Final Cut

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Tercera parte: Muerte » 2

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WINTERFELD SE PASÓ UNA MANO por la cabeza y se reclinó en la silla que estaba junto al cabecero de la cama de Clara. Luego miró a su alrededor y soltó sonoramente el aire.

—Aquí no se puede fumar en ninguna parte —dijo quejumbroso—. En fin, veámoslo como una cura de desintoxicación a corto plazo. ¿Se encuentra mejor?

—¿Sinceramente? —respondió Clara—. No.

Winterfeld le había relatado los sucesos de la noche anterior. MacDeath había hallado a Clara en el suelo junto a la silla de su despacho, desfallecida sobre su propio vómito. Antes la había llamado insistentemente, pero nadie había respondido. El ordenador estaba encendido y el reproductor multimedia abierto. MacDeath le había tomado el pulso, la había colocado en una postura más estable y avisado a un médico. Después, él y Winterfeld habían visto el vídeo. Ya sabían, pues, lo que el asesino quería enseñarle a Clara. Sabían, además, que Clara era también, en sentido estricto, una víctima del asesino. No la había secuestrado ni lesionado físicamente, pero había asaltado su mente.

—¿Saben entonces lo que dice sobre mi hermana? —preguntó Clara—. ¿Que no está en su tumba?

Winterfeld guardó un instante de silencio y luego asintió consternado.

—Hemos reabierto el caso de Ingo M. Si de verdad ese hombre abusó sexualmente del Sin Nombre cuando era adolescente, quizás podamos atraparlo por esa vía. —Winterfeld se frotó despacio las manos—. No encontramos nada cuando se descubrió el cadáver de Ingo M. La sala del sótano estaba completamente quemada y el fuego había destruido todas las huellas. El fuego ardió hasta que consumió todo el oxígeno. —Siguió frotándose intranquilo las manos—. No hallamos restos de portátiles o discos en los que pudieran estar guardados ciertos materiales. Lo más probable es que el asesino se los llevara.

Clara miró por la ventana las ramas del árbol. Ingo M. Violaba a niños y niñas. Y al final también a muertos. «La clásica teoría de la cinta elástica, que tantas veces se utiliza en psicopatología —pensó—. Si se estira demasiado una cinta elástica, se da de sí, se deforma y ya no puede adoptar su forma original». Un alma humana débil podía convertirse en una cinta elástica similar. Comenzaba con actos más o menos intrascendentes. Líneas calientes, visitas a burdeles. Pero antes o después dejaba de ser suficiente. Luego venía el sadomasoquismo, niños, fetichismo fecal, quizás asesinatos,

torture porn… y finalmente necrofilia, sexo con cadáveres.

Era evidente que Winterfeld no quería entrar en el tema para no alterar a Clara, pero ella insistió.

—¡Mi hermana! ¡Y su tumba! Exijo que se exhume su cadáver.

Winterfeld asintió.

—Lo más probable es que lo hagamos de todas formas. Pero ¿de verdad quiere conocer el resultado? ¿Va a hacerse eso a sí misma?

—No

quiero hacerme eso,

tengo que hacerme eso. —Se levantó de la cama e intentó caminar unos metros. Le resultaba más fácil que antes, aunque no podía dejar de apoyarse para caminar—. Y la incertidumbre sobre si mi hermana está o no en su tumba es mucho peor. —Consiguió andar un pequeño trayecto—. Tengo que salir de aquí —dijo después—. Tengo que encontrar a ese tipo. ¡Y sobre todo tengo que saber quién demonios es ese Ingo M.! Es la razón por la que me hice policía, es la razón por la que me siento culpable desde hace veinte años. Y ayer emergió de repente desde la nada. Asesinado. Y asesinado por el hombre al que perseguimos. —Se volvió hacia Winterfeld—. Tengo que averiguar más cosas sobre él, ¡de lo contrario me volveré loca!

Winterfeld asintió.

—Pero ha surgido un problema. —Alzó su nariz aguileña en dirección a la ventana y contempló el gran roble, cuyas ramas volvían a acariciar los cristales—. Bellmann se ha enterado del tema. Y ya sabe usted lo legalista que es. —Winterfeld alzó el dedo gordo de la mano izquierda y colocó sobre él el índice de la derecha—. Primero, usted está de baja. Segundo —el índice se sumó al pulgar—, tenemos que andarnos con muchísimo cuidado, por la prensa. Tercero —alzó el dedo corazón—, el vídeo puede haber perturbado la objetividad de sus juicios. El asesino la ha herido profundamente, tanto que sufrió un colapso. —Juntó sus grandes manos—. No es precisamente lo que se espera de una comisaria de la LKA que actúa racionalmente. Menos aún si la prensa no deja de atosigarnos con lo del destapador de Facebook y llamadas cada cinco minutos.

—Pero eso no es culpa mía —repuso Clara—. Yo no le he pedido a ese tipo que me envíe los vídeos. Y es obvio que no tengo por qué reaccionar a algo semejante con autodominio. —Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Se daba cuenta de que tampoco era culpa de Winterfeld. Ni de Bellmann.

—Lo que dice es cierto —dijo Winterfeld, que le cogió la mano y la apretó un momento, mostrando de nuevo su lado de maestro bondadoso—. Y soy el último que calificaría una posible fijación subjetiva con el asesino como un obstáculo para la investigación. Porque usted quiere capturarlo, ¿verdad? —Se inclinó hacia ella—. Cueste lo que cueste, ¿no es cierto?

Clara, con la mirada perdida en el vacío y gesto inexpresivo, veía pasar de nuevo ante su mente las imágenes del vídeo.

—Cueste lo que cueste.

Durante un rato, ambos guardaron silencio.

—¿Ha sucedido algo más? —preguntó Clara—. Quiero decir, ¿ha dado el asesino más señales de vida?

Winterfeld se recolocó la corbata. Después negó con la cabeza.

—Por ahora todo está en calma. Pero me temo que es una falsa calma, la calma antes de la tormenta.

—Y cuando se desate la tormenta —dijo Clara— yo estaré postrada en una cama de hospital mientras otras personas muelen.

Winterfeld suspiró.

—El hospital podría hacernos la vida imposible si se marcha ahora —dijo—. Está de baja hasta el lunes. Y como su superior, tengo que atenerme a eso, de lo contrario me expongo a que se eleven serias quejas sobre mí. Además, Bellmann quiere evitar cualquier escándalo. Sabe que es la indicada para el trabajo, pero le preocupa mucho que su estado llegue a oídos de la prensa y que hagan su agosto con la noticia.

El rostro de Clara se oscureció, reflejando una mezcla de ira y desesperación, y las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos.

—¿Quiere eso decir —preguntó sofocando la voz— que querer atrapar al asesino cueste lo que cueste sí es al final un obstáculo para la investigación?

—Está bien. —Winterfeld suspiró—. Hablaré con Bellmann y le pediré que le expida un permiso para seguir trabajando en el caso. Le diré que por mi parte no tengo nada que objetar. Y confiemos en poder llegar a un acuerdo con el hospital. Los medios no saben que sigue trabajando en el caso, y así seguirá siendo si tenemos suerte. —Volvió a contemplar las ramas del gran roble de la ventana—. Pero usted también tiene que ayudarme a mí.

—¿Cómo?

—Tiene que hablar con Bellmann. Regresó ayer por a noche de Fráncfort y estaba presente cuando usted sufrió el colapso. Tienen que convencerlo de que está en condiciones físicas y psíquicas para seguir en el caso.

Clara negó con la cabeza.

—Le estoy muy agradecida por su ayuda, pero creo que requiere más energía y medios convencer a Bellmann que atrapar al asesino.

Winterfeld se levantó.

—Pues esas son las condiciones. Y él es el que manda. —Señaló hacia la puerta—. Voy a intentar convencer a la dirección del hospital. Y mientras tanto, usted hablará con Bellmann. Avíseme cuando esté lista y la recogeremos.

Clara asintió e intentó transmitir determinación, pero se dio cuenta de que no había funcionado.

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