Fin

Fin


Octava parte

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Una vez Geir vino al piso de Linda, estábamos a punto de salir y se paseó por las habitaciones mirando todo de un modo desvergonzado, como queriendo mostrarle a Linda que la leía como un libro abierto. Noté que ella se enfadaba, era una provocación, pero yo no sabía qué hacer, tenía que ser posible tener un amigo y una novia sin que lo uno se cargara lo otro. Geir se había criado con una madre que sufría de ansiedad, que había perdido a su padre cuando era pequeña, y que durante el resto de su vida ató fuertemente a ella a sus allegados, era una maestra en ello, según Geir aprovechaba todos los medios posibles para conseguirlo, y lo de hacer sentirse culpable a la gente era el más suave de ellos. De manera que cuando de repente era problemático quedar conmigo, porque yo tenía que quedarme en casa, él lo interpretaba como algo parecido a lo que le tocó vivir. Él tuvo que luchar por librarse de aquello, y aborrecía todo lo que tenía que ver con intimidad, todo lo que tenía que ver con exigencias y ataduras. Al mismo tiempo, ató a Christina a él. Y Christina era en muchos aspectos como yo, una persona que aguantaba y que se quedaba, que complacía a los demás a la vez que, al igual que yo, era solipsista y solitaria, podría haber sido el último ser humano en la tierra, y haberse conformado con ello. Yo también. Dentro de mí había una gran distancia de los otros, a la vez que era enormemente influenciable y podía dejarme atar y no conseguir librarme. Una amistad no ata, porque si ata ya no es amistad. Pero una relación sí ata, porque está basada en algo más profundo, en los sentimientos, por no decir en el mismísimo centro de la vida, y una relación sí es una atadura; si en una relación amorosa las dos personas no están atadas la una a la otra no es una relación, sino una amistad. Cuando me invitaban a participar en algún acto, Linda decía: ¿Y yo qué? ¿Has pensado en que tendré que quedarme sola? Incluso antes de tener hijos yo rechazaba las invitaciones porque ella no podía quedarse sola, y cuando los tuvimos resultaba diez veces más difícil, porque entonces se quedaría sola con los niños y tendría que cargar con toda la responsabilidad, tanto de su soledad como de su aguante con los niños, y yo me convertía en un hombre que abandonaba a sus hijos, que sólo pensaba en sí mismo, su trabajo y su carrera. Yo no quería eso, de modo que rechazaba las invitaciones y me quedaba en casa. Incluso las ausencias cortas fueron con el tiempo un problema, como por ejemplo las dos horas que jugaba al fútbol los domingos; cuando Linda no se encontraba bien estaba enfadada conmigo antes de irme, era injusto que tuviera que quedarse sola con los niños, debía soportar una carga demasiado pesada, estaba agotada, al límite de lo que podía aguantar. Yo decía que era lo único que hacía fuera de casa. Nunca salía por las noches, nunca iba al cine, nunca quedaba con mis amigos, estaba con la familia día y noche, y esas dos horas de fútbol eran algo que esperaba con ilusión toda la semana. Pero ella nunca hacía nada sola, decía, no podía permitirse el lujo de salir por ahí. Ese era un argumento flojo, porque entonces yo podía decir que a mí me encantaría que lo hiciera. Por favor, decía yo. Puedes ausentarte tres días a la semana si quieres. Puedo ocuparme de los niños yo solo. No es un problema. Está bien. Entonces ella alegaba que para mí era más fácil estar con los niños, que me exigían menos a mí que a ella, yo podía estar leyendo el periódico con ellos alrededor, pero cuando ella estaba con ellos, no paraban de molestarla. Eso es verdad, contestaba yo, ¿pero es eso un argumento? ¿Lo que dices es que aunque tengamos a los niños el mismo tiempo cada uno, aunque tengamos los mismísimos derechos, tu carga es mayor porque estás con ellos de una manera distinta y más exigente? Eso es justo lo que digo, decía ella. ¿Qué hacemos entonces?, decía yo. ¿Debo tener yo a los niños un setenta por ciento del tiempo y tú un treinta para que la situación esté equilibrada? Por mí vale. Puedo tener a los niños al cien por cien. Puedo tenerlos todo el tiempo. Está bien. Y lo sabes. Tal vez para ti sí, decía ella, pero no para los niños. A veces Linda cambiaba de discurso y decía que yo siempre jugaba al fútbol los fines de semana, justo cuando los niños no iban a la guardería y deberíamos hacer algo todos juntos. Eso era verdad, respondía yo, pero yo volvía a casa a las doce de la mañana y podíamos hacer algo el resto del día. Además, durante la semana también estábamos juntos todo el tiempo, excepto cuando ellos estaban en la guardería, de modo que esas dos horas no podían hacer mucho daño. Pero eso era distinto, decía ella, porque esos eran días de diario, llenos de obligaciones, los fines de semana teníamos la posibilidad de hacer algo bonito todos juntos, como una familia. Daba a entender que sin eso no éramos una familia. Así estábamos. A veces me enfadaba tanto que dejaba de ir sólo para castigarla, para que le remordiera la conciencia y para mostrarle lo malo que podía llegar a ser todo cuando se convertía en una obligación, pero no era a ella a la que castigaba, sino a los niños. Otras veces sí que me iba, y el precio era que me convertía en un hombre malo que faltaba a su familia y sus obligaciones, y cuando volvía a casa solía ser recibido con llantos y caos, y Linda daba la impresión de decir: mira, esto pasa porque eres un egoísta. Uno de esos domingos, cuando me monté en mi bicicleta después de haber jugado al fútbol durante dos horas bajo una lluvia torrencial, descorazonado sólo de pensar que me iba a casa, me acordé, con alivio, de que Linda no estaba. Era su madre la que se había quedado cuidando a los niños. Y eso, sentir alivio porque al volver a casa estaría su madre y no ella, me decía que aquello no podía seguir así. Un hombre no puede desanimarse ante la idea de volver a su casa. Tenía que irme. Lo estaba pasando muy mal, no estando solo, sino con ella, ¿y por qué iba a pasarlo tan mal? Algo problemático, vale, pero ¿terrible? Durante ciertas épocas yo hacía casi todo en casa, a la vez que también trabajaba, lo que no era su caso, y todo lo que se le ocurría decir era que no estábamos en igualdad de condiciones, porque aunque yo hacía la mitad, su mitad era más pesada. ¡Pero además yo trabajo!, decía yo, casi gritando. ¡Además, os mantengo a todos! Eso también podía hacerlo ella, pero por haber parido a tres niños llevaba fuera del mercado laboral tanto tiempo que resultaba casi imposible volver a entrar. Ese era un campo sensible que yo debía pisar con cuidado. Era verdad que ella estuvo en casa los seis primeros meses con Vanja, pero los seis siguientes estuve yo. Ella se quedó en casa con Heidi y con John, pero ya eran tres, y como ella gastaba todas sus fuerzas en el más mínimo detalle, había trabajo de sobra para mí, que además tenía el despacho en casa. Así estaba siempre a mano y mis días laborables eran de unas cinco horas, porque ella no respetaba realmente lo que yo hacía. No era piloto ni cirujano, con horas de trabajo fijas que respetar y obligaciones obvias que cuidar, sino que era un escritor que durante varios años había estado escribiendo algo sin avanzar. El que ella lo llamara labrarse un futuro sería un insulto contra los que de verdad lo hacían. Y tampoco era toda la verdad que ella hubiera sido excluida del mercado laboral sin conseguir encontrar el camino para entrar de nuevo, como si fuera porque una sociedad machista con actitudes hostiles hacia la mujer se lo impidiera, porque desde que yo la conocía nunca había estado en el mercado laboral. Era escritora y se había formado como documentalista radiofónica, y la razón por la que no había hecho ningún documental desde que acabó la carrera no era sólo por haberse quedado en casa, porque ahora los niños iban a la guardería y ella seguía sin hacer documentales. La vida con los niños la vaciaba por completo de fuerzas, le resultaba imposible trabajar, pero pasábamos el mismo tiempo con los niños, y yo conseguía trabajar. ¿Era algo que les pasaba a todas las mujeres? ¿Empleaba ella más energía en cambiar un pañal o en ir a un parque infantil que yo? Ella opinaba que sí, e independientemente de todo lo que yo hiciera, de cuánto me esforzara, me quedaba corto. La frustración que eso me producía dominaba mi vida, y también sentía una enorme vergüenza, no podía hablar de ello con nadie conocido, no lo creerían, no creerían que yo vivía en una relación en la que no tenía derecho a jugar al fútbol durante dos horas a la semana, y en la que incluso los minutos que me sentaba en la terraza a fumarme un cigarrillo eran algo que Linda quería negarme o que utilizaba en su argumentación de que sólo pensaba en mí mismo, porque ella no tenía esos minutos de descanso, ella tenía que estar dentro todo el tiempo, mientras yo podía escaparme constantemente y tomarme las pausas que quisiera. El que yo me doblegara ante eso y me quedara atrapado en ello me resultaba denigrante y era algo de lo que no quería hablar. Excepto con Geir. A él se lo contaba todo. Supongo que Linda lo sospechaba y tal vez pensara que Geir me aconsejaba que lo dejara todo, ya que él vivía una vida exactamente contraria a la mía, por encima de las obligaciones cotidianas, pero ese no era el caso, porque lo que él me decía y me recordaba todo el tiempo era que la que hablaba era la angustia, no Linda. La angustia devora a las personas desde dentro, es más grande que ellas, monstruosa, imposible de contentar, y devora las relaciones, porque lo único que quiere es que todos estén siempre muy cerca.

—Es la angustia, no Linda —decía—. Linda es inteligente, capaz y dotada. Ella lo entiende todo. Mi madre estaba orgullosa de mí cuando me marché. También estaba orgullosa cuando me tiraba en paracaídas, me escapaba o me emborrachaba. Esa era una de sus caras. Pero el miedo era muchísimo más fuerte. Estaba aterrada y hacía todo lo posible para que estuviera cerca de ella. Yo no podía tener en consideración esos sentimientos, aunque ella llenaba bañeras de lágrimas. Supongo que esto habrá perjudicado un poco a mi empatía. Por suerte, mi padre no tiene miedo. No creo que ni siquiera sepa lo que es. Nunca lo he visto aterrado ni intranquilo. Y ahí siguen los dos. Yo no estaba casado con mi madre ni tenía hijos con ella. Yo podía marcharme, y fue lo acertado. En tu lugar es diferente. Vosotros estáis casados. Cuando Linda está bien tú puedes hacer lo que te da la gana. Cuando está angustiada, te necesita. Te hace pedazos. Pero sigues ahí.

Eso decía Geir. Me ayudó a ver la situación desde fuera, y a entender la diferencia entre nuestros papeles y nuestras personas. Porque Linda estaba ahí todo el tiempo, la mujer de la que estuve más enamorado que de ninguna otra, y con la que tenía tres hijos maravillosos, y quien, cuando estaba bien, no veía problemas por ninguna parte, entonces era la generosidad en persona, tú vete, decía los domingos por la mañana, tú, mi apuesto marido jugador de fútbol, nosotros nos las apañaremos, tal vez vayamos a ver a Jenny o a Bodil, tal vez nos demos una vuelta por el parque, llámanos cuando hayas terminado y podemos hacer algo todos juntos, ¿no?, si es que no quieres trabajar un poco. Cuando Linda estaba bien, yo no tenía ningún problema para trabajar, entonces ella escribía mientras los niños estaban en la guardería, y yo lo leía, era tan ligero y tan rebosante como ella misma, y con el mismo oscuro fondo que yo ya no solía ver, porque desaparecía dentro de los quehaceres del día a día, pero que cuando lo veía, o en algo que ella había escrito o en ella misma cuando estábamos juntos, era como si todo volviera. Pero no había ningún equilibrio entre esas dos magnitudes de su vida y nuestra vida, porque la frustración por aquello crecía cada vez más, yo llevaba una vida marcada por la coacción, si exterior o interior no importaba para el sentimiento, era fuerza, era obligación, esa no era la vida que yo quería, y ese no quería se volvía cada vez más un no podía. Estaba llegando al límite, creo que esperaba un último factor desencadenante. En nuestras peleas había empezado a amenazar con ello, con dejarla. Partiríamos todo por la mitad, ella estaría un cincuenta por ciento con los niños, yo el otro cincuenta, ella tendría que ganar dinero, y yo también. Cuando yo decía eso, ella se derrumbaba y me rogaba que no lo hiciera. No te vayas, no, no lo hagas. No me iba, porque sabía que le destrozaría la vida, ¿cómo se las iba a arreglar ella sola? Y entonces, cuando la pelea había pasado, siempre había esperanza. Siempre una promesa de cambio.

Su reacción ese día del mes de agosto de 2009 al percatarse de la mirada que me lanzó Geir tenía que ver con esto. La mirada de Geir había dicho: Entiendo lo que quieres decir, Karl Ove. Ella relaciona las cartas amenazadoras con ella misma, qué va a pasar conmigo, cómo me las voy a arreglar, y, con lo subyacente, cómo puedes hacerme esto. Ella reconocía mi punto de vista en esa mirada, y se sentía como puesta en evidencia. Geir y yo contra ella. No era una traición, porque yo tenía que poder hablar con alguien ajeno a nosotros, pero lo sentía como una traición, porque se había hecho visible. También sospeché que ella reaccionaba a cuánto me había dejado influenciar por Geir, que sus opiniones eran ya mis opiniones, y que de alguna manera me había lavado el cerebro, y esa distancia surgida entre ella y yo, debida a mi frustración, también tenía que ver con eso. Que Geir me susurraba al oído cosas sobre mi vida y el papel que Linda desempeñaba en ella, que acabaría por hacer que la dejara. Yo no sabía si ella pensaba realmente eso, o si era mi propia paranoia la que había creado esa imagen, pero no había manera de averiguarlo, porque no podíamos hablar de ello excepto cuando nuestras broncas llegaban al clímax, como aquella vez que me gritó que no entendía por qué no me iba a vivir con Geir, ya que estaba todo el día hablando por teléfono con él, luego, cuando la bronca acabó y nos habíamos reconciliado, ella llorosa, yo con la ira petrificada en el pecho, aseguraba que no lo había dicho en serio. En realidad Geir le caía bien. Yo la creía, porque por fin, tras siete años, había empezado a entenderla. Geir le gustaba a Linda cuando se encontraba bien, entonces había en ella un exceso que le permitía derrochar lo que fuera, también sus sentimientos hacia mí, pero cuando no se encontraba bien era distinto, porque entonces tenía miedo de que todo desapareciera, de perder todo lo que tenía, y ese sentimiento era tan dominante que marcaba sus opiniones, valoraciones y conceptos. De manera que no había nada real, excepto la angustia o la alegría que en ella eran magnitudes tan fuertes que podían convertir lo bueno en malo y lo malo en bueno en el transcurso de un segundo. Esto había sido tan destructivo que ya no me importaba nada, porque me había esforzado tanto por entenderlo, por muy irrazonable que me pareciera, que de repente ya no podía más: ella lloraba y estaba muy afligida, yo me limité a mirarla y le dije que no quería hablar con ella hasta que dejara de llorar. Ella me gritó, yo dije: ¿has acabado ya? El que yo ya no me implicara en los sentimientos, sino que los observara desde fuera, le daría a lo mejor más miedo aún, y el miedo era justificado, porque yo pronto no aguantaría más, estaba al límite de lo que podía soportar, porque me encontraba ya tan lejos de la vida que deseaba vivir que apenas pensaba en otra cosa.

Entonces llegaron las cartas, llegó la presión desde fuera, y yo dejé de estar de espaldas a ella y a la familia, me volví rápidamente, de una hora para otra, y me quedé de espaldas al mundo, viendo a Linda y a los niños por primera vez en mucho tiempo. Ella se fue a casa de Helena, y yo la echaba de menos porque la necesitaba, necesitaba tenerla cerca de mí. El que las cosas se estropearan debido a la mirada de Geir y todo lo que había en ella me desesperó, de repente era como si ya fuera demasiado tarde, como si toda esa dinámica de destrucción continuara, aunque yo la hubiera detenido. Me había parado demasiado tarde, me había dado la vuelta demasiado tarde, aquello seguía hacia delante por su cuenta. Ese era mi sentimiento cuando seguí a Linda hasta el dormitorio aquella tarde de agosto de 2009, porque había algo más, había mucho más: había escrito toda mi frustración, había llenado una novela entera, trataba de nosotros, de ella y de mí, y aunque de repente la volvía a necesitar, de repente la volvía a desear, de repente quería volver a vivir mi vida allí, volvería el pasado, mi frustración y mi anhelo por alejarme, porque ella pronto leería la novela, pronto la publicarían.

Estaba sentada frente al ordenador cuando entré en el dormitorio. Miraba fijamente la pantalla, como en profunda concentración, pero yo lo reconocía, era una señal de lo contrario, una agitación interior que ella intentaba ocultar.

—¿Qué pasa? —pregunté, sentándome en la cama.

—Nada —contestó.

—Entonces, ¿por qué has venido?

—He venido a ver el correo electrónico.

Pensé en levantarme y ponerle la mano en el hombro, pero sabía que ella reaccionaría como ante algo desconocido, dejándola allí sin más, para mostrarme lo apartada que estaba de mí, y que no la acogería, como habría hecho en otra circunstancia, ya que mis caricias desde hacía tiempo eran escasas, y siempre la sorprendían.

Sentí un pinchazo en el corazón. Le había negado lo único que realmente necesitaba de mí.

—¿Ha sido la mirada de Geir lo que te ha hecho salir corriendo?

Clavó sus ojos en mí un segundo y volvió a concentrarse en la pantalla.

—No, de verdad que no. No he reparado en ninguna mirada.

—Entonces, ¿qué ha sido?

Suspiró.

—Me inquietan esas cartas. Y veo cómo te absorben. Pensaba en qué pasará en otoño. Qué pasará si hay un juicio. No habrá lugar para nada más. Y tú y Geir estáis ahí…, bueno, como volcándoos en ello, de alguna manera.

—No nos volcamos exactamente.

—Me has preguntado qué me ha pasado. Ha sido eso. No quiero discutir.

—Vale —dije, levantándome—. ¿Amigos?

Asintió con la cabeza.

Le puse la mano en el hombro. Ella se quedó sentada, sin moverse.

—Ya se me pasará —dije—. Sólo que ahora la cosa está al rojo vivo. Y no voy a poder superarlo sin tu ayuda. No puedo luchar en dos frentes. Me hace polvo.

—Lo haré lo mejor que pueda —dijo ella, me miró y puso su mano sobre la mía.

—Bien —dije.

Por el pasillo venían corriendo Njaal y Vanja. Linda apartó la mano.

—Bueno, pues me voy a comprar las gambas —dije—. ¿Hace falta algo más? Vino, pan blanco, limón, mayonesa, gambas.

—¿No hay mayonesa en el frigorífico?

—Llevará ahí un montón de tiempo. Compraré un frasco. ¿Tú necesitas algo?

Los niños empezaron a saltar en la cama.

—Quizá esos frutos del bosque amarillos que venden en unas cestas pequeñas —contestó—. No me acuerdo cómo se llaman. ¿Sabes a lo que me refiero?

Asentí. Heidi estaría triste y sola en algún sitio, supuse.

—Vale —dije—. Compraré también helado y fresas.

—Coge polos para los niños.

—Vale —dije, y empecé a andar por el pasillo. Me paré en la puerta del cuarto de los niños: John estaba durmiendo boca abajo, con las piernas separadas y la cabeza apoyada en un brazo. Babeaba. Lo contemplé un par de segundos y fui al salón, donde Heidi estaba sentada en el puf, al que Christina al parecer le había puesto la tapa, con una muñeca en una mano y un pequeño peine azul de plástico en la otra.

—¿Quieres venir conmigo a comprar? —le pregunté.

Contestó que no con la cabeza.

—Vamos, ven —insistí—. Será divertido.

—He dicho que no —dijo.

—Vale —dije, sonreí y fui al salón, donde Geir leía sentado en el sofá, y Christina, sentada en una silla al otro lado de la mesa, hojeaba un fotolibro.

—Voy a comprar gambas —dije.

—Te acompaño —dijo Geir, levantándose.

—No hace falta. Sólo voy a por gambas.

No quería que me acompañara, tanto Geir y Karl Ove sería demasiado para Linda en el estado en que se encontraba. Pero tampoco podía decírselo así sin más. Tendría que entenderlo por su cuenta.

—Me apetece salir un poco —dijo. Miró a Christina—. ¿Necesitamos algo?

—No creo —contestó ella.

Linda llegaba por el pasillo. Por la expresión de su cara y la manera de moverse supe que ya no estaba alterada.

Tal vez Christina y ella tuvieran la posibilidad de charlar un poco si nosotros no estábamos.

—Voy entonces a comprar —dije.

—¿Te llevas a Heidi o a Vanja?

—Heidi no quiere. Pero puedo volver a preguntarle.

Asomé la cabeza por la puerta.

—Ponte los zapatos. Vamos a hacer la compra.

La niña me miró.

—¿Hace falta que vaya?

—Sí —contesté.

—¿Y por qué no va Vanja?

—Quiero que vengas tú. Vamos, ven.

Se levantó, pasó por delante de mí, metió los pies en las sandalias y se colocó expectante delante de la puerta. Mientras tanto, yo me puse los zapatos, me toqué el bolsillo de atrás para asegurarme de que llevaba la cartera o como se llame, con las tarjetas, toqué también la parte de fuera del bolsillo de delante, que estaba debidamente abultado por ese pequeño nido metálico de llaves, cogí las gafas de sol del estante para sombreros y abrí la puerta.

En el ascensor, Heidi se sentía cohibida ante Geir y miraba al suelo. A veces también se sentía cohibida ante mí, si nuestras miradas se cruzaban y le sonreía, entonces ella bajaba la vista, tímida, y sonriendo a medias. En situaciones sociales no se mostraba casi nunca cohibida, desde muy pequeña era muy valiente, pero sí en el caso opuesto, es decir, en la cercanía, cuando era objeto de atención de una sola persona. Con Vanja ocurría casi lo contrario, estaba abierta a la atención de una persona, le gustaba y lo cultivaba, pero en situaciones sociales nuevas se mostraba tímida y se encerraba en sí misma.

La timidez es un mecanismo de protección y lo interesante era que las niñas protegían cosas distintas dentro de ellas. ¿Necesitaban proteger esas cosas porque eran extraordinariamente delicadas o extraordinariamente apreciadas?

También resultaba interesante que se protegieran bajando la vista, mirando hacia otro lado. La timidez estaba directamente relacionada con los ojos, y eran siempre los ojos los que protegían. A veces contestaban si alguien les preguntaba algo, pero siempre con la vista baja. Entonces, ¿qué era eso contra lo que se protegían, eso que cabía en la mirada? No era en sí ser vistas, porque ellas estaban presentes con su cuerpo, sino ser vistas como lo que eran, y eso se encontraba en los ojos. Que alguien a quien no conocían fuera capaz de mirar dentro de ellas. Ellas querían esconder lo que había en su interior, y a lo que se accedía por los ojos. Las crías de animales se comportaban de un modo distinto, si por ejemplo alguien entraba en una habitación donde había gatitos, ellos querían esconder el cuerpo, que era lo que estaba expuesto, que podía ser matado y devorado. Tal vez fuera igual el instinto de los niños ante lo desconocido, pero como ennoblecido, transferido de lo físico a lo social, del cuerpo al alma, que temblaba de miedo de ser capturada.

Al llegar abajo, Geir empujó la puerta del ascensor, y Heidi me cogió la mano mientras recorríamos los pocos metros que había hasta la puerta de la calle, la cual se abrió lentamente con un zumbido casi inaudible, que fue solapado rápidamente por los sonidos de fuera, de los coches que pasaban a toda velocidad por el cruce con semáforo, de las voces de la gente sentada en el restaurante chino de comida rápida con su caja de fideos o arroz en la mesa delante de ellos, y de las voces y los pasos en la calle.

—Vamos por allí —dije, señalando hacia el otro lado de la plaza. El aire era caliente, el sol colgaba inclinado sobre el Hotel Hilton, un poco más fuerte de color, más amarillo de lo que estaba antes.

—Me gusta Malmö —dijo Geir—. No me importaría vivir aquí.

—Vente a vivir aquí, entonces —dije.

Heidi dio un pequeño salto a mi lado. Yo le apreté un par de veces la mano, ella sonrió y me miró.

—Para eso tendríamos que tener dinero. Y ya sabes que hay más bien poco.

—Es mucho más barato vivir aquí —dije.

—Eso es verdad. Pero tendríamos que hacer un intercambio de piso, no comprar, así que está completamente fuera de nuestro alcance.

—Ya.

Bajamos las escaleras y cruzamos la plaza por delante de la fuente, seguimos por la acera hacia abajo, por donde circulaban los autobuses y los taxis, y cogimos la primera calle a la izquierda, donde estaba la tienda a la que nos dirigíamos. Se llamaba Delikatessen, y, aparte de gambas, tenían bogavantes, ostras, mejillones, pescado, cangrejos y también carne de proveedores rigurosamente elegidos, tanto de ave y de caza como carne macerada de vacuno mayor, y quesos, además de todo lo que se podía asociar con una buena comida, como exclusivos aceites de oliva y vinagres de vino tinto y blanco, aceitunas, mezclas de especias, sal en escamas de Francia, panes rústicos franceses recién hechos o baguetes. Los sábados por la mañana la tienda estaba siempre llena, yo suponía que se trataba de la burguesía de Malmö, que iba a comprar para las celebraciones de la noche, pero ahora estaba completamente vacía, excepto por los dos dependientes, ataviados con gorros de cocinero y delantales blancos, al parecer recogiendo ya para cerrar.

—Quiero sentarme ahí —dijo Heidi, señalando una de las altas banquetas de bar que había alrededor de dos mesas junto a la ventana.

Saqué una de ellas, levanté a la niña y la senté, a la vez que saludaba con un gesto de la cabeza a uno de los dependientes, que se había colocado en posición de arranque detrás del mostrador de cristal.

—Queremos unas gambas —dije.

—Muy bien. ¿Cuántas más o menos?

—Somos cuatro mayores y cuatro niños —respondí—. Los niños no comen mucho, tal vez dos kilos y medio o tres. ¿Está bien?

—Yo diría que le bastará con dos kilos y medio —dijo, cogiendo una bolsa blanca de un montón de la parte de dentro del mostrador con una mano y el cucharón tipo cazo con la otra.

—Dos kilos y medio largos, entonces —dije.

—De acuerdo —dijo el hombre, metiendo las gambas dentro de la bolsa, mientras yo echaba un vistazo a Heidi, sentada con las dos manos apoyadas en el tablero de la mesa, mirando a escondidas al dependiente. Geir estaba frente al mostrador de ostras con las manos a la espalda.

Me acerqué a Heidi, la levanté de la silla y la llevé al mostrador justo cuando el dependiente colocaba la bolsa sobre la reluciente báscula. La flecha subió volando al kilo y medio, y allí se quedó un momento temblando.

—¿Ves los bogavantes? —le dije—. Viven en el fondo del mar.

—Ya lo sé —dijo Heidi.

—¿A que son bonitos?

Asintió con la cabeza.

Recogidos del fondo del mar y expuestos allí, con sus ojos negros de granos de pimienta y largos tentáculos rojos después de hervidos.

—¿Qué es eso? —preguntó, refiriéndose a las rojas redecillas de plástico llenas de mejillones, colocadas sobre una cama de hielo picado.

—Mejillones.

—¿Están vivos?

—Sí.

—¡Pero no tienen ojos!

—Así es —dije—. La concha es como su casa. Viven dentro.

El dependiente colocó la segunda bolsa sobre la báscula. Pesaba un kilo trescientos. Qué buen ojo, pensé, y dejé a Heidi en el suelo para acercarme a la caja, que estaba sobre el mostrador, al otro extremo del estrecho local.

—¿Algo más? —preguntó.

—Tal vez algo de pan. Una baguete. Y ese —dije, señalando un pan grande con forma de piedra.

—Muy bien —dijo, y los colocó en sendas bolsas. Saqué la tarjeta del bolsillo trasero.

—¿Se te ocurre algo más? —pregunté a Geir.

—No —contestó—. Si no quieres que tomemos crème brûlée de postre.

Dije que no con la cabeza.

—Tomaremos helado y frutos del bosque.

—Como siempre —dijo.

—¿Estás ya un poco harto? —dije, y miré al dependiente, que tecleaba la compra en la caja.

—¿Harto yo? No, soy muy tradicional. Con tal de que pueda comer esas galletas que sueles poner de acompañamiento, me doy por satisfecho.

—En Malmö no las hay. Sólo las encontraba en Estocolmo.

—No me digas.

El dependiente me dijo el importe.

—De acuerdo —dije, y metí la tarjeta en el datáfono. Tecleé el número secreto, que ya no era 0000, aunque casi igual de fácil de recordar, pues eran los cuatro números de arriba a la derecha del teclado, es decir 2536, cogí las dos bolsas que me alcanzó el dependiente, esperé hasta que el mensaje de que la transacción estaba aprobada apareció en la pantalla, saqué la tarjeta, la metí en la pequeña cartera y esta en el bolsillo trasero. El dependiente sacó el recibo y me lo dio.

—Adiós —dije, y me lo guardé en el otro bolsillo trasero, que funcionaba como una especie de archivo de recibos.

—Que vaya bien —contestó.

—Vamos, Heidi —dije. Ella seguía frente al mostrador de mariscos mirando; ahora vino a toda prisa hacia mí, me cogió la mano y salimos a la calle, donde el aire entre los edificios de cuatro plantas era caliente e inmóvil.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Geir.

—A la tienda de licores y luego a Hemköp —contesté.

—No te quedes sin pasta por nosotros —dijo Geir.

—No pasa nada. Además, me gusta gastar dinero. Cuanto más, mejor.

—Ya lo sé —dijo Geir.

—Es el chocolate del loro —dije—. Recuerdo que mi madre solía decir eso cuando hacíamos la compra de Navidad y yo quería alguna cosa. Ella siempre ha tenido poco dinero, pero si yo necesitaba algo, ropa, por ejemplo, cuando iba al instituto o cuando ya estaba en la universidad, siempre me daba dinero para ello. Yo no lo entendía del todo. Si no tenía dinero, ¿cómo podía de repente tener dinero para eso? Ahora lo entiendo. El dinero es una magnitud relativa. Es algo increíblemente ambiguo. Cuando voy a comprar ropa para los niños, cojo y ya está, porque es algo que necesitan. Y luego compro unos CD, porque necesito música cuando escribo y de ahí nos viene el dinero. O me compro unos zapatos estupendos que valen unos cuantos billetes de mil. Y de repente no me queda dinero en la cuenta, o muy poco. Entonces rebusco en todos los bolsillos y en todos los armarios y estantes, devuelvo los cascos vacíos para que me los reembolsen, compro leche, pan y espaguetis, y dejo de pagar las facturas. Pasadas unas semanas me llega la reclamación de pago y si para entonces tengo dinero, saldo las deudas, y si no, hay otra ronda. No hace mucho llamaron a la puerta para entregarme una demanda, o como se llame, que tuve que firmar. Al final llega el aviso de embargo. Pero para entonces ha pasado tanto tiempo que he recibido dinero de nuevo y puedo pagar. Nunca asocio la ropa de los niños o los CD con lo de quedarnos de repente sin dinero ni con las amenazas de embargo, es como si eso fuera algo completamente distinto.

—Nosotros no podríamos vivir así —dijo Geir—. En nuestra casa todo está planificado y ordenado.

—No me extraña —dije—. Así es más fácil. Resulta muy pesado vivir sin tener orden en nada.

Salimos de nuevo a la plaza, Heidi me soltó la mano y se acercó corriendo a la fuente. Geir y yo la seguimos.

—No estoy tan seguro de ello —dijo—. Me gustaría mandarlo todo a la mierda. Pero no puedo.

—Poder…, lo que se dice poder. Di mejor que no quieres —le dije.

Heidi había metido un papel de helado en la fuente, que se mecía suavemente con las pequeñas olas creadas por el agua que entraba. Reconocí el papel, era de uno de esos helados que se llamaban algo con Strawberry. ¿Strawberry Delight? ¿Strawberry Dream? Cobertura de chocolate blanco sobre helado rosa.

—Querer es tener que querer, como dijo Ibsen —señaló Geir.

—¡Ahora se trata de callarse la boca!, como también dijo él. Pero hay un refrán en el que creo. O quizá no sea un refrán, sino una creencia popular. Que es una buena señal perder dinero, significa que vas a tener más. Yo creo muchísimo en eso. Cuanto más se estrecha la economía, más estrechos son los canales por los que pasa el dinero. Si todo está abierto, hay sitio para que entre más.

—Si alguna vez te dan el Premio Nobel, no creo que sea en Economía —dijo Geir.

—No es una mala teoría, ¿no? ¡De hecho, podría llegar a ser algo! Escribir sobre los sentimientos de la economía, y no de las matemáticas de la economía.

—Eres el optimista más grande que conozco —dijo—. Un optimista deprimido, eso es lo que eres.

—No tiene nada que ver con el optimismo. Trato de aceptar el estado de las cosas. Es como es. O se tiene mucho dinero y entonces se compra algo, o no se tiene dinero y entonces no se compra nada.

—Pero acabas de contar todo lo que compras cuando no tienes dinero.

—¡Sí que tengo dinero! ¡Si lo hubiera ahorrado para pagar las facturas al cabo de una semana, no lo tendría!

Heidi llevó el papel del helado alrededor de la fuente. Cuando volvió a aparecer, le hice señas para que se acercara.

—Ven, tenemos que irnos ya.

—Estoy mojada.

—Te secarás al sol —dije, la cogí de la mano y seguí andando, en ese momento un autocar de dos pisos se detuvo en la puerta del Hilton.

—Aún recuerdo esa fantástica sensación en Bergen cuando me encontraba con algún cajero automático que no tenía conexión directa con mi banco y podía sacar dinero aunque no tuviera fondos. Era una sensación de júbilo. O cuando inesperadamente alguien aceptaba prestarme uno o dos billetes de cien coronas.

—Por no decir veinte mil.

—Te las devolveré en cuanto me llegue el anticipo. Tranquilo.

Le había pedido prestadas veinte mil coronas de una cuenta de ahorros que nunca tocaba y que reservaba para tiempos difíciles. Linda había pedido prestada una suma parecida entre sus amigos, que también tenían esos ahorros para el futuro. Cuando Linda y yo abrimos una cuenta común, lo hicimos de modo que una vez al mes se sacara de allí dinero automáticamente para una cuenta de ahorros, pero o la suma de la cuenta era demasiado pequeña para que se pudiera sacar nada, o al mes siguiente nos gastábamos lo que habíamos ahorrado.

Linda deseaba intensamente que tuviéramos nuestra propia cuenta de ahorros para nuestro futuro y el de nuestros hijos. Para ella tenía un gran valor simbólico. Era lo que hacían las buenas familias, y ella quería ante todo que la nuestra lo fuera. Sus sueños románticos eran de lo más prosaico.

Nos paramos delante del cruce con semáforo. Los pensionistas estaban bajando del autocar junto a la acera del Hilton. Un coche americano descapotable venía lentamente por Södra Förstadsgatan con el motor zumbando. En Arendal, en los años setenta, los coches americanos eran lo más. Aquí sólo resultaba extraño, un tipo que no había entendido nada y lo mostraba tan feliz a todos los que querían verlo.

—Linda tiene razón —dije—. Aunque sé que tú no lo piensas. Pero si esto es un infierno para mí, lo será para todos.

—¿Por qué no voy a pensarlo?

Me encogí de hombros.

El semáforo se puso verde y cruzamos lentamente la calle entre el flujo de gente.

—He visto cómo me mirabas cuando empezó a decir lo terrible que sería para ella —dije—. Me refiero a eso.

—¿Te miré de un modo determinado?

—Sí. Fue una mirada muy elocuente.

—¿Crees que te habría echado una mirada elocuente sobre algo que Linda había dicho estando ella presente? Jamás se me ocurriría.

—Yo vi lo que vi —dije, solté la mano de Heidi, me sequé la palma en la pernera del pantalón y volví a cogérsela—. Ella también se dio cuenta, creo. Por eso se fue sin más.

Abrí la puerta de la tienda de licores, empujándola con fuerza para que a Geir también le diera tiempo a entrar, cogí una de las cestas grises con asa negra y atravesé la pequeña barrera automática, mientras miraba los carteles para ver dónde estaba el vino blanco.

—Ya sé que no será muy divertido para ella que toda Noruega te odie y tengas que aparecer en los tribunales como un delincuente cualquiera. Pero al fin y al cabo no es ella la que más lo sufrirá. Eso pienso, así que en eso tienes razón.

—¿Papá? —dijo Heidi.

—¿Sí?

—¿Eso es zumo?

Señaló un estante redondo giratorio de varios pisos en los que había botellas verdes de Jever, la cerveza sin alcohol.

—No —le contesté—. Es cerveza. ¿Quieres zumo?

Asintió con la cabeza.

—Entonces lo compramos luego en Hemköp, ¿vale?

Volvió a asentir. Nos paramos delante de los estantes de vino blanco, que estaban ordenados según el precio, los más baratos a la derecha, y más caros conforme ibas hacia la izquierda. Eso me venía muy bien; yo no sabía nada de vinos, así que cuando teníamos invitados cogía uno de los que estaban un poco a la izquierda del centro, esperando que fuera bueno.

Metí tres botellas de chablis en la cesta y miré a Geir.

—¿Es suficiente?

—Claro.

Miré a mi alrededor en busca del coñac. Estaba en los estantes transversales al lado de la caja. Me acerqué y dejé vagar la mirada por todas las etiquetas, ya no me acordaba de las indicaciones de calidad, esas equis y oes, y metí en la cesta una botella pequeña de una marca que no había probado. A continuación me puse en la cola detrás de un hombre de unos cincuenta años, que irradiaba esa mezcla característica de hombre deportivo que proporcionaba una camisa de piqué y un pantalón corto caqui en un cuerpo bronceado, y alcohólico, lo que se reflejaba en los rasgos cansados y los ojos apagados. Se llevó dos cartones de vino blanco.

—Primero llegaron los volcanes, luego los dinosaurios —dijo Heidi.

—Así es —dije.

—Y luego llegaron las personas.

—Sí.

—Pero los dinosaurios no sabían que se llamaban dinosaurios.

Bajé la cabeza para mirarla. Estaba observando a un hombre en silla de ruedas que se encontraba en la otra caja, con la cesta sobre las rodillas. Sonaba a algo que yo podría haber dicho. Pero no lo recordaba.

—¿Quién ha dicho eso?

—¿Qué? —dijo ella.

—Lo de los dinosaurios.

—Nadie. ¿Por qué va en esa silla? ¿Está enfermo?

Cuando volvíamos de Jølster las últimas navidades, Heidi se puso malísima en el camino, y cuando llegamos al aeropuerto de Flesland tenía tanta fiebre que tuvimos que pedir una silla de ruedas. Ella todavía hablaba de aquello. Era uno de los eventos memorables de su vida.

—No lo sé —dije, y coloqué la cesta en el pequeño saliente que había al final de la caja en el momento en que el hombre que me precedía puso el separador en la cinta, detrás de su último cartón.

—Estoy pensando que las gambas no son exactamente algo exótico para ti —le dije a Geir, que estaba ya pasando por delante de la caja, seguramente para meter las botellas que llegaban por la cinta en la bolsa que seguía justo después—. Será lo que comes siempre en Hisøya cuando estás allí.

—¿Y eso se te ocurre ahora?

—¿Va a pagar con tarjeta? —me preguntó el dependiente.

—Sí —contesté.

—Seiscientas doce.

—Pues sí, ha sido un poco estúpido —dije, metiendo la tarjeta en el datáfono—. Pero podías haberlo dicho.

—Hemos venido para estar con vosotros. Podríamos haber comido cebolla hervida si hubiera hecho falta. Por Dios, tío.

Dos de las personas de la otra cola nos miraron.

No me gustó y me giré un poco más para darles la espalda.

Sería porque hablábamos noruego. O quizá pensaran que éramos dos gays de compras, con nuestra hija nacida de vientre de alquiler. O nuestra sobrina. Los gays tenían a menudo una estrecha relación con sus sobrinas.

—Gracias —dijo el dependiente.

¿Por qué demonios iban a pensar eso?

¿Por mi pinta de idiota con esa barba y ese pelo largo? Parecía un músico fracasado de heavy metal acercándome a toda prisa a los cincuenta. Ah, cara fofa, mejillas regordetas, profundas arrugas y luego una barba rala.

Heidi se apretó de repente contra mis piernas. Miré a mi alrededor. Descubrí un viejo terrier junto a la pared, atado a la pata de una silla.

—No hace nada —dije—. Ponte a este lado y ya está.

Hizo lo que le dije. En cuanto hubimos salido de la tienda, volvió a cambiarse de lado.

Íbamos por las sombrías losas de hormigón de la acera, el aire se notaba aún más caliente después del aire acondicionado de la tienda de licores, y llegamos a la luz del sol cruzando la calle perpendicular, que estaba bordeada de frondosos árboles. Eran igual de invisibles que los coches aparcados, algo que normalmente pasaba inadvertido salvo en esos días de finales de abril y principios de mayo en que estaban en flor y se mostraban blancos, como cubiertos de nieve.

La angustia se intensificó de repente, era como si brotara de todas las partes del cuerpo y se concentrara en el estómago, miré a Heidi, que caminaba a mi lado en pequeños pasos, mirando hacia los escaparates del centro comercial del otro lado. Me dolía mucho, muchísimo. Era como si todo se hubiese descompuesto. Aunque sabía a qué se debía, a lo que había escrito y la reacción que ello había provocado, ignoraba por qué mis sentimientos eran tan intensos, como si hubiesen sido separados del punto inicial y ahora se moviesen por su cuenta. Era la anatomía de la culpa. La culpa lo coloreaba todo, extendiéndose como una nube por el cuerpo, cargándolo de destrucción, y todo lo que había a su alrededor se iba cargando también. La culpa ya no podía remontarse a aquello tan terrible que yo había hecho, reinaba por propio derecho.

Andábamos entre los carteles de ofertas a un lado de la acera y los soportes para bicicletas al otro, entramos en la tienda, a la derecha una compañía telefónica había montado un mostrador cubierto de papel, atendido por dos jóvenes de unos veinte años que intentaban captar la mirada de la gente que pasaba, para luego preguntarles cuál era su compañía telefónica. Cuando me lo preguntaron a mí, murmuré algo poco amable, lo que no me hizo sentirme bien, la energía de esos jóvenes era inmensamente fresca y positiva y la mía arisca y negativa. ¿Quiénes son esos?, solía preguntar Vanja en estos casos. ¿Qué han dicho? ¿Qué quieren?

Estaban hablando con una mujer de unos cincuenta años, pasamos sin impedimentos por delante de ellos y entramos en el gran espacio con las cajas a un lado y una mezcla de quiosco, salón de juegos y oficina de correos al otro. Cogí una cesta y pasé por la barrera con Heidi, que miraba hacia la pantalla del techo, en la que se nos veía llegar.

—¿Quieres un plátano? —le pregunté.

Asintió con la cabeza, me soltó la mano y miró hacia arriba para comprobar la reacción de la pantalla al levantar primero una mano y luego la otra. Cogí uno de los plátanos viejos con manchas marrones que habían colocado para los niños en una pequeña caja al lado de los plátanos normales, duros y de color entre verde y amarillo. Lo pelé y se lo di a Heidi.

—Necesitamos limones, mayonesa, refrescos y agua mineral —dije.

—No te olvides del helado y los frutos del bosque —apuntó Geir.

—Es verdad.

—No tienes pinta de encontrarte muy bien —me dijo.

—¿Se me nota?

Se rio.

—Pareces bastante atormentado.

—Estoy bien —dije—. Supongo que el problema es que yo no quiero esto. No quiero provocar a nadie. No quiero ofender a nadie. No quiero destrozar nada a nadie.

Metí cinco limones en una de las bolsas color humo, que se sometían completamente a ellos, renunciando a su débil color, a favor del amarillo de la fruta en las partes donde esta presionaba contra el plástico, dejando incluso a la vista los poros de la cáscara.

—Lo sé —dijo Geir—. Pero ya lo has hecho.

—Me duele —dije, mirando a Heidi—. ¡Vamos, preciosa!

Ella vino hacia mí, me dio la mano y recorrimos juntos la tienda. Pasamos por delante de los mostradores de pescado, platos precocinados, quesos y fiambres, con sus enormes quesos y salchichas de salami que parecían bates de béisbol, luego llegamos a la isla de los panes y anduvimos a lo largo de la playa de los paquetes de galletas, hacia la empinada cuesta de las cajas de refrescos, donde metí en la cesta dos botellas de litro y medio de agua mineral Loka, una con sabor a limón, otra normal, y cuatro botellas de cristal de Fanta.

—No ayuda mucho que me digas que no he hecho nada malo —dije—. Puedo decírmelo yo. Escribo sobre mí mismo y mi vida con mi padre, ¿qué tiene eso de horrible? Eso es lo que me digo. Pero no sirve de nada. Es como si no tuviera nada que ver. Los argumentos no sirven. Los argumentos jurídicos no sirven. Los argumentos literarios no sirven. He traspasado un límite y ese límite está en el cuerpo.

—Si los sociólogos hubiesen entendido eso, tal vez la asignatura habría tenido futuro —dijo Geir.

—¿Entendido qué? —pregunté, mirando alternativamente al tubo de mayonesa, que me recordaba a mi infancia, y a los frascos de cristal, que tal vez fueran un poco más sofisticados.

—Los límites de lo social, los que lo regulan y hacen que seamos capaces de convivir no son abstractos. No son pensamientos. Son concretos, como tú dices. Si sobrepasas dichos límites, duele. Eso es lo que notas.

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