Final Cut

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Segunda parte: Fuego » 39

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DE REPENTE, INGO VIO LA LUZ.

Los tubos de neón que iluminaban el techo de su refugio subterráneo.

Quiso humedecerse los labios, pero la lengua se retiró, pues lo que sintió no eran el labio superior, el labio inferior y los incisivos, sino un doloroso pastiche de carne desgarrada y dientes rotos. Los añicos de dientes flotaban en la cavidad bucal como barcos a la deriva en un costroso pantano de saliva mezclada con sangre. Cuando intentaba mover la boca, sentía un dolor espantoso, acompañado por el desagradable sonido de huesos entrechocando. Posiblemente le habían roto la mandíbula.

«Maldito hijo de puta», gritó en su interior. Iba a ser toda la noche su esclavo sexual a cambio de doscientos pavos, iba a chuparle la polla para comenzar la sesión. En lugar de eso, se había levantado súbitamente, le había embestido la boca con la cabeza, le había partido los dientes, destrozado los labios y roto la mandíbula.

Ingo estaba sentado en la silla metálica fijada al suelo de cemento. La silla que tan bien conocía. La silla en la que había amordazado y abusado de muchos, y ahora eran

sus manos y pies los que estaban encadenados con esposas a la silla.

El cerebro de Ingo, venciendo el dolor y el miedo, comenzó a funcionar a toda máquina, manifestando esa admirable racionalidad que la mente humana reserva para semejantes situaciones. Sus pensamientos se habían organizado y concentrado en tres preguntas.

Primera: ¿Qué iba a hacer ese individuo con él?

Segunda: ¿Cómo podía convencerlo para que lo dejara libre?

Y la tercera y más importante: ¿Quién demonios era ese tío?

El hombre que se hacía llamar Chill se había vestido y ahora estaba serenamente sentado frente al ordenador de Ingo, mirando con calma las fotografías. Cuando se percató de que Ingo se había despertado, se dio la vuelta.

Un fino hilo de sangre descendía por su sien y su pómulo sin que él pareciera percatarse de ello. Sin duda, se había hecho la herida cuando, tras erguirse súbitamente, había golpeado con toda su fuerza la cara y los dientes de Ingo.

—¿Quién eres? —preguntó Ingo articulando con dificultad las palabras. Burbujas de saliva y sangre se hinchaban entre sus desgarrados labios.

El hombre se levantó, irguió su imponente cuerpo, se limpió con un dedo la sangre de la sien, se lamió la sangre del dedo, esbozó brevemente una sonrisa fría y se puso las gafas.

Unas gafas con montura de acero inoxidable mate.

—¿Que quién soy yo? —preguntó. Su rostro era tan inexpresivo como el de una estatua—. Tu peor pesadilla.

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