Firefox

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- Me dirijo a la persona que ha robado un bien de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas -anunció la voz, monótona, sin inflexiones, como si pretendiera casi decepcionarlo-. ¿Puede oírme, señor Gant? Supongo que ha prescindido usted de su graduación militar al haber sido empleada por… digamos por otras personas, ¿verdad? -Gant se sonrió ante el énfasis que ponía aquel hombre en sus palabras, ante su cautela.

Desde el incidente del U-2, pensó. Con suavidad, con suavidad. Pero no debía admitir que trabajaba para la CÍA. aun cuando fuese norteamericano.

- Diga -respondió-. Lo escucho.

- ¿Está disfrutando con el paseo, señor Gant?… ¿Le gusta nuestro nuevo juguete?

- Podría mejorarse -contestó lacónicamente.

- Ah… Es su experta opinión, señor Gant.

Gant casi lo veía, corpulento, con la cara cuadrada y de rasgos enérgicos, sentado ante el transmisor en el Centro del Mando de Guerra, mientras se reducía el frenesí de actividad que se desarrollaba a su alrededor. Alguien, sin duda, conocería ya las coordenadas obtenidas de él. De momento, sin embargo, todo se limitaba a ellos dos: un hombre en un avión y otro hombre que gozaba de los poderes de un dios. Pero el primero, parecía decir la voz, tenía todavía todas las cartas en la mano. Gant, sin embargo, no se llamaba a engaño. Sabía que era objeto de una búsqueda implacable. Estaba fingiendo, calmándolo, hasta que lo encontrara.

- Así es -contestó-. ¿No va a amenazarme, o algo así?

- Lo haré, si eso es lo que quiere -fue la respuesta, en tono monótono-. Pero antes quiero simplemente pedirle que devuelva lo que no le pertenece.

- Y entonces olvidarán todo, ¿eh?

Al otro lado de la UHF se oyó algo así como una carcajada contenida.

- Supongo que no se lo creería, señor Gant… ¿no? No, claro que no. La CÍA le habrá llenado la cabeza de ideas absurdas sobre la Lubianka y sobre los servicios de seguridad de la Unión Soviética. No. Todo lo que quiero decirle es que vivirá, si regresa de inmediato. Calculamos que no se necesitarían más de cuarenta minutos para verlo de nuevo sobre Bilyarsk. Ha sido un bonito intento, pero, como dirían ustedes… ¡ahora el juego ha terminado!

Gant aguardó unos segundos antes de contestar: -¿Y las alternativas…?

- Será usted borrado del mapa, señor Gant… simplemente eso. No se le permitirá que entregue el Mig-31 a los servicios de seguridad de su país. No lo permitiríamos.

- Entiendo. Bien, déjeme decirle, señor… Me gusta este avión. Me va. Creo que, de momento, me lo quedaré…

- Ya. Como comprenderá usted, no me interesa la vida de un piloto tunante con un expediente pésimo sobre su salud… Esperaba salvar los millones de rublos que se han gastado en el desarrollo de este proyecto. Ya veo que no me lo permite usted. Muy bien. No lo conseguirá, cualquiera que sea la dirección que tome. Adiós, señor Gant.

Gant desconectó la UHF y se sonrió tras el anonimato de la mascarilla de oxígeno. Lo único que en realidad podía inquietarle, se decía, la única baza capaz de privarlo de la ventaja que llevaba, estaba ardiendo en el hangar de Bilyarsk: el segundo Firefox. Si seguían rastreándolo y despegaban contra él… Se encogió de hombros.

El avión del vuelo regular de Moscú a Volgogrado lo tomó de sorpresa. Vislumbró de pronto el brillo de la luz del sol en una superficie de duraluminio, y se vio sobre él. La estela de vapor y las condiciones atmosféricas en esa temprana hora de la mañana se habían unido para hacerlo visible muy tarde. Hubiera deseado cruzar por delante del morro del Tupolev, pero tenía su estela cónica a babor. Desconectó el piloto automático.

Balanceó el Firefox, sintió cómo cumplía el traje de presión su función antiaceleración, estrechándose y ensanchándose luego en el muslo y en la parte superior del cuerpo, y estabilizó el avión. El vivo destello del Tupolev TU-134 quedaba ahora casi directamente enfrente. Tenía que dar a su tripulación la oportunidad de identificarlo visualmente, y luego de cruzar ante el morro debía dirigirse al Sur.

Viró a babor, acelerando al entrar en picada. Se apartó del avión de pasajeros, perdiéndolo de vista. Observó un blip verde brillante casi en el centro de la pantalla de radar. Cuando calculó que se había deslizado por detrás de él y que había acelerado lo suficiente para rebasarlo, enderezó el avión en su dirección original, observando cómo parecía esforzarse el blip en recuperar su posición a un lado de la línea central de la pantalla. Frenó al Firefox como un caballo encabritado cuando el avión de pasajeros pasó a su campo visual por estribor y pudo ver su cónica estela y el débil destello de la luz del sol. Abrió gases y el Firefox brincó hacia adelante, tomando un curso que el otro piloto debía suponer que llevaría a la colisión.

En ningún momento pensó que pudiera calcular mal la distancia, la dirección. Balanceó el Firefox y picó alejándose del Tupolev, que ocupó todo el hueco de su ventanilla de estribor. Le habrían visto, y habrían quedado aterrados, puesto que sus pantallas de radar estarían sorprendentemente vacías. El esbelto fuselaje y los poderosos motores de un avión desconocido que aparecía de repente quedarían grabados en su memoria por efecto del miedo. Alabeó el Firefox para descender a Mach 1 hasta trescientos metros por debajo del avión de línea y escuchó el parloteo del piloto en la frecuencia de las líneas aéreas rusas, sonriendo de satisfacción.

La tierra se abalanzó sobre el Firefox cuando se precipitó abajo desde 4.500 metros. Elevó ligeramente el morro y enderezó el picado suicida, nivelando a poco más de sesenta metros sobre la llanura de las estepas. La presión en el traje anti-aceleración se hizo notar, incómodamente, cuando se vio empujado contra el asiento. La visión se le hizo primero borrosa, enrojeció luego y al fin se despejó, permitiéndole leer los instrumentos.

Conectó el piloto automático, insertó las coordenadas que había memorizado exactamente y que tomó del sistema de navegación inercial, y el Firefox se colocó en su nueva dirección. Había sido visto, y eso confirmaría las coordenadas que debían tener de él. Así ratificarían su creencia de que volaba hacia el Sur, más allá de Volgogrado, quizá hacia la frontera con Irán, o hacia alguna cita en Israel, o hacia el Mediterráneo. La búsqueda se cebaría en ese sector del sistema defensivo soviético. Lo que necesitaba ahora era una justa proporción, por lo menos, de la velocidad que era capaz de alcanzar el Firefox. Abrió gases y se fijó en el cuentarrevoluciones, que oscilaba a un lado y a otro, y en el contador de Mach, que era su única referencia, aparte del indicador de velocidad relativa, de que avanzaba más deprisa que la velocidad del sonido. Volaba hacia el Este, hacia los Urales, confiando en acogerse a sus estribaciones orientales antes de virar hacia el Norte. No podía aprovechar la velocidad real de crucero del avión. En todo caso, vio con satisfacción cómo caían los números en el contador de Mach… Mach 1, 1.1, 1.2, 1.3, 1.4, 1.5…

El vasto espacio de la estepa, llano y silencioso, huía, retrocedía abajo. La animación que había sentido, la claridad y placer de los primeros momentos del vuelo, retornaban a él. Conducía el avión más espectacular jamás construido. Y él era el único ser humano capacitado para hacerlo. Su egocentrismo, frío, sereno, calculador, estaba colmado. A la altura a que volaba, era cada vez más improbable que alguien lo viera. La estela supersónica de su paso se reducía a sesenta metros, y en tierra había pocos centros fabriles o residenciales que pudieran detectarla.

Lo único que necesitaba era evitar la red de rastreo por sonido «Orejudo». Ignoraba absolutamente su potencia y sus emplazamientos. Pero en los Urales, los ecos levantados por su paso confundirían a esos instrumentos.

De pronto, en una violenta alteración de su estado de ánimo, se sintió desvalido y su equilibrio pareció amenazado. Se apresuró a protegerse. Traicionando toda prudencia, echó adelante la palanca de gases y observó con satisfacción cómo daba vueltas el contador de Mach… Mach 1.8, 1.9, Mach 2, 2.1. 2.2…

Sabía que estaba gastando combustible, un combustible precioso, pero no echó atrás la palanca. Observó cómo subía la cifra hasta Mach 2.6 y entonces estabilizó la velocidad. Abajo, el terreno era apenas una visión fugaz. Estaba envuelto en un capullo insonoro, aislado del mundo. Empezó a sentirse seguro cuando conectó el radar de seguimiento del terreno, que en adelante sustituiría a sus ojos y sus reacciones. En principio, no lo hubiera necesitado hasta llegar a las estribaciones de los Urales, pero la velocidad actual, superior a 2.000 kilómetros por hora, no tenía más remedio que conectarlo. Ya no era él quien conducía el avión. Los Urales quedaban sólo a unos minutos y allí, a salvo, volvería a hacerse cargo del control del Firefox. Recobró el sentido de bienestar. La pura velocidad del avión le aplacó los nervios. La cifra de Mach 2.6, invariable en el contador, lucía brillantemente. A esa velocidad, a pesar del despilfarro de combustible irreemplazable, la observación visual del avión era imposible. Estaba a salvo; a toda velocidad y a salvo…

- ¿Quiere dar ya la alerta a los posibles puntos de reaprovisionamiento? -dijo Aubrey suavemente. Hablaba a través de un deformador de frecuencia con el comodoro Latchford, de la Jefatura de Caza Aérea de High Wycombe. Acababa de recibir de él un informe que establecía sin lugar a dudas el despegue de Gant en Bilyarsk. El Radar de Alerta Precoz Aerotransportado había registrado signos de despegue escalonado y por sectores en las escuadras fronterizas de la Aviación Roja; a eso, y a los testimonios de una enfebrecida comunicación en clave detectada entre varias secciones de la propia Aviación Roja y entre el Primer Secretario y el almirante de la Flota del Norte, así como los buques rusos del Mediterráneo, había que añadir la observación visual de Gant elevándose desde la pista de Bilyarsk.

Latchford ordenó la alerta inmediata para que los posibles puntos de reaprovisionamiento empezaran a transmitir la señal de regreso en la frecuencia especial del transmisor de Gant, que lo devolvería a éste a su país.

- Madre Dos y Madre Tres entran en alerta en este momento -decía el comodoro-. Se ocupará usted mismo de Madre Uno… Por lo menos, eso supongo, porque yo no tengo ni idea de dónde está.

Al otro lado de la línea se escuchó una risa contenida. Había sido preciso informar a Latchford de la localización de dos de los puntos posibles de reaprovisionamiento, pero se lo había mantenido a oscuras en relación con el que se esperaba que utilizase Gant. Aubrey advirtió un indicio de tensión, de excitación reprimida.

- Si, el capitán Curtin se ocupará de Madre Uno -lo tranquilizó Aubrey, y agregó-: Gracias, comodoro… Sus noticias, si se me permite decirlo, nos llegan como un rayo de luz. Muchas gracias. -Oyó la risa gutural de Latchford por un momento, que parecía confortado, y colgó.

Cuando levantó la vista reparó en que Buckholz,. con los codos en la mesa, lo observaba atentamente.

- ¿Lo confirman? Toda esa actividad, ¿no será precisamente porque han cogido a nuestro muchacho? -inquirió.

Aubrey negó con la cabeza.

- No, no, amigo Buckholz -respondió suavemente-. El Radar de Alerta Precoz Aerotransportado confirma la actividad aérea de la Aviación Roja prevista en las fronteras norte y sur… Gant está en el aire.

Buckholz dio un hondo suspiro y soltó el aire violentamente. Se volvió hacia Anders, que estaba a su lado medio dormido, y sonrió bonachón amenté, con la alegría de un niño.

- Gracias a Dios -masculló.

Hubo un silencio, que rompió el ruidoso descenso de Curtin por la escalera. Cuando terminó de bajar, dijo a Aubrey:

- ¡No contaba con hacer de chico de los recados cuando me presenté voluntario para esto. -Hizo una mueca-, ¿Quiere que pida a Washington que alerte a Madre Uno, señor Aubrey?

Éste asintió.

- Sí, amigo… Hágalo, ¿quiere? Es decir, si el tiempo se sostiene aún.

Curtin se acercó al mapa, cogió un puntero y dio un golpecito a una fotografía tomada por un satélite meteorológico clavada en lo alto de la pared.

- Ésta es la última… A las dos, tiempo de aquí. Despejado.

- ¿Y el rastro de Madre Uno?

- Constante… avanzando lentamente hacia el Sur, en una zona de témpanos sueltos. Temperatura, bastante baja. Se mantiene.

- Bien. Entonces llame, capitán. A Madre Uno, claro está.

Antes de que Curtin efectuara la llamada se vieron interrumpidos por el ruido de un teletipo procedente de la Sala de Cifrado. Aubrey miró a Shelley cuando el joven sacó de la máquina la hoja de papel.

- Comunicaciones ha captado esto hace sólo unos minutos -dijo, con una ligera sonrisa en su cara de cansancio-. Sin cifrar. Captado por el operador que escuchaba en la frecuencia de las líneas aéreas soviéticas.

- ¡Ah! -observó Aubrey-. Y…

- Ha sido observado al nordeste de Volgogrado… Casi les aplasta el morro del avión antes de que lo perdieran de vista. El piloto se puso a chillarle asomando la cabeza, hasta que alguien le dijo que se calmara.

- Bien.

Aubrey examinó la hoja de papel y se la tendió a Buckholz, quien se había acercado para inclinarse sobre la mesa.

- Éste la ojeó, como si necesitara convencerse, y exclamó:

- Bien. Condenadamente bien. -Miró a Aubrey a la cara, y añadió-: Hasta aquí bien, ¿no?

- Estoy de acuerdo, amigo Buckholz. Es de esperar que los rusos estén lanzando al aire todo lo que tengan, incluso los bares de los comedores, al sur de Gant. -Se frotó la barbilla y siguió-: Me preocupa aún «Orejudo», ya sabe usted. Gant debe estar haciendo un ruido terrorífico en su vuelo hacia los Urales.

- No se trata, estimado Kutuzov, de una situación de guerra -dijo el Primer Secretario, sentado en su silla ante la mesa redonda.

Su mirada no hacía caso del mapa de la Rusia europea, desde la frontera polaca hasta los Urales y desde el océano Ártico hasta el mar Negro, a pesar de los luminosos cuadrados de colores, de las parpadeantes hileras de lucecitas que señalaban las bases de interceptación que tenían cazas en el aire, de las demás luces que formaban los eslabones de la resplandeciente cadena de los emplazamientos de misiles en franca alerta de guerra. Kutuzov parecía al otro lado de la mesa, incapaz de apartar la fija mirada de la hipnótica proyección que tenía ante sí. De mala gana, se diría, levantó la vista y la clavó en el Primer Secretario.

- Habrá considerado usted que esto podría ser un grandioso farol de los norteamericanos: distraer nuestra atención del Norte, mientras este avión solitario intenta huir hacia el Sur. -No era una pregunta. El mariscal Kutuzov aventuraba esta suposición con evidente seriedad.

El Primer Secretario suspiró y dijo:

- No, Kutuzov. Esta es una aventura de la CÍA, con el respaldo de la oficina del Presidente, y del Pentágono, claro está. -Levantó las palmas de la mesa para impedir toda interrupción-, Pero no es más que una aventura. Muy trabajada, sí. Preparada con sagacidad, sí. Bien planeada y ejecutada, también. Todo eso. ¡Pero no es una guerra! No. La CÍA habrá dispuesto un punto de reaprovisionamiento para ese loco, donde sea… Nuestros ordenadores, claro está, nos dirán cuáles son los lugares más probables. Pero si derribamos el Mig-31, incluso si destruimos el vehículo de aprovisionamiento, se quedarán mudos, como ellos dicen. No harán nada. Y eso… todos ustedes… -su voz se elevó repentinamente, hasta tal punto que se acalló el murmullo de la sala y todas las miradas convergieron hacia él-…todos ustedes lo entienden. Si podemos destruir o recobrar el avión, no volveremos a oír hablar del asunto.

- ¿Está usted seguro? -preguntó Kutuzov.

Su rostro revelaba el deseo de quedar convencido. Había estado mirando al vacío desde el momento en que se le ocurrió la idea de que estaba asistiendo a la jugada inicial de la última partida del mundo.

- Sí, estoy… seguro. Los norteamericanos y los británicos quieren este avión, porque conocen sus posibilidades. Han hecho reducciones importantes en sus presupuestos de defensa en estos últimos años, sobre todo en el campo de la investigación y desarrollo. Por tanto, a pesar del regalo del Mig-25 hace unos años, sabemos que no tienen en los tableros de dibujo nada que pueda igualar ni remotamente al Mig-31.

Dirigió una mirada repentinamente maligna a Andropov por encima del hombro.

- Presidente Andropov… la seguridad de este proyecto era… ¡imperdonable!

Andropov hizo un lento gesto de asentimiento. La despiadada luz de la sala brilló en los cristales de sus gafas. Vladimirov, sentado al lado de Kutuzov, percibió su enojo. Notaba también el reprimido enojo del Primer Secretario, que había saltado en esa observación helada.

- Sí… Y es lamentable, señor. -Miró a los dos militares sentados al otro lado de la mesa-. Recuerdo que el mariscal Kutuzov y el general Vladimirov querían que se estrecharan las medidas de seguridad después de las pruebas iniciales. -Sonrió, fríamente-. Parece ser que tenían razón.

- Los norteamericanos sabían demasiado -masculló Kutuzov, con una voz que apenas pasaba de un murmullo gutural.

El Primer Secretario alzó la mano. Comprendió que había dado pie a otra acre disputa entre los militares y la KGB.

- Dejemos esto -sugirió-. Será examinado a fondo. Por las investigaciones iniciales del señor Presidente, parece ser que el coronel Kontarsky arriesgó… y perdió.

Detrás del Primer Secretario, Andropov asintió con un gesto despacioso; luego miró hacia la mesa.

Ni Kutuzov ni Vladimirov agregaron nada. Kontarsky había jugado solo. Había intentado servirse de la seguridad del proyecto de Bilyarsk para su propio ascenso, para su reputación.

El oficial que estaba en 1967 al frente de los servicios de seguridad y observación de la KGB en el Oriente Medio había retenido información vital para el Kremlin y para el satélite del Kremlin, Egipto, acerca de los preparativos israelíes para la guerra; tanto es así que éstos los tomaron por sorpresa. El Departamento V de la KGB, el de asesinatos, lo liquidó poco después. Kontarsky no sobreviviría a su fracaso.

Alguien llamó a la puerta. El guardián personal del Primer Secretario, perteneciente a la KGB, abrió y tomó el montón de papeles que le tendía alguien con una chaqueta blanca. Se cerró la puerta.

- Gracias -dijo el Primer Secretario. Examinó los papeles unos instantes, levantó la vista y se los pasó a Kutuzov-. Dígame qué dicen.

El anciano mariscal los examinó atentamente después de ponerse unas gafas muy usadas, de montura metálica, que sacó del bolsillo superior de la guerrera. El cuchicheo de fondo de los operadores de cifrado y de comunicaciones acallaba el ruido de los papeles cuando les dio la vuelta. Al acabar, se quitó las gafas y tendió aquéllos a Vladimirov.

Tosiendo, aclaró:

- Es un informe sobre los daños del segundo Mig, señor, como sabrá usted. Parece ser que los disidentes no consiguieron ponerlo fuera de servicio.

De pronto se hizo evidente para Vladimirov, al mirar enfrente, hacia el Primer Secretario y Andropov, que el Centro del Mando de Guerra era un refugio para desesperados. Para aquellos dos hombres, poderosos por encima de toda medida, que no sabían nada de la aviación ni del avión, éste era una especie de panacea; era lo que ellos aguardaban, lo que habían esperado con una excitación casi virginal. Creían ciegamente que sólo lanzando al aire el segundo prototipo podrían derribar al norteamericano. Borró de su expresión un esbozo de sonrisa.

- ¿En cuánto… en cuánto puede estar listo para despegar armado? -preguntó el Primer Secretario en un tono descompuesto por la excitación.

- Quizás en una hora, quizá menos -aclaró Vladimirov, consultando los documentos que tenía en la mano-. Desde luego, ya estaba listo para volar en apoyo del PP1, pero ha habido que quitarle la espuma, prepararlo para el vuelo y armarlo, señor.

- Pero necesitamos saber dónde está exactamente -gruñó Kutuzov en su habitual cuchicheo.

Vladimirov comprendió que su superior era menos sensible a las delicadezas políticas de la atmósfera de la sala. Todo lo que el Primer Secretario quería era lanzar al aire al segundo avión. No acogería bien ninguna observación que le recordara las dificultades prácticas de una misión de búsqueda y destrucción del avión.

- ¡Ya lo sé, Kutuzov! -saltó el Primer Secretario, acallando al anciano mariscal.

Desvió la vista hacia las paredes de la sala, como si la espalda inclinada de los operadores pudiera inspirarlo, darle la respuesta que necesitaba.

Vladimirov notó su desesperación debajo de su calma, de su fuerte personalidad. Para él, el despegue escalonado era la única esperanza, por pequeña que fuese. Había algo que le importunaba en la mente; algo que ya había pensado en los primeros años de proyecto del Mig-31 y que había expuesto como posible objeción al sistema antiradar desarrollado. Había sido como una ducha de agua fría en un ardoroso entusiasmo.

Vladimirov era, por naturaleza, un hombre frío, racional, un estratega. La jefatura de «Manada de lobos», la fuerza de interceptación rusa, colmaba su carrera militar. Junto con Kutuzov, había presionado para que se retrasaran los gastos de defensa necesarios para la rápida producción de centenares de Mig-31 para sustituir al Foxbat, que era entonces la carta más fuerte en el juego por parte rusa. Reconocía que el sistema de armamento guiado mentalmente era su auténtico triunfo, combinado con la gran autonomía de vuelo y la terrorífica velocidad. Colocaría a la Aviación Roja a mucha distancia de las posibilidades actuales o próximas de la RAF británica y de la Fuerza Aérea estadounidense.

Se apartó un tanto de la tensa atmósfera que rodeaba la mesa circular del Centro del Mando de Guerra y prestó oídos al ruido de los informes decodificados que salían del grupo de operadores. Todo se registraba, listo para volverlo a escuchar si era preciso.

La observación del avión al nordeste de Volgogrado había despertado sus sospechas. Era, obviamente, un as de la aviación. Gant, el norteamericano, merecía su respeto. Al examinar su expediente transmitido por la Central de la KGB, se había visto obligado a aplaudir la elección hecha por la CÍA. Gant era un piloto nato, un as de Vietnam. Si se hubieran invertido los papeles, él mismo habría tenido la perspicacia y el atrevimiento de elegir a un hombre así.

En su fuero interno, sentía que conocía a Gant, que conocía su necesidad de robar el Mig, de probar que podía hacerlo. Gant necesitaba completar la misión. Debía estar resuelto a llevar el Mig a su país.

Según el informe del piloto, parecía como si el norteamericano se hubiera visto sorprendido por la repentina aparición del avión a su estribor, en una trayectoria directa de colisión. Vladimirov sabía que el radar de Gant tenía que haberlo advertido de la presencia del avión de pasajeros con tiempo suficiente para evitar ser observado. Y Gant era un buen piloto; el mejor, quizá, si su expediente no mentía. No habría cometido ese error ni aun en un avión al que no estaba habituado. Vladimirov estaba convencido de que se habría construido un simulador en Langley para ayudar a Gant en su entrenamiento. Renegó mentalmente de Kontarsky, que, a la luz despiadada del fracaso, aparecía como un rematado imbécil. Había permitido que llegara a los norteamericanos mucha, muchísima información.

Apartó a Gant de su mente. Ocuparse de él era insistir en el pasado inalterable. No, había algo más importante, algo que permitiría soslayar la gran ventaja de la inmunidad al radar del Mig-31. ¿Qué diantres era?

Se frotaba la barbilla con un movimiento continuo y brusco de la mano. La voz de un operador repitiendo una comunicación le hizo dar un respingo. Las palabras se deslizaron hasta su conciencia, sin resonancia.

- Rastreo sonoro positivo, instalación de Orsk… -decía la voz a su lado.

No se dio cuenta del repentino silencio a su alrededor, de que el operador levantaba la vista hacia él. No, pensó, no tiene nada que ver con el sonido. Es… es… Y entonces lo descubrió, vago aún pero brillantemente evidente, mientras notaba el silencio circundante y veía por el rabillo del ojo la expresión expectante del operador de radio.

Entre la atmósfera de euforia militar y política, una voz aislada le decía que la inmunidad al radar no ponía a salvo de su detección por infrarrojos, proyectada no para captar el rebote de señales en los objetos sólidos, sino para detectar las fuentes de calor en tierra o en el aire, seria perfecto para detectar la presencia de un avión inmune al radar. La emisión de calor de un motor de reacción aparecería en cualquier pantalla de infrarrojos en forma de un blip naranja. Sería, desde luego, un mal sustitutivo del sistema de rastreo y marcación del blanco, pero aun con sus limitaciones reduciría en parte la inmensa ventaja que le daba al Mig-31 el sistema antiradar. Acaso fuera lo bastante preciso para poder lanzar misiles en dirección al posible blanco. Estos, con sus propios sensores, podrían buscar la fuente de calor revelada por las pantallas de tierra. ¡Eso era! Se miró las manos y vio que le temblaban.

Esa era la respuesta. El despegue por sectores escalonados, tal como lo había propuesto, no tenía que basarse ya en la débil posibilidad de una observación visual indudable. Los cazas podían llevar en el morro, en un cono, el sistema de puntería por infrarrojos. Cualquier cosa con un motor de reacción que pasara ante ese cono, con independencia de las condiciones atmosféricas y de la altitud, aparecería en la pantalla del piloto como un punto de calor naranja vivo.

Reparó en la expresión del operador, que se llevaba la mano a la mandíbula como quien tiene un dolor de muelas, y en su sonrisa de perplejidad.

- ¿Sí? -preguntó- ¿Qué decía?

- Mi general… se ha detectado una huella sonora no identificada de un avión a baja altura, a más de Mach 2, en la unidad móvil situada al este de Orsk.

- ¿Dónde está Orsk? -saltó Vladimirov, contagiado al parecer por la excitación que se leía en la expresión del joven. Sin esperar la respuesta, se volvió hacia el hombre del pupitre, el que calculaba los datos y detalles que se facilitaban al dispositivo de proyección sobre la mesa-. ¡Orsk! Amplíeme esa región. -Recordó-, Está en la punta sur de los Urales…

Se dio un golpe en la frente con la mano, sin advertir el silencio que se producía en toda la sala, cuando se le hizo evidente la verdad de sus sospechas. ¡Gant había procurado deliberadamente que se le viera volando hacia el Sur!

- ¿Qué ocurre, general Vladimirov? -oyó que le preguntaba el Primer Secretario. Sin darse cuenta, hizo un gesto con la mano en dirección a la voz, pidiendo silencio.

- Déme confirmación de ese parte… ¡urgente! -barbotó-. Llame en mi nombre.

Se acercó deprisa al mapa de debajo de la mesa, sin advertir la expresión creciente de cólera que se dibujaba en la cara del Primer Secretario. Examinó ávidamente la ampliación de la punta meridional de los Urales, notó que resultaba pequeña y dijo:

- Quite esto… Póngame una proyección de los Urales, y de todo lo que pueda al Norte y al Sur… ahora mismo.

Tamborileó con los dedos en el borde de la mesa durante la espera. El mapa se disolvió y volvió a formarse. Los Urales se extendieron como una lívida cicatriz en el centro de la proyección. Al Sur quedaba el espacio parduzco de Irán; al Norte, el azul progresivamente oscuro del mar de Barents y del océano Ártico. Ignorando todavía al Primer Secretario, sentado como una figura tallada, Vladimirov recorrió con el dedo el mapa, primero hacia el Sur, hacia Oriente Medio y el Mediterráneo, y luego, más lentamente y como reflexionando, hacia el Norte, siguiendo la cadena de los Urales. Se detuvo sobre Novaia Zemlia y luego prosiguió y trazó un arco en dirección noroeste hacia el Ártico.

Sólo levantó la vista cuando escuchó que el operador de radio que le había informado sobre la huella sonora le decía:

- Huella confirmada, mi general. El avión, que se negó a contestar a la petición de identificación, iba en dirección nordeste hacia las montañas. Perdieron la huella a los treinta segundos, pero confirman la dirección y la velocidad.

Vladimirov comprendió que Gant había cometido su primera equivocación, que podía suponer un error fatal. Al ignorar la petición de identificación se había hecho sospechoso. Además, volaba demasiado deprisa, en busca de refugio… A esa velocidad, el combustible no le duraría tanto como esperaba al principio. Volvió a examinar el mapa, comprendiendo que Gant buscaba el refugio de las estribaciones orientales de los Urales, donde estaría a cubierto de toda detección, visual y sonora.

Y eso sólo podía significar que… Con excitación creciente, comprendió que sólo podía significar que ese punto de reaprovisionamiento estaba al norte de la Unión Soviética, en el mar de Barents o más arriba. Levantó la vista.

El Primer Secretario no se había movido.

- ¿Bien? -preguntó en voz baja.

- Si quiere mirar el mapa, señor -contestó Vladimirov, notando a Kutuzov a sus espaldas-, trataré de explicarle mis deducciones. -Esbozó rápidamente la dirección probable de Gant. Al acabar, remató-: Podemos rastrearlo, señor, a pesar de su inmunidad al radar.

Hubo un silencio y Andropov, con los brazos cruzados en el pecho y levantado detrás del Primer Secretario, dijo en tono suave, irónico:

- ¿Cómo?

Vladimirov explicó con la mayor sencillez que le fue posible el modo en que podía utilizarse el sistema de puntería por infrarrojos como haz direccional de búsqueda. Kutuzov le palmeó en la espalda y aquél sintió el estremecimiento de la excitación en el cuerpo del anciano. Sintió también que con el tiempo, él seria el próximo mariscal del Aire. La perspectiva no lo afectó. En aquel momento sólo le preocupaba la eliminación de Gant como amenaza militar.

- Bien… eso está bien, general Vladimirov -aprobó el Primer Secretario-. ¿Está usted de acuerdo, Mijail Ilich? -Kutuzov asintió- ¿Para eso no se necesita ningún ajuste mecánico?

Vladimirov negó con la cabeza.

- No… Basta una instrucción en clave, procedente de usted o del mariscal Kutuzov.

El Primer Secretario asintió.

- ¿Qué es, entonces, lo que propone, Vladimirov?

- Debe alertar a las unidades de la Flota Norte Bandera Roja, señor. Deben empezar a buscar un buque de superficie, o submarino… -Hizo una pausa. No, tenía que ser de superficie, y aun eso sería improbable-. Lo más probable es que sea un avión, que esté esperando para repostar el Mig en el aire, señor. -El dirigente soviético asintió-. Entonces, hemos de situar las escuadras de «Manadas de lobos» lo más cerca posible de la costa del norte, para que busquen al avión nodriza. -Consultó con la vista a Kutuzov. El anciano asintió-. Y hay que alertar a todos los emplazamientos de misiles de la Primera Cadena de Fuego para que esperen a Gant. También ellos deben utilizar sus sistemas de puntería por infrarrojos para buscarlo, de acuerdo con las unidades de «Manada de lobos».

Señaló de pronto un punto del mapa, prácticamente en las narices del Primer Secretario.

- Ahí -dijo-. Exactamente ahí. Si sigue los Urales hacia su punto más septentrional, utilizará el golfo de Ob, o el golfo situado al oeste de la península de Yamal, como referencia visual antes de alterar el rumbo para su cita con el avión cisterna. Como puede ver, señor, hay dos unidades estacionadas de la Primera Cadena de Fuego dentro de esa zona, y además tenemos el enlace móvil entre ellas y las escuadras de «Manadas de lobos» con base en la península. -Levantó la vista; en su cara lucía una amplia sonrisa-. Sólo nos llevará unos minutos organizarlo, señor… y el norteamericano caerá en la trampa más poderosa jamás preparada. -Seguía sonriendo cuando dijo-: ¿Dará usted su permiso para que cualquier avión soviético que sea observado visualmente sirva de blanco para los misiles… en caso necesario?

Vladimirov oyó cómo Kutuzov contenía la respiración, pero mantuvo la mirada fija en el Primer Secretario. En los ojos grises, inexorables, veía confirmada la sucesión. Ese simple momento despertó en él un sentimiento característico, aunque momentáneo, de placer. El Primer Secretario se limitó a asentir.

- Desde luego -afirmó.

- Muy bien, señor… Entonces, Gant ha muerto.

La ruta a través de los Urales había demandado a Gant poco más de dos horas, pues en los 900 kilómetros, aproximadamente, que separan Orsk de Vorkula a través de las estribaciones orientales no había pasado nunca de 1.200 kilómetros por hora, habiendo mantenido la velocidad subsónica para conservar el combustible que ahora lamentaba haber quemado en su frenética carrera hacia el abrigo de las montañas. Al propio tiempo, gracias a la velocidad más baja no se vería delatada su presencia por la estela supersónica al cruzar la tierra escasamente poblada que se extendía abajo. Las estribaciones aparecían ceñidas por la niebla, y la detección visual, ya desde tierra, ya desde el aire, era casi imposible.

El conocimiento de las instalaciones militares de los Urales era imperfecto. Ni Buckholz ni Aubrey habían conseguido proporcionarle en realidad mucha información. Se había supuesto, con algunas dudas, que la ladera oriental de la cordillera estaría menos armada y vigilada. Después de tomar una referencia visual en Orsk, había facilitado al sistema de navegación inercial las coordenadas de su vuelo hacia el Norte, y abandonado el avión a su trayectoria. Luego había conectado de nuevo el TFR, el radar de seguimiento de tierra, y el piloto automático, pasando como pasajero a un mundo gris de niebla que se abrasaba al terreno, glacial a la vista, monótono como un paisaje lunar o como el paisaje de sus recuerdos.

Había temido que volviera el desvarío o, al menos, alguno de los síntomas de la parálisis histérica; por ejemplo, las náuseas. Pero no había sido así. Fue como si pasara de la sombra a la luz, como si la persona que era antes del despegue hubiera mudado la piel. No se sorprendió de esa nueva y recuperada integridad de su mente, de la serenidad de su pensamiento. No le era extraña. Incluso en Vietnam, ya al final, seguía volando casi perfectamente, después de dejar tras de sí, como se cuelga el uniforme en el armario, las ruinas de su deslizamiento por la pendiente.

La «nariz», el monitor eléctrico para la captación de las emisiones de radar desde tierra, no había registrado nada desde el comienzo del vuelo sobre las montañas. Había volado en una especie de vacío, completamente aislado, con ese mismo aislamiento al que se habían referido los hombres de la NASA después de haber orbitado sobre la Tierra en uno de los Skylabs, o de haber regresado de una comprobación de la nave. En cierta ocasión había estado charlando con Collins, uno de los astronautas de los viajes lunares. Le había dicho algo parecido.

Por su parte, él mismo lo había sentido cuando su avión volaba con el piloto automático. Todo desaparecía entonces; todo, salvo una cabina, presurizada, estable, cálida… y el planeta y todos sus habitantes, se diluían tan caóticamente como la niebla que acababa de atravesar. Ese aislamiento total no le había dejado nunca en tierra, ni siquiera en las borracheras más violentas o en el solaz de las prostitutas de Saigón. Si anhelaba esa solitaria superioridad de los cielos era precisamente porque la tierra no le había ofrecido nunca más que una mala imitación de aquel vacío aislamiento.

Eran poco más de las nueve y la niebla empezaba a clarear a su altura, desgajándose de la carlinga y permitiendo que la luz del sol se reflejase en el plástico y que asomara el pálido azul del cielo matutino. A la velocidad a que iba, llegaría en veinte minutos al golfo de Kara, aguda penetración del mar del mismo nombre al oeste de la península de Yamal. Con la referencia de la estrecha lengua de mar podría facilitar la próxima serie de coordenadas al sistema de navegación inercial.

Miró adelante. La visibilidad no era buena. No había señal de agua; sólo la brumosa y gris ausencia de horizonte. Tenía que descender hasta donde le fuera posible, a riesgo de ser observado por medios visuales desde tierra o de recoger el guante de la Cadena de Fuego que protegía circularmente esa costa norte. No había otro remedio.

La última faja de montañas, avanzando irregularmente hacia el mar, se acercó cada vez más a medida que bajaba, deslizándose hacia las bolsas de niebla no dispersas aún por el sol. Vio la ciudad de Varkuta a babor y comprobó que llevaba la dirección correcta y que tenía el mar a pocos minutos.

Repentinamente, el borde de su pantalla de radar reveló la presencia de un avión de gran tamaño, volando más alto que él y alejándose por estribor; debía ser un Badger, un avión de reconocimiento de gran autonomía que regresaba de una patrulla rutinaria sobre el mar de Kara y el océano Ártico.

Al principio, pareció alegrarlo la idea de estar tan cerca del avión, pensando que no tendría problemas en pasar detrás de él. Supuso que, con un mínimo de suerte, al estar tan cerca de la base llevaría desconectado casi todo el equipo electrónico de detección. Entonces, casi increíblemente, aparecieron en la pantalla tres puntos naranja vivo, subiendo, cada vez más cerca. Una fuente de infrarrojos. Alguien había soltado en tierra un puñado de misiles desde algún emplazamiento de la Cadena de Fuego.

Sabían dónde estaba. Lo comprendió porque su mente le advertía a gritos de que su aparente inmunidad se había resquebrajado y que se había efectuado la detección; ahora sobrevendría la repentina pérdida de seguridad.

No podía creerlo. Tenía que tratarse de misiles de termodetección, en pos del punto de más temperatura en el cielo, aquel que coincidía con los gases de escape. De algún modo, quedaba expuesto. Y comprendió cómo había ocurrido. El emplazamiento de la Cadena de Fuego utilizaba su equipo de infrarrojos para buscar la estela de sus gases de escape. Era invisible en el radar; pero en la pantalla de infrarrojos aparecería como una luz naranja. Inmunidad al radar de algo que, sin embargo, arroja gases calientes… Eso les había servido de mucho. El fin de su inmunidad lo aturdió. Contempló con paralizada fascinación cómo se ampliaba en su pantalla el trío de puntos de color naranja brillante a medida que los misiles se acercaban al Firefox.

SIETE


Búsqueda y destrucción

Tiempo de contacto, siete segundos. El instante de inacción aturdida de Gant quedó atrás. Apartó la mirada de los tres puntos de color naranja. La pantalla registraba también el blip verde brillante del Badger de reconocimiento, a sólo unos kilómetros de distancia, alejándose por babor a menor altitud.

La pantalla única que representaba el «ojo» detector del sistema electrónico del Firefox recogía las emisiones infrarrojas de calor en forma de puntos de color naranja, mientras que las imágenes del radar eran blips verdes. Los misiles aparecían en la mitad inferior de la pantalla y el Badger que iba por delante, en la mitad superior. El Firefox se dirigía hacia él y quedó situado en la barra divisoria de la pantalla.

Ese avión, pensó, era la llave de su seguridad. He ahí un medio para desviar a los misiles. Tenía que crear en el cielo un punto más caliente que sus propios motores, hacia el cual se dirigieran aquéllos. Debía destruir al avión, haciéndolo arder como una fogata.

Lanzó al Firefox en trayectoria de colisión con el avión ruso. Prescindió, haciendo todos los esfuerzos que le permitía su mente, de los tres blips naranjas que se acercaban al centro de la pantalla. Tiempo de contacto, cinco segundos. Soltó gases; tenía que estar más cerca aún del avión antes de lanzar uno de sus propios misiles. El traje antiaceleración se le ciñó al cuerpo y se aflojó luego, al aumentar la presión de la velocidad y del picado. Los tres blips naranjas se escaparon de la pantalla y volvieron después a su centro, a medida que lo seguían. El punto verde del avión de reconocimiento se agrandó. Gant dio un golpecito al interruptor de «Preparar armas» que había en el pupitre de su izquierda. Pulsó con el pulgar los interruptores de los sistemas de disparo y guía mental, que bloquearían estos mecanismos contra cualquier acción inadvertida.

Gant guiaría los misiles visualmente, por observación directa de los mismos y del objetivo, a través de la pantalla. Lo que viera con los ojos y obligara a hacer al misil se convertiría en su cerebro en impulsos eléctricos que, detectados por los electrodos del casco, pasarían al sistema de armamento, que transmitiría una señal de dirección al misil. Cuando el indicador de distancia al objetivo señaló el momento óptimo para el blanco, el sistema de guía mental lanzó automáticamente uno de los misiles que llevaba bajo el ala. El misil se soltó de la sujeción y saltó, adelantándose a la trayectoria que seguía el Firefox. Durante un instante captó de soslayo el parpadeo de una luz, coincidiendo con el encendido del motor.

Tiempo de contacto, tres segundos. Sintió esperanzas. Vislumbró al avión de reconocimiento, directamente delante como una Figura gris débil y alargada. Viró con brusquedad a la derecha, apartándose del objetivo. Dos segundos. En la pantalla, los puntos naranjas parecieron fundirse con el blip verde que los sobrevolaba.

El avión de reconocimiento ocupaba el centro de la pantalla: parecía una flor abriéndose, una flor inmensa, naranja, la parte más caliente del cielo, cuando detonó su misil. Tiempo de contacto, cero segundos. La flor se abrió más esplendorosamente aún, justo debajo del centro de la pantalla, cuando el Firefox dejó atrás la vorágine. Hubo una plena floración cuando los misiles detonaron en pleno infierno de la destrucción del avión.

Estaba sudando dentro del traje de presión y sintió que lo invadía una oleada de alivio tan aguda como una basca. En tierra, las pantallas de infrarrojos que lo habían detectado estarían ahora confundidas por la luz de la detonación masiva. Cuando ésta se diluyera, él estaría fuera de su alcance. Confió en que llegaran a la conclusión de que había caído víctima de la explosión.

Comprobó la velocidad: poco menos de 1.100 por hora. No podía ir a velocidad supersónica tan cerca de la costa. Habría demasiados oídos entrenados, atentos a su posible paso.

Había sobrevivido e hizo inventario del Firefox. El sistema de armamento guiado por la mente funcionaba, como no había dudado en ningún momento. Era un proyecto de Baranovich y, aunque le resultaba difícil rememorar su cara y el sonido de su voz, como si los separara un abismo de tiempo, el judío ruso aparecía asociado en su mente a un sentimiento de profunda e inconsciente confianza. Sólo había visto la punta del iceberg. No había tenido necesidad de reaccionar a la velocidad del pensamiento, sino sólo de tomar una decisión consciente. Pero, una vez formado el pensamiento con relación al misil del ala de babor, un modelo del tipo aire-aire perfeccionado, y efectuado el disparo, todo lo que había sentido fue el leve balanceo del avión.

Echó una mirada al radar de seguimiento de tierra. Estaba cruzando la faja costera. La niebla que envolviera antes las montañas se había convertido en lo que supuso era una niebla marina: ligera, pronta a desaparecer, pero protectora. Y lo mejor de todo: una niebla que amortiguaría los sonidos, dispersando el ruido de sus motores y haciendo que los dispositivos de rastreo sonoro de los rusos se vieran confundidos por sus ecos.

Entonces divisó la costa, una línea irregular en la pantalla del radar de seguimiento de tierra. La estrecha lengua de mar correspondía al entrante más profundo del golfo de Kara tierra adentro. La memoria le proporcionó la próxima serie de coordenadas cuando sobrevoló las aguas; inclinó el morro y perdió altura, manteniéndose dentro de la tenue franja de niebla, que se deslizaba fuera de la cabina, gris e informe, separándolo del mundo. El indicador le facilitó la dirección debida, y obedeció al sistema de navegación inercial virando para acercarse a las dos islas gemelas de Novaia Zemlia, al noroeste de su posición de entonces.

Observó que el altímetro marcaba sesenta metros, comprobó el radar de seguimiento de tierra y cerró gases. Cesaron las revoluciones de los motores y comprobó cómo lo registraba el indicador de velocidad. Niveló el avión, todavía a sesenta metros, y mantuvo cerrados los gases. Mientras hubiera niebla, podría ahorrar combustible y reducir el ruido de los motores. Si era detectado, anhelaba que el ruido se pareciera lo menos posible al de un avión furtivo, y lo más posible al de un avión de reconocimiento autorizado. Estabilizó la velocidad a 400 kilómetros por hora.

Alargó la mano y sujetó con ella la radio de transistores, un aparato especial desarrollado en Farnborough para la tarea precisa que ahora confiaba que cumpliría. Se trataba de un fonocaptor que, funcionando según una pauta preestablecida increíblemente compleja, captaba una serie de radiofaros emitidos en la misma pauta cambiante de las frecuencias de la señal. Esta señal permanecía en cada frecuencia un tiempo mínimo, nunca más de lo preciso para que quien la captara pensase que era un efecto de la estática o una señal despreciable. Gant no podía saber en qué momento empezaría la secuencia, una vez conectado. Toda esa complejidad se debía a que cualquier comunicación oral, por breve o críptica que fuese, estaría expuesta a ser controlada por los rusos. Pulsó el interruptor de la parte delantera del supuestamente superfluo objeto. Nada; no se sorprendió, sin embargo.

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