Fin

Fin


Hugo - María - Ginés - Amparo - Ibáñez - Maribel - Nieves

Página 15 de 23

HUGO - MARÍA - GINÉS - AMPARO - IBÁÑEZ - MARIBEL - NIEVES

Ya es de noche. Las estrellas se han adueñado del cielo con su brillo furioso. La tierra está en sombra: no alumbra, no da luz el vago resplandor que irradia del poniente, allí donde el sol se ha ocultado hace más de una hora; no es más que un aura, una dorada fosforescencia que apaga algunas estrellas y recorta en silueta negra, misteriosa, el perfil de las montañas. Tampoco alumbra la luna: media circunferencia trazada con extraordinaria precisión, con un arco de luz afilado en las puntas como una aguja; es una luna baja, puramente decorativa, a punto de disolverse en el fulgor opalino del horizonte.

La carretera discurre, por lo tanto, en penumbra, ajena a la exhibición de joyería que se despliega en el cielo. Después de un tramo de interminables curvas entrelazadas, ocultas bajo los árboles, la carretera traza una larga recta a cielo abierto, resiguiendo la arista de una estrecha meseta. El borde de la meseta desciende en un desmonte hasta el fondo del vallecillo por el que discurre el río en paralelo a la carretera, casi recto en este tramo. Al final de la recta, la calzada se desvía de nuevo hacia la izquierda —con una curva brusca y pronunciada—, abandonando la cuenca fluvial para internarse en un laberinto de cerros y barrancos resecos. Como para despedirse del río, antes de esa abrupta curva se abre una pequeña era o mirador a la derecha de la carretera, dominando el paisaje fluvial de cañaverales y alguna que otra arboleda.

Pero ahora no se ve nada de eso. En medio de la penumbra casi total que cubre la tierra, sólo se ve un movedizo foco de luz en el centro de la pequeña explanada que forma el mirador, una luz vacilante, con destellos azules y amarillos a ratos, que alumbra poco más que los rostros de las siete personas que se agrupan a su alrededor, sentadas, arrodilladas, alguna recostada, pero todas ellas mostrando en su actitud un poderoso impulso gregario, un temor a quedarse aisladas del grupo.

La luz es una lámpara de butano. La camisa incandescente está rota y alumbra muy poco. La llama trapea y se desplaza a ratos abandonando la camisa, que entonces enrojece y se apaga como una brasa, mientras que unas llamitas azuladas, como las de un vulgar hornillo, culebrean entre los huecos de la zona agujereada. Los grillos cantan sin parar. Su cri-cri estruendoso lo llena todo, como si el aire de la noche, como si las mismas sienes latieran con la pulsación constante y regular de su canto. No hace frío. La temperatura sería incluso molesta, por lo elevada, si el ambiente fuera húmedo o el aire estuviera totalmente quieto. Pero el aire está seco como la piedra caldeada por el sol, y circula a una velocidad constante, pausada, modelando con su blanda caricia la superficie de la tierra.

—Tendríamos que habernos quedado en aquella casa —dice Nieves, mirando fijamente las contorsiones de la llama.

Nadie le responde. Nadie hace ningún comentario. Sentados en diferentes actitudes, con el cansancio y la rendición pintados en el rostro, sus compañeros se limitan a contemplar, como ella, el resplandor de la lámpara, sin oponer la menor resistencia a su banal atracción. Sentado en actitud semejante a sus compañeros, abrazándose las rodillas, Hugo también mira hacia la lámpara; pero una mirada más atenta, más cercana, percibiría que sus ojos no «descansan» en la llama, como los de las personas que hay a su alrededor, ni la atraviesan con la mirada vacía del que tiene el pensamiento ausente, sino que la enfocan con terca perseverancia, con una expresión ceñuda, obtusa, como si el humilde objeto encerrara algún profundo significado que no fuese capaz de desentrañar.

Sólo Amparo escapa al poder hipnótico de la llama: está nimbada, estirada de cara al cielo y con los pies descalzos; unos pies llenos de rozaduras y ampollas reventadas. Se diría que duerme, pero sus ojos están abiertos, y de vez en cuando, con una inspiración algo más ruidosa, deja rodar la cabeza hacia un lado, sin decir nada, como si le agobiase el exagerado esplendor del cielo estrellado.

—Ya sabía que no llegaríamos al pueblo.

La voz de Nieves ha vuelto a romper el silencio. Una vez más, nadie le ha contestado, ni la ha mirado siquiera. Su entonación no ha sido irritada, ni de reproche: más bien ha sonado como una declaración de derrota, o de autocompasión. Ginés se dirige a ella finalmente, después de un buen rato, cuando parecía que el comentario había quedado ya olvidado, como el anterior.

—Lo decidimos entre todos —recita Ginés cansinamente—, aquella casa estaba cerrada a cal y canto… decidimos aprovechar al máximo el tiempo para intentar llegar a Somontano. ¡Lo decidimos entre todos!

Ginés ha elevado el tono en la última frase, mostrando súbitamente su enfado. Su reacción apenas ha merecido alguna mirada fugaz, desganada.

—Dijimos que haríamos fuego —dice Maribel, aprovechando la agitación que ha significado el pequeño rifirrafe para plantear su propia reivindicación.

—Sí, Maribel, dijimos que haríamos fuego —dice Ginés cerrando los ojos.

—No hace frío —dice Ibáñez con voz inexpresiva, sin dejar de mirar, como los demás, los movimientos de la llama.

—No, pero por la mañana refresca, antes del amanecer, y aquí no hay ropa de abrigo —dice María—. Aunque ella lo dice por los animales, ¿no es eso?

—Lo digo porque lo dijimos —dice Maribel, con un matiz de antipatía en la voz.

De nuevo el silencio. María hace una ronda con la mirada, examinando a todos sus compañeros. Parece más entera, más despierta que ellos. María los va mirando uno por uno, pero cuando llega a Maribel desvía la mirada, porque ella, a su vez, la estaba mirando con una inquietante fijeza. Maribel sí que está despierta, pero la suya es una animación nerviosa y un tanto febril, candidata a degenerar en histeria en cualquier momento. Nadie sabe cómo están los pies de Maribel. Lleva unos zapatos ligeros y escotados, con un poco de tacón, que la han mortificado durante todo el camino. Pero dejó de quejarse cuando empezaba a anochecer, y ahora permanece con ellos puestos: no se los ha querido quitar, como ha hecho el resto de sus compañeros en cuanto han decidido hacer el alto.

—Necesito bañarme —dice Nieves, rompiendo de nuevo el silencio—. No soporto estar así…

—Mañana nos bañaremos, en el pueblo —dice Ginés al cabo de unos segundos—, mañana lo haremos todo… ¡Por favor! ¡Había que intentarlo!

—¿El qué?

—Llegar a Somontano, Maribel; llegar a Somontano.

La voz de Ginés ha expresado una tristeza y un cansancio infinitos. María, que está a su lado, le pasa un brazo por encima de los hombros, y después le acaricia lentamente la nuca, discretamente, como jugando al descuido con su cabello.

—No habrá nadie en el pueblo.

La mano de María se ha detenido, y ahora baja lenta, cautamente, sin tocar la espalda de Ginés. Pero no es Ginés quien ha hablado. Es Amparo: su voz ha sonado nítida en la penumbra, brotando desde el suelo en el que tiene recostada la cabeza. Es como si su ausencia visual, el no estar visible su rostro como el de los demás, le diera una suerte de impunidad para decir lo que todos están pensando pero nadie se atreve a mencionar.

—No hay nadie… no hay nadie en ningún lado. No hemos visto a nadie en todo el día. Por esta carretera, y un domingo, pasan cientos de coches.

—Que no haya nadie en la zona que hemos recorrido —dice Ginés, hablando como si le costara un gran esfuerzo— no quiere decir…

—¿Y el coche que hemos visto? —prosigue tercamente Amparo—. Se había estrellado…

—Ya sé por dónde vas —dice Ginés—, pero no podemos afirmar que se estrellara en el momento del apagón.

—El piño era reciente —apunta Ibáñez—. No había nada de óxido en la chapa.

—Y tenía las llaves puestas —dice Amparo—. ¿Quién se dejaría las llaves…?

—Sólo buscas los detalles… La demostración… la demostración de una hipótesis siempre es un ejercicio tendencioso —dice Ginés.

—A mí no me vengas con palabrerías —protesta Amparo—. ¡Pero si no hace falta demostrar nada para darse cuenta! No es sólo que no haya gente: es el mundo, es cómo está todo. Mirad… mirad las estrellas: vuelven a brillar de esa manera… y los grillos… nunca… nunca cantan así; es como si supieran…

—No es el mejor momento para… para sacar conclusiones —replica Ginés con trabajosa paciencia—. Estamos todos cansados, hemos tenido un día muy duro. Ahora, por la noche, todo se ve peor; mañana… mañana será otro día; iremos… iremos al pueblo, a Somontano…

—¿Para qué? —insiste Amparo—, ¿para ver que no hay nadie?

—¡Me da igual que no haya nadie! —estalla Ginés—. Habrá comida, agua, camas, una piscina; en todos los pueblos hay una piscina; habrá bicicletas, un montón de bicicletas, un… yo qué sé, una zapatería. ¡No…, no podemos saber si habrá alguien o no!

Nadie dice nada, ni siquiera Amparo. Ginés vuelve a hablar en tono más conciliador:

—No podemos saber qué alcance tiene esto… ni cuánto va a durar. No tenemos suficiente información.

—Ginés tiene razón —dice María—. Una vez vi una película… la gente, los que sobrevivían, se acababan suicidando porque pensaban que… y luego resulta que al lado, muy cerca…

—Esa chica… Desapareció. Se esfumó…

—¡Amparo! ¡Por favor! —dice Ginés.

—No. Tiene razón —protesta Nieves—. ¿Por qué vamos a negar la evidencia? ¿O es que…?

—Pues, por ejemplo —la interrumpe Ibáñez—, porque hay personas que parecen muy afectadas, y no sabemos… no sabemos…

En medio de un súbito silencio, todas las miradas se dirigen hacia Hugo; pero él no parece haberse dado cuenta de que se ha convertido en el centro de atención; su expresión reconcentrada y taciturna no ha variado un ápice en ningún momento de la conversación. Es la misma expresión que ha llevado durante todo el camino, desde que salió de la estupefacción y la atonía de los minutos inmediatos a la desaparición de Cova. Hugo no ha hablado en todo el camino: se ha limitado a responder lacónicamente, con monosílabos, y siempre con cierto retraso, cuando alguien le ha dirigido la palabra. No ha comido nada cuando le han ofrecido algo de la frugal pitanza —pan seco y galletas, y algún embutido— que han despachado sobre la marcha. Lo único que ha hecho ha sido fumar compulsivamente, un cigarro tras otro, hasta acabarse el paquete entero que todavía le quedaba. Pero una vez terminado, no ha dado muestras de necesitar más tabaco.

—Esa chica… —dice Amparo—, ¿cómo se llamaba?

—Por favor… —dice Ginés, más suplicante, más incrédulo que indignado. Los demás bajan la mirada avergonzados, incapaces de mirar a Hugo, ni a Amparo.

—¿Nadie quiere decirme cómo se llamaba…? Me da igual. Desapareció, se volatilizó. Es imposible que se escapara, que se perdiera de vista en tan poco rato… No sé por qué estuvimos tanto tiempo buscando; era evidente que…

—Quizá se cayó —dice Nieves tímidamente— y las cabras se la llevaron… sobre el lomo…

—¡Sí, hombre! —dice Amparo—. Como en un rodeo, ¿no? ¡Parece mentira!

—Eso no puede ser, Nieves —dice María; con cariñoso acento—. Lo habríamos visto y… las cabras no iban tan juntas…

—Sabéis —dice entonces Maribel, mirando la llama de la lámpara con ojos muy abiertos—, cuando estábamos en la casa…

—¿En qué casa?

—¡En cuál va a ser!, en la que hemos comido. Cuando entramos todos en la habitación y oímos ruido en el lavabo… Todos teníais miedo. Pero yo no… yo tenía una esperanza, porque pensé que a lo mejor era Rafa, que tenía que ser Rafa, que nos había ido siguiendo, porque… porque estaba enfadado, pero… pero se le había pasado y nos… nos gastaba una broma…

Maribel guarda silencio durante unos segundos. En algún momento parecía que iba a romper a llorar, porque la voz le ha temblado cada vez que pronunciaba el nombre de su marido. Pero ahora, después de mirar la llama en actitud reflexiva, durante un rato, vuelve a tomar la palabra en un tono distinto: un tono de serena suficiencia que resulta todavía más alarmante.

—Pero ahora me doy cuenta de que no, de que era muy tonta al pensar eso… Luego, cuando desapareció… cuando desapareció…

—Cova.

—Eso. Entonces lo comprendí todo…

Maribel ha enmudecido repentinamente. No se le ha escapado —como no se le escapa a ninguno de los presentes— la brusca transformación que ha sufrido Hugo al oír el nombre de su mujer, citado por un Ibáñez que lo ha dicho espontáneamente, sin pensar, por el simple prurito de suplir la quebradiza memoria de Maribel. Hugo ha alzado la mirada del resplandor de la lámpara, y ha mirado a sus compañeros como si despertara en ese momento: como despierta el hipnotizado al oír el chascar de dedos del hipnotizador.

—Ella lo sabía —dice Hugo, como si ése fuera el resultado de todo lo que ha venido rumiando, obsesivamente, en las últimas horas.

—¿Qué es lo que sabía? —dice Ibáñez.

—Todo.

Hugo responde con firmeza, con una convicción que resulta un tanto exaltada, tal vez por la mirada y la expresión febril, fanática, con que acompaña sus respuestas.

—¿No podrías… —le pregunta María, con todo el tacto de que es capaz— explicarte…?

—Que esto es el final —concluye Hugo—, el final de todo.

—¿Por qué… por qué dices que lo sabía?

—Me lo dijo: me dijo que era el final, el final de todo, y yo no le hice caso —dice Hugo, con una entonación que empieza vehemente, exaltada, y acaba derrumbándose en un quejumbroso lloriqueo—. Todo se podría haber arreglado. Todo se habría arreglado si yo la hubiera abrazado de verdad, si le hubiera dicho que le perdonaba… pero no lo hice… Y ahora… ahora estamos así…

—Cálmate, Hugo… —dice Ginés.

—Una cosa es la relación de pareja —dice Amparo— y otra…

—¡No! ¡Es lo mismo! —le interrumpe Hugo airadamente—. ¿No lo entendéis?… Ella me lo dijo: es el final de todo, ¿comprendéis? ¡De todo!

—Lo de Rafa fue igual —dice Maribel, atrayendo de repente todas las miradas.

—¿Qué quieres decir? —le pregunta Amparo, incorporándose hasta quedar sentada en el suelo.

—No me miréis todos así… Me dais miedo.

—Tranquila —dice María—, ¿quieres decir que Rafa… a ti… te dijo lo mismo? ¿También te dijo eso? ¿Las mismas palabras?

—No, eso no, pero… él también desapareció.

—Maribel… —dice Ginés, en el tono de quien llama a la prudencia.

—Al principio yo tampoco me lo creía. Pensaba como vosotros, que se había enfadado y se había ido… Pero Rafa nunca se iría: no se iría dejándome sola.

—Pero… tú dijiste que… —recuerda María— que no estabais muy bien últimamente.

—Eso es lo que pensé al principio. Pero ahora me doy cuenta de que no. Todo el mundo discute de vez en cuando. Todas las parejas…

—¿Y cómo puedes saber que desapareció? —dice entonces Ibáñez—. Tú estabas durmiendo, ¿no?

—No, la verdad es que no. No podía dormir, estaba disgustada…

—¿Y le viste desaparecer? —insiste Ibáñez.

—No, pero… estaba a mi lado, en la litera de al lado; me di la vuelta, y cuando me volví a girar… ya no estaba. Yo pensé que había ido al lavabo.

—Entonces no viste, así, explícitamente…

—¡Bueno, vale ya de interrogatorio!, ¿no? —salta de pronto Amparo, encarándose con Ibáñez—. Mira tú: el que nos reñía antes por hablar de… de esa chica… ¡Será que no estás tú ahora hurgando en la herida! Ya estoy harta de que nos deis lecciones los listillos del grupo; como si fuésemos unos críos y vosotros…

—Yo sólo intento racionalizar un poco toda esta locura, todo… todo esto tiene que tener algún sentido —replica Ibáñez con voz ostensiblemente calmosa—. Buscaba… buscaba analogías entre los dos casos. Y por supuesto lo hacía para ayudar, para que nos beneficiáramos todos. Si descubrimos…

—Claro, ya salió el gran altruista, el hombre que sólo quiere hacer el bien… ¡Si al menos te callaras y no quisieras dar lecciones!

—Pero… ¿a qué viene ahora…? —dice Ibáñez mirando a sus compañeros—, ¿qué le pasa a esta tía?

—Mejor harías en poner orden en tu vida en vez de andar por ahí dando lecciones —replica Amparo, con una acritud que resulta desproporcionada, que parece presagiar otro ataque más concreto, y también más hiriente.

—Y tú estarías mucho mejor con la boca cerrada —dice Ibáñez con tajante frialdad.

Pero Amparo lanza una nueva pulla:

—Hay que predicar con el ejemplo, ¿sabes?

—Pero… ¿qué os pasa a vosotros dos? —dice Ginés—. Si tenéis algún problema… no creo que sea el momento…

—¿Problema? —dice Ibáñez—. Yo ninguno.

—¿Ah, no? Anda, cuéntales, ¿por qué no les cuentas a éstos tus aventuras en La Capital? ¿No os ha dicho que estuvo tres años viviendo allí? No, no habla mucho de eso…

Todos miran a Ibáñez, incluso Hugo; nadie puede escapar a la morbosa curiosidad que han despertado las palabras de Amparo. El rostro de Ibáñez, su mirada baja y sombría, sus facciones tensas, su silenciosa inmovilidad, confirman, por lo menos, la gravedad del asunto.

—Él dice que fue por el trabajo, que le salió un trabajo allí y quiso probar… Puede ser… Lo que no dice es que conoció a una chica y se casó… bueno, o se juntó, es lo mismo, y que tuvo un hijo… Sí, el «soltero y sin compromiso», el hombre que me riñe porque puedo herir la sensibilidad de… Le bastaron tres años para casarse, tener un hijo y separarse al poco rato. No fue capaz, no tuvo cojones de cumplir como un hombre, ¡el muy cabrón! ¡No entiendo cómo se puede… con una chica estupenda, que es más buena que el pan, y un niño precioso, que todo el mundo dice que es un encanto… cómo se puede uno largar, y dejarlos ahí…!

—Tú ni siquiera conoces a esas personas —dice Ibáñez sin salir de su inmovilidad, sin dejar de mirar al suelo.

—Pero conozco a una persona que sí que las conoce, y de muy cerca, ¡qué mala suerte, ¿verdad?, el mundo es un pañuelo!

—No tienes derecho a juzgar…

—¿Pues por qué no lo contabas tú primero a tu manera? ¡Mira éste! No debes de estar muy orgulloso cuando lo tenías tan calladito.

—¿Y tú? ¿Quién eres tú para hablar? —dice Ibáñez, encarándose de nuevo con Amparo—. Tu vida tampoco es, precisamente, un modelo a seguir.

—Al menos yo no he metido a niños de por medio.

—Porque no has podido.

—No, señor. Ya te gustaría a ti… pero no es mi caso. Si no tuve hijos fue porque no estaba segura, porque ya empecé a sospechar, muy pronto, que me había salido rana…

—Sea como sea fracasaste. Tu matrimonio fracasó… Porque tú «sí» que te casaste…

—Yo al menos puedo decir que mi marido era un cabrón. Pero tú… ¿qué motivo decente puedes tener tú para haberte separado?

Ibáñez guarda un hosco silencio, que Amparo aprovecha para dar nuevos detalles, hablando ahora al resto del grupo.

—No os penséis que se casó con una modistilla, no: es una chica con estudios, así, como él, medio artista, pero muy trabajadora…

—¿Sabéis por qué cuenta todo eso? —dice Ibáñez tomando la palabra, con una agresividad contenida que resulta estremecedora—. ¿Sabéis por qué me ataca de esa manera?… Pues porque quiso enrollarse conmigo y yo le di calabazas.

—¿Pero de qué hablas tú ahora, Rabanito? —dice Amparo, despertando algún amago de sonrisa en Nieves, en Maribel; ambas recuerdan el apodo, que circulaba más bien en el círculo femenino, sin que nunca llegaran a tener constancia de que se hubiera filtrado hasta el interesado—. Yo estaba hablando de cosas serias, no de tontunas de crios. Además, eso que dices no es verdad.

—¿Ah, no? ¿No es verdad que un día empezaste a contarme tu vida, y lo desgraciada que eras, y al final acabamos dándonos un morreo?

—¡Mira éste! ¿Quién se acuerda de eso? ¡Será que no había recalentones de ésos cada día! ¡Y no sólo morreos! Lo que pasa es que tú no te enterabas, porque no te comías ni un rosco… Debe de ser el único morreo que diste. Por eso te acuerdas tan bien. ¡Mira por dónde: uno que te dieron, y fue por compasión!

—¿Compasión? ¿Quién tuvo compasión de quién? ¿Sabéis lo que me dijo? Pues que sus padres estaban siempre discutiendo, y que se quería marchar de casa porque… porque su madre sólo tenía ojos para su hermano y… y que un día le pegó con…

—¡Hay que ver! ¡Se acuerda de todo! —dice Amparo, con divertido asombro—. Lo dicho: fue su primer morreo. Si lo llego a saber me esmero más.

—Lo que pasa —dice Ibáñez poniéndose en pie y mirando a Amparo desde arriba— es que eres una lesbiana reprimida, y por eso fracasas con todos los hombres.

Desde su posición sentada, Amparo replica a un Ibáñez que se ha alejado unos pasos, desdeñosamente, y ahora mira a la oscuridad, dando la espalda al grupo.

—No soy lesbiana, idiota, no soy lesbiana —dice Amparo apretando los dientes—, que no sabéis decir otra cosa…

—He dicho reprimida —apunta Ibáñez girando apenas la cabeza.

—Pero te aseguro que con tipos como tú dan ganas de hacerse…

—¡Vete a un bar de bollos y tómate una copa!

—Bueno, vale ya ¿no? —ataja Ginés, colándose en el cruce de acusaciones.

—No, dejadle —dice Amparo—, dejadle que suelte todo su veneno… después será inofensivo.

—Es así —dice Ibáñez con afectada indiferencia, aproximándose de nuevo al corrillo—, no podrás ser feliz hasta que no asumas tu homosexualidad…

—¡He dicho basta! —insiste Ginés—. Ya os hemos dejado bastante… ya habéis tenido vuestra sesión de terapia de grupo.

—Todo está ocurriendo como él quería…

Maribel ha hablado sin elevar la voz, como para sí misma, pero sus palabras han tenido un efecto inmediato. Mirándola fijamente, Ibáñez da unos pasos hasta quedar, de pie, muy cerca del hueco que ocupaba antes. En medio del silencio que se ha producido, es María la que toma la palabra para preguntar:

—¿Quién? ¿Quién quería?

—Nos estamos comportando exactamente como él ha planeado —dice Maribel, en vez de contestar.

—Pero ¿quién? —pregunta Ginés con impaciencia. Él y María son los únicos que se han atrevido a preguntar. Los demás miran a Maribel conteniendo el aliento, con un brillo de temor en los ojos muy abiertos.

—¿Quién va a ser? —replica Maribel con desdeñosa irritación—. Lo sabéis perfectamente.

En el silencio que se produce, que se va prolongando, María contempla atónita cómo los hombres y mujeres que la rodean se miran unos a otros, con miradas fugaces, furtivas, avergonzadas, sin que nadie sea capaz de pronunciar una palabra. Finalmente, meneando la cabeza con incredulidad, María gira la cabeza y mira a Ginés, a quien tiene al lado mismo; va a decirle algo, pero es él el que, inesperadamente, toma la palabra.

—Ya… Tú quieres decir que es el Profeta ¿No es eso?

—¡El Profeta! —dice Hugo, alzando de nuevo la mirada hacia sus compañeros, con un gesto alucinado—. El Profeta…

Amparo, Nieves, Hugo, Ibáñez, incluso Maribel, ya no se miran entre sí con la mirada esquiva de la culpabilidad; ni de la otra manera, abiertamente, con los ojos que piden auxilio, que esperan encontrar en la otra mirada la seguridad, la negación del miedo que uno siente. Ahora miran hacia fuera: con la misma vergüenza, subrepticiamente, pero hacia el exterior; hacia la oscuridad que les rodea, hacia las masas de sombra que forman los ribazos iluminados tan sólo por la luz de las estrellas, y que ahora, tras la prolongada contemplación de la llama, se funden en la sombra, como en un mar de tinta turbia y engañosa.

Ginés, en cambio, echa la espalda hacia delante sujetándose la cabeza con ambas manos, hasta apoyarla sobre las rodillas, como si buscara el aislamiento, la reflexión, o simplemente el descanso. María contempla atónita el cuadro que componen todas esas personas a su alrededor, incrédula, negando con la cabeza, pasando revista, una por una, a las miradas y las actitudes, buscando algo más, algo diferente al temor y la fatalidad que ve en todos los rostros.

—Pero… esto es ridículo —dice finalmente—. No puede ser que todos… Ginés, por favor, di algo. Tú no piensas así…

—Es igual —dice Ginés, levantando la cabeza unos centímetros, y girándola hacia su compañera—. No importa de qué escapemos… del Profeta, de un cataclismo nuclear, de nuestras propias conciencias… El resultado es el mismo: hay que seguir, hay que alejarse del núcleo, del problema, lo más posible y buscar la normalidad, la civilización… si es que aún existe…

Ginés se pone en pie trabajosamente, dolorosamente, luchando con el entumecimiento de la larga caminata, de la incómoda posición en que estaba sentado, de sus cuarentaitantos años.

—Tenemos que descansar —dice masajeándose los riñones, esbozando una mueca de dolor—. Hay que organizar las guardias…

—Las guardias… —dice alguien, con la entonación inequívoca de quien acaba de descubrir, en el mismo momento, esa posibilidad.

—De dos personas, por supuesto —aclara Ginés—. Los que estén más hechos polvo que descansen, al menos de momento. La lámpara queda encendida. El fuego… Ya haríamos fuego si fuera necesario.

—Pero…

—No hay animales salvajes en esta zona —dice Ginés, cansino, pero tajante—. No estamos en el Serengueti.

María, sentada todavía en el suelo, mira fijamente a Ginés, durante un buen rato, con una mirada, con un ceño levemente fruncido, que tiene mucho más de curiosidad, de extrañeza, que de arrobo o de admiración.

Los pájaros pían como locos, chillan y se desgañitan saludando la proximidad del nuevo día. Hay tantos pájaros que su griterío resulta agresivo, furioso, ensordecedor. Aún no se han apagado las estrellas, no todas; era tal su número, su acumulación, que se diría que el cielo está completamente estrellado a pesar de que ya se ha extinguido la mitad de ellas. Pero el color del cielo sí que ha cambiado: ahora es de un gris incoloro, casi transparente, con un tinte morado allí donde el sol se puso, y unos matices malvas, rosáceos, en el lugar por el que volverá a salir. El aire se ha atemperado sin llegar a ser fresco. La brisa, desde hace poco, se ha detenido por completo.

En el calvero que se abre a la derecha de la carretera, la luz estremecida del amanecer descubre un paisaje derrotado y confuso, de cuerpos hacinados, de ropas arrugadas. Se distinguen dos bultos separados, diferenciados, y otros dos volúmenes más grandes que corresponden, en realidad, al bulto que hacen dos cuerpos en cada uno de ellos. Aunque sigue estando en el centro, no se ve a simple vista la lámpara de butano, porque ahora está apagada, y sin la llama inquieta que la habitaba se convierte en un objeto gris e insignificante.

No hay movimiento en la dispersión de cuerpos yacentes y acurrucados. Hasta que de pronto uno de los bultos, uno de los bultos menores, se contrae bruscamente, se estira; y sólo cuando se pone en movimiento y se incorpora se diferencia claramente la figura humana, y se comprende en qué posición estaba tumbado, qué era la cabeza y qué los pies. Esa persona es Hugo, y se ha despertado gritando, mirando nerviosamente en todas direcciones, como quien se despierta de una pesadilla. Sus gritos no tardan en despertar a las personas que yacen a su alrededor.

—¡¿Qué son esos gritos?! —exclama Hugo con los ojos desorbitados—. ¡¿Quién está gritando?!

Todos los compañeros se han incorporado, a diferentes ritmos, incluso alguno se ha puesto en pie. Tan sobresaltados como el propio Hugo, tan asustados, miran agónicamente en todas direcciones esperando, temiendo ver algún horror que justifique los gritos de su amigo.

—¡Eres tú, Hugo, eres tú mismo! —dice finalmente Ginés, con la voz todavía torpe—. Tenías… tenías una pesadilla, por eso grita…

—¡No! ¡¿Es que no lo oís?! —insiste Hugo, con el pánico pintado en el rostro—. ¡No paran de gritar! ¿Es que nadie lo oye? ¡Chillan, chillan, y…!

Hugo ha mirado un momento para arriba, para el cielo. Es Amparo la primera que comprende lo que ocurre, en medio del desconcierto general, en medio del temor irracional que se está contagiando ya a todo el grupo.

—¡Los pájaros, son los pájaros! —dice Amparo, apresurándose, arrastrándose torpemente hasta abrazar a Hugo—. ¡Son los pájaros que están piando, Hugo; cálmate, son los pájaros; hay un montón de pájaros…!

Ginés lanza un resoplido de alivio. Otros cuerpos, a su alrededor, se relajan o incluso se recuestan hasta quedar tumbados de nuevo.

—¿Quién estaba con Hugo? ¿Quién hacía guardia con Hugo? —pregunta Ginés, mientras Amparo acaricia la cabeza de un Hugo que ha dejado de gritar y ahora lloriquea como un niño.

Ginés mira a su alrededor esperando la respuesta, y de pronto exclama:

—¿Dónde está Ibáñez?

Ha bastado esa pregunta, esas tres palabras, para poner de nuevo en alerta a todo el grupo.

—¿Alguien sabe dónde…? —vuelve a preguntar Ginés—. ¡¿Quién estaba con Hugo?!

—No está… no está —dice María.

—Puede haberse levantado… a hacer pis —aventura Nieves.

—Mirad —dice Amparo señalando con la cabeza—, está su bolsa, la bolsa ésa que llevaba.

—¡Ibáñez!… ¡Ibáñez! —grita Ginés—. ¡¿Quién coño hacía guardia con Hugo?!

Ginés ya se ha puesto en pie, lo mismo que Nieves y María. Amparo mira a sus compañeros con ansiedad; también querría levantarse pero sigue abrazando a Hugo. Hugo parece totalmente aniquilado, ajeno a todo. Maribel mira en todas direcciones, también hacia el cielo, pero sigue tumbada, sentada en el suelo. Algunos pájaros, aparentemente golondrinas, cruzan el cielo con sus trayectorias curvas, vertiginosas como tiros de piedra. Parecen pocas aves, pocos picos para el frenético griterío que se sigue escuchando, envolviéndolo todo con su aguda estridencia.

—Hugo no hacía guardia —dice de pronto Maribel, con una expresión atónita, como si le sorprendiesen sus propias palabras…

—¿Cómo que no? —dice Ginés—. Entonces…

—Era Ibáñez el que estaba… conmigo.

—Pero… ¿tú no estabas durmiendo?

—Me quedé dormida…

Ginés deja escapar un prolongado bufido y se frota los ojos lentamente, con una mano. La actitud de Maribel, su pueril estado de atontamiento, parecen evidenciar que estaba realmente dormida, profundamente, y que además necesita cierto tiempo para volver por completo al estado de vigilia.

—Dijimos que tenían que ser dos —dice Ginés conteniendo su irritación—, que tenía que haber siempre dos personas despiertas, que si el otro se dormía había que despertarlo, o avisar a otro, ¡por favor!

Maribel no dice nada. Es Amparo quien hace una observación, por lo demás bastante lógica:

—En todo caso habría que culpar a Ibáñez. Es evidente que ella se durmió primero… y él no hizo nada.

—¿Es verdad eso? —pregunta Ginés dirigiéndose a Maribel—. ¿Ibáñez… estaba despierto cuando tú te dormiste?

—Sí… supongo que sí… ¡Yo tenía mucho sueño!

—Ahora no sabemos… no sabemos «cómo» ha desaparecido —dice Ginés.

—¿Cómo? —dice Amparo—. Lo mismo que ayer, en el desfiladero…

—¡Sí, mierda, sí, puede ser…! —dice Ginés—, pero ahora no podemos asegurarlo. No tenemos la evidencia. También se puede haber marchado… Al fin y al cabo ayer le «apretamos» mucho las tuercas.

—Sí —rezonga Amparo—, ahora voy a tener yo la culpa de todo lo que está pasando.

Entretanto, Maribel se despereza y hace ademán de ponerse en pie. Un gesto de dolor le atraviesa la cara cuando apoya el primer pie en el suelo. Pide ayuda, y entre Nieves y María le ayudan a levantarse. Ginés también ha ayudado, distraídamente; su actitud pensativa y cavilosa revela que está dándole vueltas en la cabeza a alguna idea.

—No tenemos una evidencia. Yo quería una evidencia —dice de pronto sin dirigirse a nadie en concreto, como si hablara consigo mismo.

—¿Qué más evidencia necesitas? —dice Maribel, que ahora parece mucho más espabilada—. Fijaos a quién se ha llevado.

—¿Quién? —dice Ginés, irritado—, ¿el hombre del saco?

—No te librarás de él aunque hagas burla —dice Maribel—, su plan se está cumpliendo paso a paso.

—No sé cómo podéis discutir así —dice Nieves con una entonación quejumbrosa—. Ibáñez… ha desaparecido… Vamos a desaparecer todos, uno a uno.

—Cálmate —dice María abrazando a Nieves—. Vamos… cálmate… No sabemos… no sabemos nada de momento. Ni siquiera hemos llegado a ese maldito pueblo.

Amparo mira a sus compañeros desde su posición sentada. No dice nada, su mirada grave y preocupada se superpone a la actitud maternal con que sigue meciendo a Hugo mecánicamente, como se haría con un niño al que hay que dormir.

—María tiene razón —dice Ginés—, no podemos rendirnos antes de haber acabado ni… ni siquiera la primera etapa. Hay que llegar al pueblo; está… está muy cerca y ahora… ahora ya se ve bien, ya hay suficiente luz. Aprovechemos que nos hemos levantado temprano para hacer camino… luego hará más calor…

—Claro, tú estás muy optimista… Tú —dice Maribel— eras el que mejor le trataba, incluso mejor que nosotras. A ti te dejará para el final.

Amparo y Nieves se miran en silencio, incapaces de pronunciar palabra. Ni siquiera Ginés puede escapar, aunque niega repetidamente con la cabeza, a la impresión que han causado esas palabras.

—En cuanto a tu novia… eso ya es harina de otro costal —añade Maribel—. Ya sabes que al Profeta no le gustaba nada lo de las relaciones antes del matrimonio…

—María no es mi novia, ¡estúpida! —dice Ginés con rabia.

—Bueno, pues tu pareja, o lo que sea.

—Por favor… —suplica Nieves.

—¡Basta ya! —dice de pronto María—, ¡se acabó! Os he aguantado hasta ahora por cortesía, por educación. Pero si vamos en plan de mala leche… esto se acabó. Estoy harta de aguantar vuestros malos rollos; sois unos carrozones hechos polvo, estáis tarados, como todos los de vuestra edad. Todos igual, como mis padres: os pasáis la vida puteados, sin hacer nada de lo que de verdad os apetece, y luego os quejáis. Todo… todo lo convertís en un trauma. Lo que le hicisteis a ese tipo, ¿qué fue?, ¿pagarle una puta? Porque aún no he conseguido enterarme, de lo… de lo tarados que estáis, ni siquiera Ginés ha sido capaz de decírmelo. Fue eso, ¿verdad?… Claro, y el tío lo encajó mal… ¡Pues ya está, mierda! ¡Que le den! ¡Por favor…! ¿Cómo se puede estar veinticinco años viviendo con… con esa tara, con ese mal rollo ahí…? ¡Iros a la mierda! Ginés no es así, ¿os enteráis? Ginés es diferente, por eso le quiero. Pero desde que está con vosotros… le estáis… le estáis contagiando vuestra… vuestra incapacidad, pero tú —añade dirigiéndose a Ginés— tú no te rindas, cariño. Tú no crees en lo que dice esta tía. Dime que tú no crees…

Ginés tarda en contestar. Se ha quedado atónito, mirando a María en cuanto ésta se ha puesto a hablar; y ahora sigue mirándola con la misma cara de sorpresa.

—Por supuesto que no creo —dice finalmente—. Pero tú…

—Pues entonces no te rindas. Si no te rindes yo te apoyaré hasta el final, hasta el último momento.

—¡Qué bonito! —dice entonces Maribel—. Da gusto ver a dos personas que se quieren… y que no han sido separadas por la fuerza. Pero dime, bonita, ¿cómo explicas entonces… todo esto que está pasando? —dice Maribel señalando alrededor con un amplio ademán.

—¡¿Y yo qué sé?! Lo que sé es que estamos bien fastidiados, eso está claro. Pero lo que me parece… lo que de verdad me parece alucinante es que en vez de pensar que ha habido un… yo qué sé, un desastre nuclear, una plaga, un virus, una invasión extraterrestre, lo que quieras… pues no, en vez de eso lo más lógico es pensar que un pobre tipo, un taradito, un reprimido que seguro que se hacía más pajas que un mono… pues eso, que ese tipo ha despoblado medio mundo, ha producido un parón tecnológico sin precedentes, y además «hace desaparecer» a las personas…

—Eres tú la que no quiere ver las cosas claras —replica Maribel—. Tú vas de lista pero… ¡Si está más claro que el agua! A ver, a ver si me respondes, a ver si me haces otro discursito, a ver por qué ese «desastre» que tú dices tenía que empezar precisamente cuando estábamos celebrando la fiesta, a la misma hora en que se cumplían veinticinco años desde que estuvimos allí todos juntos…

—«Eso» es una casualidad —dice María pausadamente—. Las casualidades también existen.

—¿Y que el Profeta, precisamente él, fuese el único que no acudió a la fiesta… eso también es una casualidad? Aunque había asegurado, pero bien seguro, que vendría, que por eso Nieves estaba tan preocupada. ¿Verdad, Nieves? ¿No te juró y perjuró que vendría?

Nieves no responde. Alza la mirada que tenía clavada en el suelo y mira a los que están de pie, uno a uno, con una extraña expresión, entre atónita y asustada. Sólo al cabo de un rato, cuando Ginés, alarmado, le va a decir algo, Nieves habla con voz insegura, vacilante, bajando de nuevo la mirada.

—Sí, sí, me dijo… me dijo que vendría.

—Ya ves —dice Maribel— que no hacen falta extraterrestres para…

—¡Pero, bueno… esto es ridículo! —protesta María—. No sé ni por qué me molesto en intentar… ¿Qué quiere decir que ese tipo asegurara que iba a venir? ¿Qué prueba irrefutable es ésa? Querría venir, pero se asustó. Al final no tuvo valor, es una explicación mucho más lógica, tratándose de un tipo así.

—Por favor, no discutáis —dice Nieves con extraño dramatismo—. Me da miedo… me da miedo que en cualquier momento… Salgamos, vayámonos de aquí. ¡Hay que levantar a Hugo!

—¡Tranquilízate, Nieves! —dice Ginés.

—Además —insiste María, enzarzada ya en la discusión—, toda vuestra teoría carece de sentido. Si no me equivoco fue Nieves la que organizó todo esto, la fiesta, el aniversario, todo. ¿Y con cuánto tiempo os avisó? Que yo sepa, con un mes de antelación, incluso menos. ¿Y pensáis que en un mes hay tiempo para planear… para organizar una venganza de semejante calibre? No, señora, no hay tiempo. No solamente haría falta un poder desmesurado, y la colaboración de un montón de gente, ¿qué digo?, ¡de un ejército! También haría falta tiempo, mucho más que los… ¿Con cuántos días… cuántos días faltaban para el aniversario cuando conseguiste contactar con él? Tengo entendido que te costó localizarlo… ¿No, Nieves?… Nieves…

Nieves se tapa la cara con las manos. Ligeramente encorvada, con la cabeza cayendo sobre el pecho, su maciza espalda se ve sacudida por rítmicos espasmos que tanto podrían ser de risa como de llanto. Por unos momentos sólo se escucha el incesante piar de los pájaros, y el rítmico soplido que emite Nieves entre sus manos, en cada una de sus sacudidas. La expectación de las personas que la rodean es tal que nadie llega a pronunciar ni una palabra. Finalmente es la propia Nieves la que habla negando con la cabeza, sin apartar las manos, sin dejar ver su rostro. Ahora es evidente que está llorando:

—No fui yo… no fui yo… Fue él. Fue él quien lo organizó todo.

—¿Él? ¿Quién es él? —pregunta María.

—¡El Profeta! —dice Nieves, mostrando bruscamente un rostro anegado por el llanto, mezclando la desesperación y la rabia en su agónico grito.

La mirada de Amparo se agranda y se ahonda al mismo tiempo, fija en sus compañeros. Hugo lanza un gemido de pánico y se encoge todavía más. Maribel se limita a alzar una ceja, con una expresión de triunfante suficiencia. María y Ginés miran a Nieves con la boca abierta, con la incredulidad y el asombro pintados en el rostro.

—¡Pero eso no puede ser! —dice Ginés—. Tú nos dijiste… tú nos dijiste…

—No fui yo… Lo organizó todo él, ¡todo!

—Pero eso no… eso es… Tú nos llamaste, llamaste a todo el mundo… y lo del disco, tú… tú lo grabaste…

—Todo fue idea de él, lo del disco también, y otras cosas, muchas cosas, no… no las pudimos hacer todas.

—Pero… ¿Cómo…? ¿Estuviste con él? ¿Lo hicisteis entre los dos?

—¡No! ¡Yo ni siquiera lo he visto!

—¡Pues explícate, joder!

—Eh, no la atosigues —le dice Maribel a Ginés—, no la tomes ahora con ella porque no haya salido lo que tú querías.

—Nos debe una explicación —dice Ginés—. A todos. Nos ha mentido.

—Era para daros una sorpresa. Tenía que ser una sorpresa, por eso…

—¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa?

—Dijo que traería una sorpresa, que él traía una sorpresa, para todos.

—Y vaya si la trajo —dice Maribel.

—¡Tú cállate! —dice Ginés—. Yo… yo no entiendo nada. ¿No fuiste tú la que contactó con él?

—¡No! Fue él —gimotea Nieves—. Un día recibí un correo. Llevaba la fecha del día que estuvimos viendo las estrellas, hace veinticinco años, la fecha exacta, y por eso lo abrí…

—O sea, que ni siquiera fue tuya la idea de…

—¿No te lo está diciendo? —dice Maribel.

—¡Silencio!

—Por favor, no discutáis —dice Nieves—. Ya os lo explico, os lo explicaré todo. Yo no… yo no pensaba en hacer la fiesta. Me acordaba, me acordaba muy bien; no se me había olvidado porque… fue un momento muy bonito, por eso… por eso me pareció una buena idea cuando me lo dijo Andrés…

—Le llama Andrés —dice Amparo.

—¡Sí, Andrés! Lo que decía… todo era muy bonito, me pareció como… como que quería empezar una nueva vida, y que nos perdonaba, que en su nueva vida no tenía que haber rencor y precisa… precisamente quería que nosotros lo supiéramos, para que no tuviéramos mala conciencia y… ¡Todo lo que decía era muy bonito… un poco… un poco ingenuo, pero muy bonito!

—¿Pero tú hablaste con él por teléfono? —dice María, que hasta el momento había permanecido muda.

—No, todo fue por correo, por el ordenador…

—Y entonces —dice María con vivo interés—, ¿cómo puedes estar tan segura de que era él?

—¡Claro que era él! ¿A qué viene eso? No hablamos por teléfono, pero era él, ¿cómo no iba a ser él con todo lo que sabía de nosotros? Además, aunque hubiera hablado… ni siquiera me acuerdo de qué voz tenía. La voz no… no es infalible. La mitad de vosotros no me reconocía cuando os llamé…

—Vamos a ver —dice de pronto Ginés—. Yo aún no me acabo de creer que todo esto no sea una trola que nos estás contando. Ayer… ayer tú misma dijiste, cuando estábamos en aquella casa, cuando salió el tema de los buitres… dijiste que habías estado hablando con el cura para pedir el refugio.

—No, yo sólo fui a recoger la llave, entonces me dieron las instrucciones… pero todo eso lo llevó Andrés…

—Evidentemente —dice Maribel—. Tiene línea directa con los curas.

Ir a la siguiente página

Report Page