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La suavidad que lo caracterizara antes había desaparecido de la voz de Kontarsky. Su tono era ahora quejumbroso, impaciente. Se paseaba de un lado a otro de su despacho frente a Priabin, que permanecía sentado ante la mesa, en una incesante ronda. Eran las siete y diez. Priabin había dejado el sótano de la calle Dzerzhinsky sólo unos minutos antes, después de que Riassin, el que parecía más fácil de quebrantar de los dos hombres detenidos esa mañana en la avenida Mira, cayera sumido de nuevo en un estado de inconsciencia. Priabin sentía el mal sabor, en la boca, de un interrogatorio fallido. A falta de tiempo para aplicar los métodos más refinados y más lentos que él prefería, se había acudido al ablandamiento por la fuerza bruta y al uso desenfrenado del pentotal con los dos hombres. Y no se había averiguado nada. Priabin creía que no había nada que averiguar, salvo que los dos conocían a Pavel Upenskoy y que uno de ellos, Glazunov, trabajaba con él en el camión de reparto. Se le había indicado que ese día se quedara en casa, aunque Upenskoy tenía que salir para hacer una entrega en Kuibishev… Un largo viaje; pero insistió, bajo el efecto de las drogas, en que no se le había dicho porqué.

Kontarsky, sin embargo, no estaba de humor para aceptar que Priabin había actuado con la dureza requerida, aunque sin llegar a acabar con Glazunov y con el otro hombre. Lo único que aceptaba era que su ayudante había fracasado. Estaba convencido de que los dos detenidos se guardaban información.

Priabin siguió con la vista los pasos de su jefe sobre la alfombra. Como él, se daba cuenta de que era cada vez más apremiante conocer la identidad del segundo hombre del camión. El problema estaba en que no lograban saber qué pretendían los agentes de información norteamericanos o británicos al introducir a un hombre en Bilyarsk… puesto que hacia allí parecía dirigirse el impostor. ¿Qué podía hacer él que no estuviera al alcance de Baranovich, un hombre de mente brillante y original, o de Semelovsky, o incluso de Kreshin, que pasarían trabajando en el avión toda la noche? Un extraño no conseguiría en ningún caso acercarse al Mig. Y la idea de trasladarse allí para espiar, para sacar fotografías, era ridícula.

Reparó en que Kontarsky estaba de pie ante él. Levantó la vista. El coronel, en cuyas facciones se marcaba la tensión, llevaba varias horas de retraso en su proyectado viaje a Bilyarsk, puesto que quería llegar allí con información positiva acerca del hombre que viajaba, en la misma dirección, en el camión de Upenskoy. Desde primeras horas de la tarde lo esperaba un helicóptero de la KGB en las afueras de la ciudad.

- Muy bien -dijo Kontarsky, que parecía haberse decidido-. Llame por teléfono, Dimitri. Póngase en contacto con el coche que los sigue y que detengan a Upenskoy y al otro hombre… ¡ahora mismo!

- Si, señor.

Priabin descolgó el teléfono. Debía darse por radio una breve instrucción a la oficina de la KGB en Kazan, desde donde sería cursada al coche perseguidor.

- Dígales que pidan la ayuda que necesiten al puesto de guardia del desvío a Bilyarsk -añadió Kontarsky-. ¿Cuántos hombres van en el coche?

- Tres -contestó Priabin. Y agregó-: La última posición del camión indica que ha rebasado el desvío a Bilyarsk… sin detenerse ni pararse. -Sostenía el teléfono descuidadamente.

Kontarsky se volvió en el acto.

- ¡Entonces, que lo paren ahora! -barbotó-. ¡Y quiero saber si ese hombre continúa aún en él!

Nada más dejar atrás el desvío a Bilyarsk, donde pudo vislumbrar el puesto de guardia entre la oscuridad cada vez mayor, Pavel supo que tenía los minutos contados. Sin reducir la velocidad, se abrió la cremallera de la cazadora retirando una mano del volante, y sacó del cinturón una vieja automática reglamentaria. La depositó suavemente en el asiento que ocupara Gant hasta hacia unos instantes.

El coche que lo seguía había abandonado la idea de hacerlo con las luces apagadas. Podía ver las manchas de sus faros en la cinta de carretera que quedaba atrás. Se preguntó si se pararían para consultar con los centinelas de la carretera de Bilyarsk, pero no lo hicieron; probablemente, estarían comunicándose con ellos por radio. Estos los informarían que no se había parado, ni reducido la velocidad… y se preguntarían por qué.

Calculó que le quedaban unos quince kilómetros hasta que entraran en sospechas o hasta que su jefe les ordenara averiguar quién era el misterioso pasajero. Entonces lo alcanzarían y lo forzarían a aminorar la velocidad. Conocía bastante bien la carretera entre Kazan y Kuibishev. Era una zona agrícola, con pueblecitos aislados y algunas granjas, pero sin ninguna ciudad hasta Krasny Yar, que estaba ya a unos quince o veinte kilómetros de Kuibishev. No le permitirían llegar tan lejos.

Había aceptado los riesgos. Sabía que el proyecto de Bilyarsk era importante para los soviéticos y vital para la NATO. Conocía la desesperación implícita en el plan de robo del avión, y la desesperación que había inducido a Edgecliffe a sacrificarse a sí mismo, al pobre Fenton y a los demás. Se enorgullecía de la importancia que el propio Edgecliffe le concedía a él mismo y sabía que no lo había sacrificado a la ligera. Ahora, en todo caso, dependía de sí mismo y tenía que evitar ser capturado al menos durante doce horas, hasta que Gant… No tenía tiempo de preguntarse por Gant, ni de evocar la incómoda y deprimente sensación que producía, como la del olor corporal.

Decidió seguir; con toda probabilidad, no habría barreras en la carretera antes de Krasny Yar. Todas sus oportunidades de ocultarse dependían de que consiguiera acercarse lo más posible a la ciudad. No conocía a nadie en ella, pero eso no le preocupaba. Sólo necesitaba un refugio y algo de comida; después… Pero no debía pensar en el futuro, sino actuar cuando el coche que lo seguía iniciara sus movimientos.

Pensó en María, su mujer. Creyó llegado el momento de concederse ese pequeño lujo. ¿Cuántos años tendría ahora? Treinta y siete; tres más que él. Doce años en la cárcel, por manifestarse contra la invasión de Checoslovaquia en 1968. La condena inicial había sido por tres años, pero ella había logrado filtrar varios escritos en los que describía el trato de que era objeto, y se le había ampliado la sentencia. Pavel sabía, con nauseabunda certeza, que nunca la soltarían… que ella nunca aceptaría tal favor de un régimen al que odiaba.

María era judía y tenía estudios superiores. Había trabajado como maestra antes de que sus actividades políticas provocaran su despido y luego su encierro. Él no había comprendido nunca por qué lo había elegido: un hombre sencillo y sin estudios. Pero la adoraba por haberlo hecho y llevaba doce años tratando de mostrarle lo que valía. Había hecho todo lo que le pidieron Edgecliffe, Lansing y quienes los precedieron en la Embajada británica.

No estaba seguro, porque nunca se puede estarlo de estas cosas, pero juraría que su mujer había sido sometida a tratamiento psiquiátrico forzoso, de acuerdo con las ideas del Kremlin y de la KGB. Todo disidente era, según la línea oficial, un lunático. Pero el peor pensamiento no era ese, sino el de que acaso sería incapaz de reconocerla si se cruzaba con ella en la calle, a causa del envejecimiento producido por los años de cárcel. Le producía pavor esa simple probabilidad.

Miró por el retrovisor. El coche se encontraba ahora más cerca. Echó un vistazo a su lado derecho y comprobó que la pistola no había resbalado. La culata seguía a su alcance y podía empuñarla cuando quisiera. Volvió a mirar por el retrovisor. El coche le hacia señales con las luces. Sonrió torvamente. Sabían que los había visto y, en su arrogancia semidivina, supondrían que, una vez decidido por ellos que la partida había llegado a su fin, se derrumbaría como un castillo de naipes. Apretó el acelerador; las luces del coche quedaron rezagadas y luego borbotearon más cerca cuando sus ocupantes advirtieron que intentaba escapar.

Avanzaban por un tramo recto, pero que aún no había sido ensanchado y no permitía la circulación de dos vehículos en el mismo sentido. Para detenerle, tendrían que pasar a su lado, por el carril de sentido contrario. Eso era lo que esperaba. Si conseguía mantenerlos detrás algún tiempo, acabaría por sentirse agraviada su arrogancia e intentarían adelantarlo. Con una sonrisa estereotipada, advirtió que lo intimaban a parar haciendo destellar las luces. Aceleró hasta poner el camión a ciento diez.

Las luces quedaron otra vez atrás, y luego se acercaron. Pavel suponía que los ocupantes del coche estarían ya para entonces nerviosos; no estaban acostumbrados a que nadie los desafiase. Se puso en tensión y examinó el tramo de delante. No había árboles; la carretera estaba bordeada por un terraplén bajo que la separaba de los trigales. El terraplén podía servir para lo que pretendía.

El coche asomó el morro por el otro carril, con prudencia, como si sospechara alguna treta. El conductor vacilaba, haciendo destellar las luces. Pero de pronto debió apretar el acelerador a fondo, porque el vehículo dio un salto adelante, tomando a Pavel por sorpresa, y se puso casi a la altura de la cabina del camión antes de que éste reaccionara. Pavel giró malignamente el volante y el camión se desvió en diagonal. Oyó y sintió el desgarrador impacto de los dos vehículos al chocar; enderezó el volante, y las luces del otro coche oscilaron locamente antes de surcar el terraplén. Levantó el pie del acelerador y frenó con violencia. El camión chirrió hasta detenerse. Bajó el cristal de la ventanilla y se quedó escuchando. Reinaba el silencio. El motor del coche se había parado al ir a parar contra el terraplén. Tomó la pistola y bajó de la cabina. El vehículo de la KGB estaba delante, a unos cien metros, con el morro hundido en la tierra. Al acercarse, vio atravesado sobre el capó el cuerpo del ocupante del asiento delantero, impulsado a través del parabrisas a más de cien kilómetros por hora.

Quedó sorprendido cuando se abrió la portezuela trasera y se desplomó sobre la carretera una sombra oscura. Se detuvo, listo para actuar. El fogonazo del arma y el ruido de los disparos, dos chasquidos secos y sonoros, le chocaron como si estuvieran fuera de lugar. Una de las balas erró, pero la otra lo alcanzó en el hombro. Levantó la pistola, olvidándose de la herida, y disparó también dos veces. La figura sombría se estiró sobre el suelo lentamente, con movimientos como los de un danzarín de ballet.

No tenía necesidad de examinarse la herida para saber que le resultaría casi imposible conducir un vehículo pesado. Con el brazo herido colgando a un lado, volvió al camión y se arrastró a la cabina penosamente, mientras una niebla de dolor le ofuscaba la visión y el sudor le empapaba la frente. Con un esfuerzo supremo, temblando de pies a cabeza, puso el motor en marcha y partió del lugar del accidente, apoyando pesadamente el pecho sobre el volante y con los ojos nublados por el dolor y la pérdida de sangre. Sólo tenía dos pensamientos en la mente: llegar a Krasny Yar antes de desmayarse, y la cara de su mujer, María, tal como él la recordaba…

Pavel Upenskoy murió cuando el camión no logró salvar una curva a quince kilómetros de allí, volcó y él, inconsciente, salió despedido a la carretera. El vehículo quedó a mitad del talud y cayó invertido sobre su cuerpo.

Piotr Vassilevich Baranovich no se sentía ya desconcertado con Gant, el norteamericano. Al principio, durante la primera hora o más de estancia en la casa de la avenida Tupolev, su comportamiento lo había dejado cada vez más perplejo. Lo había observado mientras terminaba la cena que le sirvió la mujer que vivía con Kreshin, una secretaria del departamento de contabilidad. Lo había observado después, mientras hablaban de su viaje y de Pavel -que estaría Dios sabe dónde, en la carretera de Kuibishev o en manos de la KGB-, sintiéndose no menos confundido. Fue luego, al empezar a hablar del Mig-31 Mikoyan, el Firefox en el lenguaje de la NATO, cuando vio en sus ojos aquel anhelo vivo y ardiente, casi lujurioso, y cuando desechó sus dudas sobre la elección del piloto efectuada por Buckholz.

Comprendió que Gant, por alguna razón profunda que sólo a él le atañía, necesitaba pilotar el avión. El hombre que tenía sentado allí, frente a él, había sido mandado de Estados Unidos a Inglaterra, y luego a Rusia, y de Moscú a Bilyarsk, como un fardo de ropa sucia, y él los había dejado hacer porque al final del viaje, como un monstruoso premio para un niño bueno, estaba aquel reluciente juguete que constituía el Mig.

Semelovsky los había dejado nada más entregar al estadounidense, para irse a su casa. No volverían a verse hasta el día siguiente, cuando informaran al hangar de que debía prepararse el avión para las pruebas de armamento. Kreshin y él, en cambio, pasarían juntos los controles de seguridad por la mañana, al entrar en el complejo.

Baranovich sabía que la KGB mantendría una estrecha vigilancia sobre Kreshin, sobre Semelovsky y sobre él mismo durante toda la noche. Era indudable que recibiría órdenes de detenerlos unas horas antes del vuelo. Eso era lo que esperaban. Entre tanto, hasta que concluyeran los trabajos con el sistema de armamento, no podían tocarlos. Todo lo que podían hacer era vigilarlos desde un coche aparcado afuera. Por eso mismo, la presencia de Gant en la casa, que parecía un riesgo para la seguridad, era en realidad una medida de precaución. Estaba allí más seguro que intentando ocultarse en cualquier otro sitio de Bilyarsk. Era el último lugar en que mirarían.

Baranovich no tenía intención de interrogarse sobre su futuro personal. Como Gant, como el mismo Aubrey en Londres, aceptaba las briznas de tiempo que le habían sido dadas y no intentaba conocer siquiera lo que ocurriría horas y días después. Había aprendido a vivir así en Mavrino, y antes en otros campos de trabajo. Sabía lo que hacía cuando aceptó la orden de trabajar en Bilyarsk para proseguir las investigaciones iniciadas por alguien ya fallecido en relación con un sistema de armamento controlado por el pensamiento. También la KGB sabía lo que hacía cuando lo soltó para que ocupara ese cargo. Baranovich llevaba muchos años viviendo de prestado; casi desde el final de la guerra… no, desde antes, se corrigió a sí mismo, porque los soldados viven de prestado, sobre todo en el frente ruso durante el invierno. Acostumbrado a eso durante la mayor parte de su existencia, no veía porqué tenía que pensar especialmente ahora que le quedaban pocas horas de vida.

- ¿Qué entrenamiento ha recibido? -le preguntó, decidido a alejar las especulaciones vanas sobre sí mismo y sobre el carácter del norteamericano.

Estaban sentados en la sala de estar de Kreshin, una habitación pequeña, acogedora y confortable. Éste los había dejado solos; de hecho, Baranovich le supuso haciendo el amor con la chica, con la desesperación quizá del hombre joven para quien todo momento es precioso. Acaso tratara de olvidar con la ilusión de la pasión las horas que tenían por delante. Baranovich le había dicho ya a Gant que podía hablar sin temor a ser espiado. La casa, desde luego, tenía micrófonos instalados, pero él mismo había conectado para esa noche cintas grabadas que reproducían una charla insustancial, con el ruido de la televisión al fondo, con destino a los oyentes de la KGB.

- Le diré… Estuve dos años volando en algunas de las reproducciones del Mig-25 que hicimos en los Estados Unidos y luego dediqué varios meses a pilotar el Mig-31 en el simulador -contestó Gant. Él, a su vez, estaba impresionado por Baranovich. Su aspecto patriarcal, con el pelo y la perilla blancas, los ojos azul claro y la frente despejada, reclamaba respeto.

- Entonces no hay duda de que se ha entrenado a fondo -comentó Baranovich, sonriendo, sin dejar de dar bocanadas a la pipa, apaciblemente relajado como si Gant y él estuvieran teorizando con toda tranquilidad en la sala de reunión de una universidad. Hacía mucho tiempo, quizá cuarenta años, que Baranovich no pisaba una sala de ésas.

- Si -asintió el norteamericano. Hizo una pausa y agregó-: El sistema de armamento… Tiene que hablarme usted de él.

Baranovich no pareció sorprenderse del carácter directo de la pregunta. De hecho, lo agradeció. Eran el momento y el lugar adecuados para actuar así.

- Si. Ya sabrá usted que no ha sido un hallazgo mío, aunque yo he hecho la mayor parte del trabajo relacionado con la electrónica: la miniaturización y todo eso. -Dio una chupada a la pipa-. Usted está literalmente conectado con el sistema de armamento. Los sensores que responden a sus procesos mentales y a los movimientos de sus ojos van en el casco, en el forro interior y el visor. Un simple hilo conductor lleva los impulsos cerebrales al mecanismo de disparo, que usted conecta manualmente al tablero de mando… ¿sabe usted dónde está colocado el panel de instrumentos? -Gant asintió.

»Bien. A usted no le interesa el proceso de lo que ocurre, sino el producto final, el resultado. El sistema de radar del avión ha sido proyectado de forma que actúe conjuntamente con el control de armamento; en esencia, acorta el tiempo de disparo. Usted recibe del radar un impulso más rápido de lo que el ojo puede apreciar, que genera en su cerebro una reacción a la que responde el sistema de armamento. Así se acelera el lanzamiento de los misiles aire-aire, o el disparo de los cañones… y, desde luego, tiene usted ventaja sobre cualquier otro avión o piloto que utilice el contacto visual y no el contacto por radar. Cuando sus ojos ven el objetivo, se transmite al control del armamento el impulso cerebral… y se lanza el arma que decida usted lanzar, con lo cual su cerebro puede dirigir al misil en vuelo hacia su objetivo.

Sonrió ante la atónita mirada de Gant.

- No se preocupe, amigo mío… Algunos de los pilotos de nuestra Aviación Roja son muy poco inteligentes. El sistema sólo funciona mientras lleve usted el casco y lo tenga conectado. Por lo demás -añadió con una sonrisa-, no puedo agregar nada más; es alto secreto, ¿sabe? -Se sacó la pipa de la boca y soltó una carcajada. Sin dejar de reír, prosiguió-: Hay un interruptor general de cierre, dicho sea de pasada, que le impide a usted borrar del cielo a sus amigos con malos pensamientos…

Hizo una pausa y suspiró. Sus ojos parecían mirar hacia dentro, y cuando habló lo hizo como si estuviera resumiendo un problema exclusivamente para su propia satisfacción.

- Su gobierno se ha dado cuenta de la importancia del sistema de armamento. Es el próximo paso lógico y encierra posibilidades infinitas. Podría contarles mucho, desde luego, sólo que ellos saben que nunca podrán sacarme de la Unión Soviética. Es más fácil robar el Mig…

Dio una chupada a la pipa apagada y continuó:

- Los Estados Unidos apenas han empezado a desarrollar un sistema así. Si no lo hacen pronto, nunca conseguirán ponerse al paso de la oleada de perfeccionamientos y aplicaciones que resultarán de lo que ahora es un simple artilugio electrónico. Tendrán el Mig, ya que no pueden tenerme a mí. Las aplicaciones del sistema, cuando se perfeccione, pueden ser infinitas. Usted, naturalmente, sólo está interesado en él como piloto, no como científico. Por ahora emplea armamento convencional, pero, ¿quién sabe? El armamento podría dar pronto un salto y equipararse al sistema de guía mental…

Miró con fijeza a Gant, quien hizo desaparecer de su rostro la falta de interés. La mirada de Baranovich estaba llena de dolor cuando explicó:

- Por supuesto, lo estoy aburriendo. Quizá sea autocompasión. Me gustaría seguir viviendo, tal vez en los Estados Unidos.

Gant preguntó despacio:

- ¿Y el… el antiradar?

- ¡Ah! -Baranovich hizo un gesto negativo-. Sobre eso no sé nada. Es el aspecto más secreto de todo el proyecto. A un judío con un largo historial como disidente no se le permitiría conocerlo.

Gant asintió.

- Tengo que saber -dijo- si los rusos pueden conectarlo a distancia cuando esté volando… o si yo podré desconectarlo por accidente.

Baranovich se quedó mirándolo unos instantes, chupando imperturbablemente de su pipa. Gant se vio obligado a pensar de nuevo en un seminario de universidad, y no en una sesión de información decisiva antes de la acción.

- No -negó el ruso, moviendo la cabeza y frotándose luego la nariz con el pulgar y el índice-. Según los rumores que he oído, y que son pocos e inseguros, entiendo que el dispositivo antiradar no funciona mecánicamente.

- Entonces, ¿cómo demonios…?

- Por lo que yo entiendo, así es -repitió Baranovich en tono monótono-. Es algo… ¿podría ser un revestimiento, o una pintura de una clase especial, como el acabado de baja fricción desarrollado para el proyecto de algunos aviones norteamericanos?

Los ojos de Gant se agrandaron de asombro.

- Mmm… Incluso nosotros lo sabemos. La seguridad norteamericana no es tan buena como parece creer el Pentágono… En todo caso, como le iba diciendo, parece ser que el antiradar proviene de algún sistema así, de manera que el haz de rayos incide sobre la superficie del avión y pasa de largo, sin que se registre nada en las pantallas. Sé que el sistema puede neutralizarlo el piloto por exigencias de seguridad, como cuando aterriza en su propio aeródromo con mal tiempo, pero no puedo decirle cómo lo hace. -La expresión de su rostro se ensombreció-. No conseguirá usarlo. -Denegó con la cabeza-. No estoy seguro, señor Gant. Me he limitado a repetirle lo que he oído. Y los dos sabemos que funciona. Esa parte del proyecto ha sido desarrollada en algún otro sitio, no en Bilyarsk.

Hubo un silencio, que cortó Gant.

- ¿De cuánto tiempo dispongo dentro de la cabina para averiguar eso?

- Creo que ninguno. Las medidas de seguridad son más estrictas que nunca. ¿Sabe usted que el Primer Secretario vuela mañana aquí para presenciar este triunfo de la tecnología soviética? Acompañado de Andropov, presidente de la KGB, y de otros notables del Partido, claro. Bien, pues a causa de eso, o a lo mejor a causa también de nosotros, Semelovsky, Kreshin y yo, las medidas de seguridad son intensísimas, más que nunca. Hizo una pausa, dio una chupada a la pipa y agregó: -Ayer llegó en avión un destacamento especial de soldados de la GRU. Estarán lógicamente bajo el mando de la KGB, pero son más de cien, sin contar la guarnición ya importante que había antes. -Extendió las manos a su frente-. Por eso nos hemos visto forzados a llevar las cosas hasta el extremo a que las hemos llevado para situarlo en la zona del hangar… -Sus ojos pestañearon, y él sonrió-. Tendrá que cortarse el pelo, claro, para que el casco y los sensores puedan funcionar bien. Hará falta también una fotografía suya tomada de un montón muy especial de papeles, pero nada más.

Gant se encogió de hombros. No manifestaba resistencia alguna a la idea de disfrazarse, de asumir otra personalidad. Su indiferencia ante su propia identidad, cualidad que Buckholz había sido el primero en comprender, hacía de él un perfecto camaleón. La mayoría de los agentes intentan subconscientemente conservar algo de sí mismos -una prenda de ropa, un amaneramiento, una inflexión de voz-, temerosos quizá de perder su personalidad como los bañistas temen haber perdido sus ropas amontonadas. Gant, consciente e inconscientemente, no tenía tales arrebatos. Orton, Grant, Glazunov -y el hombre a quien pronto iba a suplantar, fuese quien fuese- no eran más que sombras, como lo era él mismo.

- ¿Por dónde debo ir? ¿Cuál es el trazado de la zona del hangar? -preguntó con sencillez.

Baranovich lo observó agudamente, asintió después como si se sintiera satisfecho, se levantó y lo invitó a que lo siguiera hasta un dibujo en gran escala que sobresalía de la mesa de comedor como el borde de un blanco mantel. Kreshin lo había puesto allí cuando se retiraron los cubiertos después de la cena de Gant.

Baranovich alisó el plano del inmenso complejo, pintado a lápiz, y se aprestó a señalar a Gant sus rasgos principales.

- Ahora estamos aquí -señaló-, casi en el centro de la zona residencial… y todo el personal técnico y científico entra en el hangar y en el complejo de la fábrica por esta puerta… -Trazó con el dedo una ruta por las calles hasta llegar a una línea pintada en rojo y seguida por cruces rojas a intervalos-. Sí, aquí hay otra valla, electrificada y custodiada por estas torres de vigilancia -indicó las cruces rojas-, dentro de la valla exterior que nos separa del pueblo. En esta segunda valla sólo hay otra puerta, aquí, al otro lado de la pista. -Volvió a dar un golpecito con el dedo en el papel-. Únicamente la utiliza el personal de seguridad… y es la que empleará usted.

- Por Dios… ¿Cómo?

Baranovich sonrió.

- Con osadía, naturalmente… y con un poco de ayuda mía y de los demás. No se preocupe por eso. -Volvió a su pipa, le dio una nueva y enérgica chupada y esparció entre los labios una densa bocanada de humo. Gant arrugó la nariz, como en señal de desaprobación-. ¿Fuma usted? -preguntó Baranovich.

- No. Ya no.

Inclinando la cabeza en gesto de asentimiento, Baranovich se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, raída y con codilleras, y sacó una caja de cigarrillos norteamericanos.

- Vuelva a aprender… ahora -dijo simplemente.

- ¿Eh?

- Aprenda a fumar en esta próxima hora, antes de irse a descansar.

Gant hizo una mueca. -No son rusos -exclamó.

- ¿No es un símbolo de categoría el que no lo sean? Un cigarrillo extranjero en la boca de la persona que usted va a simular ser resultará tan convincente como lo que más, incluidos sus documentos. -Baranovich sonrió; luego volvió su atención al plano.

Gant tomó el paquete de cigarrillos de encima del papel y se lo metió en el bolsillo superior del mono.

- Desde esta puerta, irá hasta esta zona por la parte de allá de la pista. -Prosiguió Baranovich, dando unos golpecitos con el dedo. Gant observaba fascinado la mano moteada y de gruesas venas sobre el blanco papel-. Este edificio es el hangar principal, donde se hallan los dos prototipos. Estaremos trabajando en él toda la noche, preparando el avión que ha de participar en las pruebas. Al fondo del hangar están la oficina del personal de seguridad, exactamente a la derecha, y las salas de los pilotos. ¿Ve usted esto? -Gant inclinó la cabeza-. Bien. Tiene que subir unas escaleras y seguir este pasillo… -El dedo de Baranovich trazaba el camino en el plano de la segunda planta de los edificios anejos al inmenso hangar principal-. Los otros edificios no son más que el laboratorio, el túnel de viento, los recintos de prueba y todo eso. No merece la pena ocuparse de ellos. Vaya al vestuario de pilotos lo antes posible. El teniente coronel de la Aviación Roja Yuri Voskov llegará unas horas antes del vuelo. Debe estar usted listo cuando lo haga.

- ¿Y qué me dice de las personas que entren ahí? -preguntó Gant-. Tendré que estar esperando tres o cuatro horas.

Baranovich se explicó pacientemente, como si se dirigiera a un niño.

- Oculte el cuerpo… Hay varios armarios, algunos metálicos, y con buenas cerraduras. -Sonrió-. Los pilotos se han quejado de la falta de algunos cachivaches de lujo que se les permite tener para que se sientan a gusto y adaptados… Así que las cerraduras son buenas. En cuanto a usted mismo, aunque no se parezca mucho a Voskov, salvo en la complexión general…, se estará duchando.

- ¿Durante tres horas?

- Dará la impresión de que se está duchando. Cuando se acerque el momento de nuestra pequeña… diversión, se vestirá y el visor del casco le ocultará las facciones. Nosotros, en el sistema de guía del armamento, exigimos a los pilotos que lleven el casco puesto hasta que se lo quiten en el laboratorio. A nadie le chocará que usted lo lleve desde una hora o más antes del vuelo.

Gant asintió.

- ¿En qué consiste esa diversión?

- No tiene por qué preocuparse. Yo tengo un aparato de radio por el que le diré cuándo tiene que bajar a la zona del hangar. Luego, podrá entrar en la cabina y rodar fuera con el avión sin levantar ni siquiera sospechas.

Los ojos de Gant se agrandaron de nuevo. Se quedó pensativo un momento y dijo:

- ¿Qué les pasará a ustedes cuando yo salga de aquí? -Su tono era calmo, anhelante, como sí conociera la respuesta.

- Eso no es asunto suyo -respondió Baranovich en voz baja. Su expresión revelaba una simpatía hacia el visitante que resultaba inexplicable para éste.

- ¡Un cuerno no es asunto mío! -dijo Gant, retrocediendo, con los brazos levantados a los costados-. ¡Un cuerno! -Dio la espalda al ruso, con los hombros encogidos; luego se volvió y siguió, apuntando adelante con el brazo-: ¡Ustedes, todos ustedes… están tan empeñados en morir, que no lo entiendo! ¿No sienten resentimiento contra esos individuos de Londres que ordenan sus muertes?

Baranovich permaneció callado un largo rato antes de decir:

- A usted le es fácil sentirse indignado, Gant. Es norteamericano. Cualquier orden que se le dé es fuente de resentimiento, ¿no? Usted es un hombre libre… -Gant sonrió cínicamente y Baranovich pareció enfurecerse ante tal expresión-. ¡Usted es libre! Yo no. Hay una diferencia. Si siento resentimiento contra los hombres que en Londres me han ordenado morir, ¡eso no es nada comparado con lo que siento contra la KGB!

Baranovich miraba el plano sin verlo, con las facciones contraídas y los puños apretados sobre la mesa, de forma que las gruesas venas azules sobresalían como maromas. Necesitó algún tiempo para controlarse y poder sonreír a Gant.

- Lo siento… -empezó éste.

- Es absurdo. ¿Por qué ha de conocer usted nuestros… pequeños problemas? Ahora, volvamos al armamento del avión. Afortunadamente, al menos para nuestros fines, en la primera prueba sólo se ocuparán de utilizar misiles aire-aire, no armas de ataque a tierra.

Indicó a Gant que volviera a su silla.

- Fume, por favor -dijo-. No queremos que se ponga a toser en la puerta como un principiante, ¿eh? -Sus ojos habían recobrado la sonrisa.

El batido del rotor del helicóptero sobre su cabeza le había resultado casi inaudible a Kontarsky durante su vuelo desde Moscú. Eran las diez en punto y habían hecho más de la mitad del viaje a Bilyarsk sobre el plateado paisaje iluminado por la luz de la luna, salpicado por las luces de los pueblos y granjas colectivas, y atravesado por los faros de algún automóvil en la carretera de Gorki a Kazan, que discurría paralelamente a ellos. El asiento del MIL Mi-8 era cómodo. Tenía delante al piloto y el copiloto y detrás había asientos para veintiocho pasajeros más. Sólo cuatro de ellos estaban ocupados: su guardia personal, un secretario y un operador de radio. Los cuatro, de la KGB.

Kontarsky dormitaba, a pesar de la tensión interior. Había retrasado la partida todo lo posible, con el deseo de llegar a Bilyarsk al menos con alguna información acerca de la identidad y, en consecuencia, la misión del hombre que había suplantado a Glazunov en los puestos de control de tráfico de Moscú, Gorki y Kazan.

El resultado de las investigaciones de Priabin era nulo. Habían encontrado el coche perseguidor a unos kilómetros del desvío a Bilyarsk, y quince kilómetros más allá, en la carretera de Kuibishev, el camión volcado y el cuerpo aplastado de Pavel Upenskoy. No había rastro del segundo hombre, por lo que, con lógica certeza, Priabin y él habían llegado a la conclusión de que se hallaba camino hacia Bilyarsk, ya fuera a pie, ya por algún otro medio. El viejo del almacén había muerto nada más empezar el interrogatorio. Kontarsky estaba aún irritado por un despilfarro tan inútil.

Se había transmitido a Bilyarsk la fotografía del individuo, y la guardia de seguridad estaba alertada.

Kontarsky se había decidido a volar hasta allí para asumir personalmente la dirección de las contramedidas adecuadas.

Encendió otro cigarrillo después de echar un vistazo sobre el hombro al operador de radio, sentado ante su consola. Éste, como si advirtiera por telepatía que los ojos de su jefe se fijaban en él, movió apesadumbradamente la cabeza. Kontarsky se volvió y fijó la mirada en los cascos de los hombres sentados delante, como si le sirviera de inspiración. Sentía en la garganta el sabor del miedo. Se restregó nerviosamente las cejas con una mano. Sabía que no podría dormir hasta que acabasen las pruebas. Sentía la impotencia, habitual en la KGB, de tener que basarse en los ordenadores, en el inmenso e inmanejable aparato del servicio de seguridad, para conseguir resultados.

Justo en aquel momento conseguía Priabin acceso al ordenador central del archivo de la calle Dzerzhinsky, después de solicitar prioridad en el turno para utilizar la computadora. Buscaba a un hombre, inglés o norteamericano sin ninguna duda, que hubiera entrado recientemente en la Unión Soviética con nombre y pasaporte falsos y que pudiera ser identificado como agente. Se servía de la mente electrónica de una máquina para seguir el rastro del segundo hombre del camión. Una caza electrónica, pensó con amargura. Como Kontarsky, ponía toda su fe en lo que les dijera la gente, en lo que ellos lograran sacar de su mente y su lengua. Pero ninguno de los dos había logrado saber nada, si se prescinde de sus propias especulaciones de que se trataba de un agente cuyo destino eran Bilyarsk y el proyecto Mikoyan; y Upenskoy, que podría haber sabido algo, estaba muerto, aplastado hasta quedar reducido a pulpa bajo la rueda del camión.

Los procesos mentales de Kontarsky eran defensivos incluso en los momentos en que lo que más necesitaba era osadía e imaginación. Estaba preparando ya su defensa ante los funcionarios del Departamento de Investigaciones Especiales que le llamarían a su presencia en caso de fracaso. Daba vueltas a la idea de tener que depender de un índice de ordenador del Departamento de Registro y Archivo de la KGB. En cualquier caso, tenía que fiarse de la máquina. No tenía otra alternativa. No había ningún ser vivo al que preguntar.

Había otro problema, desde luego. No habría prueba al día siguiente, a menos que permitiera completar su trabajo vital en el avión a los tres agentes disidentes de la CÍA y del SIS británico.

Se aclaró la garganta y la mente. Estaba espantado ante la idea del espionaje, de un intento de sabotaje de la prueba en presencia de Andropov y del Primer Secretario…

Había resuelto concederse al menos dos horas, antes de la llegada del avión oficial, para interrogar a los disidentes. Miró el reloj: las diez y cuarto. Estaba deseando llegar, pisar el terreno, entrar en actividad.

El inspector de policía Tortyev estudiaba una colección de fotografías de Alexander Thomas Orton. Las había diseminado sobre la mesa, con independencia de la fecha y del lugar en que habían sido hechas, y cogía unas muestras al azar. Llevaba media hora así, tomando y dejando fotografías, y comparando distintas muestras. Su reducido equipo había tardado tres horas en recoger toda la colección de distintas fuentes de la 2.a Dirección de la KGB. Se le había requerido su solicitud de turno en el uso del ordenador, que habría simplificado muchísimo y acelerado sus investigaciones. Había recurrido, por tanto, a las fuentes de prioridad posible, y su equipo había logrado reunir aquellas fotografías sacándolas de los ficheros por medios manuales, para completar así su propio expediente sobre Orton.

Nuevamente, como ocurriera con los zapatos, reconoció lo que significaban esas fotografías. Casi al azar seleccionó dos, una de Orton tomada dos días antes en Cheremetievo, y otra hecha dieciocho meses antes, en una calle de Moscú, cuando el sujeto salía de una tienda de souvenirs; había sido tomada como un elemento más de la vigilancia de rutina, antes de que Tortyev se interesara por las actividades del hombre de negocios procedente de Inglaterra. Cogiendo ambas entre el pulgar y el índice, se las pasó al otro lado de la mesa a Holokov y Filipov, que permanecían sentados en silencio, en espera del resultado de sus elucubraciones.

- ¿Qué piensa usted? -inquirió, ofreciéndole a Holokov las dos fotografías.

Filipov se inclinó hasta rozar casi el hombro de su compañero.

El obeso agente examinó las fotos durante unos instantes; luego, denegó con la cabeza.

- ¿Qué es lo que quiere que diga, inspector? -preguntó.

Tortyev sonrió.

- Lo que cree usted de verdad…, aunque sea una petición más bien rara en mí.

- Mmm. -Holokov miró a Filipov, le pasó las fotos y siguió-: No es el mismo hombre.

- Bien, Holokov…, bien. -Con despreocupación, dijo-: ¿Está usted de acuerdo, Filipov?

Este miró dubitativo y repuso:

- Pues…, no estoy seguro, inspector.

- Es lógico. Yo sí lo estoy… ¿Y usted, Holokov? -El hombre grueso asintió-. Lo cual plantea un problema, ¿eh? ¿Cuál de estos dos es el hombre muerto?

- ¿Cómo vamos a saberlo? Son muy parecidos -dijo Filipov.

- Lo que los hace parecidos es el traje, que es el mismo -saltó Tortyev-. La cara estaba destrozada para que no pudiéramos descubrir que había dos hombres implicados en este engaño. ¿Y por qué había dos?

Holokov se quedó mirando absorto y Filipov guardó silencio. Tortyev se levantó de La mesa y empezó a pasear por la habitación. De pronto se sentía urgido por algo apremiante, aunque no pudiera explicar su origen. Notaba una energía nerviosa, se sentía atrapado por las paredes de su despacho. Miró el reloj de pared. Las diez y media. Se dirigió a Holokov.

- ¿Qué hay del agente de la KGB al que mataron anoche en la estación de metro de Komsomolskaia…? ¿Quién lo mató?

- ¿Uno de los socios de Orton? -Era Filipov quien hablaba.

- ¿Por qué no Orton? ¡Después de todo, él no fue el que murió! -respondió Tortyev, inclinándose hacia su subordinado al sentarse en la alta y dura silla de su mesa-. ¿Por qué no el propio Orton? -Filipov se alzó de hombros, como si no tuviera respuesta para la pregunta-. ¿Quiénes son los socios de Orton? Tenemos unas personas a las que han detenido ustedes, la gente de siempre, algunas figuran en el expediente de Orton… Ustedes han registrado sus casas… ¿Qué han encontrado, eh? Nada… ¡nada en absoluto!

Pasó de Filipov a Holokov y empezó a razonar en voz alta.

- ¿Dónde está Orton… dónde lo han escondido? ¿Por qué quiso dar a entender que lo habían matado? ¿Para alejarnos de su pista? ¿Por qué no murió en Londres, si era eso lo que quería, donde no podíamos investigar tan a fondo, donde no tendríamos ni siquiera la prueba del cadáver? -Hizo una pausa, se volvió, recorrió la longitud de la habitación una vez más, en silencio, y prosiguió. Holokov y Filipov permanecían sentados, mudos, digiriendo lo que rumiaba su superior-. No. La respuesta no está ahí. Orton tenía que desaparecer aquí, en la Unión Soviética, en Moscú. ¿Por qué?

Interrumpió de nuevo su paseo en el centro del despacho y dijo, con voz calma pero con cierto tono de excitación que no pasó inadvertido a sus subordinados:

- Si no nos hubieran convencido de que Mr. Alexander Thomas Orton era un traficante de drogas, ¿qué hubiéramos pensado que era? ¿Eh? Basándonos en lo ocurrido…, incluida la muerte de un agente de la KGB, que desde luego tiene algo que ver con esto y que indica la importancia tremenda de lo que estaba ocurriendo…, dos muertes, la de un falso Orton, y la de uno de nuestros agentes…, basándonos en eso, ¿qué hubiéramos pensado?

Se detuvo, mirándolos fijamente, deseoso de llegar a su propia conclusión, nervioso por el salto que había dado su mente, esperando de ellos que hicieran lo mismo.

Holokov se aclaró la garganta nerviosamente, en tono de disculpa, como escudándose, y dijo:

- ¿Es un agente?

- ¡Exactamente! -Tortyev sonreía-. ¡Es un espía de los británicos o de los norteamericanos… y las drogas nos ocultaban la verdad! Ahora, ahora ha desaparecido… ¿Por qué? ¿Dónde está… qué intenta, eh?

Ninguno de sus subordinados parecía albergar más ideas. Reuniendo el montón de fotografías, las arracimó entre sus manos y se encaminó a la puerta.

- Holokov… Venga conmigo. Quiero esta cara procesada por el ordenador central… ¡ahora mismo! Este hombre es peligroso y quiero saber quién es. En el registro central de agentes sospechosos o conocidos podrán decirnos algo sobre su identidad real. -Se dirigió a Filipov-. Llame a nuestra gente de la Embajada británica, Filipov. Déles mi aprobación para sus investigaciones y dígales que es urgente. Quiero saber quién es el contacto de Orton… ¡y quiero saberlo ya!

Filipov asintió, pero la puerta se había cerrado ya detrás del inspector y de su grueso ayudante, que iba pisándole los talones. Tomó una fotografía que Tortyev no había podido llevarse y se quedó observándola. Resultó ser de Gant en el papel de Orton, no de Fenton. Pareció estudiarla durante un momento, haciéndola oscilar entre los dedos, colocando el rostro bajo la luz de la pantalla. Las facciones oscuras y atezadas de Filipov estaban fatigadas y sus hombros se inclinaban en señal de preocupación.

Sabía que tendría poco tiempo si Tortyev empezaba a hacer preguntas a los informadores de la KGB que trabajaban en las cocinas, en los pasillos y en la sección de mecanógrafas de la Embajada británica; y poco tiempo también antes de que descubriera que había una multitud de enlaces entre Edgecliffe y Lansing, por un lado, y Fenton, por otro, en su papel de Orton. Fenton era del SIS, de Londres. Esta vez había ido a Moscú sin disfraz, como un turista más en viaje de vacaciones, y únicamente había pisado el suelo de la embajada durante una hora o así. Alguien podría haberlo visto establecer el enlace. Incluso podían descubrir que el sustituto de Fenton en el grupo de turistas que ahora iba de camino a Leningrado no era el hombre que había llegado a Cheremetievo procedente de Londres.

Había que decírselo a Edgecliffe, y deprisa. Se levantó de la silla de un salto, nervioso. No podía llamar desde el despacho de Tortyev: la línea estaría controlada. Pero tampoco podía dejar el edificio: Tortyev estaría de vuelta en diez minutos, quizás un poco más. Hasta donde él sabía, los teléfonos de las salas de descanso para el personal que no estaba de servicio, en la segunda planta -«líneas sociales», las llamaban-, no estarían controlados a esas horas de la noche. Tendría que arriesgarse. Debía llamar a Edgecliffe antes de que Tortyev consiguiera saber algo por los informadores de la embajada. Cerró tras de sí, sin hacer ruido, la puerta del despacho.

Por orden directa del jefe de Información Militar, «C». Kenneth de Veré Aubrey había accedido a abandonar temporalmente los despachos de la SO-4, su sección de la Rama de Operaciones Especiales del SIS, y trasladarse a una sala preparada para el caso y absolutamente segura, dentro de los edificios del Ministerio de Defensa. A Aubrey no le gustaba el Ministerio. Él y su segundo, Shelley, habían permanecido en la habitación, con los teléfonos a cubierto de indiscreciones, la mayor parte del día y de la noche, preparándola con los planos que ahora cubrían las paredes: un mapa de la Rusia europea, otro del mar de Barents y su zona septentrional hasta el Ártico, un plano de la red del metro de Moscú, y otro de las calles de la ciudad: todos los escenarios terrestres y marítimos de la operación.

La habitación tenía ahora otros dos ocupantes, los norteamericanos Buckholz y Anders, ayudante de éste. Se habían enseñoreado de dos mesitas trasladadas allí, despreciando al parecer las mesas de caballete que Aubrey había elegido con el mobiliario original. Shelley, que volvía de las cocinas, vio a Buckholz hablando por un teléfono rojo y a Anders en lo alto de la escalera, sujetando a la pared con unas chinchetas, al lado del mapa de la región ártica, una fotografía de la misma tomada por un satélite meteorológico. El mapa, como el de la Rusia europea, estaba rodeado de fotos análogas. No fue eso, sin embargo, lo que más llamó su atención. Su mirada se veía atraída por el plano de la Rusia europea, en el que Buckholz había empezado a trabajar cuando salió él de la habitación con los platos de la cena. Aubrey no había permitido el paso a nadie, salvo a los dos norteamericanos, llegados poco después de las ocho, y a él mismo, lógicamente. Era entonces la una en punto de la madrugada, hora de Londres; en Moscú serían las tres.

Se acercó a Aubrey y permaneció de pie ante el gran mapa, mirándolo. Pero en lugar del impoluto mapa tenía ante si la imagen de algo que, a miles de kilómetros de distancia, le hacia temer y dudar. En la figura de Gant, belicosamente de pie ante él en su habitación del hotel. Entonces lamentó su estúpido e insignificante disgusto ante el norteamericano. Shelley contemplaba el despliegue hecho por Buckholz en forma gráfica del sistema defensivo ruso que Gant tenía que salvar en el caso de que lograra despegar de Bilyarsk con el Firefox. En gran parte, ya conocía lo que estaba señalado en el mapa; pero el verlo así, marcado con alfileres y cintas de colores, lo impresionó vivamente.

Cerca de la parte superior del mapa, extendiéndose hacia los hielos flotantes, inmediatamente después de la proyección cónica ortomórfica, había una cinta amarilla con grandes lazos hacia arriba. Representaba el alcance efectivo de la línea rusa de Alerta Precoz a Distancia, la última de las preocupaciones de Gant. Lo que realmente imantaba su atención eran las series de alfileres que simbolizaban las bases de cazas, conocidas o supuestas, y los emplazamientos de misiles. Los centros de cazas, con dotaciones en servicio las veinticuatro horas del día, tendrían como mínimo una docena de aviones preparados para despegar en cuestión de minutos. Estaban marcadas de azul y se extendían por toda la costa norte de la Unión Soviética, desde Murmansk y Arjangelsk, en el Oeste, hasta la península de Taimir, dos mil trescientos kilómetros al Este. Entre cada base y la siguiente habría poco más de ciento cincuenta kilómetros.

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