sobre mis hechos y gestos, pero ¿quién puede asegurarme que no me espían mientras hablo con Monique?

Aquí hay falsos enfermos: cada vez estoy más seguro de ello. ¿Cuáles serán? ¿Ese de la derecha que recita oraciones sin cesar? Ese otro que está un poco más lejos, y se pasa el día entero mirándome con aire taciturno. ¿O tal vez ese viejo achacoso que me sorprende todas las mañanas al ver que todavía vive? Me paso horas enteras observando y estudiando a todos. Pero es inútil, ninguno se traiciona.

Pero una noche súbitamente encuentro la solución. Me golpeo la frente. ¡Qué zonzo soy! ¿Para qué darme el trabajo de buscar al espía oculto entre ellos? ¡Como si no hubiera más que un solo espía! ¡Es evidente que todos son espías! Todos están allí para observar lo que yo hago y digo, y cuando salen de la sala general, no se dirigen al baño o van a pasearse un poco por el patio:

¡Van a entregar su informe!

Conclusión: desconfiar de todos los nepaleses, sea el que sea.

Anoto eso en mi carné con letras de tres centímetros de alto.

Y desde entonces cada vez que viene Monique solamente la dejo hablar en voz baja. Y aun así escribo algunas frases en un papel para no tener que pronunciarlas y rompo el papel en mil pedacitos no bien ella lo lee y me los trago.

Así, día tras día, mi delirio aumenta y avanzo cada vez un poco más en el terreno de la demencia.

Una mañana recibo un formulario de la policía que confirma más aún mi certeza de estar perseguido por una banda que ha decidido liquidarme cueste lo que cueste.

En una de mis cartas hablaba de un «contacto», un intermediario, un europeo que había conocido en Katmandú.

La policía lo busca por todas partes. En vano.

Me conmina para que les dé datos más amplios.

Es el intérprete que está frente a mí.

Lo miro y me río. ¡Esta vez los voy a embromar yo! ¡Todos mienten! Todos tratan de engañarme. ¡Pero no lo conseguirán!

—Discúlpenme —les digo en un tono negligente—, pero lea otra vez cuidadosamente estas cartas, usted me las hizo leer a mí. Y yo no hablo en ellas de ningún traficante europeo que haya conocido en Katmandú.

El intérprete me muestra una copia de las cartas y subraya con lápiz unas líneas. ¡Leo consternado que le propongo a Christian, como intermediario entre los dos a un sujeto, un inglés que hace negocios de importación y exportación entre Oriente y Europa y que sería el candidato ideal para pasar la droga!

Evidentemente debo de haberme salteado ese párrafo durante la primera lectura de las cartas, la cual fue hecha en un momento de emoción violenta.

Pero ya hace diez días de eso. Y desde entonces los pequeños animalitos que circulan por mi cerebro ya han preparado su camino.

Y contra toda lógica y razón, me convenzo de que ese párrafo ha sido falsificado, que han imitado mi letra.

A gritos se lo digo al intérprete. Me abalanzo sobre él y casi lo estrangulo. Mis cuatro ángeles guardianes me sujetan. Mi furia es tal que me sale espuma por la boca. Me dan una inyección.

Cuando me despierto, Monique está a mi lado acariciándome la frente. Me pongo a llorar. Realmente soy muy desdichado.

¿Cuándo decidí escaparme?

Tampoco lo recuerdo muy bien. De lo único que ahora me acuerdo, es que un día le pido a Monique que esa misma noche, a medianoche, me espere con un taxi junto a la pared este del hospital. Durante los primeros días de mi estadía aquí y mientras me paseaba por el patio (desde entonces no salgo de la sala general más que para ir al baño) advertí una puerta que parecía no estar cerrada con llave.

A la hora fijada, le pido a Chandra (que es quien está de guardia) que me acompañe al baño. Mis intenciones son saltar por una ventana que está siempre abierta en un recodo del corredor y que da al patío, un metro más abajo, correr hacia la puerta abrirla y salir.

Llego al recodo y salto bruscamente.

Mis piernas están tan débiles que caigo sentado del otro lado y no tengo ni siquiera fuerzas para ponerme de pie.

—Muy mal, sahib, muy mal —me dice Chandra al levantarme.

Me mira apenado e inclina la cabeza…

Después de ese fallido intento me siento tan mortificado que no me muevo durante todo el día siguiente. Ese fue un mal día. Monique no vino a visitarme. No vendrá nunca más. ¿Qué le habrá sucedido? ¿Habría temido tener complicaciones al venir a visitarme? ¿La habrán puesto en guardia contra mí en la embajada o en el Centro Cultural? ¿O habrá sido a su vez arrestada por la policía?

Transcurre casi una semana sin que tenga ninguna noticia de ella. Por el momento estoy permanentemente tirado en la cama.

Un día se presenta de visita un médico francés, el doctor Armand. Parece estar muy preocupado por mi estado. Me suplica que trate de reducir un poco las dosis.

No me importa absolutamente nada de lo que me dice. Ya he llegado demasiado abajo para poder reaccionar contra algo. Lo único que me interesa de su visita es que promete tratar de convencer a la policía para que me trasladen al hospital norteamericano. Es todo lo que puede hacer por mí.

Y una bella mañana veo llegar otra vez al intérprete. Tiene en su mano una hoja de papel cubierta de sellos.

—Señor Duchaussois —me dice—, van a ponerlo en libertad.

Lo miro azorado. ¡Ah!, no. ¿Será otra mentira? ¡Este tipo se burla de mí!

—No, no —insiste el intérprete—, no es una broma. Acompáñeme. Vamos a ir a la comisaría para cumplir con las últimas formalidades.

Sostenido por Chandra y uno de los otros guardias, lo sigo totalmente absorto. ¡Será posible! ¡Esta vez la cosa parece ser en serio!

Nos metemos todos en un taxi y nos dirigimos hacia la comisaría a donde me llevaron la primera vez que me arrestaron. ¡Menos mal que esta vez no me hacen pagar el taxi!

El comisario está esperándome en su oficina y me hace pasar inmediatamente.

—Señor Duchaussois, hemos decidido —comienza a decir en inglés y sin otro preámbulo— que no vale la pena tenerlo preso dado su estado de salud. Esta es una medida y esperamos que tenga plena conciencia de ello.

—Muy amable —le contesto apretando las mandíbulas con fuerza.

Parece no haber reparado en la interrupción y continúa:

—Por lo tanto, está en libertad para volver a su casa o si usted lo prefiere internarse en la institución que sea de su agrado.

«Hemos realizado nuestra investigación. La persona a la cual usted se refiere en sus cartas está por encima de toda sospecha. Por lo visto usted tenía razón, y escribió estas cartas en un momento de… ausencia».

Me hicieron sentar frente a él. Lo observo con atención y a pesar de estar tan desequilibrado me parece detectar algo extraño en sus declaraciones.

—¿Está tratando usted de decirme que el asunto está terminado y que estoy realmente libre y rehabilitado?

Sonríe ampliamente.

—Por supuesto, señor.

—¿No debería ser el juez quien me dijera todo eso?

—En nuestro país equivale a lo mismo, señor.

—Ah, bueno, muy bien. Pero… mi visa ya ha expirado.

—Aquí tiene otra.

Me presenta una visa con todas las de la ley y válida por tres meses.

¿Tres meses? Jamás tuve una tan larga. No, en realidad todo esto es muy extraño, demasiado extraño.

Pero ya tendré ocasión de comprobar si mis sospechas son fundadas o si son tan sólo otra nueva demostración de mi locura.

Según mi opinión, me ponen en libertad porque la investigación ha fracasado (y vaya si lo sabré). En realidad, todavía siguen convencidos de que soy un traficante de drogas y quieren darme la oportunidad de que yo me encargue de demostrarlo. Estoy convencido de que me van a seguir a cualquier lugar que vaya.

Por supuesto no digo absolutamente nada al respecto. Y con una gran sonrisa agarro mis documentos y la preciosa visa recién otorgada.

Su amabilidad llega al punto de poner un auto de la policía a mi disposición, el cual me conduce hasta la misma puerta de mi casa.

Dos policías me ayudan a subir.

Lo único que ansío es acostarme, darme una inyección y, ¡adiós a la realidad! Miro por todas partes. Es evidente que han revisado todo, pero luego lo han vuelto a poner en su lugar. Me dirijo hacia mi botiquín: está intacto, no falta una sola droga.

Sólo entonces se me ocurre abrir la ventana y mirar hacia afuera. No creía que me iban a vigilar tan pronto: dos civiles que no tienen aspecto de civiles están haciendo guardia en la vereda de enfrente…

Como Monique ha desaparecido, solamente puedo contar con Krishna y con la mujer de Bichnou. Ninguno de los dos me abandona. Krishna se apareció inmediatamente después de mi regreso y otra vez, vuelvo a ver su simpática y sonriente carita inclinarse sobre mí. La mujer de Bichnou me prepara comidas especiales, lo más francesas posibles. Y la verdad es que me hace bastante bien. Por supuesto también disfruto de las maravillosas tartas que prepara su marido.

Por intermedio de Krishna, envío una carta al Centro Cultural. Le suplico que me ayuden. Viene a visitarme un médico francés. Si mi memoria no me falla, me parece que es el doctor Armand, el mismo que fue a verme al hospital con anterioridad. Me receta unos remedios como para un caballo. Muy caritativamente trata también de levantarme el ánimo, pero eso ya es otro asunto. Me hace prometerle que voy a cuidarme en serio.

No bien se marcha, reviso mi cinturón-billetera y hago una serie de cálculos. Trágico resultado. No me quedan más que ciento cincuenta y cinco rupias como todo haber. Le debo sesenta rupias a Bichnou por el alquiler de los meses pasados, que hasta ahora no se lo había pagado. Calculo que voy a tener que gastar quince o veinte rupias en remedios. ¿Y con qué voy a poder comprar la droga? Ya se acabó por cierto el tiempo en que podía hacer mis pequeños negocios. Por lo pronto, apenas puedo caminar y además ¿cómo voy a poder hacer algo con la vigilancia que me han puesto?

Me las arreglaré sin los remedios. Me cuidaré a mi modo. La morfina se ha vuelto demasiado cara para mí. Por lo tanto voy a hacer lo que hacen todos los drogadictos cuando se quedan sin dinero. Voy a dedicarme a los excitantes en todo lo posible. A la metedrina.

Le encargo a Krishna que me compre una cantidad respetable. Me queda todavía un frasco, el único, de morfina: trataré de hacerlo durar lo más posible.

Al cabo de ocho días, gracias a los cuidados de Bichnou puedo empezar a salir otra vez. Doy un pequeño paseo. Con bastante éxito. ¿Y ahora qué podré hacer? No me queda más remedio que admitir que francamente no lo sé. Por primera vez en mi vida no sé hacia dónde apuntar. Salvo tratar de mantenerme vivo, día a día, y esperar que se produzca un milagro.

Este último período de mi estadía en Katmandú, este mes y medio que debo pasar aún en la capital nepalesa antes de mi repatriamiento sanitario rumbo a Francia, es un período que quedará grabado en mi memoria como una especie de niebla, interrumpida por momentos de demencia brutal y a veces, pero muy pocas, por momentos de lucidez.

Recuerdo haber experimentado sufrimientos terribles, angustias espantosas y bastantes desilusiones. No se puede relatar detalladamente una decadencia acelerada. Hubiera necesitado tener un testigo a mi lado. Indudablemente están los policías que me siguen cuando salgo. Krishna que me cuida. ¿Pero quién de todos ellos hablará alguna vez? ¿Los franceses del Centro Cultural y de la embajada?, ¿el doctor Armand?, ¿el señor Omnes? Todos han hecho lo indecible por mí, ¿pero qué podrían decir? Que han visto destruirse poco a poco a un muchacho de veintinueve años, transformado en un junkie, convertirse en un estropajo, tanto físico como moral. Pero estoy seguro de que ellos querrían olvidar todo eso. A nadie le gusta recordar y menos aún hablar de un ser humano en plena decadencia…

Junkie. Esa es la palabra correcta. Me he convertido en un verdadero junkie. Peor que en la montaña donde, a pesar de todo, conservaba un resto de razón y voluntad.

Aunque más no fuera la de querer morir.

Actualmente no soy capaz ni siquiera de eso. Me guían solamente mis instintos. Mi cerebro funciona como un motor ya viejo que pasa de unas aceleradas violentas a unas lentitudes inexplicables, se detiene a cada momento y de repente arranca sin que nadie sepa por qué.

Tengo una sola obsesión. Me persiguen. Todo el mundo está en mi contra. ¿Cuál es la prueba de ello? El mundo ha designado a dos de sus esbirros para que vigilen todos mis movimientos. ¿Y quién puede asegurarme que los demás, Bichnou y su mujer, no son también espías? ¿Y el mismo Krishna, por qué está siempre a mi lado atento a mis más mínimos deseos, adivinándolos inclusive? Es raro, pero muy raro que ese muchacho esté siempre allí con el pretexto de ayudarme…

Una mañana estallo. Krishna ha decidido por cuenta propia hacer un poco de orden en mi cuarto. Se afana con gran eficacia y actividad. Ordena mis cosas y hace la limpieza. Se acerca a la mesa y comienza a ordenar mis papeles.

Lo observo desde mi cama sin perderle una pisada. ¿Qué estará por hacer ese chico?

No me entusiasma mucho la idea de ese muchacho revolviendo mis papeles. Observemos detenidamente qué es lo que hace. ¿Por qué insistirá en arreglar mis papeles? ¿Por qué los revuelve de ese modo? No, no y no. ¡Eso no me gusta absolutamente nada!

—¡Krishna!

Se da vuelta inmediatamente.

—¿Sí, Charles?

—¿Qué estás haciendo allí?

—Estoy ordenando un poco, sahib Charles.

—¿Para qué quieres hacer orden? ¡Yo no te he pedido que ordenes mis cosas! ¡Deja eso en seguida!

Asustado por el tono de mi voz, el chico da un paso atrás.

—¿Qué es lo que tienes en la mano?

Tiene unas hojas de papel. Lo detuve justo cuando estaba por colocarlas sobre la pila de papeles y cartas.

—Muéstramelas.

Inmediatamente me alcanza las hojas y se las arranco de las manos. Es el borrador de una carta para el jefe de policía.

Y en ese momento me olvido de todo. De que Krishna no sabe leer inglés (el borrador está escrito en inglés), que este chico me ha dado incontables pruebas de su fidelidad, que no tengo ningún motivo para dudar de él. No veo más que una sola cosa: tiene entre sus manos un texto destinado a la policía.

—¡Ah! ¡Conque tú también me espías! ¡Conque esas teníamos! ¡Tu afecto y cariño es puro teatro! ¡Tú también estás al servicio de la policía! ¿Cuánto te pagan por ello? ¿Cuánto?

Lo tengo agarrado por las axilas y lo sacudo violentamente.

Comienza a sollozar e interpreto sus lágrimas como una confesión.

—¡Ya ves cómo te he descubierto, pequeño sinvergüenza! ¡Tú también me espías! ¡Largo de aquí! ¡No quiero verte más! ¡Largo de aquí o te estrangulo!

Hablo tan rápido y grito tan fuerte que no puede entender una sola palabra de lo que le digo. Pero se asusta, y con razón. ¡Soy capaz de cualquier cosa!

Lo arrojo al piso. Se levanta y huye hacia la puerta. Desaparece.

—¡Sí, vete de aquí, chico de porquería, proyecto de espía! ¡Largo de aquí, largo de aquí!

Estoy de pie gritando como un loco. Al oír el ruido de la puerta al cerrarse me tranquilizo un poco. Me siento en la cama. Resoplo como un buey. Y riendo sarcásticamente me digo a mí mismo:

—¡De buena te libraste!

Aparece la mujer de Bichnou, atraída por el escándalo que hice. Me encuentra tirado sobre la cama, jadeando. No me animo a relatarle lo que acaba de suceder, pues durante un reciente chispazo de lucidez, acabo de darme cuenta de que he cometido una locura. Me contento con pedirle un poco de té.

Pero la locura, interrumpida por unos minutos, vuelve a hacer presa de mí. Me convenzo nuevamente de que al librarme de Krishna he echado a un espía que mis enemigos habían conseguido introducir en mi cuarto.

Mi cuarto, principal objetivo de su asedio.

Dos o tres días después veré por primera vez la cámara de televisión.

Estoy por escribirle una carta al señor Omnes, y mientras pienso en lo que voy a decirle, levanto mi mirada al techo.

Doy un respingo.

Justo en la mitad del cielo raso veo el objetivo negro y brillante de una cámara.

Me pongo pálido. ¡Si serán sinvergüenzas! ¡Conque ahora se han dedicado a filmar todos mis movimientos!

¡Pero mucho ojo!… ¡No se debe notar que me he dado cuenta que me están filmando! No, eso sería muy poco hábil de mi parte. Tengo que seguir igual que antes. Seguir manteniendo la naturalidad de alguien que no sospecha nada.

¿Se imaginarán por casualidad que me van a atrapar de ese modo? El pobre Charles no es tan tonto ni tan fácil de engañar.

Hay que conservar la calma, dominarse y demostrar más fuerza que el enemigo.

Inclino la cabeza y continúo escribiendo.

¡Prudencia! ¡Prudencia! La cámara debe poder leer seguramente lo que escribo.

No me queda más que una solución. Escribir mentiras… ¡Para que se las traguen!… ¿Pero por quién me tomarán? ¿Creerán que soy un infeliz?

Rompo la hoja de papel sobre la cual había comenzado a escribir, saco una nueva y escribo lo siguiente:

Estimado señor Omnes, me encuentro muy bien. Estoy totalmente recuperado de modo que ya puede dejar de preocuparse por mí…

Lleno por completo tres páginas con letra bien apretada, y con este tipo de declaraciones tranquilizadoras.

Cuando en realidad lo que había pensado escribir al cónsul era un pedido de auxilio.

Termino de escribir la falsa misiva, la doblo prolijamente y la guardo en un sobre. Escribo en este el nombre del cónsul, me dirijo hacia la puerta, la abro y llamo en voz baja a Krishna. Me hago el que lo espero y aparento entregarle la carta, la que escondo rápidamente dentro de mi camisa. Con aire indiferente vuelvo a mi lugar.

Echo un vistazo hacia arriba en dirección a la cámara. No se ha movido. Reprimo una sonrisa de triunfo.

Pero eso no es todo. Ahora tengo que escribirle una carta en serio al señor Omnes. ¿Pero cómo hacerlo? La cámara lo advertirá.

¡Qué tonto soy! ¿Si cierro la ventana y escribo a la luz de una vela? La cámara no la podrá leer pues no tiene suficiente luz.

¡Cuidado, cuidado!… Deben ser muy astutos con seguridad. Su cámara debe ser ultramoderna y capaz de leer escrituras microscópicas, inclusive a la luz de una vela.

Lo que debo hacer es dar la espalda a la cámara y escribir sobre mis rodillas, acurrucado, tapando el papel con mi cuerpo.

¡Mucho ojo!… ¿Y si su cámara estuviera equipada con rayos infrarrojos? Son muy capaces de eso.

Sería inútil entonces tratar de esconder el papel con mi cuerpo. Podrían ver a través de él.

¡Sinvergüenzas! Me incorporo y comienzo a gritar y gesticular.

Toco sin querer el tapizado del techo de mi cama.

¡Qué curioso! ¿Por qué se moverá el género? ¿Qué podrá ser eso? Agarro el género, lo abro con un golpe seco y me detengo, imposibilitado de hacer ningún otro movimiento.

Acaban de aparecer delante de mis ojos dos policías nepaleses que estaban escondidos detrás del género.

Permanecen inmóviles. Uno de ellos tiene una máquina fotográfica colgando de su hombro y el otro un grabador.

Estupefacto, doy un paso hacia atrás. ¡Canallas! ¡Ahora se meten hasta en mi casa!

Tengo sobre la cómoda un precioso jarrón chino, bien grande, que compré un día en una tienda de Katmandú.

Lo agarro.

El policía de la izquierda levanta su cámara fotográfica y comienza sacar fotos. Clic, clic, clic, sin cesar.

—¡Sinvergüenzas! ¡Atorrantes!

El otro acerca a mí el micrófono del grabador y pone en funcionamiento la cinta magnética.

Les tiro el jarrón con todas mis fuerzas.

El cuarto entero se llena de trocitos de porcelana.

Los policías desaparecen como por arte de magia. Me precipito al lugar donde estaban. No hay nadie. Han desaparecido, la pared se agrietó bajo el impacto del jarrón, justo detrás de donde estaban ellos y hay pedazos del jarrón desparramados por todas partes.

¡Deben ser unos verdaderos demonios! ¡Estoy perseguido por unos demonios!

Levanto la vista. La cámara sigue allí.

Sigue todos mis movimientos como si fuera el caño de un enorme fusil.

No puedo quedarme más tiempo allí. Debo marcharme a cualquier precio.

Salgo corriendo del cuarto, bajo la escalera a toda velocidad y me precipito afuera. Una nueva fuerza impulsa a mis piernas, las cuales hasta hace poco eran incapaces de mantenerme. Afuera ya está oscuro.

Enfrente, del otro lado de la calle, están apostados los dos policías de guardia, vestidos con sus falsas ropas de civil.

Esos sí son reales. Pero justamente porque son verdaderos, al verlos no pongo en duda ni durante un instante la realidad de las alucinaciones que tuve hace un rato arriba en mi cuarto. ¿En el estado de locura en que me encuentro cómo voy a imaginar aunque tan sólo sea por un segundo que lo que he tenido no han sido más que alucinaciones, cuando aquí tengo la prueba indiscutible de que me están vigilando?

Cruzo la calle, saco un cigarrillo del bolsillo y me acerco a los dos policías vestidos de civil. Les hago señas que quiero fuego. Uno de ellos me alcanza un fósforo.

Enciendo el cigarrillo y le digo:

—Thank you.

Y me marcho.

Por encima de mi hombro observo que los dos sujetos me siguen a cierta distancia.

El cigarrillo que tengo entre mis labios está realmente encendido. Por lo tanto todo es verídico. No estoy viendo visiones. Me siguen dos policías sin lugar a dudas. Y con toda seguridad los que están en mi cuarto a la fecha deben estar calladamente instalados sobre mis almohadones esperando mi regreso, y preparando sus máquinas para una nueva sesión de fotos.

Debo ver al señor Omnes cueste lo que cueste. Necesito ayuda. Esto no puede durar más tiempo. No tienen derecho de hacer sufrir semejante suplicio a un pobre inocente.

A medio camino de la embajada me doy cuenta de que como es de noche todas las oficinas deben estar cerradas. No encontraré el señor Omnes. ¡Voy a escribirle una carta verdadera sin que nadie me espíe a mis espaldas!

¿Pero en dónde?

En el Cabin. Solamente allí puede ser que logre estar tranquilo, ¡ah!, esta vez los voy a embromar. Seguramente no se les ha ocurrido colocar una cámara allí.

Me precipito al Cabin Restaurant y me ubico en una mesa bien al fondo, de espaldas a la pared. Mis dos guardaespaldas, los verdaderos, se instalan a cuatro mesas de distancia.

Comienzo la carta. Escribo y escribo sin descanso, volcando en ella toda mi furia y desesperación, le suplico que me ayude, que me saque de ese infierno. No bien la termino me levanto y me dirijo a la puerta de salida.

Pero una especie de presentimiento me obliga a darme vuelta.

El ojo negro de una cámara sobresale de la pared, justo arriba del lugar que acabo de abandonar.

Llego a la calle y, furibundo, quemo la carta.

Creo que durante los cinco o seis días subsiguientes no salí del cuarto. Recuerdo haber estado sentado sobre la cama noche y día. De vez en cuando, la esposa de Bichnou golpea la puerta y deposita en el piso una bandeja con leche, té y galletitas. Se me acabó la morfina. Felizmente todavía me quedan cerca de doscientos comprimidos de metedrina. En esos momentos mi consumo de droga es realmente excesivo: diez o quince pastillas por día. No he vuelto a ver más policías en mi cuarto, pero la cámara de televisión sigue allí.

La examino cuidadosamente y me doy cuenta de que su foco no puede llegar hasta mi mesita de toilette, ubicada en el antepecho de la ventana.

Armo entonces todo un escenario. Me instalo en mi cama y bajo la mirada de la cámara, del «lector», del «ojo de Moscú» como la llamo ahora, y de algunas mirillas que me imagino que estarán escondidas en la pared, comienzo a escribir falsas cartas.

Cuando termino, de escribirlas, me acerco a la ventana y allí escribo las verdaderas. Las cuales no pueden ser leídas desde las mirillas o por el «ojo de Moscú».

Le pido a la mujer de Bichnou que las lleve al correo. La pobre está cada vez más asustada y ya no sabe dónde meterse.

Un día su marido viene a verme. El pobre diablo trata de hacerme entrar en razón.

—¡Espía! ¡Espía! —exclamo.

Al oír mis gritos emprende la retirada. Y yo me zambullo nuevamente en mis escritos, los verdaderos y los falsos.

No escatimo ponderaciones y agradecimientos a todo el mundo en las cartas que pueden ser leídas por «el ojo de Moscú» y a través de las mirillas.

Inmediatamente después me refugio en la ventana y allí repito:

«Todo lo que acabo de escribir es absolutamente falso. No debe ser tenido en cuenta. Era dirigido a la policía. La pura verdad es lo que escribo en estas páginas y solamente en ellas».

Pero luego me da miedo. ¿Y si por casualidad en la casa de enfrente hubiera un policía provisto de un largavistas?

¡No me pescarán!

Coloco unos cartones contra los vidrios para esconder el papel. (Lo único que se ve es el cielo). ¿Vendrán en helicóptero? Me daré cuenta por el ruido y tendré tiempo de esconderlo.

Cuando volví a París encontré milagrosamente en el fondo de mi mochila montones de páginas arrugadas, grandes y pequeñas, la mayoría de ellas ilegibles por haber sido escritas en un papel muy ordinario y demasiado absorbente.

Aquí reproduzco algunas de ellas, arrancadas de esa agenda maldita. No he cambiado ni una sola línea.

Tiemblo de horror al ver lo que fui capaz de escribir.

Por ejemplo, lo siguiente:

¡Por fin!… La «gran farsa» ha terminado. ¡O tal vez, recíprocamente la comedia ha terminado!…

Sé que atrás de las mirillas deben de estar bastante «furibundos» y «despistados» (esto debo de haberlo escrito en la ventana, cuando «engañaba» a los espías de la cámara imaginaria). Acabo de oírlos hablar, prueba evidente de que no duermen y que tengo razón. Porque esta noche tengo la certeza de ser visto y oído que algunos —o ya no más— están allí.

¡Todo lo cual demuestra incuestionablemente, desde ayer y hoy, que no me descuido así no más!…

Un poco más adelante:

El policía confía en que yo creo estar escondido en mi cuarto. Debe haberse apurado en hacer desaparecer su «material» durante mi ausencia. Y por supuesto que hoy lo comprobé muy bien y con absoluta certeza. No me queda más remedio que divertirme toda la tarde en… «redecorar» mi cuarto por ese sólo motivo y para encontrar las malditas «mirillas»…

En la casa del guardia hay también un tipo con poderosos largavistas que debe poder ver a través de mi ventana una buena parte de mis escritos…

De todos modos ya he buscado bastante por hoy, cuadro tras cuadro, agujero tras agujero, clavo tras clavo, ranura por ranura, etcétera, para estar bien seguro de ello. El ruido que acabo de oír en el cuarto de al lado no hace más de tres minutos (debe ser sin duda la señora de Bichnou que está limpiando el pasillo) me confirma por un lado su incomodidad y por otro demuestra la existencia de mirillas como las que encontré hoy. Una bien en lo alto, otra en el rincón al pie de mi cama, otra encima de la cocinita, otra bajo el alfabeto nepalés (lo había clavado en la pared como si fuera un afiche) y otra que no he visto pero que estoy seguro de que está sobre la «Escupidera» y el «Tacho de la basura».

¡Bien! ¡Ya sé a qué atenerme! Pues ya conozco a los que me persiguen y sé cómo lo hacen. Durante la noche estudié prolija y metódicamente sus maniobras y tengo la certeza de que me persiguen bien de cerca… Por lo tanto ahora sé cómo y exactamente por qué o para ser franco por quién… Lo cual no me resultará muy incómodo si consigo salir de esto. Y ahora más que nunca debo fijarme bien dónde pongo los pies. El solo hecho de escribir cosas tan peligrosas me obliga a cuidarme, pues de lo contrario, pobre de ti, Charlot. Pero a pesar de haber pasado por los trances más dispares, la moral está en excelente estado, sobre todo después de cuatro días de una tensión nerviosa extrema, sin haber podido desahogarme en el papel. Finalmente tranquilizado, esta noche me aflojo un poco y tengo mis ideas, mis informaciones y mis datos bien ubicados (!). Haré todo lo que pueda, les demostraré a todas «estas preciosas gentes» de Katmandú lo que un paranoico saturado de notoriedad pública en el lugar y sin duda enemigo público número uno en este adorable país, todavía puede, solo (o casi…) y extranjero demostrara esta gente de aquí y de otros lados…

Todavía no canto victoria y no quiero vender la piel del oso antes de haberlo cazado… pero sin exagerar, para hacerme entregar las armas por adelantado, sería necesario que fueran un poco más discretos y psicólogos de lo que han sido hasta el presente…

¡Pero salga lo que salga, la suerte está echada y en esta última mano de póquer perderé la camisa si los he subestimado o de lo contrario haré saltar la banca!

El resto de esta colección de apuntes delirantes es ilegible hoy en día. ¡Son veintiocho páginas!

Y en la actualidad no tengo la menor idea de cual puede haber sido esa famosa jugada de póquer con la cuál perdía la camisa o hacía saltar la banca…

Encontré también una serie de poemas escritos durante esos días de locura.

Aprecien lo que puede hacer brotar en la mente de un drogadicto el exceso de metedrina.

—Vida

Tuve sed de un mí

y bebí en ti

Pero aun siendo rey

Perdí la fe

Pues amar en sí

Sufrir tu ley

Lo único malo es

Cuando uno quien

Cuando uno cuando

Cuando uno que

Y más adelante me hago la siguiente reflexión:

¿Ser o no ser?

Tan bajo pero vasto mundo

Comienzo a gritar a la redonda

Por tus poros abiertos

En tus abismos angustiosos

Por tus desiertos ardientes

En tus océanos rugientes

Que el placer de pisotearte

En el rocío matinal

Bajo tu aura de luz

Iluminando el polvo en suspensión

No debe hacer olvidar jamás

Al orgulloso con dos pies

Que él pasa y luego muere

Sobre tu piel que jamás que jamás se cansa

Y también le doy a alguien (he olvidado a quién) una:

Lección sentimental

Pregona tu «suerte»

Pero susurra tu pena

Patea, suda y mata

Luego paga tu tributo

Pero no desprecies nunca

Un odio verdadero

Que por su vehemencia

Te proporcionará una gran emoción.

Ya mi pobre cuerpo, torturado por sus excesos, lo intimo a trabajar con las siguientes invocaciones.

Espina de dolor

Frente húmeda de sudor

Ve y trajina en tu labor

Años pasados y horas futuras

Dios terrible que no engañas

Haz que con una pequeña alegría

Apreciemos el verdadero valor

La justa causa de un furor

De quien quiere vivir sin pudor.

Si no quieres por una buena causa

Construir el futuro tonto de un idólatra

Ama, mata y vive solamente,

Pero no te rías de un demente

Que no puede ver como yo lo hago sabiamente

La falsa belleza y la verdad atroz que mata.

Y el siguiente producto de mis peregrinaciones por la ciudad, algo más consistentes que lo anterior, si así puede decirse.

Pobre muchacho de París

o pobre mariposón

Acoplado al farol

Lo quería porque me ayudaba

¡Maldito sea, me exaspera

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