Firefox

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Desde la torreta soltaron un brillante globo color naranja y, a continuación, se elevó verticalmente una columna de humo del mismo color que el viento transformó en horizontal. En cuanto vio la torreta, Gant supo que se trataba de un submarino norteamericano.

De forma automática, consultó su pantalla de radar. Negativo. Dio un poco de gas, sintió cómo el avión daba un salto hacia delante e inclinaba el morro. Mientras tocaba los frenos aerodinámicos y estabilizaba su velocidad en 400 kilómetros, el humo pasaba bajo el extremo de su ala. Notó, con una curiosidad casi vana, que el silbido parecido al del sonar del dispositivo de orientación se transformaba en un sonido continuo, como el del eco instantáneo. Su objetivo se encontraba debajo y consistía en un submarino lleno de gasolina. En menos de una hora habría repostado y estaría listo para el despegue. Tiró del mango hacia la izquierda, haciendo que el aparato diese un giro que lo pondría en la misma dirección del humo que el viento aplastaba.

La dirección del viento le permitiría aterrizar sobre el eje norte-sur del témpano, lo que le daba casi tres kilómetros de hielo recubierto de nieve para detener el aparato. Sabía que la nieve, a menos que estuviese completamente helada, actuaría como freno. Sentía, pensó, sonriendo sombríamente, que el alivio de haber encontrado el submarino le hacía entrar en calor. Era como aterrizar en un portaviones; algo que también había aprendido en Vietnam.

Sacó el tren de aterrizaje y las luces del indicador se iluminaron, señalando que las ruedas estaban en posición. Redujo la velocidad a 300 kilómetros y puso sus alas en línea con el horizonte. Delante, se encontraba el témpano de hielo con el oscuro huso del submarino empotrado en él. La bandera de humo naranja se alineaba con su rumbo.

Tiró del timón de profundidad y leyó que se encontraba a una altura de trescientos metros. Redujo la velocidad a 270 kilómetros y se estabilizó allí. Descendía a 110 metros por minuto.

Parecía como si las plomizas olas se le acercasen cada vez más deprisa; como si, hambrientas, quisieran alcanzarlo. Redujo gases y su velocidad descendió a 260 kilómetros. El resplandor del hielo lo cegaba, aunque todavía podía ver que la superficie estaba aún en buenas condiciones.

Cortó el gas; el Firefox pareció descolgarse en el aire y comenzó a descender. Colocó el timón en posición de aterrizaje. El Firefox, con todos los «flaps» fuera, pareció caer por un momento y, a continuación, cuando las ruedas se hincaron en el hielo y la delantera tocó tierra, dio un violento respingo hacia adelante. Al salpicar la nieve el parabrisas, la visibilidad se hizo nula durante un instante y pasaron dos o más segundos antes de que el desempañador lograse eliminarla. El parabrisas delantero quedó limpio.

Incluso mientras se preguntaba si Los motores se incendiarían por la nieve que se introdujo en las tomas de aire, Gant se dio cuenta de que la visibilidad había desaparecido. Rodaba sobre la superficie de hielo y nieve, envuelto en una espesa y arrolladura niebla de color gris.

NUEVE Presión

Grant comprendió lo que había ocurrido: el punto de condensación, la formación del espeso y envolvente manto de niebla tras la cola del avión, había sido casi instantáneo. La comprensión del hecho no disminuyó su creciente sentimiento de inquietud ni pudo poner freno al flujo de adrenalina que invadió su cuerpo. Los motores no habían prendido fuego y la nieve que la rueda delantera había lanzado contra el parabrisas se había ya deshecho; pero, sin embargo, no veía nada. Se sentía totalmente desamparado. La nieve de la superficie del témpano frenaba al aparato tan rápidamente como podía hacerlo el mejor propulsor girando a la inversa y, no obstante, seguía deslizándose a lo largo de su eje norte-sur, en dirección a las heladas y plomizas aguas del mar de Barents. Si el tamaño del témpano fuese demasiado pequeño, si no tuviese la orientación adecuada, si se hubiera equivocado en los cálculos, si…

El Firefox disminuyó su velocidad hasta alcanzar la de un hombre a pie, rodando ahora con más sacudidas, traqueteando un poco por las irregularidades de la capa de hielo que se ocultaba bajo la de nieve. La niebla comenzaba a perder espesor. Al disminuir la turbulencia creada en la cola, se iba disolviendo, haciéndose más tenue y convirtiéndose en una calima húmeda y gris. Miró por encima del hombro, revolviéndose en su asiento por primera vez en, quizás, una hora. No podía divisar ni el naranja ni la nube de humo del mismo color que le indicarían la dirección aproximada de donde se encontraba el submarino. Hizo que el aparato girase hacia babor en un arco de ciento ochenta grados y rodó, siguiendo la línea que había trazado al aterrizar, a paso de tortuga y buscando con los ojos alguna figura que se moviese en el interior de la neblina, alguna luz o señal que lo dirigiese. Sintió que tanto la inquietud como la adrenalina abandonaban su sistema. Estaba en tierra.

Creyó ver un bulto, una figura sin forma que se movía por su costado de babor, pero no estaba seguro. Parecía que la niebla había vuelto a espesarse. La figura no llevaba ninguna luz. Apretó el botón y levantó el techo de la carlinga. El repentino cambio de temperatura que ocurrió al ser remplazado el aire caliente de la carlinga por el aire ártico de la superficie del témpano, pareció atravesar, como un cuchillo, la protección de su traje antigravitatorio como si se hubiese tratado de un traje de verano hecho de algodón. En un momento, sintió cómo el frío lo invadía hasta los huesos y sus dientes castañetearon, incontrolados, tras el cristal ahumado del casco de vuelo. Sus manos, agarradas a los mandos, temblaban como sacudidas por un choque o una explosión. Aflojó el cierre del casco y se lo quitó de la cabeza. Le dio la impresión de que un fuego frío pinchaba su rapada cabeza. Ignorando el ruido que producían sus dientes, estiró el cuello mientras intentaba oír o ver algo en la dirección en que le pareció divisar una figura envuelta en niebla.

Creyó escuchar, por dos veces y en rápida sucesión, voces hacia su izquierda y supuso que avanzaba paralelo al recorrido de los hombres que salían a su encuentro, pero no estaba seguro. Como los graznidos de pájaros extraños, las voces parecían deformarse en la niebla y no sabía de dónde procedían. Entonces se dio cuenta de que los hombres se dirigirían al lugar en que supondrían se había detenido y que ahora se encontraba detrás. Quizás no se esperaban que, automáticamente, hubiese dado un giro de 180 grados y hubiese vuelto sobre sus propios pasos.

Fue entonces cuando divisó una luz sin resplandor que una contrahecha y torpe figura llevaba en la mano, apuntando hacia el suelo. Oyó cómo gritaba su nombre en voz alta, aunque el sonido le pareció débil y sin importancia. No contestó y la figura volvió a llamarlo. Gant sentía una curiosa aversión por pronunciar palabra a pesar del frío, a pesar de la repentina sensación de soledad que lo invadía, a pesar de su interminable viaje desde Bilyarsk y, antes de Bilyarsk, desde Londres. La voz era estadounidense. Sonrió, a pesar de su indiferencia. Eso es lo que era, tuvo que reconocer; lo que sentía era indiferencia, una sensación de no tener nada que ver con esa figura que se le acercaba con movimientos precavidos. Era tan… tan corriente. Una sombra moviéndose torpemente y con acento de Nueva York. No tenía nada que ver con él, ni con el Firefox, ni con lo que había realizado.

Sacudiendo los hombros, alejó ese sentimiento. El viento racheado alcanzaba tal vez dieciocho kilómetros y su fuerza le abofeteó el rostro, devolviéndolo a la realidad y a su incomodidad y frío físicos. Se llevó una mano a la boca para formar altavoz y gritó:

- ¡Eh, por aquí! ¡El avión está aquí! -Su propia voz le sonó con debilidad, como algo irreal.

- ¿Es usted, Gant? -preguntó la voz. Al virar, se dio cuenta de que su vista era muy superior a la de la figura que se encontraba a su izquierda. Hizo girar muy lentamente al Firefox en medio de la niebla y vio cómo la figura se enderezaba y se destacaba mejor del ambiente que lo rodeaba.

- ¡Dios! ¡Debo necesitar gafas! -exclamó la figura.

Gant no tuvo que echar los frenos; ralentizado por la nieve superficial, el aparato fue rodando, cada vez más despacio, hasta detenerse. Los grandes turbopropulsores sonaban tras él sólo como un murmullo. Podía oír cómo la figura, que ahora daba la impresión de ser alta y delgada, aunque el anorak con capucha le proporcionase la forma de una tienda de campaña, hablaba por un «walkie-talkie».

- Está bien; ya lo he encontrado. Vengan hacia aquí. ¡Inmediatamente! -A continuación, la figura se le acercó. Una mano enguantada golpeó el fuselaje y Gant, asomándose desde la carlinga, contempló un rostro ascético y cubierto de arrugas. Pudo ver las doradas hojas de roble que adornaban la visera de una gorra de marino y que sobresalían de la capucha de la cazadora. Gant sonrió tontamente, sin saber qué decir. Lo inundó una gran oleada de alivio que casi le dio náuseas y comenzó a tiritar de emoción en vez de frío.

- Hola, chico -dijo Seerbacker.

- ¿Qué tal? -contestó Gant con voz ahogada. Vio a las demás figuras que se movían entre la neblina y los círculos borrosos y apagados de sus linternas.

- ¡Eh, patrón! ¿Quiere que nos pongamos en línea ahora? -dijo una voz.

Seerbacker, aparentemente distraído por el análisis de los rasgos de Gant, volvió la cabeza y gritó por encima del hombro:

- Sí. ¡Vamos a llevar a este pájaro a su madre! ¡Se muere de sed! -Se volvió hacia Gant y dijo:

- Caballero, no tiene usted pinta de nada especial, aunque me figuro que lo debe ser, ¿no?

- El que tiene pinta de algo especial en este momento es usted, comandante -contestó Gant.

Seerbacker asintió con un movimiento de cabeza y se llevó el «walkie-talkie» a la boca.

- Está bien. Aquí, el comandante. Vayan diciendo sus nombres en voz alta para que pueda oírlos.

Escuchó atentamente, mientras los hombres se nombraban como si pasasen lista. De nuevo se hizo el silencio y, mirando a Gant, anunció:

- Caballero. Tengo a la mitad de mi tripulación formando dos preciosas líneas rectas hasta el submarino y encima de este condenado hielo. ¿Cree usted que podrá rodar por el medio?

- Como en una autopista -contestó Gant.

Seerbacker alzó la mano. Se agarró al asa provista de muelle e introdujo un pie en uno de los estribos.

- ¿Le importa si subo?

- En este tren somos severísimos con los pasajeros desprovistos de billete.

- Me arriesgaré -aceptó Seerbacker, sonriendo-. Andando. Gant soltó los frenos y el Firefox saltó hacia adelante. Vio las linternas, rodeadas por un halo, de los dos primeros hombres y, a continuación, las de los restantes miembros de la tripulación, que formaban un túnel y se balanceaban a ambos lados. Era difícil verlas en medio de la neblina. Oyó cómo Seerbacker daba una orden:

- ¡Vamos, muchachos, moveros, demonio! ¡El pájaro no muerde. ¡Es de los nuestros!

Las luces que veía ante sí se balanceaban, se acercaban y se hacían más brillantes, haciéndose cada vez más eficaces.

- Gracias -dijo al invisible Seerbacker que se encontraba debajo.

- De nada, caballero. Están aquí para ayudar. Aunque no les guste. -El final de la frase tenía algo así como un filo cortante.

Gant sintió el resentimiento que, junto con el alivio, había causado su llegada. El resentimiento de unos hombres que se habían visto obligados a seguir durante días el rumbo de un témpano de hielo en un mar hostil.

- Lo siento -dijo involuntariamente.

- ¿Qué? -comenzó Seerbacker. Y añadió-: Ah, sí. Son órdenes, caballero. No preste demasiada importancia.

Frente a él, Gant pudo ver, a través de la niebla, la alargada silueta del submarino con la elevación de su torreta.

- Ahí está -dijo Seerbacker, sin ninguna necesidad.

Y Gant pudo darse cuenta del orgullo que había en su voz. El orgullo de un comandante por su buque.

- Sí. Ya lo veo.

- Aparque al costado -comentó Seerbacker-. ¿Quiere que le sirvan en el coche o viene a comer dentro?

Gant hizo virar el aparato y lo colocó paralelo a la gruesa y alargada silueta que, en forma de puro y medio enterrada en el hielo, daba la impresión de un reptil saliendo del cascarón. Apagó los motores y el aparato dejó de dar señales de vida. En el silencio absoluto del instante que siguió, Gant sintió un orgulloso afecto por el avión. No se trataba de algo que había robado, un envío para la CÍA. Era lo que lo había traído desde el corazón de Rusia, lo que lo había ayudado a escapar, lo que se había enfrentado a un crucero lanza-misiles y a… Seerbacker interrumpió su desbordante, orgulloso, frío y mecánico amor por aquella máquina.

- Bienvenido a «La Casa de Comidas de Joe». No es que el cabaret valga mucho, pero sus hamburguesas son una delicia para el viajero fatigado. Baje, señor Gant; baje y sea bienvenido.

Gant se desabrochó el atalaje. Al hacer el movimiento de ponerse en pie, sus músculos y articulaciones protestaron. El viento lo abofeteó y el glacial frío polar pareció morderlo a través del traje de vuelo. Tiritó.

- Gracias -respondió-. Gracias.

Y, sin sentir de nuevo aversión, descendió de la carlinga.

- Avíseles -ordenó Vladimirov-. ¡Quiero, a partir de ahora, un informe de todas las Escuadrillas de Búsqueda Polar!

Cuatro minutos transcurrieron hasta terminar el informe; cuatro minutos que el Primer Secretario no pareció considerar perdidos doquiera se encontrase Gant y cualquiera que fuese su actividad. Vladimirov odiaba el juego político que se estaba desarrollando y al que se había añadido, colaborando a él con un silencio dictado por su cobardía. Cuando el último avión de búsqueda hubo informado sobre sus hallazgos en la zona que le había sido asignada, se hizo claro que los norteamericanos no habían intentado establecer ningún tipo de depósito de combustible sobre el hielo ni de señalar sobre éste ninguna pista de aterrizaje. Vladimirov, con todas sus creencias tambaleándose aunque no destruidas, sintió cómo su estupefacción le canturreaba en el cerebro igual que un enloquecedor insecto. Tenía la respuesta en algún recóndito rincón de su mente. ¡Estaba seguro de ello!

La fría mirada del Primer Secretario y el reflejo de la bombilla en las gafas de Andropov lo forzaron a enterrar sus reflexiones.

- Ahora -pidió el líder soviético-, ordene que todas las unidades disponibles acudan a la zona del cabo Norte. ¡Todo lo que disponga!

Vladimirov asintió con la cabeza.

- Que todas las escuadrillas de la «Manada de lobos» se dispersen por el sector del Cabo Norte hasta el sector de Archangelsk. ¡Orden de despegue a todas las escuadrillas! -No echó ni una sola ojeada al mapa de la mesa ni pidió que se cambiase.

Actuaba en modo inconsciente, reflejando con toda claridad en su mente las posiciones de todas las unidades de superficie, submarinas y aéreas que podían ponerse en juego.

- Ordene al Otlinyi y al Slavny que pongan proa inmediatamente hacia el Cabo Norte. Que lo hagan a toda máquina.

- ¡Sí, señor!

- Ordene a todos los submarinos que se encuentren sobre la carta del mar de Barents que pongan proa a toda máquina hacia el Cabo.

- ¡Si, señor!

- Ordene al Riga que, junto con sus submarinos de escolta, cambie el rumbo. Que suelte sus helicópteros. Todos ellos deben dirigirse a toda máquina al Cabo Norte.

- ¡Sí, señor!

Sabía que, en realidad, todo era inútil. Que no se trataba más que de el estentóreo reto que lanza el cobarde cuando el matón no puede oírle; de la furia disimulada del derrotado. Y, sin embargo, se vio arrebatado por la frenética e inútil energía que desplegaba. Se sentía intoxicado por el poder que de sí mismo emanaba.

Como, cuando era todavía niño y, construyendo castillos de arena en la playa de Odessa, se olvidaba del mar de verdad que solapadamente se le acercaba por la espalda y volcaba todas sus energías en la tarea de edificar sus frágiles e inconstantes edificios de arena, así arrojó ahora todo por el aire, cambiando la ruta de todos los buques de superficie y submarinos que se hallaban en el mar de Barents.

La carta que se encontraba ahora sobre la mesa mostraba el sector occidental del mar de Barents y era la que el operador había colocado para reflejar las innumerables órdenes de Vladimirov. Este se dio cuenta de que sudaba y de que sus piernas se habían repentinamente debilitado y ya no lo sostenían. Se dejó caer en la butaca, alzó la vista y vio cómo el Primer Secretario le sonreía con complacencia.

- Y bien, mi querido Vladimirov. Después de todo, no ha ido tan mal, ¿no? -Rió.

Tras él, como un eco, Andropov sonreía ligeramente. Vladimirov sacudió la cabeza y sonrió tontamente, como un niño a quien se acababa de premiar.

- Parece que le gusta, ¿eh? El poder… Me entiende, ¿verdad? El hombre se inclinaba sobre él.

Vladimirov no podía hacer otra cosa sino seguir sonriendo tontamente y asintiendo con la cabeza.

Una voz interrumpió su vacía confrontación con el líder soviético:

- Tretsov informa que el Mig-31 se encuentra cruzando la costa en la longitud 50°, cerca de Indiga.

Fue como si una piedra rompiese el profundo silencio de un estanque. Todos los que estaban alrededor de la mesa se acordaron repentinamente del terrible potencial, del enorme poder de lo que había sido robado. Hacía poco más de veinticinco minutos que Tretsov había despegado. La costa estaba aproximadamente a 1900 kilómetros de Bilyarsk y el Mig-31 ya la había alcanzado, la había sobrepasado y se dirigía a su cita con el avión nodriza sobre el mar de Barents.

Vladimirov miró al Primer Secretario y observó el momentáneo titubeo de sus ojos.

- ¿Quiere que ordene a Tretsov que cambie el rumbo. Primer Secretario? -preguntó con aspecto cansado.

- Todavía no -contestó el aludido, agitando la cabeza y con una sonrisa todavía en los labios-.

Dejemos que primero se encuentre con su avión nodriza. En cuanto localicemos al norteamericano, arrojaremos a Tretsov en pos de él como si fuera una flecha. Como una flecha, ¿qué le parece, Vladimirov?

El Primer Secretario soltó una carcajada, cuyo sonido no tranquilizó en absoluto a Vladimirov por el exceso de confianza que reflejaba.

A los veinte minutos de haber aterrizado, Gant se encontraba de nuevo sobre la superficie del témpano, controlando el proceso de reaprovisionamiento. A pesar del frío glacial y del crudo viento que lo envolvía en niebla y arrancaba de sus labios el aliento condensado, Gant permanecía en pie sobre el hielo, cerca del Firefox, como si no quisiese abandonar por completo los cuidados del aparato a la tripulación de Seerbacker. La escarcha había comenzado a adornar el borde de piel de la capucha del anorak que le habían prestado y que no parecía proporcionarle mucho calor. Continuaba de pie, encorvado, con las manos en los bolsillos, contemplando la grisácea y deforme masa del témpano de hielo mientras veía las borrosas figuras que se afanaban sobre él. Dos mangueras de ocho centímetros de diámetro cada una, serpenteaban a través del hielo en dirección al avión. Los hombres trabajaban como un equipo que se encontrase en el lugar de un desesperado y helado incendio. Habían arrastrado hasta el avión una bomba portátil, haciéndola descender por medio de un cabrestante desde la escotilla de proa y a continuación abrieron una escotilla más pequeña en la cubierta de proa. La nariz de Gant se vio invadida por el repentino y agridulce olor de la gasolina. Una manguera de gran capacidad desaparecía por la escotilla situada sobre los alojamientos de proa de la tripulación.

Gant sabía que tardarían todavía otros veinte minutos aproximadamente en llenar los tanques del aparato. La bomba portátil era un instrumento antiguo y que aspiraba muy lento. No tenía nada que ver con las enormes bombas de presión que, en las bases aéreas de primera línea, transvasaban a un avión de guerra unos doce mil litros de gasolina por minuto.

Hubo un lapso de tiempo, durante el que Gant devoró en el camarote de Seerbacker un plato de chile, hasta que dio comienzo el funcionamiento de la bomba. El trozo de cable que debía unir el submarino con el Firefox, para hacer tierra e impedir que una chispa de fuselaje producida por la electricidad estática en él acumulada, encendiese cualquier charquito de gasolina, era demasiado corto. La tripulación del submarino había tenido que unirle un trozo y conectarlo mediante una enorme pinza de tipo «cocodrilo» al poste de la rueda delantera del avión. Hasta que terminaron esta operación no dieron comienzo al reaprovisionamiento. Y hasta que los dos civiles a bordo del Pequod -un ingeniero y un perito en electrónica- no comenzaron a ocuparse del aparato, Gant no quiso volver al camarote del comandante.

Una vez en él, Gant se sentó y permaneció en silencio, solamente roto para, tras mirar su reloj, decir:

- Diez minutos.

Un par de minutos más tarde, se oyó un golpe de nudillos en la puerta.

- ¿Si?

- Informe meteorológico, señor -anunció Fleischer, el segundo comandante, introduciendo la cabeza en el camarote.

Gant pareció despertarse repentinamente. Sus ojos se fijaron en el rostro de Fleischer, haciendo que la intensidad de la mirada hiciese tropezar al joven.

- ¿Qué es lo que hay de nuevo? -preguntó Gant.

- La fuerza del viento va en aumento, señor. Rachas que a veces alcanzan veintidós kilómetros -aclaró Fleischer en deliberada dirección de Seerbacker-. Parece que va levantando la niebla.

Seerbacker asintió con la cabeza. Gant se relajó. Viento racheado de veinte kilómetros no era un peligro para el despegue.

- ¿Qué hay de la brigada de tierra?

- Ya casi han terminado, señor. Tardarán seis o siete minutos, según Peck. -Seerbacker inclinó la cabeza.

La estimación de Peck, el jefe de máquinas de Pequod no estaría muy descaminada. Habría obligado a todos los hombres a que llegasen al límite de sus esfuerzos, sin tener en cuenta su opinión personal sobre Gant ni la seguridad del submarino.

Fleischer retiró la cabeza y Gant hizo un gesto para levantarse de la silla. La siguiente cosa que percibió fue el brinco que dio el suelo que pisaba y de cómo fue lanzado de cabeza por encima de la mesa. Captó de una ojeada cómo Seerbacker salía catapultado de su litera y, a continuación, su hombro izquierdo chocó contra el mamparo, produciendo un desagradable ruido. Las luces del submarino parpadearon y volvieron a brillar. Se dio cuenta de que tanto su brazo como su costado estaban insensibles y sintió el peso del cuerpo de Seerbacker sobre el pecho. Oyó el sonido metálico de algo que chocaba en el pasillo. Se trataba probablemente del cuerpo de Fleischer al caer al suelo. Intentó mover el cuerpo y vislumbró el rostro atemorizado y atontado de Seerbacker que lo observaba.

- ¿Qué demonios…? -exclamó con voz ahogada.

- ¿Qué ha sucedido? -preguntó Gant.

Seerbacker luchó por incorporarse, magullado y con torpes movimientos. Le brotaba sangre de la comisura del labio. Se había mordido la lengua. Enjuagó la sangre de la cara y, por un momento, contempló sus enrojecidos dedos. El sonido de pasos corriendo por el exterior pareció galvanizarlo. Dio un empujón para abrir la puerta.

- ¿Qué demonios pasa, marinero? -preguntó.

Gant se levantó del suelo, frotándose el hombro. Recobraba poco a poco la sensación del mismo y comprobó que no tenía ningún hueso roto ni dislocado.

- No sabemos, señor.

- ¿Qué? ¿Entonces qué demonios estás haciendo aquí? ¡Lárgate ahora mismo a enterarte!

- ¡Sí, señor! -Los pasos del tripulante se alejaron por el pasillo.

- ¡El Firefox! -exclamó Gant.

- ¡Al cuerno con él! -explotó Seerbacker- ¿Y mi barco, qué?

Gant lo siguió fuera del camarote. Fleischer se apoyaba contra el mamparo. Manaba sangre de una profunda y lívida brecha que se le había abierto en la frente. Seerbacker lo ignoró a causa de su conmoción y lo apartó de un empujón para dirigirse al compartimiento de control. Gant se detuvo brevemente para examinar la herida y, dándole una palmada en el hombro, siguió los pasos del comandante.

El compartimiento de control tenía un aspecto confuso, con los hombres levantándose del suelo y con todo el mobiliario patas arriba. Gant trepó por la escalerilla que conducía a cubierta.

- Denme un informe sobre los daños. ¡Y rápido! -ladró el comandante.

El helado aire atravesó la cazadora de Gant y el viento le cortó el aliento. Desde la parte superior de la torreta pudo divisar a través de la creciente visibilidad que el Firefox no tenía daños visibles. Los hombres de la cuadrilla de tierra se habían dispersado; uno o dos, evidentemente heridos, yacían todavía sobre el hielo mientras otros se inclinaban sobre ellos y los demás corrían en diferentes direcciones.

Gant grito a uno de los marineros que se hallaba cerca del submarino:

- ¿Qué ha ocurrido?

El hombre alzó los ojos y reparó que el comandante se encontraba junto a Gant.

- No sé, señor. Se oyó un crujido, como un lamento, y me encontré con la cara contra el hielo. Creí que se trataba de un torpedo, señor.

- No era ningún torpedo. ¿Dónde está Peck?

- Se fue en esa dirección -contestó el marinero, señalando hacia el Norte.

Gant forzó la vista, pero la neblina todavía se adhería al témpano y la visibilidad, en el mejor de los casos, no superaba los cien metros. Escrutó en la dirección en que Peck había desaparecido y sintió una impresión acuosa e inestable en el estómago. A medida que pasaban los minutos, el viento, que ahora parecía arreciar, lo abofeteaba ocasionalmente el rostro, llenando sus ojos de lágrimas. Comenzó a tener miedo.

Vio cómo la silueta de Peck emergía de la neblina. Como si algo en su mente lo hubiese empujado o como si la aparición del jefe de máquinas implicase una respuesta, se echó a correr en dirección a éste.

- ¿Qué pasó? -preguntó sin aliento al llegar junto al corpulento hombre-. ¿Qué es lo que no va?

Peck lo contempló de arriba abajo y anunció simplemente:

- Alzamiento por presión.

- ¿Qué? ¿De qué tamaño? -Gant estaba boquiabierto de asombro.

- De metro o metro y medio y a todo lo largo del témpano, si no me equivoco.

- ¿Dónde? ¡Enséñeme! -Gant tiró de la manga del jefe de máquinas y éste, dando la vuelta, lo siguió.

Lo molestaba el pálido rostro de Gant y muy especialmente la impaciente forma en que andaba frente a él y se daba la vuelta para mirar si lo seguía, como un perro tratando de meter prisa a su amo. Seerbacker, perplejo, los siguió.

El alzamiento creado por la presión tenía casi metro y medio de altura y sobresalía de la superficie del témpano como una larga pared que cubriese toda su anchura y, hasta donde Gant alcanzaba a ver, en ambas direcciones.

- ¿Dijo que llegaba hasta el final?

- Hasta el final. Caminé un buen trozo en ambas direcciones y creo que lo atraviesa completamente.

Gant parecía no poder creerlo, pero sabía que el jefe de máquinas comprendía el significado del alzamiento y que habría comprobado su extensión de manera adecuada.

- ¿Cómo… ocurrió? -dijo estúpidamente.

- Sólo pudo ocurrir de una manera -aseguró el corpulento hombre con tono sombrío-. El fuerte viento nos metió en el culo uno de los témpanos que nos seguían. Igual que en un choque de automóviles. Resultado, un alzamiento por presión.

Gant se volvió hacia Peck, agarrándole con ambas manos su cazadora.

- ¿Se da cuenta de lo que esto implica? -interrogó-. No puedo salir de aquí. ¡No podré despegar!

El resultado de sus deliberaciones, de sus autorreproches y de la creciente certeza de que tenía razón y de que el Primer Secretario era quien se encontraba desastrosamente equivocado, no constituyó -Vladimirov reflexionó amargamente- más que un titubeo, una mirada en dirección al hombre más poderoso de la Unión Soviética. Cuando su imponente figura asintió con la cabeza para acentuar su última orden, Vladimirov se volvió hacia la consola y dijo:

- Tretsov. Aquí Vladimirov. -Aunque no utilizaba la clave para comunicarse, no identificaría el aparato más que por el nombre del piloto, lo que confería al hecho un cierto grado de anonimidad.

En aquel momento, Tretsov, el segundo piloto de pruebas del proyecto del Mig-31, se encontraba a trece mil quinientos metros de altura con la lanza del morro del aparato introducida en la ubre del avión nodriza con que había establecido contacto minutos antes.

Se oyó en la consola el sonido producido por las interferencias estáticas. Sonó la voz: -Tretsov. Cambio.

- Vladimirov a Tretsov. Diríjase al Cabo Norte en cuanto acabe de repostar.

- Cabo Norte. Repita, por favor.

La voz de Vladimirov puso al descubierto su ira. ¡Naturalmente que el piloto se iba a extrañar ante el cambio en los planes!

- Dije Cabo Norte. Póngase en contacto con radio con las siguientes unidades: crucero Riga, Patrulla «Manada de lobos» de Murmansk. ¿Me recibe?

Tras un silencio, se oyó:

- Aquí, Tretsov. Lo he recibido. Repito. Me dirijo al Cabo Norte y me pongo en contacto con el Riga y con el control de tierra en Murmansk. Cambio.

- Correcto. Espere nuevas instrucciones. Cambio y corto.

Vladimirov desconectó el interruptor y se alejó del transmisor. Pensó que los norteamericanos captarían sin género de dudas el mensaje transmitido claramente como lo había hecho, pero que no tenía importancia. Se trataba solamente de otra unidad enviada a la zona del señuelo. Miró una vez más en dirección al Primer Secretario, pero éste cuchicheaba con Andropov. Volvió la vista hacia Kutuzov. Los lacrimosos ojos del anciano se encontraron con los suyos y su cabeza hizo un ligero gesto afirmativo. Los ojos de Vladimirov le agradecieron su simpatía y comprensión.

Las ideas comenzaron a irritarle de nuevo. Si solamente y de alguna manera pudiera estar seguro… Sabía cómo tenía que llevarse a cabo y lo que las unidades de búsqueda tenían que buscar. Pero tenía miedo; miedo de arriesgar los jirones que quedaban de su credibilidad, los restos de su carrera, con una idea tan descabellada. Tragó saliva. Conocía la respuesta y sabía que el Primer Secretario no lo escucharía.

Se despreció. ¡Estaba tirando a la basura el Mig-31! ¡Dándoselo en bandeja a los norteamericanos! Pero no podía hacer nada porque no le creerían.

Recorrieron el témpano. Como había aventurado Peck, el alzamiento recorría todo su eje Este-Oeste. Cruzaba la pista utilizada por el avión un poco más abajo de su mitad. Mientras permaneciese allí, Gant no podría despegar en el trozo de pista disponible, por muchos medios mecánicos o físicos con que pudiese contar.

- Se puede hacer, señor -decía Peck, inclinado hacia adelante, dominando en altura a la delgada figura de Seerbacker.

Fleischer, dado que su entrenamiento y experiencia no eran suficientes para las circunstancias en que se encontraban, permanecía callado. El primer oficial de máquinas, Haynes, corroboraba las estimaciones de tiempo y trabajo de su jefe. Con Gant, eran cinco los que, en pie y envueltos en la niebla que se adhería al témpano, permanecían allí. El viento todavía soplaba, aunque ya con menos fuerza, como si, habiendo cumplido su propósito, se encontrase ya satisfecho y quisiera reposar.

- Eh, Jack. ¿Tenemos a bordo suficientes hachas y palas para hacer el trabajo? -dijo Seerbacker.

Sus ojos se deslizaron por un momento hacia Gant, quien, examinando intensamente el témpano, no parecía darse cuenta de lo que trataban. Seerbacker se sintió irritado por su aparente falta de interés, pero alejó el pensamiento.

- Señor, tenemos cantidad suficiente de todo: palancas, destornilladores grandes, hachas, ¡todo! -Peck parecía tomar la insinuación del comandante como una afrenta personal-. Y, además, podíamos poner un par de pequeñas cargas ¿no cree?

- ¡Vayase al cuerno, Jack!

- No, señor. ¡Si son pequeñas y se colocan adecuadamente, no dañarán al témpano!

Seerbacker permaneció callado durante un momento y, a continuación, se dirigió a Gant:

- ¿Cuál es el ancho del tren de aterrizaje en ese pájaro, Gant?

- Seis metros setenta centímetros -contestó éste en forma mecánica.

- ¿Está usted seguro?

Gant movió la cabeza en sentido afirmativo, sin dejar de mirar el alzamiento. Le lanzó una patada. Saltó un poco de nieve, dejando una marca en la puntera. Ni siquiera había dejado señal en la superficie del hielo.

- ¿Cuánto necesita? ¿Cuánto trozo de pared quiere que se derribe? -preguntó Peck.

Gant volvió la cabeza, reconociendo el reto que entrañaba la voz del jefe de máquinas. Sonrió sin pizca de humor, se quedó pensativo por un instante y contestó: -Nueve metros.

Se hizo un silencio, tras el que Seerbacker dijo:

- Déjese de tonterías, Gant. ¡No va usted a hacerme perder el tiempo y estrellar ese pájaro nada más que porque quiera usted probar algo a mi jefe de máquinas! -Sus ojos parpadearon entre los dos hombres, dándose cuenta del reto y respuesta originados por el anterior pánico que Gant había sentido frente a Peck.

- Nueve metros -dijo Gant-. Es todo lo que necesito.

- ¡Entonces serán nueve jodidos metros los que se le darán, caballero! -replicó instantáneamente Seerbacker-. Ahora elija usted dónde los quiere y Peck y sus hombres se pondrán a fabricárselos.

Gant se separó del grupo y los otros cuatro hombres lo siguieron lentamente, como si no quisieran hacerlo. Seerbacker lamentó la manera en que había tratado a Gant, haciéndole ofenderse y forzándolo a decir algo de lo que claramente se arrepentiría más tarde. Y, sin embargo, el rostro de Gant no había mostrado ningún género de duda, ningún temor de que el margen de error de metro quince centímetros a cada lado del tren de aterrizaje y con aquella visibilidad era como intentar cortarse el cuello con un cuchillo sin filo.

«Que se vaya al cuerno», pensó el comandante, «¡Me tiene harto!»

Gant se detuvo, los esperó y dijo: -Aquí.

Golpeó fuertemente con una bota en la cima del alzamiento, a la altura de su estómago, e hizo una ligera señal en el hielo. Peck se metió una mano en el bolsillo del anorak, sacó una lata de aerosol y pulverizó su contenido sobre el hielo. Parte de la marca dejada por Gant se hundió bajo el impacto del fluido anticongelante con base de alcohol. Gant recorrió nueve metros y se detuvo, esperando a que Peck hiciese la señal. A continuación, hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Seerbacker se dio cuenta de que se encontraban casi en el centro del alzamiento y casi en el del témpano. Gant había elegido para su despegue el eje Norte-Sur, que era el más largo del témpano.

- ¿Cuánto tardará en limpiar esos nueve metros, Peck? -preguntó Seerbacker.

- Una hora, señor. Incluyendo el «spray».

Gant hubiese querido decirles que era demasiado, pero sabía que no conseguida nada protestando.

- ¿Una hora?

Peck asintió. Seerbacker se quedó pensativo durante un momento y, acto seguido, sacó el «walkie-talkie» de su bolsillo. Apretó el botón y dijo:

- Waterson. Conécteme al sistema de altavoces del submarino, ¿quiere? -Esperó hasta que la orden fue cumplida y, a continuación, añadió:

- Aquí, el comandante. Escúchenme todos. Vamos a tardar una hora en eliminar la elevación causada por la presión, lo que quiere decir que, durante ese tiempo, tendremos que permanecer en la superficie. Quiero en todo momento una alerta total y que la vigilancia aérea, de superficie y submarina se lleven a cabo meticulosamente. Si alguno no localiza algo, nos matará a todos, ¿entendido? No es que se cague solamente en sí mismo o en su cartilla militar. Permaneceremos en régimen de navegación silenciosa porque aquí arriba vamos a hacer más ruido que el que puedan hacer todos juntos. Así que calladitos. Los que estén con el avión, manténganlo sin hielo y listo para largarse en el momento en que se les diga. El jefe de máquinas se encargará de la cuadrilla que trabaje en el alzamiento y él les dirá quiénes son los voluntarios y el equipo que necesita fuera. Un momento. ¿Doctor?

Se hizo una pausa y acto seguido:

- ¿Si, patrón?

- ¿Qué hay con nuestras bajas?

- Harper sufre conmoción. Ese cabeza dura tropezó violentamente contra las planchas de cubierta. Smith perdió un par de dientes luchando contra el hielo y estoy poniendo cuatro puntos en la parte trasera del cráneo de Riley. Lo demás es menos dramático.

- Gracias, doctor. Diga a Riley que así mejorará su cerebro y a Smith que estará mucho más guapo. Muy bien; aquí os paso al jefe de máquinas, chicos. ¡Escuchadle atentamente!

Cerró el interruptor de su aparato, se lo metió en el bolsillo y dejó que Peck pasase revista a la lista de nombres, al catálogo de músculo que el Pequod podía reunir.

Seerbacker se reunió con Gant. Lo contempló durante un momento y luego le preguntó:

- ¿Está seguro?

Gant asintió con un movimiento de cabeza. -No se preocupe. No es por Peck. Puedo pasar por esos nueve metros.

- ¿Con esta visibilidad?

- Con peor.

- Bueno, hombre. De acuerdo, pero conste que es su funeral. Se hizo de nuevo un silencio, tras el que Gant dijo: -Gracias por esa hora, Seerbacker.

El comandante se sintió sin saber qué hacer. Se dio cuenta de que Gant hacía un esfuerzo, de que sentía lo que decía.

- Sí, claro. Aunque no lo hubiese hecho por cualquiera -aclaró con una sonrisa.

- Iré… Echaré una ojeada al avión.

- Sí, claro. Vaya.

Gant asintió con la cabeza y se alejó. Podía ver cómo las figuras que se encontraban cerca del Pequod se apresuraban, envueltas en el blanco aliento del esfuerzo realizado, entre la cortina gris de la calima. Pensó que Peck era un hombre que sabía hacerse obedecer y que, cuando decía «saltad», todo el mundo saltaba. Era su oficio y conocía lo que tenía entre manos.

Desde el principio, todo eran sugerencias suyas. Desde el tosco desbastado a hachazos del trozo del alzamiento hasta el proceso de acabado de superficie que le siguió, mediante la atomización directa sobre la superficie cortada en el hielo por medio de mangueras que acarreaban el supercaliente vapor que propulsaba las turbinas del submarino.

El Firefox estaba libre de hielo. Junto a él, y con la apariencia de haber salido de un gigantesco trastero, se encontraba una pieza de equipo de unos tres metros con un cierto parecido a una rociadora de césped. Una manguera la unía a un depósito de fluido colocado sobre la torreta del submarino y de ella, por medio de un pequeño motor eléctrico, brotaba un chorro de líquido anticongelante con base de alcohol; la «cerveza», como lo llamaba la tripulación. Esto mantenía las alas y el fuselaje libres de hielo. Cuatro hombres manejaban la rodadora; dos la empujaban sobre sus ruedas y los otros dos dirigían las bocas de las mangueras que, firmemente sujetas bajo los brazos, bañaban la superficie en una fina atomización a presión. Llevaban a cabo su tarea con precisión mecánica y de manera automática y Gant pudo ver las huellas que, en su continuo girar alrededor del avión, el rociador dejaba sobre el hielo.

Gant se detuvo y observó el Firefox durante un largo rato como si la máquina lo atrayese, como si quisiera reaprovisionarla con los ojos. No había tenido tiempo hasta ahora; no había tenido tiempo de ver el aparato desde fuera, tiempo de absorber sus líneas, su diseño, la maldad funcional de su apariencia. La primera vez… La primera vez sólo le había dejado la impresión confusa del ruido y de la luz y de los disparos en el lejano extremo del hangar y la blanca figura de Baranovich tendida en el suelo de cemento… Ahora lo observaba en silencio, dándose cuenta de la esbeltez del fuselaje, de las abultadas tomas de aire en la parte delantera de los inmensos motores, mayores que todo lo que Turmansky pudo jamás pensar que se podría adaptar a un aparato interceptor. Se daba cuenta de la imposible brevedad de las alas, bajo las que se encontraban emplazados los avanzados misiles Anab. Vio el chamuscado dejado por los dos que él mismo había disparado: uno para derribar al Badger y otro para inducir al comandante del Riga a tomar una iniciativa prematura. Se acercó más. Se habían recambiado los misiles disparados, completando su número de cuatro.

No lo sorprendió. Para el ensayo de esta operación, se había capturado un Mig-25 a los sirios. Probablemente estaría armado y sus misiles Anab fueron remitidos a Seerbacker. Buckholz, se dio cuenta Gant, estaba en todo.

El reaprovisionamiento del aparato había terminado mientras él, Seerbacker y Peck discutían sobre el alzamiento. Se retiraron las mangueras y el alambre de conducción a tierra. Probablemente, los tripulantes que se habían ocupado de lo relacionado directamente con el avión estarían ahora trabajando en el hielo.

Se separó a regañadientes y, a medida que aumentaba la distancia y que el Firefox se iba convirtiendo en un bulto más diluido y de menor tamaño, envuelto en la niebla, el paso de Gant fue alargándose.

Casi tardó media hora en llegar desde el lugar en que se encontraba el Firefox al extremo sur del témpano y, a continuación, en recorrer el eje Norte-Sur, siguiendo la línea de su imaginaria pista de despegue. La colisión de los dos témpanos no había causado daños a la pista, excepción hecha del alzamiento. Volvía del extremo norte, cuando oyó que el «walkie-talkie» que le había entregado Fleischer emitía una señal en el interior de su bolsillo.

- ¿Sí?

- ¿Gant? -la voz de Seerbacker sonó cansada y falta de aliento-. Escúcheme, caballero. El sonar ha detectado tres contactos hacia el Sur de donde estamos, siguiendo su rumbo de vuelo.

Gant guardó silencio por un momento y, a continuación, respondió:

- Sí. Deben ser el crucero y sus dos cazasubmarinos de escolta.

- ¡Dios, Gant! No hace más que crearme problemas. ¡Parece que es lo único que sabe hacer! -¿Cuánto falta para que lleguen?

- Cuarenta. Tal vez cuarenta y cinco minutos.

- Me bastan.

- ¡Váyase al demonio, caballero! ¡Le bastan para tomar las de Villadiego! Pero, mi barco, ¿qué? ¿Qué me dice de la valiente tripulación que en este momento está haciendo lo imposible para despejar una pista y que usted pueda despegar?

- Lo… lo siento, Seerbacker. No creí que…

Con un tono que sonaba a victorioso, Seerbacker lo cortó:

- De todas maneras, tardarán más de lo que pensamos. Parece ser que Peck demostró demasiado optimismo en sus cálculos. ¡Necesitamos el mismo tiempo para que pueda usted despegar que el que ellos necesitan para echársenos encima!

Gant no dijo nada. Al cabo de un tiempo, Seerbacker preguntó:

- ¿Se encuentra ahí, Gant?

- Mmm. Sí. ¿Está seguro de que vienen hacia aquí?

- Quizá sí, quizá no. Lo que sí es seguro es que no lo hacían.

- ¿No venían hacia aquí?

- ¡Se dirigían a toda máquina hacia el Oeste, atravesando la estela del témpano, Gant, pero la cosa está muy difícil porque si nosotros los podemos ver, también pueden vernos ellos a nosotros!

DIEZ


El duelo

Vladimirov se enfrentó al Primer Secretario. La sensación deliberada que esto le produjo no contradijo ni superó la tensión que lo dominaba. Se daba cuenta, con una certidumbre que lo hacía sentirse enfermo, de que no deseaba echar al aire su carrera, de que quería ocupar el grado y puesto de Kutuzov cuando se prescindiese de los servicios del anciano. Sin embargo, se veía enfrentado a un dilema. Incluso en el caso en que pudiese calmar las cada vez mayores dudas y ejecutar las órdenes que se le habían dado, todavía existía la posibilidad de que si Gant conseguía escapar con el Mig-31 intacto, se le culpase del fracaso soviético en capturar o destruir el avión. Esta posibilidad fue lo que lo persuadió a tomar una acción en lo relativo al contacto de sonar de que el Riga acababa de informar.

- En mi opinión, señor -comenzó, intentando, con una gran fuerza de voluntad, mantener un tono de voz neutro-, este contacto merece la pena de ser investigado. A pesar de que, debido a la presencia de témpanos, sea un poco confuso.

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