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El sedán negro se paró en una de las plazas de estacionamiento frente al Hotel Moskva. Al pasar al vestíbulo y rebuscar en los bolsillos para comprobar que seguía llevando los documentos, Gant observó que los dos hombres del interior del coche no hacían ademán de seguirlo. Uno estaba ya leyendo el periódico y el otro acababa de encender un cigarrillo. Alertado por tal inactividad, Gant echó un vistazo al vestíbulo desde el mostrador de recepción y distinguió al hombre encargado de identificarlo. Su fotografía debía haber sido transmitida por cable desde Cheremetievo a la calle Dzerzhinsky.

Si no hubiera sido concienzudamente advertido por Aubrey acerca de lo que le esperaba, Gant se habría quedado asombrado anta tamaña eficacia; en concreto, ante la intensa y obstinada persecución de que era objeto.

Con todo, al advertir el grado e intensidad de las medidas de seguridad que se le tributaban simplemente como sospechoso de un «delito económico», sintió un punto de acidez en la boca del estómago.

El hombre que lo vigilaba, protegido por un ejemplar de Pravdat no mostró signo alguno de interés. Estaba sentado en uno de los muchos huecos que había en el vestíbulo central, con el abrigo en una silla, aparentemente a sus anchas. Si Gant dejaba el Moskva, lo seguiría. El coche de afuera habría sido sustituido probablemente ya por otro, a las órdenes de la misma Dirección de la KGB a que pertenecía el hombre del periódico.

Ya en su habitación, Gant se quitó las gafas, se desordenó el pelo deliberadamente y se sacó la corbata. Era como si se hubiese liberado de una camisa de fuerza. Abrió las maletas y se descalzó. La habitación era una suite pequeña, cuyas grandes ventanas daban a la Plaza Roja, batida por el viento. Gant las ignoró y se sirvió un whisky de la bandeja de bebidas puesta en un rincón. Se sentó en un sofá bajo, puso los pies en alto y trató de relajarse. Empezó a darse cuenta de que su estudiada indiferencia no daría resultado, ni siquiera en la palpable y lujosa seguridad de una habitación de hotel con calefacción central y doble acristalado. Había recibido instrucciones de no abandonarse, ya que nadie podía asegurarle que no fuera vigilado en ese preciso momento a través de algún falso espejo.

Desvió la vista hacia el inmenso espejo de una de las paredes e inmediatamente la apartó. Empezaba a experimentar el efecto hipnótico de la vigilancia de la KGB. Era facilísimo -en realidad, se necesitaba un auténtico esfuerzo mental para evitarlo- imaginarse como un muñeco pinchado con un alfiler en una tarjeta, desnudo y desvalido, bajo una brillante luz blanca. Se estremeció a su pesar y se echó otro trago de whisky. La bebida, que en un principio no fue más que un elemento de su entrenamiento general para asumir el papel de Orton, le calentó la garganta y el estómago. Creía habitar en un paisaje de ojos vigilantes.

Resultaba difícil considerar fría, objetivamente, el sistema de defensa ruso, las horas de vuelo en el Firefox, el entrenamiento en el Foxbat y en el simulador construido a partir de las fotografías y descripciones hechas por aquel individuo de Bilyarsk… Baranovich. Hizo un esfuerzo para posponer todo eso.

Entró en un período de irreflexiva inactividad. Se levantó, se acercó a la ventana y miró desde la planta doce hacia la Plaza Roja. No mostró interés alguno por los coches aparcados directamente debajo. Permaneció de pie largo rato, bajo el cielo encapotado, en la creciente penumbra del atardecer, mirando más allá de la plaza, sobre los tejados del Museo de Historia, hacia las torres y cúpulas del Kremlin. Podría haberse fijado en los centinelas que hacían guardia ante las puertas de bronce de Mausoleo de Lenin, en las figurillas que entraban y salían por las puertas de cristal del edificio gris de los almacenes GUM. Al fondo de la plaza, inmensa, increíble, se erguía la catedral de San Basilio, ostentosa, sin apariencia religiosa. Su vista siguió errando por el desierto de la Plaza Roja.

Bebió otro trago de whisky, que no lo calentó ya. Sus pensamientos iban al futuro inmediato, a la cita con tres hombres desconocidos a orillas del Moskva, cerca del Puente Kranoknlinski. Tenía que salir del hotel después de la cena y comportarse como un turista, aunque lo siguieran. Lo único que se le pedía era que llegara a las diez y media. Debía llevar sombrero y abrigo, y la radio de transistores. Se le había dicho que no volvería al hotel; ahí empezaría su viaje a Bilyarsk.

Alexander Thomas Orton dejó el bar del Hotel Moskva poco antes de las diez, después de haber cenado en el comedor. Durante toda la cena no le quitó la vista de encima un agente de la Dirección de Vigilancia de la KGB, un individuo bajo y obeso a quien se sirvió en una mesa desde la que se abarcaba todo el inmenso salón. Le había seguido luego al bar, donde se había sentado ostentosamente con un vaso de vodka. Gant sospechaba que se estaría aprovechando su ausencia para registrarle la habitación, por lo que se había metido la radio en un bolsillo del abrigo, el cual conservó a la vista mientras comía.

Había aprovechado la cena para estudiar su Guía Nagel de Moscú, siguiendo el texto en un gran plano que desplegó abiertamente en la mesa después del postre. Luego, en la hora que permaneció en el bar, prosiguió el estudio del plano y del texto.

Cuando bajaba las escaleras del hotel hacia la Plaza Roja, el hombre que lo había estado vigilando encendió un cigarrillo, manteniendo el mechero de gas prendido en la oscuridad breves instantes. Gant no vio la señal, pero sí la oscura figura que se separaba del automóvil grande estacionado cerca de donde lo había dejado el taxi esa tarde. Sólo uno, pensó. El hombre grueso echó a andar detrás de él. Dos.

Las luces del coche fulguraron en la oscuridad, parpadearon al ronronear el motor y resplandecieron cuando éste se puso en marcha. Había permanecido parado hasta entonces. Gant temió que se decidieran a detenerlo en ese momento, impidiéndole abandonar la zona del hotel, pero no hubo ninguna tentativa en ese sentido, ni aun cuando se detuvo para comprobarlo subiéndose el cuello del abrigo como protección contra el fuerte viento que le azotaba el rostro a través del espacio abierto de la plaza. Tenía que conservar puesto el irritante sombrero, que además le resultaba una prenda extraña.

Al dejar la Plaza Manezhnaia y salir a la Plaza Roja, optó por la acera izquierda. Así pasaría por delante de los almacenes GUM. Había pocos moscovitas en el inmenso rectángulo: la cola a la entrada del Mausoleo de Lenin se había dispersado, pero mucha gente curioseaba ante los escaparates de los grandes almacenes, con los rostros ateridos, bajo las luces de neón. No se preocupó de sus seguidores; ni de la distancia a que lo seguían ni de su persistencia. Sabía que estaban tras él y que, en el momento mismo en que perdieran su rastro, se produciría una especie de alerta general y sería cazado. Que era justamente lo que no quería… tenía que mantenerles cerca. Así que dedicó un buen rato a mirar los artículos que ofrecía el gigantesco edificio de los grandes almacenes GUM, los mayores del mundo, y que eran en buena parte réplica imperfecta de los que estaban de moda en Occidente. Luego salió de la Plaza con calma, paseando, con la mirada puesta en las torres del Kremlin a través del espacio batido por el viento.

Cuando llegó al río Moskva y al Puente Moskvoretski, estaba aterido. Llevaba el sombrero encasquetado y la mano izquierda hundida en el bolsillo. Su aspecto era el de alguien que no iba a ningún sitio en concreto, aunque tampoco podía ser tomado por un curioso que disfrutara de Moscú a la luz de las farolas. El viento que llegaba del río era gélido y a duras penas lograba sujetarse el sombrero, aunque de buena gana se hubiera llevado al bolsillo del abrigo la entumecida mano con que lo mantenía sujeto. Se inclinó sobre el pretil del puente, contemplando las negras aguas salpicadas de luces y su superficie ondulada por el aire. Alguien se detuvo también en el puente, un poco más abajo, distinguiéndose por su inmovilidad de las demás figuras que avanzaban deprisa. Gant se sonrió para sus adentros.

Dio la espalda al río y se levantó el cuello del abrigo. Como por casualidad, echó un vistazo a la vía de circulación del puente. El coche, parado y con las luces apagadas, parecía vacío; estaba lejos de las farolas. Había un segundo transeúnte, apoyado en la barandilla, al otro lado de la calle y algo delante de él.

Reanudó el paseo. A pesar de todo lo que sabía, a pesar de las persecuciones que había sufrido en Nueva York y en Washington como parte de su entrenamiento con Buckholz, empezaba a sentir una bola de tensión en el estómago. Ignoraba qué ocurriría al llegar al Puente Kranoknlinski, aguas abajo de donde se encontraba ahora, pero tenía instrucciones precisas de no despistar a sus seguidores. Aubrey se lo había dicho con toda claridad la noche anterior, en la habitación llena de humo de su hotel de Londres. Tenía que mantener a la KGB a su lado.

Al cruzar el canal de desagüe que corre paralelo al Moskva y entrar en el muelle de Ozerkovskaia, bajando una escalera de piedra hacia el malecón, deseó detenerse y sintió fuertes náuseas. Comprendió que la calma artificial que había sentido hasta ese momento acababa de abandonarle. No podía ya engañarse con la explicación de que eran sólo unos tediosos preliminares, antes de su enfrentamiento cara a cara con los hechos. Aquello eran ya los hechos. Hacía menos viento y menos frío que en el puente.

Podía oír claramente a sus seguidores: pisadas claras, despreocupadas y seguras, escaleras abajo, hacia la orilla, a unos cuarenta metros detrás. Estaba aterrorizado. Sacó la mano del bolsillo y se agarró la chaqueta sobre el estómago, estrujando la tela.

Se preguntó por el coche y sus ocupantes. No podía darse media vuelta y contarlos. Sabía con nauseabunda certeza que había tres, quizás cuatro, hombres detrás de él y que el automóvil seguiría en el muelle, en espera de que se decidiese a subir a la calle.

Dejó atrás el Puente Oustinski y echó un vistazo al reloj. Las diez y veinte. Tardaría unos diez minutos en llegar al lugar de la cita con… ¿con quién? Bajo la sombra del puente había un extraño silencio. El malecón Sadovisheskaia, en el cual se encontraba ahora, se hallaba vacío, con excepción de unas parejas que paseaban en dirección a él, cogidas del brazo, como si el canal distara kilómetros de la ciudad.

Inspiró profundamente tres o cuatro veces, como hacía siempre al ponerse el casco de vuelo y echar la primera ojeada al tablero de instrumentos del avión. El acertado recuerdo pareció calmarlo. Se forzó a pensar que lo esperaba algo en lo que era maestro: volar. Si lograba concentrarse en esa idea, podría seguir adelante. Las pisadas se habían detenido a sus espaldas, como pacientes guardianes, en espera de que se recobrara lo suficiente para continuar.

Echó a andar de nuevo. Pasó junto a una joven pareja mutuamente deleitados, que ni siquiera volvió la vista hacia él, y atemperó la marcha. Pudo escuchar las pisadas detrás, un leve golpeteo rítmico que le devolvía como en un eco el muro del malecón, y luego las más fuertes y dominantes de los hombres de la KGB. Los pasos de la pareja, más lentos y menos firmes, acabaron por desvanecerse. Quería echar a correr; no lo dejarían llegar al puente… Echar a correr… Todo consistía en reducir velocidad; se imaginó la situación en el aire al sobrevolar el objetivo: tirar la palanca hacia atrás, esperar con paciencia, aunque con el Foxbat había perdido de vista el Phantom… Los terribles momentos antes de la nueva toma de contacto. Se calmó. La situación no era igual; era menos peligrosa.

Siguió andando, después de lograr un alucinante equilibrio interior. Era una sensación maravillosa… estaba volando.

Subió las escaleras del malecón hasta el Puente Kranoknlinski, cruzó el canal parsimoniosamente y bajó los peldaños que llevan al estrecho malecón de la orilla izquierda del río. Las negras aguas se extendían hasta las luces del muelle Kotelnitcheskaia, en la otra margen. En los segundos que siguieron no oyó pisadas detrás, pero su aguzado y nervioso sentido de la audición distinguió el ruido amortiguado del coche desde el puente de arriba. Así que se había unido a sus seguidores… La KGB conocería sus movimientos o intenciones. Consultó el reloj: las diez y media. También ellos percibirían algún significado en la exactitud de la hora. Escuchó unas pisadas que bajaban cautelosamente las escaleras cuando se detuvo ante el río. Dos pares. Luego, sólo uno. Uno de los de la KGB se había parado a media bajada.

Permaneció de pie en la oscuridad, bajo el puente. Nadie se destacaba en las sombras. Se dio la vuelta y empezó a pasear a lo largo del malecón.

Le faltaban unos cien metros para llegar a las primeras escaleras que bajaban del muelle Gorovskaia cuando vio que aparecían en ellas tres figuras que se le acercaban. Se preguntó si serían de la KGB. Alguien se dirigió a él en voz baja, en inglés:

- ¿Señor Orton?

- Sí. -No había notado acento extranjero.

Los tres hombres se le acercaron al instante y una linterna eléctrica le iluminó el rostro. La misma voz habló de nuevo, también en inglés:

- Sí, es él.

El más alto de los tres, joven, rubio y de rasgos marcados, intervino ahora:

- ¿Cuántos le siguen? -Tenía acento ruso, pero hablaba en inglés.

Gant contestó en ruso, ensayando su pronunciación. -Tres a pie, creo… y un coche. Está arriba, en el puente.

- Bien -dijo el ruso.

Gant miraba al primero, al inglés, que supuso pertenecería al personal de seguridad de la Embajada. Tenía más o menos su constitución y llevaba el pelo peinado atrás. Sonrió a Gant para alentarlo, o en señal de complicidad. Éste le devolvió la sonrisa.

- ¿Qué hacen, Pavel? -preguntó el inglés, sin apartar los ojos de Gant.

- El de las escaleras ha vuelto al coche… y el gordo se está preguntando qué debe hacer, al ver que ahora somos cuatro. -Rió por lo bajo-. ¡Debe de estar muerto de miedo!

- Entonces, la ayuda estará ya en camino… Más vale que saquemos al señor Orton de aquí ahora que están aún indecisos.

Gant se encontraba en tensión, dispuesto para moverse deprisa, para volar… Formaban un grupo compacto y el tejido de la chaqueta del inglés, como el de la suya, estaba arrugado. Pavel, el ruso, sacó una porra de madera de su chaqueta. Formaban un círculo de chaquetas oscuras, pensó Gant sin que viniera a cuento, y el inglés iba peinado con el mismo estilo pasado de moda que él…

Fenton, el inglés que había estado interpretando el papel de Orton en los dos últimos años, dio un grito de sorpresa, que se trocó casi inmediatamente en dolor. Pavel le golpeó en la frente con la cachiporra… Una, dos veces. El inglés cayó al suelo, gimiendo, y la porra volvió a abatirse sobre él otras tres veces. Con el estómago revuelto, mientras la mente le gritaba que estaba en un nido de serpientes, como el Hospital de Excombatientes, Gant comprendió que el ruso estaba golpeando al inglés en el rostro para dejarlo irreconocible.

La sirena de la policía irrumpió desgarradoramente en su estado de conciencia; luego, pareció acelerarse y pasar a la escala musical, como si estuviera grabada en disco y el plato hubiera ido ganando velocidad hasta hacer reconocible el sonido. El de la KGB pedía refuerzos.

- Sus documentos… ¡deprisa! -le pidió bruscamente Pavel, inclinándose sobre el rostro destrozado del inglés. La mirada que vio en él pareció hipnotizarlo. ¡Sus documentos!

Se metió la mano en el bolsillo del pecho y le entregó el pasaporte, los visados y la tarjeta de identificación de la Embajada soviética, como si estuviera en trance. Todo eso pasó a los bolsillos de Fenton, después de serle vaciados. El tercer hombre le quitó a Gant el sombrero de la cabeza y ayudó luego al ruso a levantar el cuerpo y hacerlo rodar sobre los pocos metros que los separaban del borde del agua. Lo soltaron allí y resbaló a las negras y rizadas aguas del Moskva. La chaqueta oscura se hinchó y los brazos del hombre se convirtieron en los de un crucifijo… Se quedó flotando, arrastrado lentamente por la corriente.

- ¡Deprisa! Síganos… A la estación de Pavolets, al metro -le susurró Pavel, sacándole de su inmovilidad. Otras sirenas respondían, a unos cincuenta metros, a las llamadas del hombre de la KGB.

Los pies de Gant, que parecían hallarse a muchos kilómetros de allí, empezaron a moverse. Subió las escaleras que llevan al muelle Gorovskaia, detrás de Pavel y del otro ruso. Las sirenas aullaban y se escuchó en el malecón el eco de unas rápidas pisadas. Los dos corrían delante, tirando de él. Distinguió la mancha blanca del rostro de Pavel cuando éste se dio la vuelta.

- ¡Deprisa! -gritó el ruso.

Gant empezó a correr, deprisa, más deprisa, dejando atrás las sirenas, alejándose del cuerpo flotante…

El hombre bajo y grueso y el más alto que había salido del coche a la puerta del Hotel Moskva se metieron hasta la cintura en las heladas aguas del río y arrastraron el cuerpo hasta el malecón. El primero de ellos gruñía y maldecía por el esfuerzo.

Cuando lograron colocar el cadáver sobre las losas, se inclinó sobre él, agotado por la tos, y le rebuscó en los bolsillos. Sacó un pasaporte inglés, húmedo pero resguardado en parte al estar dentro de otros documentos. El más alto enfocó una linterna sobre la fotografía del hombre de cabello gris y luego sobre las destrozadas facciones, que quedaban en la zona de penumbra.

- Mmm -dijo el gordo, al cabo de unos segundos-. Ya advertí de esto en la Central. -Había en su voz un tono de autosatisfacción-. En Cheremetievo no llevaba drogas. Era evidente que no podía hacer la entrega convenida. Lo han liquidado, Stechko. Sus amigos contrabandistas han liquidado a Alexander Thomas Orton.

DOS


El viaje

Gant tuvo el atisbo de una inmensa recargada fachada, casi oriental, la de la estación principal del ferrocarril, y enseguida se acompasaron sus pasos al bajar por la escalera mecánica de la estación de metro de Pavolets. Se esforzó por ocultar su agitada respiración a las pocas e indiferentes personas con que se cruzó, y quedó deslumbrado por el mármol brillantemente oscuro de las paredes. Nada de lo que había en Nueva York, en Londres ni en París podía compararse. La estación tenía la grandiosa arquitectura de un museo y los trenes que irrumpían de los oscuros túneles como un soplo de aire parecían fuera de lugar en ella.

El andén estaba medio vacío, pero los tres hombres se mantuvieron separados uno de otro mientras esperaban la llegada del convoy. Pavel se le acercó y le puso hábilmente en las manos un montón de documentos metidos en un pasaporte inglés de tapas azules.

- Mírelos antes de salir del vagón -murmuró-. Su nombre será en adelante Michael Grant, casi como el suyo. Es usted turista y está en el Hotel Varsovia. No buscan a un inglés, recuérdelo. Conserve la calma.

Se alejó de inmediato a otra parte del andén. Gant echó una mirada a la fotografía del pasaporte, que era la suya, se quitó el sombrero y las gafas y se metió éstas en el bolsillo del abrigo, del cual se despojó después, poniéndoselo como al descuido en un brazo. El traje, oscuro y serio, aún parecía traicionarle; el corte era, evidentemente, extranjero. Una o dos personas lo miraron con insistencia…

El convoy se precipitó sobre el brillante andén de la estación y él se acercó al borde, echándose el abrigo al hombro. Sabía que había cometido un error; con él puesto, habría pasado más desapercibido. Se dio vuelta en el asiento cuando partieron y vio a Pavel leyendo despreocupadamente un periódico con las largas piernas estiradas en el pasillo. El otro hombre no había subido a ese vagón.

Se puso a examinar las caras de la gente. Caras típicas de los viajeros del metro: cansadas, tediosas, introvertidas, rehuyendo las miradas de los otros pasajeros. Las caras que se ven en los ferrocarriles subterráneos de cualquier parte del mundo. Las había visto un millón de veces. Sin embargo, no lograba apartar de sí cierta sensación de sentirse desnudo.

El tren irrumpió en otra cinta de andén brillantemente iluminada y él concentró la mirada en la placa: Taganskaia. Iban hacia el nordeste, alejándose del centro. Las puertas del vagón susurraron al abrirse y Gant observó a los que salían y se fijó en los que entraban. Ni uno solo miró hacia él. Sintió que gotas de sudor le bañaban la frente y volvió a mirar a Pavel. El corpulento ruso lo observaba en silencio, manifestando con todo su porte y con la fuerza de su expresión la orden de que se comportara con naturalidad.

Asintió y trató de relajarse. Avanzaba, pero se sentía demasiado a la deriva para hallarse cómodo. No sabía adonde iba, ni tenía idea de hasta qué punto podía confiar en sus compañeros, fuera de la garantía que le había dado Aubrey. No podía relajarse. Había sido asesinado un hombre en el centro de Moscú y él escapaba ahora en un vehículo del servicio público. Todo el asunto estaba teñido de la tenue atmósfera de lo ridículo… y, tuvo que reconocerlo, de lo anónimo. Otra vez Aubrey.

Aubrey no le había dicho ni palabra sobre el modo como saldría de Moscú ni sobre el tipo de transporte que utilizaría hasta Bilyarsk. Sería como un equipaje hasta que llegaran al hangar. Así había tratado de considerar toda la operación; pero el choque que ello significaba para su sistema, con sus reservas de calma e indiferencia, afectadas por la muerte producida a orillas del río, le hacía cada vez más difícil permanecer como un equipaje mudo. Estaba asustado.

En la estación de Kourskaia, durante la breve parada, se esforzó en no atisbar por la ventanilla, salvo con aspecto distraído, y en no fijarse en los viajeros que subían. Se volvió, no obstante, hacia Pavel cuando se cerraron las puertas y notó que éste mantenía una mirada fija en el andén. Advirtió lo que ocurría. En las escaleras mecánicas de salida, los que habían abandonado el convoy eran sometidos a una breve inspección por dos hombres con abrigo y sombrero.

Con la garganta reseca por el miedo, observó cómo Pavel dirigía la vista hacia la parte de atrás del vagón. Al cruzarse sus miradas, éste se limitó a asentir una vez más. Comprendió. La KGB. Estaban efectuando sus apuestas. Antes de iniciar la operación masiva de entrada en los convoyes, tapaban las salidas. Sabían que el metro era una buena vía de escape; tenían un plano de la red y un horario de trenes, exactamente igual que Aubrey al planear su huida, y el asesinato había sido cometido a una distancia conveniente de la estación de Pavolets.

Examinó deprisa, como distraídamente, los documentos que le había dado Pavel. Al acabar, los volvió a guardar y su mirada se vio hipnóticamente atraída de nuevo por la ventanilla.

El negro túnel se deslizaba a gran velocidad. Sintió un nudo en el estómago y le subió un regusto de bilis. Contemplaba, indefenso, la puerta que comunicaba el vagón con el de delante, esperando verla abrirse y aparecer en ella un individuo con abrigo, de modales autoritarios, cuyos ojos se clavaran con dureza en los suyos.

El tren redujo la velocidad y la oscuridad de las tiznadas ventanillas dejó paso a la cruda iluminación de la estación de Komsomolskaia. Involuntariamente, miró a Pavel. Se había levantado y se agarraba a un pasamano junto a las puertas corredizas. Gant también lo hizo, sin sentirse seguro en absoluto -supuso que estaría pálido y sudoroso-, y se situó frente al segundo grupo de puertas del vagón.

Cuando se abrieron, le asaltó de pronto la idea de que no recordaba nada de lo que decían los papeles que llevaba en el bolsillo. Con su repentino pánico lo había olvidado. Bajó vacilando al andén; alguien le empujó y este movimiento actuó como disparador. Grant… casi como su nombre auténtico. Ya recordaba. Miró a la salida. Sí; había dos hombres de la KGB.

Pavel se colocó casi a su lado, como para afianzarlo con su presencia. Había salido del tren bastante gente, y el corpulento ruso y él quedaban más o menos en el centro del grupo. Se acercaban a la salida despacio, con una especie de desgana colectiva. La opulencia de la estación se abrió paso hasta su nivel consciente. Tampoco ahí había rótulos, ni anuncios de mujeres en ropa interior, ni carteles con enormes botellas de whisky o anunciando una película… Tan sólo frescos de las grandes y laudables victorias del pueblo ruso a partir de 1917, en el más nítido, desgarbado y caricaturesco estilo del realismo soviético.

Perdió de vista a Pavel entre el gentío, pero no volvió la cabeza.

El grupo enfiló hacia los hombres que esperaban al pie de la escalera. Estaban pidiendo la documentación, y él buscó en el bolsillo la que lo acreditaba como Michael Grant. La sacó y le echó un nuevo vistazo tan deprisa como le fue posible. Michael Grant: pasaporte, visado de entrada, reserva de hotel, folleto informativo Intourist.

Se encontró frente al hombre de la KGB, un individuo de facciones pálidas, huesudas, afiladas, nariz aguileña y ojos grandes y vivos. Le examinó los documentos a conciencia, pasando la mirada de la fotografía a su rostro y luego nuevamente a aquélla. Después dedicó su atención a los papeles extendidos a nombre de Michael Grant desde su llegada a Moscú, tres días antes. Gant se preguntó si ese día se habría registrado en el Varsovia una persona con ese mismo nombre, y casi inmediatamente supuso que no se habría pasado por alto el detalle. El tal Michael Grant sería un turista auténtico a quien se habrían pedido los documentos con algún pretexto para poder reproducirlos.

- No tiene buen aspecto, señor… ¿Grant? -dijo el agente de la KGB en inglés. Sonreía, y no parecía sospechar nada.

- No… -vaciló-. Me molesta el estómago. La comida… ya sabe usted. -Esbozó una sonrisa.

- En la fotografía lleva gafas, señor Grant.

Gant se dio unos golpecitos en el bolsillo y siguió sonriendo, con una sonrisa vana y decididamente estúpida.

- Las llevo en el bolsillo…

- ¿No es buena la comida del Varsovia?

- Si, si… sólo que algo pesada para mí.

- ¡Ah! Gracias, señor Grant.

Anotó el número del pasaporte y el de los demás documentos. Gant dio una docena de pasos antes de darse cuenta de que sus pies lo llevaban automáticamente a las escaleras de salida, las subía y quedaba fuera de la vista de los hombres de la KGB. El estómago se le revolvió y eructó. Sentía una angustiosa necesidad de ayuda. Tuvo que hacer un esfuerzo para no volverse a mirar a Pavel y al otro, ahogando el creciente pánico ante la idea de que hubieran sido detenidos y ahora él estuviese completamente solo…

Dejó las escaleras y se acercó a un plano del metro de Moscú. No se atrevía a apartar la mirada de él mientras, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y los hombros hundidos, luchaba con las náuseas. Se repitió una y otra vez que aquella era la misma tensión del vuelo, las mismas angustias bruscas y violentas de los momentos que van de la calma y el tedio al terror que tantas veces había sentido. Pero ese sedante de la familiaridad no daba resultado. Acaso en aquel inmenso y recargado vestíbulo de la estación, entre la gigantesca estatuaria, los mármoles y bronces, el pavimento de mosaico y los frescos de las paredes, acaso allí era incapaz de trasponerse a sí mismo a la cabina de un avión y serenar así su creciente pánico. Lo único que sabía era que estaba solo, perdido… Pavel y el otro debían haber sido detenidos. ¿Qué iba a hacer?

Alguien lo tocó en el hombre con la mano y dio un respingo, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se volvió. Pavel pudo ver su cara húmeda y con expresión aterrorizada; la duda asomó a sus ojos.

- Gracias a Dios -susurró Gant.

- Tiene un aspecto malísimo -señaló Pavel, hoscamente-. Señor Grant… he estado observando su forma de comportarse. Y no es muy convincente.

- ¡Santo Dios! ¡Me ha dado usted un susto de muerte, hombre! -estalló aquél.

Pavel lo miró desde su mayor altura. Gant parecía más pequeño, más delgado, más poca cosa de lo que su disfraz podía dar a entender. Parecía tener razón Edgecliffe, el jefe del SIS en Moscú: ese hombre era un peligro. Si le crea problemas serios, le dijo, desembarácese de él; no arriesgue por él a toda la red.

Y Gant daba la impresión de constituir ya un serio problema.

- Vaya y haga como si se sintiera mal -le dijo Pavel, con disgusto en la voz-. Escóndase en los lavabos. Encontraremos más gente de la KGB en el camino. Saldremos de la estación cuando crean que tienen refuerzos suficientes… Cuando piensen que no podremos salir a la entrada principal sin haber sido registrados cuatro o cinco veces. ¡Vaya!

Escupió la última palabra y Gant, tras quedarse mirándolo un instante, dio la vuelta y se alejó. Pavel lo observó, movió dubitativamente la cabeza y se puso a vigilar, protegido por el periódico, las llegadas a la estación Komsomolskaia del metro.

David Edgecliffe, agregado comercial de la Embajada Británica, se hallaba en el bar del Hotel Moskva. Desde su lugar, cerca de la puerta, divisaba el vestíbulo. Vio llegar a los hombres de la KGB, acompañados de dos miembros, por lo menos, del Servicio de Seguridad Política. Si su diagnóstico era correcto, el pobre diablo de Fenton no había muerto en vano. Se inclinó con tristeza sobre el whisky y apuró el vaso. La presencia allí de los dos agentes de la KGB podía significar que se habían tragado la comedia del asesinato de Orton a manos de sus presuntos cómplices en Moscú al no poderles hacer la entrega convenida. Orton ha muerto. ¡Viva Gant!

Esbozó una amarga sonrisa e hizo una señal a un camarero, que le llevó en una bandeja otro whisky y una jarrita de agua. Pagó el importe y pareció volver al libro que estaba leyendo. Secretamente, observó a los hombres de la KGB mientras sacaban el equipaje de Gant. Habrían registrado la habitación y removido todo. Orton, el misterioso inglés aparentemente tan inofensivo pero que había infectado a la juventud moscovita con la terrible plaga de la heroína, sería investigado a fondo. Edgecliffe sonreía. Esa noche, en su informe a Aubrey, hablaría de «marcha satisfactoria del asunto».

Además de los documentos falsos que había enseñado al agente del metro para evitar su posible identificación como sospechoso de tráfico de estupefacientes, Pavel llevaba en el bolsillo algo que hubiera puesto a Gant mucho peor de lo que éste podía imaginar siquiera: una tarjeta roja como la que llevaban los miembros de la KGB. Una tarjeta que, sinceramente, deseaba no tener que utilizar, puesto que era falsa, pero que emplearía si no había otro medio de abandonar la estación.

Vio cómo iban llegando. Todavía eran pocos, pero actuaban con eficacia. Cambió de sitio una docena de veces en menos de un cuarto de hora, dominándose los nervios y la impaciencia para que sus movimientos parecieran casuales, despreocupados. Había agentes de la KGB en la entrada principal, junto a una barrera colocada precipitadamente en el portillo que llevaba a la plaza y a la noche, y a todos los pasajeros que entraban o salían se les pedía la documentación. Se trataba de un grupo heterogéneo de agentes, unos en servicio y otros fuera de él, de los distintos departamentos de la 2.a Dirección, e incluso reconoció a algunos por los ficheros del Servicio de Seguridad Política que tenía Edgecliffe. Buscaban a los asesinos de Orton, a los «delincuentes económicos» que constituían uno de los grandes afanes de su vida.

Vio a Vassili, el tercer hombre del malecón, una sola vez, sentado en el restaurante de la estación ante un pastel enorme y una taza de café. El café era bueno y la repostería, barata y adecuada para un hombre que, según sus documentos, trabajaba como vigilante nocturno. Vassili aún podría permanecer en el restaurante un par de horas, e incluso pasar una inspección sin despertar sospechas. Y lo mismo él. Pero no Gant.

Los demás miembros de la KGB, que no habían perdido de vista los andenes de abajo, se afanaban en vigilar todos los puntos del vestíbulo que parecían idóneos para ocultarse. Un reducido grupo estaba atareado en abrir todos los armarios de la consigna de equipajes, en la pared más alejada de donde él estaba. Otros pedían la documentación y hacían preguntas a los pasajeros que subían, intimidados y atemorizados. Pavel, sin poder evitar el sentirse fascinado, asistía a una operación típica y a fondo de la KGB contra los ciudadanos de Moscú.

Procuró tener siempre a la vista la entrada a los lavabos por la que se había metido Gant. Estaría pasando un mal rato. No entendía cómo había sido elegido para esa misión. En cuanto a él, era un simple eslabón de la cadena, uno más del grupo de Edgecliffe en Moscú, aunque sabía más de lo que quizá le convenía; con todo, Edgecliffe profesaba un respeto fuera de lo común por los rusos que trabajaban para él; fuesen judíos o no. A diferencia de Aubrey, conocía el riesgo que corrían y, si hubiera podido evitarlo, no les habría dejado actuar de noche; en el caso de Pavel, ni siquiera por el Firefox.

Casi se le pasó por alto el agente de la KGB que bajaba las escaleras de los lavabos, ocupado como estaba en observar el barullo que se armó cuando alguien fue detenido en la entrada de la estación. Una irregularidad en los documentos, quizá en los visados de viaje o en el permiso de trabajo… cualquier cosa. Al verle en las escaleras, echó a andar desde el sitio que ocupaba, cerca del restaurante, despegándose despreocupadamente de la pared como un cartel arrancado por el viento. No fue bastante, sin embargo, para impedir que otro hombre de la KGB, que salía del restaurante limpiándose los labios con un pañuelo azul oscuro, le pidiera la documentación. Durante un instante, sólo un instante, Pavel pensó en ignorar la orden. Volvió la cabeza y trató de sonreír con nerviosismo al tiempo que se llevaba la mano despacio, inocentemente, al bolsillo de arriba.

Gant seguía en uno de los lavabos, sentado en el retrete, con la chaqueta echada encima, una mano sujetándose con fuerza las solapas sobre la garganta y la otra metida en un bolsillo para ocultar su temblor. Sabía que le faltaba poco para volver al estado en que se halló en Saigón, para el desvarío…

No le había hecho falta simular que se sentía mal. Nada más meterse en el lavabo se le había venido a la boca la cena. Las náuseas, que no lo abandonaron hasta que lo arrojó todo y acumuló en la garganta bilis suficiente para frenar el dolor de los vómitos, le dejaron debilitado e incapaz de moverse. Se había sentado en la taza del retrete cansinamente, como un viejo, tratando de domeñar los latidos del corazón, cada vez más rápidos, y las titilantes y terroríficas imágenes de su mente. Oía los pasos, las conversaciones susurradas, los silbidos, el chapoteo del agua y el ruido de las toallas al tirar de ellas. Varias veces quedaron vacíos los lavabos, pero no se movió. No podía.

Se sentía como quien, preparándose para una marcha de muchos kilómetros, se rompe una pierna al resbalar en el umbral de la puerta de salida. La porción de su mente que seguía funcionando, aunque fuera como observador impotente, hallaba la situación ridícula, incluso vergonzante. No podía explicarse por qué se sentía tan mal, pero sospechaba que era simplemente porque no se había preparado para la realidad de las cosas. Era una persona sin resistencias contra el miedo. Su quebradiza y opresiva arrogancia lo hacía vulnerable a las situaciones que no podía controlar, y por mucho que intentaba convencerse de que su situación era llevadera, esa ficción no arraigaba en su imaginación, no lo aplacaba.

Oyó pasos en las baldosas de afuera. Se prometió a sí mismo salir en la próxima ocasión en que quedara vacío el recinto. Llamaron a su puerta.

- ¿Oiga? -oyó, en ruso-. Su documentación. Deprisa.

- Yo… yo… -forzó las palabras a salir-. Estoy en el retrete -dijo, en el inglés que le había sido metido en la cabeza a fuerza de repetir.

- ¿Es inglés? -preguntó el de afuera, con marcado acento-. Seguridad del Estado -añadió-. La documentación, por favor.

- ¿Puede… esperar un minuto?

- Bien -respondió el hombre, con irritación.

Gant arrancó un trozo de papel del rollo, lo estrujó ruidosamente y descargó la cisterna. Se desabrochó e hizo sonar la hebilla del cinturón, agitó el dinero suelto que llevaba en el bolsillo, descorrió el cerrojo y salió.

El individuo de la KGB era ancho de cintura, pero muy musculoso, y estaba de mal humor. Debía de tener, conjeturó Gant, un puesto bastante bajo en la organización, pero no pensaba dejárselo notar a un turista inglés. Hinchó el pecho y lo miró soltando chispas de un modo absolutamente teatral.

- Sus documentos… por favor. -Le tendió la mano, mirándole a los ojos-. ¿Se siente usted mal… o tiene miedo?

- No… Es el estómago -repuso en voz baja, dándose unos golpecitos en el abrigo.

El hombre revisó los papeles con cuidado, sin imaginación ni prisa. Luego levantó la vista. Se los tendió a Gant, diciéndole:

- Sus documentos no están en regla.

Buckholz le había dicho machaconamente que ese truco es práctica habitual en las investigaciones iniciales: acusar de algo, de lo que sea, para poder calibrar la reacción. Mas se sintió incapaz de responder inocentemente. El miedo asomaba a sus ojos, a la mirada furtiva, como la del animal que busca un agujero para escapar. El hombre de la KGB se llevó la mano al bolsillo y Gant comprendió que iba a sacar un arma. En una reacción instintiva, cargó sobre él, esforzándose por mantenerle al ruso la mano dentro del bolsillo, haciéndole perder el equilibrio pero sin que dejara de buscar la pistola.

El hombre chocó con el armarito de la toalla sin conseguir recuperar el equilibrio. Todavía luchaba por apoderarse del arma que tenía en el bolsillo, lo único que podía darle seguridad, mientras Gant tironeaba frenéticamente de la toalla. El ruso había conseguido aferrar el arma con una mano, que a Gant se le escurría; le resultaba difícil sujetar la gruesa muñeca. Soltó un rodillazo en la ingle al ruso, que, con la respiración entrecortada, gruñó y se desplomó contra la pared. Gant consiguió formar un lazo grande de toalla y lo enrolló al cuello del hombre. Empezó a tirar. El ruso luchó con su mano libre contra los apretados pliegues, mientras sus ojos parecían agrandarse hasta hacerse bulbosos. Gant sintió que también se le nublaba la visión, y siguió retorciendo la toalla y tirando de ella. Creyó oír una voz, distante y aguda, y notó que alguien lo empujaba por el hombro. Lo obligaron a darse la vuelta y algo explotó ante su rostro.

Miró a Pavel, que alzaba la mano para abofetearlo por segunda vez. La expresión de su rostro manifestaba una furia despiadada y fría.

- ¡Usted… bestia imbécil! Era de la KGB. ¿No comprende lo que eso significa? ¡Y… usted lo ha matado!

Gant se volvió para contemplar aturullado los rasgos lívidos y los ojos enormemente abiertos del ruso caído en el suelo. La lengua le colgaba, fláccida. Miró a Pavel.

- Yo… yo creí que… se había dado cuenta de que soy… -se disculpó con voz débil.

- ¡Es usted una amenaza, Gant! -le cortó Pavel-. Hará que nos maten a todos, ¿no se da cuenta?

Se quedó mirando el cuerpo un momento, como hipnotizado, y se inclinó de pronto, galvanizado por un frío temor, y desenrolló la toalla. Cogiéndolo por las axilas, arrastró el cuerpo y lo introdujo en uno de los retretes vacíos. Le metió las piernas adentro, le registró los bolsillos y se encerró con él.

- ¿Puedo salir? -oyó Gant que le preguntaba.

- Sí -repuso con voz débil.

Levantó la vista y observó cómo el corpulento Pavel salía del retrete escalando la puerta y se dejaba caer a su lado. El ruso se frotó las manos, manchadas de polvo. Se dio un golpecito en el bolsillo.

- He tratado de… ocultar su imbecilidad preparándolo todo como si ese hombre hubiera sido robado. -Mostraba absoluto desprecio por Gant-. Ahora -añadió- suba enseguida las escaleras y diríjase despacio hacia la entrada. Si alguien, sea quien sea, le pide que se detenga, hágale caso. Enséñele la documentación y explique que se siente mal, como antes… ¿Comprende?

- Sí. Él… me dijo que no tenía la documentación en regla.

- ¡Maldito imbécil!… ¿Y lo ha matado por eso? Está en regla. Sólo pretendía que se delatara.

- Yo… no sabía dónde estaba usted.

- Me paró la KGB. Pero mi documentación también estaba en regla. -Empujó a Gant delante-. Ahora, deprisa, suba hacia la entrada. Pueden echar de menos a ese gordo en cualquier momento y entonces nadie podría salir de la estación.

Gant fue parado dos veces, mientras cruzaba el vestíbulo, por funcionarios de baja graduación de la KGB que miraron su documentación, le preguntaron por su salud y le dejaron ir. Se acercó despacio a la barrera provisional tendida ante la puerta.

No tenía ni idea de dónde estaba Pavel. Tendría que esperarlo… si conseguía salir.

Los hombres que se hallaban junto a la barrera, por lo menos uno alto, de pelo gris, que lucía en un lado de la cara los efectos de una mala operación de cirugía estética -una herida de guerra, pensó Gant-, poseían sin duda más autoridad que el gordo al que había estrangulado. Tendió los documentos a uno de ellos, joven, que estaba de pie enfrente del inexpresivo agente de pelo gris, y se quedó esperando. Trató de no mirar el rostro lleno de cicatrices, a medio reparar, pero sus ojos se desviaron, atraídos hacia él. El hombre esbozaba una leve sonrisa y se restregaba con una mano de afilados dedos la mejilla artificialmente suavizada.

- ¿Inglés? -preguntó el joven. -Eh… oh, sí.

- Mmm… Señor Grant, debo pedirle que espere en una de esas mesas un momento, hasta que comprobemos los datos con su hotel.

- Poseo la documentación…

- Sí, y su pasaporte y todos los papeles llevan el sello del servicio de seguridad… No obstante, tengo que pedirle que espere.

El joven levantó la barrera, dejando en el extremo una sección sujeta con unos goznes, y guió a Gant a través de ella. Más allá de la mesa ante la que se le indicó que se sentara había otras ocupadas. No todos eran rusos. Oyó a un hombre de edad que decía con acento norteamericano:

- ¡No tiene ningún derecho a dudar de este pasaporte y de estos documentos, hijito! -Un joven de la KGB con el pelo rapado hizo caso omiso de la observación y siguió hablando por teléfono.

Gant se sentó pesadamente ante la mesa, bastante desvencijada y puesta allí, sin duda, con el único propósito de conseguir una cierta semejanza con los sitios donde la KGB solía llevar a cabo sus interrogatorios. Le costaba tragar la saliva. Echó una mirada hacia la barrera y vio cómo Pavel recogía sus documentos y salía de la estación sin volver la vista atrás. Una vez más, perdía el control de la situación. Contempló el teléfono negro, único objeto que había en la mesa.

En ese momento se sentó el joven en la silla que había frente a él y le sonrió.

- Esperemos que no nos lleve mucho, señor Grant -dijo.

Cuando marcó el número del Hotel Varsovia, Gant advirtió claramente, por vez primera, que tenía todas las probabilidades en contra. Estaba en manos del mayor, el más despiadado y el mejor servicio de seguridad del mundo. La afirmación de Aubrey de que la KGB era a todas luces ineficaz a causa precisamente de sus vastas dimensiones le servía de escaso consuelo. Sentado ante aquella mesa, en el frío vestíbulo de la estación, las estupideces dichas en el tranquilo ambiente de la habitación de un hotel del centro de Londres no aportaban, en verdad, una gran ayuda.

- ¿Hotel Varsovia? -preguntó el joven en ruso. Gant mantuvo la mirada fija en la mesa, para no delatar ningún signo de que atendía la conversación-. Ah, sí, aquí Seguridad del Estado. Póngame con Prodkov, por favor.

Prodkov debía ser el agente de la KGB perteneciente a la plantilla del hotel: un camarero, o un administrativo, o un pinche, pero con mucho más poder que el director.

Hubo una larga espera. Luego:

- Prodkov… Tengo aquí un turista, Michael Grant. Está registrado en la habitación 308… ¿Sí, le conoces? ¿Dime qué aspecto tiene? ¿Quiere mirarme un momento, señor Grant, por favor? Gracias. Dime, Prodkov… Mmm. Sí… sí; ya. ¿Y no está ahí ahora? -Hubo otra pausa, más larga aún. Gant aguardaba, incrédulo. Aubrey no podía haber previsto lo que estaba ocurriendo; ahora resultaría que Grant tendría un aspecto distinto, o que estaba en la cama-. Bien. Gracias, Prodkov. Adiós.

El joven lo obsequiaba con una deferente sonrisa en disculpa por lo ocurrido. No había habido sospechas, ni presiones; simplemente, la comprobación rutinaria de la documentación de un turista. Recogió el montón de papeles y los metió en el pasaporte extendido a nombre de Michael Grant.

- Gracias, señor Grant… Le ruego nos disculpe cualquier retraso que le hayamos causado. Estamos buscando… unos delincuentes, por decirlo claramente. Desde luego, lo único que queremos es excluirle de nuestras investigaciones. Queda en libertad para continuar su visita nocturna por nuestra ciudad.

Estaba, a todas luces, orgulloso de su inglés. Se puso en pie, le estrechó gravemente la mano y lo acompañó fuera de la barrera. El hombre de pelo gris le sonrió también, maliciosamente, al pasar, contrayendo las facciones de sólo una mitad de su cara.

Gant inclinó la cabeza, rebasó la barrera y echó a andar con tanta firmeza como pudo. Más allá de la ornamentada entrada, bajo el recargado pórtico, le llegó de pronto el viento helado. Notó que tenía el cuerpo bañado en sudor, después de aliviarse la tensión que había sentido. Miró a su alrededor y vio a Pavel destacándose de las sombras.

- ¡Bien! -dijo éste-. Ya hemos perdido demasiado tiempo. Dentro de poco será peligroso andar. Vaya por delante de mí, bajando la calle Kirov. Cuando nos hallamos alejado de la estación lo alcanzaré y le diré hacia dónde nos dirigimos. ¿De acuerdo? Bien, comience a andar.

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