Fin

Fin


Nieves - Amparo - Ginés - Maribel - María - Hugo

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NIEVES - AMPARO - GINÉS - MARIBEL - MARÍA - HUGO

Antiguamente, la carretera procedente de Villallana moría en Somontano, que hasta principios de los años sesenta tuvo esta vía como único nexo de comunicación con el mundo. La estrecha carretera por la que avanzan penosamente los seis compañeros es, por lo tanto, de construcción relativamente reciente, y accede al pueblo por una zona escarpada y rocosa en la que no se ha edificado nunca vivienda alguna.

Las características del terreno obligaron a los ingenieros a eliminar grandes masas de roca para facilitar el trazado, e incluso hay un pequeño túnel en un tramo ya muy cercano al pueblo. Tal vez esta dificultad orográfica fue la causa de que se pospusiera durante tantos años la construcción de esta vía, que une Somontano, y por lo tanto Villallana, con las grandes rutas del norte. Con el tiempo, la carretera, no demasiado transitada, se ha convertido en cambio en un referente del turismo interior, de montaña y fin de semana. Ello se debe sin duda a la belleza, un tanto austera, de los paisajes por los que discurre y al hecho de que da acceso al famoso desfiladero.

En lo que respecta a Somontano, si viniendo desde Villallana se ve el pueblo ya en la lejanía, desplegado al pie del peculiar monte que lo tutela; desde la nueva carretera no se ven las casas hasta el último momento, cuando, después de trazar la última curva, se abandona por fin el intrincado laberinto del macizo rocoso y se desemboca en el pueblo.

Es en este laberinto en el que se encuentran ahora los dos hombres y las cuatro mujeres; en una curva muy pronunciada, muy prolongada, que empieza a ras de suelo y se interna luego entre paredes excavadas en la estribación rocosa: una de las últimas curvas —aunque ellos no lo saben— antes de llegar al pueblo.

La pared que queda a su derecha es baja, y apenas llegará a los cinco o seis metros en su zona más elevada. La otra, que corresponde al exterior de la curva, es un poco más alta, lo suficiente para que el sol —a pesar de que ya ha recorrido una buena porción del cielo— no llegue hasta el asfalto. Los caminantes disfrutan, por lo tanto, de una tregua de sombra, en esa hora en la que el aire todavía es agradablemente templado, mientras que el sol ya molesta y quema con sus rayos. Ahora el cielo es azul, de un azul limpio y satinado que el avance del día irá suavizando, calentándolo hasta convertirlo, al mediodía, en un blanco grisáceo, como la pintura requemada por el calor. El silencio es casi perfecto: los pájaros ya han dejado de piar, y todavía faltan horas para que empiece el canto de las cigarras.

Tras un sueño que ha sido escasamente reparador, los caminantes han sufrido en los primeros momentos para poner de nuevo el cuerpo en movimiento; después han alcanzado ese estado en el que los músculos, las articulaciones, entran en calor y el esfuerzo parece fácil y se hace mecánico, continuado; y ahora empiezan a notar de nuevo el cansancio, agudizado por la frustrante sensación de que el pueblo no acaba de aparecer, de que estaba en realidad mucho más lejos de lo que imaginaban.

Hugo camina en silencio, con la mirada clavada en el suelo. Empezó como un inválido, ayudado por los demás; pero ha ido prescindiendo paulatinamente de cualquier ayuda, hasta el punto de que lo único que preocupa ahora es su estado de ánimo, su terco silencio. Tan sólo ha hablado dos veces en todo el camino: la primera fue para preguntar si alguien tenía tabaco, empuñando el encendedor, del que no se ha desprendido en ningún momento. La pregunta —por absurda, por su obvia respuesta negativa— ha despertado alguna mirada de preocupación entre sus amigos. La segunda vez que ha hablado ha sido media hora después: ha repetido exactamente la misma pregunta, con total naturalidad, aparentemente sin ninguna conciencia de la repetición.

Ahora caminan todos en silencio, unificados por el cansancio. Tan sólo Nieves dice unas palabras de vez en cuando, sin necesidad, de forma un tanto compulsiva.

—Ya no hay más túneles, ¿verdad? ¿Verdad que no hay más túneles?

Nieves se ha colgado de la manga de Ginés para hacerle la pregunta, con una premura, con una insistencia un tanto infantil. Lo cierto es que todos pasaron un poco de miedo, o al menos ansiedad, al transitar por el túnel. No fueron más que treinta metros, recorridos a un paso que se fue acelerando inconscientemente: pero se hicieron eternos a causa de la oscuridad y el silencio sordo, opaco, y la sensación de emboscada metida en el cuerpo.

Ginés tarda en contestar a la pregunta de Nieves. Es Maribel la que al final dice:

—Sí que hay más, ¿no?, ¿no eran cuatro o cinco?

—No, hombre no —dice Amparo—, te confundes con otra… eso es en otra carretera, donde está ese pantano. Aquí sólo hay uno, sólo hay un túnel.

—Entonces… faltará poco para el pueblo —dice Nieves.

—¿Poco? Ya tendríamos que haber llegado —dice Ginés—. Si no fuera porque sé que aquí no hay más carretera que ésta… pensaría que nos hemos perdido. No pensaba que fueran tantas curvas.

—Claro, en coche es un momento —dice María—. Andando es cuando se ve…

—Pero el túnel… yo recuerdo que estaba muy cerca del pueblo —dice Amparo.

Ginés no presta atención a lo que dice Amparo. Está distraído, mirando la carretera, las paredes de roca, incluso volviendo la cabeza para mirar atrás, con una atención que empieza a resultar llamativa. De pronto dice:

—¡Eh, chicas!, me parece…

—¿Qué? ¿Qué pasa? —dice Nieves con la alarma pintada en el rostro.

—No, nada malo —dice Ginés—, al contrario, esta curva es muy pronunciada… fijaos…

Ginés tiene razón. La curva se prolonga, se prolonga, cerrándose cada vez más, de modo que en el lugar en el que ahora se encuentran han perdido de vista el tramo recto del que procedían, pero tampoco llegan a ver la salida de la curva.

—Fijaos —dice Ginés, parándose un momento—: desde donde estamos ahora, y con estas paredes alrededor… parece que la curva no se vaya a acabar nunca, que se haya convertido en un círculo.

—¡Ay, calla!

—No, al contrario —dice Ginés con aire optimista—, ya estamos muy cerca, muy cerca del pueblo… Esta curva no se me olvida.

—¡Mirad! —dice María, que se había adelantado unos pasos a sus compañeros—. ¡Un coche!

María echa a andar de nuevo alargando el cuello hacia su izquierda, separándose al mismo tiempo de la pared interior de la curva. Los demás, tras un momento de indecisión, la imitan y avanzan con pasos cautos, hasta que divisan, efectivamente, los faros, el morro de un utilitario de un color azul metalizado, un tanto chillón. Se produce una cierta confusión. María no ha vuelto a pronunciar palabra. Mientras camina hacia el coche cada vez más despacio, cada vez más cautamente, oye a sus espaldas los comentarios caóticos, contradictorios, que la visión del coche va suscitando en sus compañeros.

—¡Se mueve! ¡El coche se ha movido!

—¿Cómo que se mueve?

—No sé… me lo ha parecido…

—¡Somos nosotros los que nos movemos! El coche está quieto.

—¡Hay alguien! ¡Hay gente dentro!

—Sí, pero están quietos, ¡deben de estar muertos!

—¿Estáis histéricas o qué? No hay nadie. Son los reposacabezas, ¡por favor!

—Es que éste está bien: está en su carril, no como el que vimos ayer… parece… parece que se haya parado hace un rato.

—No, no está del todo… está demasiado cerca de la cuneta.

—La curva se acaba…

María también ha visto la salida de la curva, el sol que ilumina de nuevo un tramo recto, rodeado de arbustos y matorrales. Pero de momento es el coche lo que concentra su interés. La presencia del vehículo produce una extraña sensación, detenido en mitad de la curva, en su carril, con las puertas cerradas, pero completamente inmóvil, vacío y silencioso. Mientras tanto, los demás han llegado también al vehículo. Las ventanillas están cerradas. El coche es modesto, un modelo de utilitario relativamente reciente. La carrocería y los cristales están limpios, brillantes, y el interior también se ve pulcro y ordenado, austero, sin suciedad ni objetos superfluos como ocurre en tantos coches.

—El dueño —dice Amparo haciendo visera con la mano para mirar en el interior— debe de ser un maniático del orden…

—Debía de ser —corrige Maribel.

—Y de la limpieza —corrobora María.

—Tiene más de cinco años —añade Amparo—. Mira… la ITV está en regla: 2008.

Ginés acerca la mano a la puerta del conductor, la deja ahí unos segundos y después acciona la cerradura con cierta brusquedad. La puerta se abre sin esfuerzo.

—Lo típico —dice Amparo rodeando la carrocería—, las puertas abiertas, y la llave en el contacto, seguro… ves: lo típico.

—Huele a coche —dice Nieves—, a coche por dentro.

—Este olor me mareaba —dice María—, cuando era niña…

—Me parece —dice Ginés apartándose un poco de la puerta— me parece que hay algo… un poco raro…

Las cabezas se agachan con cierta aprensión, las miradas recorren el interior del coche, y luego se alzan intrigadas, buscando respuesta en otras miradas.

—¿Qué pasa? —gimotea Nieves.

Ginés tarda unos segundos en responder. Su mirada está fija, aparentemente, en el coche; una de sus manos, apoyada en el borde del techo, tamborilea nerviosamente sobre la chapa.

—Los cinturones, mierda, los cinturones —dice finalmente con la mirada baja, como si le avergonzara mirar a sus compañeros— están puestos.

Nadie se había dado cuenta. La tapicería de los asientos es oscura, y la banda del cinturón de seguridad, sin el grosor de un cuerpo que la abulte, queda pegada al respaldo y al asiento. La revelación ha tenido un efecto anonadante, paralizador, en todo el grupo.

—Iban dos… —dice Amparo en medio del silencio, como si hablara consigo misma.

Los demás callan. Nieves mira a sus compañeros: pasa agónicamente de un rostro a otro sin encontrar nada más que miradas absortas o huidizas. Ginés sigue inmóvil, mirando al suelo; no hay manera de saber lo que expresan sus ojos tras los párpados entornados. De pronto María, con un movimiento brusco, lleno de irritación, aparta a Ginés y se mete en el coche, en el asiento del conductor; mira, toca la palanca de cambios, el freno de mano, la llave de contacto… y después se deja caer sobre el volante, exhalando un resoplido de rabia, de impotencia. De pronto mira a su derecha; alguien ha abierto la puerta de ese lado y toquetea en la guantera, en el panel de la puerta, entre los asientos. Es Hugo. Al parecer es el único que escapa a la inacción, al desánimo, al ensimismamiento que atenaza a todos sus compañeros.

—Se caló —dice Ginés, hablando para nadie— se caló… la subida… hay un poco de subida… y se caló.

—Vayamos al pueblo —dice de pronto Hugo, sorprendiendo a todos—, este capullo no fumaba.

El exabrupto de Hugo podría ser considerado como un signo de mejoría. Pero nadie le hace demasiado caso en este momento. María sale del coche con deliberada lentitud y mira a Maribel fijamente, retadoramente, durante unos segundos. Maribel le aguanta la mirada con una altivez glacial. Ninguna de las dos dice una palabra.

—Sí, vayamos al pueblo —dice Ginés con cierto fatalismo—. Aquí… ya nos falta muy poco…

Hugo, Ginés, Amparo, Maribel, Nieves, María, dejan el coche inmóvil y solitario, con las puertas abiertas, e inician resignadamente, silenciosamente, la marcha hacia el sol cegador, hacia el aliento seco de los matorrales, cargado de olor a pinaza, a romero y a tomillo; hacia el asfalto gris, blanquecino, sembrado de baches y ondulaciones: una breve recta, de cincuenta o sesenta metros, que acaba en otra curva, una más, con el inevitable talud excavado en la roca caliza. El talud no permite ver el paisaje que hay más allá, no permite ver las primeras casas del pueblo que esperan a los viajeros —sin que ellos lo sepan— a la salida del siguiente viraje, apenas a cien metros de distancia en línea recta del lugar en el que ahora se encuentran.

Los seis compañeros caminan por las estrechas callejas del casco antiguo de Somontano. A estas alturas han visto coches, muchos coches aparcados, y alguno que otro parado en mitad de la calle, cruzado, o detenido, después de rozarla unos cuantos metros, por una pared. Pero todavía no han visto a ningún ser humano. Las puertas de las casas están cerradas en su inmensa mayoría, y las que están abiertas conducen a viviendas desiertas, abandonadas recientemente, con el olor denso a humanidad, el peculiar olor de una familia y su vida cotidiana todavía flotando en el aire. Los seis compañeros han entrado ya en alguna de esas casas: han sido recibidos por gatos sociables, que se rozaban en sus pantalones, por perros que ladraban ferozmente para ahuyentar a los intrusos, por perros huidizos que se escapaban pegados a una pared del pasillo, evitando a los humanos que habían interrumpido su saqueo. Todo menos personas. Y, en cambio, detalles inquietantes: una nevera abierta con una botella tirada en el suelo, sin tapón, sobre un charco de Coca-Cola; un libro abierto sobre una cama, ladeado, mostrando las pastas, aplastando las hojas contra la almohada, un preservativo tirado en el suelo, junto a una cama revuelta; una colilla como un gusano que ha roído un trozo de colchón, afortunadamente ignífugo.

Paradójicamente, pasear por las calles solitarias del pueblo deshabitado no resulta tan sobrecogedor como lo fue en algunos momentos transitar por la naturaleza. No es tan diferente el ambiente que rodea a los seis amigos del que podrían encontrar en cualquier pueblo o ciudad, a una hora temprana de un día festivo o de un domingo. La diferencia es que ahora es media mañana, y además esa calma es constante, continuada, sin que aparezca ningún vecino madrugador saliendo de una puerta, ningún joven trasnochador de regreso a casa.

Tal vez la sensación de normalidad, de cotidianeidad, se debe a los coches: las hileras de coches aparcados en las calles; o a la presencia constante de animales domésticos, sobre todo los perros, que ya avisaron a los caminantes de la presencia del pueblo cuando aún no habían visto la primera casa, y que ahora circulan libres, numerosos, ligeramente inquietos, a veces en grupos silenciosos y decididos, como si fuesen a alguna cita preestablecida. Por lo demás, todos se muestran pacíficos; incluso uno de ellos ha mostrado simpatía por los seis exploradores y se ha unido a ellos, a pesar de que no le han dado nada de comer, pues —como Nieves no ha tardado en lamentar— no han sido previsores en ese sentido y no han traído comida, ni han pensado en lo útil que puede ser un perro en determinadas circunstancias. Pero el perro, un animal joven, de mediano tamaño y raza indefinida, les sigue de todas formas y festeja, inocente y juguetón, cualquier caricia, cualquier atención que se le prodigue.

En cuanto a los caminantes, ahora están algo más animados. Encontraron un bar a la entrada misma del pueblo, con la puerta abierta de par en par. Dentro, en una de las mesas, había cartas simétricamente distribuidas —alguna caída en el suelo o encima de las sillas— copas de licor a medio consumir, paquetes de tabaco, y colillas de cigarrillos y de puros, fuera y dentro de los ceniceros. Todavía flotaba en el ambiente el olor del tabaco rancio y enfriado, y el peculiar tufillo de esos establecimientos que no son muy escrupulosos con la higiene. Entre el bar y la vivienda, que estaba en el mismo edificio, en el piso de arriba, han encontrado suficiente comida y bebida para todos; incluso había una cocina de butano que les ha permitido hacer café.

El estado de ánimo de Hugo ha ido mejorando hasta el extremo de resultar alarmante por su excesiva jovialidad. Hugo ha comido poco, pero ha fumado sin parar, y se ha servido repetidas veces de una botella de un whisky especialmente bueno que ha descolgado de un estante, desoyendo los consejos de sus compañeros, contestando con un conciso «Aquí hay barra libre. El que no quiera que no beba» a advertencias como la de Ginés, que en un momento dado le ha dicho: «Cuidado con los estimulantes, Hugo… Después viene el bajón, y no creo que sea muy agradable en estas circunstancias».

Finalmente, Hugo ha salido del bar pertrechado con un montón de paquetes de tabaco abultando sus bolsillos, con un nuevo encendedor operativo —después de ceder a regañadientes otros dos que había encontrado— y con la citada botella, ya casi vacía, bailando al final de su brazo. Amparo le ha afeado este comportamiento, y él ha contestado con un contundente «Claro, ¿qué van a pensar los perros del pueblo cuando me vean?» y después se ha reído un buen rato a solas de su propia gracia. Por lo demás, María ha sido la única que le ha aceptado un cigarrillo; después ha tenido que rechazar una y otra vez, con suave indiferencia, los intentos de acercamiento del beodo personaje.

Tras una breve deliberación, acordaron buscar ropa, calzado, bicicletas y un buen baño en una piscina. Sólo surgieron algunas diferencias en torno al tema del baño, pues había quien lo consideraba urgente y prioritario, y quien consideraba, en cambio, que era preferible conseguir primero todas las provisiones. De todas formas, tampoco había nadie que supiera dónde estaba la piscina, de modo que se decidió ir en su busca, pero sin desdeñar la inspección de cualquier establecimiento o vivienda particular en la que hallar cualquiera de las otras cosas.

Y en esa búsqueda, sin haber obtenido de momento otro éxito que la visión de un cartel en el que se relacionaba la piscina con el ayuntamiento y con cierta sociedad recreativa, han llegado hasta las calles estrechas e intrincadas del casco antiguo, en el centro mismo de Somontano. Aquí la sensación de quietud y de soledad se hace más palpable, y empieza a resultar opresiva. No hay coches en las calles del centro del pueblo, tampoco hay aceras: el cemento que las recubre llega al pie de las paredes renegridas de los caserones grandes y desvencijados, de varios pisos, con portales que se abren de pronto a un zaguán umbrío, de aspecto miserable, con un olor intenso y antiguo que sólo pervive en algunos pueblos. Los caminantes avanzan ligeramente sobrecogidos por estas calles frescas y sombrías, asomándose fugazmente a los zaguanes, mirando hacia arriba, al cielo azul constreñido entre los aleros de los tejados que parecen buscarse, como si los edificios de ambos lados de la calle, vencidos por la edad, se vieran tentados de apoyarse uno contra el otro.

A pesar de todo, el laberinto de calles y pequeñas placitas tiene un indudable atractivo, y una belleza un tanto melancólica. Cuando se llega a la zona más antigua y primigenia, al germen de la población, el suelo se ondula en repechos y bruscas bajadas y subidas empinadas en las que el cemento ha sido rayado en estrías horizontales para mejorar la adherencia de posibles vehículos. De todas formas, las calles son aquí tan estrechas que difícilmente podría pasar un coche, además hay tramos que discurren bajo techo, bajo arcos y túneles sobre los que el cúmulo de viviendas se eleva todavía dos o tres pisos.

Los caminantes pasan bajo una de estas bóvedas acelerando el paso, mirando hacia atrás, mirándose unos a otros constantemente, recontándose, sin ocultar su temor. El túnel no tiene más de diez metros, pero es suficiente para que a la mitad de su recorrido los rostros apenas se diferencien, y no se dibujen más que las siluetas a contraluz, contra la claridad que proviene de ambos extremos.

Por fin desembocan en una placita en la que hay una fuente, con un mosaico arcaico y agrietado. El perro les ha venido siguiendo, como si fuera un componente más del grupo, y ahora se ha parado imitando a sus guías, mirándolos con la boca abierta y la lengua colgante, con una mirada muy expresiva, como si les interrogara sobre el motivo de la parada. La plaza es apenas un ensanchamiento, un cruce en absoluto geométrico de cuatro callejuelas que allí convergen, dos de ellas bajo techo. La superficie de la plaza hace bajada, y tiene la suficiente anchura para que el sol llegue casi hasta el asfalto, iluminando la pared a cuyo pie está la fuente. Esta fuente queda a mano derecha, al lado mismo de la bocacalle por la que han aparecido los caminantes, en la parte más alta de la plaza.

—¡Mira, unas sillitas! —dice Maribel señalando a su izquierda, a un rincón en el que realmente hay cinco sillas, frente a una casa que tiene la puerta abierta.

—Qué raro… —dice Amparo—. ¿Qué harían aquí los críos…?

Las sillas son de estilos y materiales diversos, pero es verdad que hay tres, de enea, cuyas dimensiones resultan casi infantiles. No obstante, Nieves interviene enseguida para dar su explicación:

—No es que sean de niños —dice, agachándose ligeramente para acariciar el pelaje del perro, de un ocre tirando a pajizo—. Estas sillas le gustan a la gente mayor, para salir a tomar el fresco por la noche.

—Es verdad —dice María—, aquí no debe de haber más que viejos.

—Claro —dice Ginés pensativo, siguiendo sus propias reflexiones—, a la una de la noche…

—La sillita de la reina —dice Hugo, con el tono incoherente de los borrachos, mientras enciende un nuevo cigarrillo.

—¿Qué? —dice Ginés—, ¿probamos en la casa?

—Sí, miremos —dice Amparo—. En esta mierda de pueblo no creo que haya una tienda de ropa un poco decente. Yo pasaría de todo y buscaría ropa en las casas… Si está limpia…

—¡Ay, a mí me da no sé qué! —dice Maribel arrugando la nariz.

—Ropa aún —apunta María—, pero el calzado…

—Yo quería un bañador —dice Nieves.

—La sillita… —empieza a decir Hugo, pero se interrumpe y replica a Nieves, con retraso—. ¡Eso es igual, nenas: os bañáis en bolas y ya está!

—¿Y tú? —dice Amparo—, ¿tú también te bañarás en pelotas?… O eres de los que…

—A ti no —le replica Hugo sin demasiada lógica, haciendo bailar el cigarrillo encendido ante su cara—, a ti ya te buscaré yo un bañador si hace falta, y de cuerpo entero… Pero a otras…

Ignorado por sus compañeros, Hugo traza una parábola mirando sesgadamente a María, con sonrisa maliciosa, hasta caer sentado en una de las sillas, que se tambalea ligeramente cuando recibe su peso.

—El culito de la reina —dice Hugo, y a continuación alarga el brazo, el mismo que sujeta el cigarrillo, para intentar alcanzar al perro. Pero el perro esquiva la caricia con una ondulación de su cuerpo, y se queda a la distancia precisa para que Hugo no pueda tocarlo, inmóvil, mirando a algún punto concreto que parece llamar su atención.

—¡Tú, ven aquí! —dice Hugo, inclinando el torso hasta que la silla bascula sobre dos de sus patas. Al final llega a tocar al perro, pero éste se aparta un poco más, por puro instinto; y entonces, repentinamente, se pone en guardia, levanta las orejas y se queda un momento inmóvil, moviendo las aletas del hocico. Aparentemente no mira a Hugo, sino a Amparo, o a Ginés, y de pronto se da la vuelta y echa a andar, con un trotecillo ágil que le hace desaparecer en un instante calle arriba, por el mismo lugar por el que había llegado.

—¡Eh, perrito! —dice Nieves intentando retenerlo, ensayando unos silbidos bastante torpes—. ¿Qué le has hecho? —añade a continuación, encarándose con Hugo—. Ya le has tenido que hacer algo… ¿No le habrás quemado con el cigarro?

—¿Yo? ¡Pero si no lo he tocado! —protesta Hugo—, ¡vaya mierda de perro! Habrá olido algo… Ya sé: se habrá olido que te ibas a poner en bikini —añade, conteniendo apenas la risa.

—Ya volverá —dice Ginés malhumorado—. Y tú aguanta un poco la lengua… o no te dejaremos beber más.

—¿Ah, sí? —replica Hugo, arrastrando socarronamente los dos monosílabos.

Parece que va a decir algo más, pero le interrumpe Maribel:

—¡La fuente sí que da agua! —dice desde unos metros más allá, haciendo caer un chorro límpido en la taza reseca y polvorienta.

—Claro —dice Nieves—, debe de ser de manantial.

—Al menos los manantiales no se han…

Ginés se interrumpe al ver la extraña gesticulación que hace Amparo, como si quisiera imponer silencio.

—Chicos, chicos… —dice Amparo, en un susurro—, no os mováis… hay algo, hay alguien ahí.

—¿Dónde?

Amparo señala con la cabeza hacia la parte baja de la plaza. Ginés y María miran en esa dirección, pero no ven nada, nada más que cemento y paredes en sombra, y un arco de medio punto que se abre a otra calle parcialmente cubierta.

Los otros tres integrantes del grupo ni siquiera se han dado cuenta del aviso de Amparo. Pero el repentino silencio, la actitud inmóvil y expectante de sus compañeros, acaba por llamar su atención: Maribel deja de apretar el grifo de la fuente, cuyo chorro enmudece en poco tiempo; Hugo se levanta de la silla; y apenas han pasado unos pocos segundos cuando todos han visto ya lo que señalaba Amparo, cuando todos están mirando la zona baja de la plaza, el arco en sombra de la calle cubierta, la silueta corpulenta que se alza en su interior, inmóvil, erguida, recortada en negro contra la luz que incide por detrás, allí donde la calle se abre de nuevo a cielo abierto.

—¿Qué es…? Es una persona…

—Sí, eso… eso parece.

—Esta vez no dirás que estamos histéricas…

—Todavía… todavía no se ha movido.

—Pero es… es muy grande, ¿no?

Resulta difícil calcular las proporciones desde la distancia a la que se encuentran, viendo la figura solamente en silueta, sin rasgos ni extremidades; resulta difícil calcularlo cuando a uno le domina un miedo paralizante e irracional, pero efectivamente la silueta parece pertenecer a una persona corpulenta: a un hombre alto y, además, grueso; aunque hay algo indefinido —tal vez su prolongada quietud— que impide caracterizarlo definitivamente como humano.

—A… a lo mejor es una estatua…

—¿En medio de la calle?

—Pero, bueno, ¡esto es ridículo! ¿No estábamos deseando encontrar a alguien? Pues hablémosle.

—Es que no… no se mueve…

—¡Hola! ¡Buenos días!

—¡Se ha movido! ¡Ahora sí que se ha movido!

—Pero… ¿qué… qué tiene…? Lleva… lleva como un gorro.

—¡Oiga! ¡Oiga!

Ha sido María la única que se ha atrevido a llamar a la misteriosa figura. Los demás, incluso Hugo, incluso Ginés, han abandonado su actitud burlona, su escepticismo, para acabar coincidiendo con sus tres compañeras de juventud en una acobardada pasividad, incapaces de hacer algo que no sea asistir, con horror, al desenlace que provoque la acción de María.

El desenlace llega pronto. María da unos pasos en dirección al enigma, y entonces la figura, la negra silueta, se agacha hasta reducirse a un volumen redondeado, se remueve inquieta, y finalmente se aleja túnel abajo con un flanear de carnes pesadas, de oscuro pelaje ya definitivamente animal, más definido aún cuando deja la zona de sombra y permite ver, durante unos segundos, antes de desaparecer tras una curva, las orejas redondeadas, la cola corta, pegada al cuerpo, el trote característico, entre torpe y poderoso, de los plantígrados.

—¡Un oso! ¡Era un oso! ¡Era… era un oso!

—Estaba de pie. Por eso…

—¿Un oso? ¿Y qué coño pinta un oso aquí?

—No sé… podría ser…

—Ahora los traen para aquí, de otros sitios. Están repoblando…

—Pero eso es en La Cordillera, no… no aquí.

—Por eso… por eso se escapó el perro.

—¿Cuántos somos? ¿Cuántos… cuántos éramos?

Nieves ha formulado la pregunta en un estado de visible excitación, mirando a sus compañeros con los ojos desorbitados, con rápidos movimientos de cabeza que tienen algo de gallináceo.

—Cálmate, por favor —dice Ginés—. Estamos todos.

—¡¿Pero cuántos éramos?! —insiste Nieves cada vez más alterada—. ¡¿No consigo recordar cuántos éramos?!

Los demás asisten a la escena con rostro atemorizado. La ansiedad de Nieves les ha impresionado, y las miradas saltan de una persona a otra, en un rápido recuento de los presentes. Tan sólo Hugo parece ajeno a lo que está ocurriendo: medio encorvado, se tapa los ojos con una mano, en una actitud que podría ser reflexiva.

—Nieves… Nieves… tranquila, estamos todos —dice Ginés acercándose a ella y poniéndole las manos sobre los hombros—, no falta nadie, somos… somos seis, ves: Amparo, Ma… Maribel, Hugo…

—¡No, pero éramos más! ¡Antes éramos más!

—¿Cuándo? —dice Amparo—. ¿Cuándo quieres decir?

—Marchémonos de aquí —dice Maribel, mirando a un lado y otro—. El oso podría volver…

—¡Basta ya! —dice de pronto María, apartando bruscamente a Ginés—, ¿es que no eres capaz… es que nadie es capaz de abrazar a esta mujer?

María abraza estrechamente a Nieves. Es algo más baja que ella, y tiene que empinarse un poco para quedar mejilla con mejilla.

—¡Es que… —lloriquea Nieves—, siempre pasa cuando… siempre desaparecen cuando hay algo… cuando estamos distraídos!

—No, no te preocupes —dice María hablándole al oído—, recuerda lo que dijo Ginés: todavía no han pasado doce horas, aún falta mucho y, además, esto se va a acabar… esto se tiene que acabar.

Ahora nadie mira a las dos mujeres abrazadas. La atención se ha desviado hacia Hugo, que ha empezado a emitir una especie de gemido prolongado, gorjeante, que se va debilitando hasta interrumpirse por completo. Hugo sigue tapándose los ojos, y además da la espalda a sus compañeros, de modo que éstos no tienen ninguna pista de lo que le puede estar ocurriendo. Sólo ven que el gemido vuelve, ahora a impulsos entrecortados que agitan, que sacuden la espalda de Hugo en repetidos espasmos.

—¡Hugo! —grita Amparo—. ¿Qué le pasa?

—Buenos días, señor oso —dice Hugo mostrando su rostro, congestionado por una risa que a duras penas puede controlar para vocalizar las palabras—, sería tan… tan amable de indicarnos dónde… dónde está la piscina…

Hugo se interrumpe, ahogado por una explosión de carcajadas que agitan su cuerpo durante un buen rato. Después de varios intentos infructuosos de retomar la palabra, consigue por fin articular de nuevo alguna frase, hipando de risa, secándose las lágrimas, interrumpiéndose a cada poco para dejar escapar nuevas risotadas.

—Y el muy cabrón va… va y se da media vuelta y… y si te he visto no me acuerdo…

Hugo vuelve a desternillarse de risa. Los demás le miran severamente, sin participar en nada de su hilaridad; también María y Nieves, que al final se han separado, y Nieves ha dicho, avergonzada: «Debo oler a… a perros» casi al oído de María, que ha respondido con un cálido «No te preocupes, todos estamos igual». Pero Hugo continúa con su fiesta particular, incapaz de contener la risa, excitándola con nuevos comentarios destinados a recrear la escena.

—Oiga… oiga, por favor —dice, sujetándose el estómago—, ¿eso… eso es un sombrero o… o son las orejas?…

La risa vuelve con una intensidad que no parece que vaya a decrecer. Hugo está en esa fase en que la risa ya empieza a resultar molesta, pero todavía no merece el esfuerzo de intentar frenarla, sobre todo cuando resulta tan fácil provocarla de nuevo.

—Buenos días señor oso… ¿Qué tal la familia?

—Bueno, vale ya, ¿no? —le corta Ginés elevando la voz.

—Pero ¿qué pasa? —replica Hugo con el rostro todavía sonriente—, es que… es que me ha hecho… me ha hecho gracia cuando…

—¡Basta ya! Que haya osos por aquí no es precisamente para tomárselo a risa.

El solo hecho de oír la palabra «oso» desencadena en Hugo un nuevo ataque de risa.

—Es que estaba ahí, de pie, y ésta… ésta va y le dice…

—¿Te quieres callar? ¡Imbécil! —restalla la voz de Ginés.

Por unos instantes todo queda en silencio. Todos miran a Ginés, que respira profundamente, como después de un gran esfuerzo. Hugo se ha quedado inmóvil, y la mueca carcajeante va desapareciendo de su rostro, desdibujándose hasta quedar congelada en una sonrisa amarga y burlona.

—Tendrías que ser más comprensivo —le dice Maribel a Ginés—. Tú no has perdido a tu mujer… ya me entiendes…

De nuevo flota el silencio sobre el grupo; se escucha incluso el rozar del aire en las dilatadas aletas de la nariz de Ginés, que mantiene los ojos bajos.

—¿Qué? —dice Hugo—. ¿No me pides perdón?

—No me importa —dice Ginés amasando cada palabra— que nadie beba o coma hasta reventar, o que haga con su cuerpo lo que le dé la gana. Pero lo que no… tolero es que se insulte a las personas, o que… o que se hagan cosas que puedan minar la moral del grupo.

—¿Ah, sí?… A la orden mi teniente. ¿Y… y por qué tenemos que hacerte caso a ti? Maricón.

—Va, venga, marchémonos de aquí —dice Ginés echando un vistazo a la plaza—, está claro que por aquí no vamos a encontrar…

—He dicho «maricón» —insiste Hugo.

—Sí, Hugo, has dicho «maricón» —replica Ginés pacientemente—, todos lo hemos oído. Vamos, todos, volvamos por donde hemos venido, alejémonos de aquí. A saber si el oso habrá ido a por refuerzos…

—Mira… mira qué digno él… —dice Hugo, mientras sus compañeros echan a andar en dirección a la calle porticada—, ¿pero a quién te crees que engañas con tu chulería y con la novia tía buena que te has traído? ¡Venga hombre! ¡Si eres más maricón que un palomo cojo!

Amparo y Maribel, y Nieves, se cruzan miradas interrogantes, hacen amago de detenerse; pero Ginés sigue avanzando y ellas optan finalmente por seguirle. Hugo, mientras tanto, permanece en pie, retadoramente, sin dar un paso adelante.

—Sabéis lo que hacía… —grita a los que se van alejando—, sabéis lo que hizo vuestro hombre, vuestro «general Truman», que no quiere minar la moral del grupo… ¡el muy maricón! Y va de tipo duro… pues intentó enrollarse conmigo. Sí señor, como lo oís. Me invitó a comer a su casa. A mí ya me extrañaba que viviera sólo con su madre… pero no, no os penséis, la vieja no apareció en todo el rato; estaba bien enseñada, sabía cuándo no tenía que molestar…

Maribel se para en seco, y arrastradas por ella se detienen también Nieves y Amparo. Las tres se miran, desconcertadas, sin saber qué hacer. María que también se ha parado, mira al suelo en actitud reflexiva.

—¿Os sorprende, eh? —prosigue Hugo—. Pues es verdad: no hizo más que insinuárseme, y al final… al final me propuso que viéramos una película porno los dos juntos, en el video, en su habitación… ¡Como si no supiéramos en lo que acaban esas… esas sesiones!

Ahora es Ginés el que se para, meneando la cabeza con expresión de fastidio.

—Venga, Hugo —dice Ginés, alargando las vocales con indulgencia, como se hablaría a un niño que no cumple su obligación—, no podemos separarnos.

—Bueno, ¿y qué pasa si fuera maricón? —salta Amparo—. ¿Qué pasaría?… Todo el mundo tiene derecho a ser lo que le dé la gana: homo, hetero o bisexual, lo que le dé la gana. Y eso no significa…

—Déjalo, Amparo; no te esfuerces —dice Ginés—. No… no va por ahí la cosa…

—Eso, intenta despistar ahora al personal… ¡Pero si ni siquiera lo has negado! Yo quiero que me contestes tú. No quiero que envíes a tus chicas para que te defiendan. ¡Quiero que me lo niegues tú si te atreves!

—Mira… —dice Ginés finalmente—, tengo cosas más importantes en las que pensar: mucho más importantes que los problemas de indefinición sexual de unos adolescentes de hace treinta años, que ni siquiera se habían comido un rosco, pero… de todas formas… escucha bien lo que te voy a decir. Suponiendo que fuera verdad eso que has dicho, suponiendo que no fuera precisamente al revés y ahora tú hables por despecho, suponiendo que yo sea «maricón» como tú dices, y tú el más macho del mundo… primero, eso no significaría que yo no pueda tener más valor, más capacidad de liderazgo y más dotes de mando que tú. Y segundo, si además de serlo me interesara ocultarlo (cosa bastante absurda) lo más sencillo sería pasar completamente de ti, mostrarte una total indiferencia, porque dado el estado en que te hallas, es decir, borracho como una cuba, no creo que nadie le diera ningún crédito a tus palabras…

—Pues tu novia está poniendo una cara muy rara —dice Hugo—. Se ve que nunca había pensado…

—Así que si me molesto en contestarte —prosigue Ginés— y pedirte que nos sigas, es en consideración a que… que ha desaparecido tu mujer y todos comprendemos…

—Tampoco eres el único que ha tenido una desgracia, ¿eh? —dice Nieves dirigiéndose a Hugo—. Mira a Maribel: ella mantiene el tipo y… Quien más quien menos… Yo… yo he dejado a mis hijos en Villallana, ¿vale? Y no… no…

Nieves se interrumpe, ahogada por el llanto que se le agolpa en la garganta, en los ojos húmedos, enrojecidos, a punto de desbordarse.

—¡Qué cabrón! ¡Qué cabrón que eres! —dice Hugo—. Te has creado tu guardia de mujercitas… ¿Tú también, Maribel? ¿Tú también le defiendes?

—Yo sólo sé que quiero marcharme de aquí lo antes posible —dice Maribel.

—Por fin alguien dice algo sensato —concluye Amparo.

Los dos hombres y las cuatro mujeres se ponen en marcha. Cuando el último de ellos desaparece tras la curva que forma la calle porticada, se produce un ligero movimiento en el extremo opuesto de la plaza. El oso ha vuelto a aparecer por el mismo lugar de antes: se asoma tímidamente, olisqueando el aire y avizorando la plaza; y al final, ya sobre el pavimento de ésta, se alza sobre sus dos patas traseras y estira el cuello, moviendo la cabeza a un lado y otro, en un concienzudo trabajo de sus fosas nasales, húmedas, oscuras y extraordinariamente activas.

Hugo está sentado en una silla de plástico, de las que hay a menudo en las terrazas de los bares. Está empapado, recién salido del agua, y el bañador —un holgado bermudas— va soltando el agua acumulada en finos hilillos que gotean por las aberturas que la silla tiene en el asiento. Hace calor, el sol cae prácticamente a plomo, sin una nube en el cielo que mitigue su ardor. La brisa que fluye constantemente es leve, casi imperceptible; pero sobre la piel mojada se convierte en una caricia fresca y agradable.

Hugo rebusca en el revoltijo de ropa que tiene al lado, sobre una silla gemela a la que ocupa, y al final sus manos emergen todavía húmedas, empuñando el encendedor y un cigarrillo. El agua, mientras tanto, forma pequeños charcos bajo la silla, tres charquitos redondos que se acaban juntando en uno mayor, sin forma, luchando con la avidez del embaldosado granuloso, poroso, calentado pacientemente, durante horas, por el sol.

A pocos metros de distancia, Ginés nada en la piscina: se dirige al borde en lentas brazadas, con la cabeza fuera del agua, y una vez alcanza el asidero respira profundamente y sumerge la cabeza unas cuantas veces. Entre una inmersión y otra, mira fugazmente a donde está Hugo. De pronto algo llama su atención en la dirección contraria: son las chicas, que salen en este momento del vestuario hablando entre ellas, sin mirar a los dos hombres. Nieves, con la piel blanca, sujeta con el brazo una gruesa toalla a modo de escudo, bajo la que asoman unos tobillos anchos, fuertes, ligeramente hinchados. Amparo, con un bikini de color verde y un bronceado irregular, lleva la toalla a modo de bufanda, colgando del cuello. Se ve muy bajita descalza, y al lado de Nieves.

—A lo mejor… a lo mejor ya no desaparece nadie más —le dice Nieves a Amparo.

—No pienses en eso ahora, mujer —responde Amparo—, ahora disfruta del baño y ya está.

Entornando los párpados, Hugo mira a las mujeres en silencio, repantigado en su silla, una mano ocupada en abrevar el cigarro y otra en acomodarse el sexo dentro del bañador, en peinarse con los dedos el pelo del pecho, produciendo una ducha localizada de pequeñas gotitas.

—Menos mal que habéis salido, chicas —dice de pronto—, éste ha intentado violarme unas cuantas veces.

Hugo sonríe, aunque nadie le responde. Por detrás de Amparo asoma Maribel. Lleva un bikini estampado, floreado, y avanza lentamente, aparentemente con algún problema en los pies. Entonces emerge de detrás del grupo un cuerpo esbelto y bronceado. Es María; se dirige sin vacilaciones hacia la piscina, quitándose la goma que le sujetaba el pelo, agitando su cabellera, y al llegar al borde se tira de cabeza sin apenas detenerse. Hugo se ha incorporado en la silla, e incluso ha estirado el cuello, hasta que la chica ha desaparecido entre una explosión de salpicaduras. María bucea durante un buen rato por el fondo de la piscina, trazando una parábola que la conduce a una de las paredes.

Refractado por la superficie agitada del agua, su cuerpo se deforma, llamea y se disgrega como si fuera a deshacerse en móviles manchas de piel morena, de tela negra y flotante cabellera. Pero de pronto emerge agarrándose al borde, precisa y definida.

—¿Quién tiene el champú? —dice, agitando su cabellera mojada con rápidos giros de la cabeza.

—Eso al final —dice Ginés—, en el último momento… no vamos a enjabonar el agua antes de…

—Eso —dice Hugo—, primero que se vaya reblandeciendo la mugre que llevamos… Menos mal que la piscina es grande.

—Tú fíjate —dice Amparo, asomándose al borde—, en poco tiempo… ya hay un montón de hojas y… y bichos muertos…

—El agua no circula —apunta Ginés—. Las piscinas, cuando funcionan, se están depurando constantemente.

—Busquemos la redecilla —dice Nieves mirando en derredor—. Tiene que haber una redecilla por aquí, con un palo muy largo.

—No nos conviene perder más tiempo —dice Ginés.

—No está muy fría… —dice Amparo, metiendo un pie en el agua.

—Por eso —dice Ginés—. Sería mejor que estuviera más fría…

—¿Por qué?

—Porque querría decir que lleva menos tiempo estancada.

Después de algunas vacilaciones, Nieves se ha decidido a desprenderse de la toalla, dejándola colgada del grifo de una de las inútiles duchas. Hugo ha seguido con atención todos sus movimientos, en silencio, con el cigarro detenido en la mano, a un palmo de la cara. A pesar de su tipología un tanto rubensiana, el cuerpo de Nieves conserva el esquema esencial del ánfora, y cierto equilibrio clásico en sus proporciones.

—Eh, tía… llevas la etiqueta colgando —dice Hugo, señalando con el cigarro—. Sí, sí, tú: la del bikini rosa.

—No es verdad… ¿dónde? —dice Nieves, llevándose una mano a la espalda, entre los dos omoplatos.

—No, en el culo. Trae, ya verás, te la quitaré yo; cortaré el hilo con los dientes.

—Yo esperaría al final, después del jabón. No es por nada… —dice Amparo, sujeta con ambas manos a la escalera, con medio cuerpo ya dentro del agua.

—No es verdad —dice Nieves—, ya me la quité antes. Y no es rosa… el bikini, es fucsia.

—¡Dios! Pero… ¿cómo podías andar así?

La exclamación procede de Ginés. Con el cuerpo en el agua, está abrazado al bordillo, y al acercarse Maribel le ha visto los pies, llenos de llagas y profundas marcas hechas por los zapatos, y ampollas reventadas que dejan al descubierto la carne viva.

—¡Qué asco! —dice Hugo.

—¿Qué?… Ah, los pies —dice Maribel con indiferencia—. No… no molesta. Llega un momento en que ya no duele… Cuando quieres que te duela, ya no te duele.

—¿Querías que te doliese? —dice María al lado de Ginés, con una mueca de desagrado e incredulidad.

Maribel no responde. Se dirige a la escalera, de la que Amparo —que ya está surcando el agua— acaba de separarse. Maribel tiene un cuerpo sensual, pero chato y sin gracia. Sin la camisa que ha llevado todo el rato, da la impresión de que su cuello, ya de por sí recio, se ha acortado todavía un poco más.

—Bueno… —concluye Ginés—, ahora, en la bici, los pies ya no sufrirán tanto, pero… no estaría de más que te pusieras un poco de la pomada ésa que encontró…

—Me pondré los mismos zapatos que llevaba —le corta Maribel taxativamente, sin ni siquiera mirarlo— y no me haré ninguna cura.

Ginés se queda mudo, mirando a Maribel con desconcierto. Pero luego cambia de actitud y se anima súbitamente.

—¡Venga —dice en tono jovial—, todo el mundo a bañarse!

Ginés se aparta del borde impulsándose con las piernas y flota boca arriba, relajado, cerrando los ojos, hasta que el impulso decrece y le obliga a bracear de nuevo. Mientras tanto, Maribel ha ido entrando en el agua con un gesto de repulsión, apartando cuidadosamente las pequeñas hojas amarillentas, alargadas, que flotan a su alrededor. Amparo, en cambio, bromea con Nieves a costa de su indecisión para meterse en el agua. Nieves se acerca a la escalera sin mucho entusiasmo, y Amparo la salpica a traición, produciendo un nuevo retroceso estremecido. Pero Nieves se ríe.

—Si no me salpicas entraré —dice, avanzando a pasitos muy cortos.

—¡Pero si ya estás mojada! Cuanto más te lo pienses más te va a costar.

Finalmente Nieves inicia el descenso por la escalera. Maribel, mientras tanto, se sumerge y bucea unos pocos metros, tal vez huyendo de las hojas y las avispas muertas que flotan en la superficie.

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