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Curtin había llevado consigo además un nuevo montón de fotografías de los satélites meteorológicos, varias hojas de los partes meteorológicos locales y algunas de las fotografías tomadas por los aviones con radar y meteorológicos que sobrevolaban los mares al norte de la Rusia soviética.

Curtin reparó en que Aubrey estaba mirando los cambios que había introducido en el mapa mural y le hizo una mueca: -Presenta mal aspecto, ¿eh? -dijo.

Aubrey no hizo ningún comentario y siguió mirando el mapa. Le desagradaba la desconcertante sinceridad de Curtin, la misma que la de Buckholz y los demás norteamericanos que había conocido en las tareas de información militar, ya fuesen analíticas u operativas. Parecían muy amigos de mostrarse crudamente francos en todo. Pero no había por qué negar a Gant todas las probabilidades de triunfo; lo que había que hacer para borrar tan macabras reflexiones era no pensar en lo que aún estaba lejos… Un paso cada vez…

Dio un sorbo a la taza de té que le había servido Shelley y continuó examinando el mapa sin que la expresión de su rostro manifestara ninguna expresión visible.

Curtin se acercó a Buckholz y al ayudante de éste, Austin, que analizaban en su mesa los partes meteorológicos y las últimas posiciones de las flotas de buques pesqueros soviéticos, facilitadas por teléfono por la oficina del contralmirante Philipson.

- ¿Qué tal? -preguntó en voz baja, sin apartar la vista de Aubrey.

Buckholz lo miró.

- Tiene buen aspecto -contestó, adoptando el mismo tono conspirador. Tomó la taza de café y la apuró. Hizo una mueca. Había dejado que se le enfriara. Tendía la taza vacía a Austin, que se apartó para volvérsela a llenar.

- El tiempo puede cambiar… así -comentó Curtin, haciendo chasquear el pulgar y el mayor.

- Ha permanecido bueno en estos cuatro días -puntualizó Buckholz.

- Eso no significa nada -observó Curtin, descorazonador-. Lo único que significa es que quedan cuatro días menos de buen tiempo.

Buckholz frunció el entrecejo.

- ¿Puede ser muy malo? -quiso saber.

- Lo bastante para que Hotshot no encuentre siquiera el combustible que necesita -contestó Curtin-. Si logra despegar de Bilyarsk… ¿Qué información ha recibido Aubrey?

- No sé. Nuestro amigo inglés se la guarda para sí.

- Ya -asintió Curtin-. Y no entiendo por qué. Pero, si van detrás de Hotshot, ¿qué probabilidades tiene?

- Algunas -admitió Buckholz a disgusto-. Los muchachos que tiene Aubrey a su servicio en Bilyarsk no son imbéciles, Curtin.

- Nunca he dicho que lo sean. Pero también he oído que la KGB sabe hacer las cosas. Si descubre que hemos mandado un aviador a Bilyarsk, Hotshot no conseguirá acercarse a ese condenado avión.

- Ya lo sé. -Buckholz parecía repentinamente irritado con Curtin.

Lo veía demasiado sincero, demasiado objetivo, desenvuelto a destiempo, como un viento frío que quebrantara la subjetividad cerrada, confinada, del estado de ánimo de los cuatro agentes. Había momentos, pensaba, que reclamaban una esperanza levemente ilusoria. Y ese era uno de ellos.

- Lo siento -dijo Curtin alzándose de hombros-. Yo sólo soy el chico de los recados de la Armada… Únicamente te doy los datos.

- Ya… también sé eso.

Curtin echó una mirada al montón de papeles que había en la mesa de Buckholz y observó:

- Vaya, es una operación hecha a medias.

- ¿Qué?

- ¡Un… uh! Me pregunto por qué has dejado a los ingleses toda la planificación, Buckholz.

- Ellos tienen a su gente allí, amigo… Por eso.

- Pero… hay tantas cosas que dependen de… tantas personas.

- Eso es lo que se llama elemento sorpresa, Curtin.

- ¿Quieres decir… que será una sorpresa el que salga bien? -dijo Curtin, alzando las cejas irónicamente.

- Es posible… es posible. -Buckholz dirigió la vista a la pila de papeles para cerrar la conversación.

Curtin siguió mirándolo con curiosidad.

Buckholz, según sus noticias, había sobrevivido, incluso había salido beneficiado, de las purgas que se produjeron después de la investigación del Congreso sobre las actividades de la CÍA luego de Watergate. De hecho, había conseguido la jefatura del Personal de Actuación Secreta dentro del corrillo de altos consejeros que rodeaba al propio Director.

Era él quien, aparentemente entusiasmado por el descabellado plan de Aubrey, había hecho todos los arreglos necesarios para el robo del avión; quien había preparado, a su modo terco y compulsivo, los dispositivos de reaprovisionamiento de combustible, de vigilancia por radar y de coordinación de la ayuda del Mando Estratégico de la Aviación y de la Armada estadounidense. Había persuadido al jefe de Operaciones Navales para que destacara a Curtin a su equipo hasta que concluyera la «Operación Hurto», iniciativa por la que el propio Curtin se sentía dudosamente agradecido. Cierto que esa operación le daba un poder extraordinario, aunque momentáneo; pero también podía significar el fin de su carrera de marino. Algo en lo que no quería ni siquiera pensar.

Los detalles del poderío submarino y de superficie ruso en el mar de Barents y en el océano Ártico, que había trasladado al mapa mural, acarreaban la duda al ánimo de Curtin. Conocía mejor que nadie la potencia actual de la Flota Bandera Roja del Norte, de la Armada Soviética, y con qué rapidez y energía podía operar contra cualquier intruso descubierto en lo que el Kremlin consideraba como aguas territoriales. Hasta ese momento no había sido detectado el buque de reaprovisionamiento; por lo menos, no se había intentado contra él ningún movimiento que tuviera ese significado. Pero en el maremágnum que seguiría al robo del avión, en plena búsqueda con el radar y el sonar de los cruceros dotados de misiles, los mercantes espías y los submarinos, ¿quién podía asegurarlo?

Se acercó a la cafetera que había en una bandeja en un rincón de la habitación y dijo a Buckholz, que seguía fingiendo ignorarlo.

- No tiene ninguna esperanza, amigo, ¡ninguna esperanza!

Eran las tres y media cuando el teniente coronel Yuri Voskov llegó al vestuario de pilotos, en la planta segunda del edificio anejo al hangar del Firefox que albergaba las oficinas del servicio de seguridad de Bilyarsk. Dio un paso dentro de la habitación y alargó la mano para encender la luz. Cuando tropezó con otra mano que tapaba la llave, su sorpresa no tuvo tiempo de convertirse en alarma, porque recibió un golpe terrible, mortal, detrás de la oreja. Nunca vería el rostro del asesino… El suelo se precipitó hacia él cuando se desplomó por la fuerza del golpe, que lo lanzó al centro de la habitación.

Gant encendió la luz y se acercó al cuerpo inerte restregándose el puño con el que había aplicado el golpe. Entonces, como en una gran explosión, estallaron sus nervios y empezó a temblar como por efecto de un vendaval. Había sido capaz de matar a Voskov, fría y mecánicamente, con sus propias manos, en contra de los temores que Buckholz había manifestado repetidas veces. Pero seguía temblando por efecto de la reacción, y pasaron minutos antes de que pudiera arrodillarse con firmeza junto al caído. Suavemente, como un profesional médico, le buscó el pulso, que sabía que no encontraría. Voskov estaba muerto. Le dio la vuelta y se fijó en su cara. Era algo mayor que él; tendría unos cuarenta años recién cumplidos. No sintió ninguna clase de remordimiento. Había retirado del tablero una pieza necesaria; eso era todo. Tan sólo se preguntaba si Voskov había sido en vida un buen piloto.

De pronto se sintió galvanizado y arrastró el cuerpo sobre la alfombra hasta los altos armarios alineados contra una de las paredes. Soltándolo de golpe, sacó del bolsillo de su guerrera la llave maestra facilitada por Baranovich y abrió uno de ellos. Como esperaba, y como se le había dicho que cabía esperar, estaba vacío. Mantuvo la puerta entornada con un pie e introdujo dentro la cabeza y los hombros del cadáver. Luego, como en una grotesca y enérgica danza a cámara lenta, lo levantó hasta dejarlo de pie, como si estuviera vivo. Cerró rápidamente la puerta y echó la llave, oyendo el apagado golpe que daba el cuerpo al resbalar sobre ella. Se guardó la llave.

Abrió otro de los armarios y examinó el traje de presión que colgaba dentro, el de Voskov. Era casi de su talla; por lo menos, lo bastante para poder ponérselo. Por fortuna, se trataba de una adaptación del traje normal de vuelo, no de una prenda hecha a medida como las de la NASA. Si hubiera sido así, la menor diferencia de figura, altura o complexión habría hecho inservible el traje para él.

Concluido el examen, empezó a quitarse el uniforme de la GRU. Eran las tres cuarenta y seis de la mañana. Gant sintió como un puñetazo en el estómago, debido a los nervios. Cuando se quitó la camisa, se fijó en el aparatito sujeto con cinta adhesiva debajo del brazo, que le indicaría cuándo debía bajar al hangar.

Tenía por delante dos horas y media.

CINCO


El hurto

Kontarsky consultó su reloj de pulsera de oro. Las cuatro en punto. Desde donde estaba, en la puerta abierta del hangar principal, podía observar la escena de tranquila e intensa actividad que se desarrollaba dentro de él. Había notado cómo advertían su presencia los centinelas, no sólo los de las puertas, sino también los de los puestos más cercanos al avión; cómo mostraban de pronto más atención, más empeño en su vigilancia. De los científicos e ingenieros, muchos no hacían caso de él…, aunque había visto a Kreshin levantar la vista y luego murmurar algo a Semelovsky, que estaba de pie a su lado.

Baranovich era una silueta encorvada, hundida hasta el pecho en la carlinga abierta, dando instrucciones al técnico que ocupaba el asiento del piloto del Mig-31.

Kontarsky no albergaba ningún sentimiento estético ni militar sobre el avión. Sus líneas aerodinámicas, su potencia, las inmensas bocas abiertas de sus tomas de aire, no eran para él más que un problema de seguridad. Y había tomado en relación con él todas las precauciones que estaban en su mano.

Pensó que debía sentir una agradable sensación de orgullo. Pero ese sentimiento lo rehuía. La noche se había mantenido templada, pero él tenía frío. Estaba masticando una tableta para hacer la digestión, que no parecía producir ningún efecto.

El Prototipo de Producción Uno estaba a menos de treinta metros; detrás, ignorado por el equipo de técnicos que se afanaban perseverantes, había un segundo avión -el PP Dos-, al fondo del gigantesco hangar.

Kontarsky dudó en hablar con los centinelas que hacían guardia junto al Mig, pero decidió no hacerlo. Todos ellos habían sido seleccionados y él mismo les había dado detalladas instrucciones antes del servicio. Someterlos a inspección ahora, tan cerca de la plana mayor, hubiera sido un error de mando, un signo de falta de confianza, y lo sabía. A disgusto, atravesó la franja de luz que brotaba de las puertas abiertas y se acercó a su guardia personal, que estaba hablando con uno de los centinelas de la puerta. Haciéndole una señal para que lo siguiera, se aproximó al segundo hangar, aquél en el que había sido construido el Mig-31. Estaba cerrado y sumido en la oscuridad, pero no estaría de más ordenar a los centinelas que lo rodeaban que hicieran un nuevo registro de su interior.

Sabía que en ese momento Priabin estaría persiguiendo al agente hasta su escondite. A medida que pasaban las largas horas de la noche, cada vez se inclinaba más por la idea de que ese hombre debía ser un experto enviado para hablar con Baranovich y con los demás antes de que fueran detenidos, como ocurriría inevitablemente una vez que se completaran con éxito las pruebas, y para observar estas mismas en la medida en que le fuera posible. Sobre el tipo de equipo que podía llevar consigo, aparte de su vista, no tenía ni idea. Al atravesar la zona iluminada y desolada que se extendía entre los hangares, echó un vistazo al otro lado de la valla, buscando algún punto elevado en el que pudiera ocultarse un observador. No había ninguna colina, ninguna elevación del terreno.

Concluida la inspección del hangar de producción, se dijo a sí mismo que sería conveniente enviar patrullas con perros al otro lado de la valla. En prevención…

Con todo, presentía que el hombre a quien buscaban estaba del lado de acá de la valla, en algún lugar dentro del campo, camuflado de alguna forma. Registrarían toda la zona de nuevo.

Baranovich observó cómo la figura en la que había reconocido a Kontarsky atravesaba el negro agujero de la noche y se perdía hacia el hangar de producción. Cuando bajó la vista desde lo alto de la escalerilla, apoyada sobre sus ruedas contra el fuselaje del Firefox, se tropezó con la cara achatada del mecánico que ocupaba el asiento del piloto, y que lo miraba a su vez sonriendo burlonamente. Le devolvió la sonrisa con todo el aplomo de que fue capaz, y el hombre, que hubiera esperado y deseado notar en él miedo, o al menos desasosiego, hizo un gesto enfurruñado y volvió a su trabajo.

Estaba comprobando los circuitos del sistema de guía del armamento. El panel de instrumentos del lado izquierdo estaba en parte suelto y quedaban a la vista el intrincado cableado y los circuitos miniaturizados. Bajo la dirección de Baranovich, la comprobación definitiva progresaba lentamente.

Sabía que el mecánico pertenecía a la KGB. En los meses que llevaba instalando y perfeccionando el sistema en el que se había visto obligado a trabajar desde su estancia en la prisión científica de Mavrino había tenido entre los miembros de su equipo a ese hombre, Grosch, un técnico electrónico muy capacitado. Hijo de un científico alemán capturado por el Ejército Rojo a principios de 1945, dejó entonces de ser un leal miembro del Partido.

Baranovich no se sentía irritado con él porque su padre había sido nazi ni porque él mismo fuera un agente secreto. Si Gant hubiera visto su rostro al bajar la mirada hacia la cabeza inclinada de Grosch, habría reconocido la misma expresión de dolorosa sabiduría, de reservada compasión, que notase en la vivienda de Kreshin. Baranovich consultó abiertamente el reloj. Las cuatro y cuatro minutos. Echó un vistazo a las fuerzas de seguridad que había dentro del hangar, mientras Grosch se concentraba en la comprobación de un circuito impreso. Ya había decidido el método de diversión.

Miró atrás, más allá de la unidad de cola del Firefox, hacia donde estaba el segundo prototipo de producción, apartado en un rincón. El avión, que era una reproducción del modelo en el cual se hallaba él ahora, aunque sin su encanto y su prístina nitidez, tenía el depósito lleno y estaba listo para despegar en caso de ataque aéreo contra el lugar. Todos los aviones militares soviéticos, ya fueran prototipos, modelos de producción o estuvieran en servicio, se encontraban listos para el despegue las veinticuatro horas del día.

Sólo tenían, pues, una solución cuando Gant saliera a bordo del primer avión: enviar al segundo tras él. Habría algún retraso, claro está, aunque estuviera ya armado… una hora, quizá, incluida la verificación más rápida posible de los sistemas y mandos. Pero sería reaprovisionado en el aire, mientras que Gant tendría que hacerlo en tierra, dondequiera que fuese. A menos que Kreshin, Semelovsky y él lo inutilizaran, Gant sería alcanzado, y destruido, por el único avión capaz de hacer ambas cosas: el PP Dos.

Un incendio. Conocía la reacción. Un incendio en el hangar sembraría el pánico y permitiría a Gant subir al avión y sacarlo rodando hasta la pista sin despertar sospechas. Dos pájaros de un tiro, pensó. Saldría Gant y al mismo tiempo se frustraría su persecución. Había tanto combustible, aceite, madera y otras materias inflamables en el hangar que no habría problema en provocar el fuego. Era una de las ideas que había bosquejado a los demás; ahora les comunicaría su decisión final.

No se preguntó siquiera si Gant sobreviviría al vuelo. No aparecería en ninguna pantalla de radar, lo cual significaba que los rusos tendrían que localizarlo visualmente para soltar los misiles de infrarrojos o de proximidad o para lanzar sus aviones tras él. Volvió la vista atrás, hacia donde Semelovsky supervisaba el acoplamiento de la unidad especial de cola, proyecto suyo de principio a fin, en el que Kreshin había trabajado como ayudante, y que permitiría a Gant disponer del más eficaz sistema contra misiles. Semelovsky estaba seguro de que funcionaría, pero sólo había sido ensayado en un proyectil cohete; ese día se incluiría en las pruebas de armamento y tendría que utilizarlo el piloto. Gant lo necesitaría.

Todo era cuestión de calcular el tiempo. El avión del Primer Secretario llegaría a las nueve. Para entonces, él y los demás estarían detenidos. A las seis y media, como muy tarde, habrían terminado el trabajo. Esa era, por tanto, la hora límite para la maniobra de diversión y para el despegue. Tendría que ajustar el horario con los otros en el próximo descanso, a las cinco.

Las medidas de seguridad eran tan estrictas que cuando una hora antes se acercó a los lavabos, al otro lado del hangar, se separó inmediatamente de la pared uno de los centinelas y lo siguió hasta dentro, sin esforzarse en absoluto en disimular y contentándose con observarlo. Calculó que dentro de pocos minutos encontraría Grosch el transistor estropeado, lo cual los ayudaría a alargar las últimas comprobaciones.

Repentina y extrañamente se vio asaltado por los recuerdos, unos recuerdos afines a su situación actual pero alejados de su conciencia. Llevaba un mono de trabajo, como ahora, pero lleno de manchas de aceite, sucio. El termómetro marcaba por debajo de cero y tenía las manos entumecidas. Estaba inclinado sobre la carlinga de un Mig, un viejo Mig de la guerra. Se hallaba en un hangar de la base aérea del Ejército Rojo en las afueras de Stalingrado. Por ser judío, no era más que un simple mecánico.

Apartó de sí los recuerdos. El pasado era una intrusión, una interferencia en lo que tenía que planear, que hacer. Pensó en la pistola que llevaba en la axila. No había sido registrado al entrar. La pistola le rozaba la piel entumecida como un chorro de agua fría, y reflexionó en que significaba el fin de sus días. No vería el final de la jornada.

Sonrió cuando Grosch advirtió la placa de circuito averiada y lo miró mostrándole el cuadrado de plástico con sus treinta y siete puntos chapados en oro.

- Mire el transistor, camarada director Baranovich -dijo.

El sonrió. Grosch se mostraba exquisitamente atento. También él comprendía que todo estaba a punto de acabar.

- Mmm. -Baranovich dio la vuelta en su mano al cuadrado de plástico, asintiendo. Se lo devolvió-. Tírelo. Iré por otro.

- ¿Al almacén técnico experimental, camarada director? -quiso saber Grosch con una sonrisa.

- Sí, Grosch. Pero no tiene por qué dejar ese cómodo asiento para acompañarme. Lo hará el centinela.

Antes de que Grosch pudiera replicar, empezó a bajar la escalerilla con ligereza, juvenilmente, con firmeza.

- ¡Stechko! ¡Eres un imbécil incompetente! ¡Está muerto! ¡Lo has matado! -explotó Tortyev.

Se volvió contra su subordinado y el fornido agente dio un paso atrás con expresión de frustración confusa y avergonzada. Tortyev se incorporó, dejando la posición en cuclillas ante la figura desplomada y sin vida de Filipov, y miró a aquél fijamente. Los golpes habían sido demasiado regulares, demasiado viciosos, demasiado rápidos; ahora se daba cuenta. En su desesperado esfuerzo por hacerlo hablar, había dejado que Stechko y Holokov lo mataran. Rechinó los dientes y abrió y cerró los puños en el furor de la impotencia.

Cuando se volvió hacia Priabin, el ayudante de la KGB ya estaba al teléfono. Su indiferencia pareció enfurecerlo aún más. Atravesó la habitación para enfrentarse con Holokov, que se había sentado en una silla a horcajadas, observando fijamente el cuerpo desmadejado como si esperara de él alguna señal de vida. Tortyev se paró delante, y la concentrada expresión de su subordinado empezó a convertirse en un gesto de duda.

- ¡Tú, cerdo estúpido! -resopló Tortyev, con los ojos llameantes-. ¡Eres un puerco incompetente!

- Usted nos presionó… -empezó a decir, y retrocedió cuando su jefe le cruzó la mejilla con el dorso de la mano.

Se tocó el labio cortado con gesto de sorpresa, se miró los dedos, y la mancha que vio en ellos lo sumió en un estado de estupefacción.

- No sabía nada -dijo Priabin con voz calma.

Se volvió hacia él. Tenía una mano en el teléfono y sonreía. Esa sonrisa enfureció a Tortyev:

- ¿Qué demonios quieres decir con eso? -soltó.

- No sabía nada… Pero hombre, te lo habría dicho hace tiempo si hubiera tenido algo que decir.

- Eres un hijo de perra muy listo… ¿Cuál es la respuesta, entonces? Tu precioso avión sigue en peligro, ¿o lo has olvidado? -Tortyev se limpiaba la saliva de su boca.

Priabin siguió sonriendo en tono irritante y agitó el teléfono en dirección a él.

- ¿Por qué crees que quiero hablar con la sala del ordenador? -preguntó suavemente.

Tortyev miró el reloj y dijo:

- ¡Harías mejor en circular! Son las cuatro y media, ¿o no lo sabes? -Hubo un matiz burlón en su tono de voz, un retorno de la confianza en sí mismo. Había representado su papel. Ahora le tocaba a Priabin.

- ¿Sí? -dijo éste por el teléfono-. Aquí Priabin. ¿Qué hay de nuevo? -Permaneció un instante escuchando y siguió-: ¿Qué prisa se está dando para comprobar el paradero de esa gente? -La irritación le ensombreció la cara-. No me importa… ¡La información está en algún lugar en las tripas de esa máquina, y la necesito!

Colgó y vio cómo Tortyev le sonreía.

- ¿Qué pasa? ¿Es que esa máquina es poco menos que milagrosa? -interrogo éste.

Priabin lo ignoró, se quedó pensativo un instante y expuso:

- No podríamos hacerlo más deprisa… En todo caso, bastante más despacio. -Miró al cuerpo caído e indicó-: Sacadlo de aquí vosotros dos… ahora.

Holokov miró a Tortyev y éste asintió. Los dos detectives salieron por la puerta arrastrando el cuerpo por los pies.

La interrupción pareció serenar a los dos hombres. Cuando quedaron solos, Tortyev preguntó:

- ¿Qué están comprobando?

- Han hecho una lista de menos de una docena de expertos aeronáuticos de primera de Norteamérica y Europa, lo bastante jóvenes e idóneos para ser nuestro hombre. Pero ahora están comprobando el paradero actual de todos ellos, y eso lleva tiempo… demasiado tiempo -añadió Priabin pausadamente, con voz excitada-. Han conectado con el ordenador de la 1.a Dirección, que, como sabes, tiene expedientes de control de miles de personalidades públicas y científicas de Occidente. Están llegando las respuestas…

- Pero llegarán demasiado tarde.

- Tienes toda la razón.

Priabin dejó su mesa y empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación, pellizcándose la barbilla o tirándose del labio inferior. Tardó unos minutos en hablar.

- No puedo acelerar las cosas. O bien tenemos la información a tiempo, o no la tenemos. En cualquier caso, prefiero no pensar en eso. Pero, ¿qué otra cosa puedo hacer… qué otra cosa puedo pedir a esa maldita máquina que haga al mismo tiempo que procesa los datos sobre esa gente?

Se plantó ante Tortyev, con aire de súplica.

Este quedó callado unos segundos, antes de decir:

- Alguna cosa relativa al avión. Comprueba a todos y todo lo que tenga relación con eso, Dimitri.

- ¿Cómo?

- Comprueba los expedientes de todas las personas que sabemos que están relacionadas con los programas aeroespaciales norteamericanos o europeos, o que lo han estado alguna vez… -Su expresión parecía recibir alguna luz interior-. Mandan a un hombre joven, sano, con cerebro… ¿Por qué no puede ser un astronauta? Cualquiera de nuestros cosmonautas sabría lo que hay que mirar, cómo hay que analizar la información recibida de alguien como Baranovich, ¿no?

Priabin no contestó de inmediato.

- Mmm. Lo estoy pensando.

- No tienes mucho tiempo para pensarlo, Dimitri -le recordó Tortyev.

- ¡Ya lo sé! Déjame ver… ¿Cuántos expedientes habrá de astronautas, y pilotos, y todos los demás?

- Centenares… a lo mejor miles. ¿Por qué?

- En ese caso, como nuestro servicio recoge todo lo que puede y, como una hacendosa esposa, nunca tira nada, tendremos que establecer un orden de preferencia. Vamos a ver el índice del ordenador.

- Muy bien -dijo Tortyev, aparentemente contento de hacer algo-. Te ayudaré.

- Gracias.

- Además… este sitio empieza a oler a judío… y a muerto -añadió Tortyev.

- Muy bien. Entonces, pediré un coche.

- No te molestes. A estas horas de la mañana, llegaremos antes andando.

Eran las cinco menos veinte cuando los dos hombres salieron juntos de la habitación.

Gant había trasladado una silla a la ducha y se protegía del chorro de agua con un pliegue de la cortina. El cuarto estaba lleno de vapor.

No dudaba que Pavel habría muerto para entonces o estaría en alguna celda de la KGB, después de delatar su nombre y su misión. Le creaba desasosiego la idea de que habría recibido un buen castigo antes de hablar, si es que había hablado. De nuevo se creía obligado a sentirse responsable.

Más que por Pavel, sin embargo, que quizá habría muerto limpia y rápidamente de un tiro, se sentía intranquilo por Baranovich y por los otros. No había visto nunca un valor tan mudo y ciego como el suyo, y eso lo tenía desconcertado.

Se había quitado el uniforme y estaba sentado en la ducha, en calzoncillos. Las prendas de la GRU, que ahora suponían un estorbo, habían ido a parar al mismo armario que Voskov. Debió sujetar el cadáver con una mano, para impedir que se deslizara afuera, mientras metía en un rincón el lío arrugado del uniforme utilizado para hacerse pasar por el capitán Chejov. Rehuyendo en todo momento la visión de la cara de Voskov, había vuelto a cerrar, antes de meterse en la ducha. Aunque el vapor le dificultaba la respiración, le mantenía el cuerpo caliente. Estaba sentado en una silla, a horcajadas, con los brazos cruzados sobre el respaldo y la barbilla apoyada en ellos, dejando que el chorro incesante de agua caliente lo serenara, con los ojos cerrados. No conseguía dormirse, y sabía además que no debía hacerlo, pero trataba de reducir la actividad de su mente, por analogía con el sueño.

Al principio no oyó la voz de la otra habitación, la sala de descanso. La segunda llamada lo alertó y se puso en pie de un salto, evitando inconscientemente tirar la silla al suelo.

- ¿Sí? -dijo.

- Control de seguridad, coronel… Es importante. Debía ser la KGB… El último intento de Kontarsky por localizar al agente que sospechaba ya dentro de Bilyarsk.

- ¿Qué quiere?

- Sus documentos.

Gant quedó petrificado. Al meter tan deprisa y trabajosamente en el armario el cuerpo de Voskov, había olvidado toda la documentación en los bolsillos. Ahora querían verlos… y si no los veían, querrían verlo a él.

Se preguntó cuánto tiempo podría demorar la salida del baño. La reacción nerviosa le producía sacudidas, manteniéndolo alerta, los latidos del corazón le martilleaban el cerebro y tenía dificultades para contener la respiración agitada. Aunque sólo se sospechaba de él a medias, esta última e inesperada sacudida estaba acabando con sus reservas de control. Con lucidez, superando el pánico, pensó que Voskov sería una persona engreída, que sólo aceptaría agriamente tal intrusión.

En voz alta e irritada, gritó:

- Me estoy duchando, quienquiera que sea. ¿Qué busca al molestarme con sus estúpidas preguntas? -La voz le sonaba, en el recinto lleno de vapor, débil, aguda, poco convincente.

Pudo escuchar una tos deferente, avergonzada, del hombre que estaba en la sala de descanso.

Se asomo entre el vapor y la cortina. Vio una sombra a contraluz, en la puerta del baño. Lo separaban de ella dos o tres pasos sobre las baldosas.

- Lo siento, coronel, pero…

- Ha sido idea suya, ¿verdad, soldado? El registrar esta sala y hacerme preguntas a mí no ha sido orden directa del coronel Kontarsky, ¿no? -Notó como su tono de voz se hacía más tuerte, más arrogante. Actuaría como Voskov… Una actuación muy afín a su propia arrogancia profesional, expresión de su desprecio.

- Yo… tengo órdenes, señor -oyó, y supo que el hombre estaba mintiendo.

Gant titubeó, hasta que notó que se pasaba el momento idóneo y que él mismo tardaba demasiado en reaccionar, y entonces saltó.

- ¡Retírese, antes de que yo dé parte de su impertinencia!

Aguardó. Era evidente que el hombre estaría viendo su sombra, al ceñirse sobre su piel la cortina de la ducha. Se preguntó si se atrevería a cruzar el espacio de frías baldosas para asegurarse. Había dejado la pistola, la automática Makorov de Chejov, en el bolsillo del batín de baño de Voskov, colgada detrás de la puerta. Se maldijo por el olvido y se preguntó en el mismo instante si podría matarlo con las manos desnudas antes de que él lograra dispararle.

Pasó el momento. De nuevo tuvo la sensación de que algo inmenso, todo un mundo orbitante, se invertía, dejándolo exhausto, agotado, vacío.

- Lo lamento, señor… muy bien… Pero tenga cuidado, señor. El coronel nos ha dado instrucciones de matar… Ese hombre es peligroso. Buena suerte en el vuelo, señor -añadió para congraciarse.

Gant sintió en las sienes los latidos del corazón.

Apenas alcanzó oír cómo se cerraba la puerta del baño detrás del hombre, que sólo había sido una voz y una sombra a contraluz. Cuando comprobó que había desaparecido ya el retazo de luz que antes delineaba el agente de la KGB, salió de detrás de la cortina y rebuscó en el batín de Voskov. Asió la pistola con las dos manos y se aplicó el frío metal del cañón sobre la sien. La mano izquierda le quedaba frente a los ojos. Entonces vio el temblor, débil pero creciente. La expresión de su rostro reflejaba el miedo, como si estuviera viendo algo ajeno a él mismo, algo inevitable. Se desplomó, empapado, sobre la taza del retrete, con la cabeza colgando y la pistola sostenida entre las rodillas.

Estaba aterrorizado. Sabía que estaba a punto de invadirlo otra vez el desvarío, que los últimos momentos habían acabado con sus reservas de osadía, de autoengaño, de nervio. Era un guiñapo, un vaso vacío en el que se vertía el desvarío. No podía evitarlo.

Sintió cómo se le endurecían los músculos detrás de las rodillas, en las pantorrillas. Debía darse prisa, meterse en el traje de presión de Voskov mientras pudiera moverse, antes de que la parálisis que inevitablemente acompañaba a las imágenes se apoderara de él al sentarse. Trató de levantarse, pero las piernas estaban lejos de su cerebro, muy lejos, fláccidas y débiles. Volvió a desplomarse sobre el retrete. Se dio puñetazos en los muslos, como si castigara su rebelión… se golpeó incluso en ellos con el cañón de la pistola, pero apenas lo notó. La parálisis histérica había retornado, lo había apresado…

Supo que estaba atrapado. Sólo podía esperar que el desvarío, y el ataque, pasara con el tiempo.

Olía a quemado, y el ruido de la ducha crepitaba como la madera en el fuego. Olía a carne quemada…

Hubo algo de cortesía grotesca y burlona en el modo en que se sirvió café y bocadillos a Baranovich, Kreshin y Semelovsky al lado del avión. Mientras los técnicos, y entre ellos el siempre obsequioso e irónico Grosch, se dirigían al restaurante del edificio anejo, el oficial subalterno de la KGB que se hallaba al mando de la seguridad del hangar ordenaba a los tres sospechosos que permanecieran allí. A unos diez metros hacían guardia los centinelas, con aparente indiferencia.

Mientras se bebía el caliente y azucarado líquido, Baranovich se felicitaba de que la KGB, a juzgar por las apariencias, no supiera aún qué hacer con ellos. Se diría que habían tomado el camino más fácil, procurando que hubiera sobre ellos varios ojos en todo momento. Sonrió a Kreshin, cuyo labio tembló al imitar el gesto.

- Sé, Ilia -le confió-, que esto se parece mucho a un pelotón de fusilamiento: nosotros tres acorralados contra el avión y los centinelas apuntándonos con las armas. -Kreshin asintió y tragó saliva, tratando aún de sonreír-. No tengas miedo -agregó Baranovich en voz baja.

- Yo… no puedo ayudarte, Piotr -le dijo Kreshin.

Baranovich hizo un gesto afirmativo.

- Yo dejé de tener miedo hace muchos años… pero entonces la carne no parecía gritarme tan fuerte. -Puso la mano en el hombro del joven cuando éste quedó frente a él. Notó cómo le temblaban los huesos bajo su firme apretón. Kreshin lo miró, deseando enfrentarse a la verdad y anhelando oír confortadoras mentiras. Baranovich negó amargamente con la cabeza-. La quieres mucho, ¿verdad?

- Sí. -Los ojos del muchacho se humedecieron y se pasó la lengua por el labio inferior.

- Siento… esto -murmuró Baranovich-. Te lo hará mucho más difícil.

Kreshin pareció tomar una decisión. Baranovich tenía aún la mano sobre su hombro y sentía el esfuerzo muscular que el joven estaba haciendo para controlar el temblor.

- Si puedes hacerlo, yo podré también… -aseguró.

- Bien. Ahora, tómate el café para que te entone. Ese centinela de ahí piensa que tienes miedo. No le des ese gusto. -Incapaz de completar la heroica ficción, añadió-: Aunque todo esto sea absurdo para una persona inteligente…

- ¿Qué hacemos? -saltó Semelovsky, como si estuviera ansioso de acabar todo, incluso su propia muerte-. Nos queda poco tiempo y ya hemos demorado el trabajo en la cola todo lo que nos ha sido posible… pero está casi terminado.

Baranovich asintió.

- Comprendo. Grosch, mi «bestia negra», mi diablo particular, también entrará en sospechas si no acabamos en media hora o así. -Tomó un sorbo de café y dio un buen mordisco a un bocadillo de jamón-. ¿Supones que nuestros amigos están empezando a pensar que… el plan ha fracasado? -Miró a Semelovsky.

- Sí… Las pruebas de armamento serán nuestra hora límite.

- Y… ¿no te agobia?

- ¿Y a ti? -preguntó Semelovsky con intención.

Baranovich miró un instante a los centinelas, que cuchicheaban entre sí, y las cuatro caras se volvieron hacia él. Deseaba responder afirmativamente, decir que cuantos más años se tienen resulta más duro, no más fácil, dejar la vida. Que son los jóvenes los que se sacrifican con alegría, sea por causas buenas o malas. Deseaba explicar que los viejos se aferran a la existencia a toda costa. Pero en lugar de eso, consciente de su responsabilidad, y de su culpa, les dio la respuesta que necesitaban y deseaban.

- No -dijo.

Semelovsky hizo un gesto de asentimiento. -Ahí está todo -comentó.

Baranovich sintió en el paladar el amargo sabor de la culpa. El era quien los había llevado allí, a ese sitio, y quien los llevaría en su momento a las celdas, a los interrogatorios, al dolor.

Era tan despiadado con los demás como consigo mismo. Apartó de si el sentimiento de culpa y decidió concederles al menos una muerte rápida.

- Hay que provocar el incendio de que hablamos… Ahí. No, no miréis… donde está el segundo prototipo. Uno de nosotros ha de buscar algún pretexto para encontrarse ahí en el momento en que decidamos empezar. ¿Qué pensáis… qué momento elegimos?

- ¡Tiene que ser antes de las seis y media! -saltó Semelovsky con su tono irritado y agitado habitual-. Espero que sea una idea acertada…

- Es la única zona sensible -explicó Baranovich-. Donde está el segundo prototipo. Como digo, debe afectar al avión, de lo cual se aprovechará nuestro amigo el norteamericano. Lógicamente, eso significa que a éste -dio unas palmadas al frío metal del fuselaje- se le ordenará que salga del hangar. Si aparece Gant en el momento preciso y sube al asiento del piloto, nadie se preocupará de mirarle la documentación, ni la cara. -Estudió sus reacciones y vio en sus ojos la inevitabilidad de la muerte.

Semelovsky asintió, suavizando sus facciones y afirmó:

- A mí, por lo menos a mí, no me seduce mucho la idea de que el coronel Kontarsky se cobre en mi pellejo la rabia y la frustración de la ruina de su carrera.

- ¿Comprendes lo que digo, Ilia… también tú? -preguntó Baranovich.

El joven guardó silencio momentáneamente; luego, contestó:

- Sí, Piotr Vassilevich,… lo comprendo.

- Bien. ¿Tienes la pistola? -Kreshin asintió-. Bien. Entonces tú, Maxim Ilich, empezarás el incendio. Además -añadió sonriendo-, tú pareces el menos peligroso.

- Mm. Muy bien. A las… seis y diez pediré permiso para ir al lavabo. Si me acompaña un centinela, ¡peor para él! -El hombrecillo, con su crecida calva, tenía un aspecto ridículo cuando ensanchó el enclenque pecho y enderezó los hombros caídos.

Pero Baranovich sabía que era capaz de matar en caso necesario. En cierto sentido, era el más desesperado de los tres, pues nunca había dado señales de que se enfriara en él el celo del reciente converso. Era un cruzado.

- Mata al centinela únicamente si es necesario -le advirtió Baranovich-. No queremos perderte.

- Antes de que empiece el incendio, ¿no? -Los ojos de Semelovsky echaban chispas. Baranovich notó en él el sentimiento de desafío que albergaba, la misma actitud osada, aunque él lo ignoraba, que había manifestado la noche anterior en la puerta de entrada, cuando llevaba a Gant en el maletero.

- Eso, antes no. -Baranovich se relajó en la parcial honradez de ese instante-. Cuando salgas del lavabo, busca los materiales necesarios, que estarán apilados contra la pared, detrás del Prototipo Dos… unos bidones de gasolina.

- No necesito que me digas cómo se provoca un incendio, Piotr Vassilevich -dijo Semelovsky, con aire ofendido.

- De acuerdo. Que sea grande, y vivo.

- Lo será.

- A las seis y doce minutos -puntualizó Baranovich-. Entonces, tú y yo, Ilia, cubriremos la distancia al segundo avión, hasta que las llamas sean suficientes para distraer a todos los centinelas… a todos. ¿Comprendido?

- Sí. Nosotros… ¿formamos parte de la distracción?

Baranovich asintió. Echó una mirada bajo el fuselaje al oír el eco en el hangar de las voces que regresaban.

- Es hora de volver al trabajo -sentenció. Consultó el reloj-. Empezamos la cuenta atrás. Ahora son las cinco y veintitrés minutos. Poned vuestros relojes en hora cuando podáis sin que nadie os vea.

Observó a sus dos compañeros. Sintió que se le empañaban los ojos.

- Buena suerte, amigos míos -les deseó, y se volvió hacia la escalerilla del piloto, empezando a subir los peldaños.

Kreshin se quedó mirándolo un instante y siguió a Semelovsky hacia la cola del Firefox. Echó un vistazo en dirección a los centinelas, que estaban siendo relevados y daban el parte oficial.

Concentra tu odio en ellos, pensó. Ódialos a ellos, y lo que representan, y lo que hacen. Ódialos…

Kontarsky consultó el reloj de pulsera. Las seis y siete minutos. Acababa de recibir una comunicación de la Central indicándole que el Tupolev TU-144 que llevaba al Primer Secretario, al presidente de la KGB y al Mariscal de la Aviación Roja había salido de Moscú y aterrizaría en Bilyarsk a las seis y media. La noticia lo había afectado profundamente. Según el plan inicial, la llegada estaba prevista para después de las nueve. Poco podía hacer, salvo preguntarse el por qué de ese adelanto. Sospechaba algún tipo de presión sobre el Primer Secretario, un ataque calculado contra él. La torre de control había sido avisada para que autorizara al avión a tomar tierra. Nada le quedaba por hacer, excepto lo que estaba haciendo en esos momentos: fútiles recriminaciones, compensadas por la decisión más práctica de ponerse de nuevo en contacto con Priabin y, por mediación suya, recibir un informe sobre los progresos hechos en relación con el agente extranjero que se había filtrado en Bilyarsk y que aún continuaba suelto.

Varios hombres sentados en unas desvencijadas mesas de la sala de servicio, en el edificio de las fuerzas de seguridad, analizaban los partes de los grupos que habían «peinado» la zona del proyecto. La inspección, como las demás, no había dado ningún resultado positivo.

En el piso de abajo, en una habitación más pequeña de paredes blancas y fuertes luces, Dherkov y su mujer eran interrogados. Se los había puesto juntos para que cada uno viera sufrir al otro… y ninguno había confesado lo que la KGB quería saber. No admitía la posibilidad de que no supieran nada importante. Eran demasiadas frustraciones, demasiados callejones sin salida hasta ese momento. Para él, como para los interrogadores, se trataba simplemente de vencer su terquedad.

Las drogas utilizadas por el médico habían destrozado casi inmediatamente la mente de Dherkov, sumiéndole en una profunda inconsciencia de la que había salido en un estado de incoherencia total. La mujer, a pesar del golpe contra su resistencia que suponía el daño hecho a su marido, seguía negándose a revelar el paradero del agente o su identidad. Kontarsky había solicitado al médico que volviera a utilizar el pentotal, ahora con ella, y al no mostrarse aquél dispuesto a hacerlo, se había tenido que enfadar con él; en todo caso, sospechaba que las dosis aplicadas eran insuficientes.

Tamborileaba con los dedos en la mesa mientras esperaba que lo comunicaran con su despacho en la Central. No se localizó a Priabin y se pasó la llamada a la sala de los ordenadores. Durante la espera, su mirada se deslizó sobre el grupo de hombres, la mayoría en mangas de camisa, afanados en las mesas. Ninguno se volvió a él con una respuesta, con una posible línea de investigación. Kontarsky sintió la amarga y egoísta cólera de quien ve reducirse a cenizas en sus manos una fortuna. Durante toda la noche había estado pensando que le bastaba tender la mano y asir la respuesta. Y cada una de las respuestas, cada una de las fuentes de información, se le había escapado de entre los dedos. Se sentía impotente.

Priabin estaba sin resuello cuando contestó a la llamada de su superior. Kontarsky oía su voz claramente, aunque notó en ella cierto distanciamiento que podría deberse al júbilo. El estómago le dio un vuelco ante la proximidad de la solución.

- Coronel… ya lo tenemos. ¡Ha sido identificado! -oyó a Priabin-. Coronel, ¿me escucha?

- Vamos, Priabin… dígame. -Uno o dos de los hombres que estaban más cerca levantaron la cabeza mientras el sonido de la voz de Kontarsky se sofocaba, convirtiéndose en un sosegado cuchicheo. Comprendieron que se había abierto la brecha.

- Es un piloto… Mitchell Gant, un norteamericano…

- ¿Norteamericano? -replicó Kontarsky, mecánicamente.

- Si, de la escuadrilla de Migs, la que han formado para entrenar en combate a sus pilotos con aviones rusos, el grupo Apache, como lo llaman ellos, y que la Aviación Roja y nosotros llamamos escuadrilla Espejo.

- Siga, Priabin, ¿por qué él?

- Evidentemente, señor, conoce nuestros aviones como nadie. Está en las mejores condiciones para un sabotaje, o para analizar la información. Quizá intente… examinar de cerca el Mig-31. -Hubo un silencio al otro lado de la línea.

La verdad, tremenda y aterradora, los alcanzó a ambos en el mismo instante. En el silencio, la voz de Kontarsky cayó como una piedrecita.

¿No podría estar aquí para…?

- No, señor, seguro que no. ¡Cómo iban a pensar en lograrlo! La voz de Kontarsky temblaba cuando dijo: -Gracias, Dimitri, gracias. Buen trabajo. -El auricular sonó ásperamente cuando colgó.

Se quedó mirando unos segundos al grupo de hombres y volvió a descolgar. Marcó el número del puesto de guardia del hangar y aguardó, sin dejar de tamborilear con los dedos.

- Tsernik… ¿es usted? Detenga a Baranovich y a los otros, ¡ahora mismo!

- ¿Ha tenido noticias, señor?

- Sí, maldita sea, ¡si! Necesito que me digan dónde se encuentra ese agente… ¡en este preciso momento! Y no deje a nadie que se acerque al avión… A nadie, ¿comprende?

- Sí, señor.

Tsernik colgó. Kontarsky volvió a mirar a los hombres ocupados en el fútil papeleo. Consultó el reloj. Las seis y once minutos.

- ¡A ver… algunos de ustedes… todos ustedes! -gritó-, ¡Vayan al hangar ahora mismo! ¡No, quédese aquí la mitad y los demás registren este edificio… ¡Deprisa!

La sala entró en ebullición cuando los hombres recogieron las chaquetas y comprobaron sus armas.

Una voz distante preguntó:

- ¿A quién buscamos, señor?

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