Fin

Fin


María - Ginés - Nieves - Amparo

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MARÍA - GINÉS - NIEVES - AMPARO

La calle es larga y rectilínea; es una calle estrecha, de una sola dirección, que desciende en suave bajada hasta la salida del pueblo. Los edificios de dos y tres pisos —antiguos unos y otros más recientes— se agolpan a un lado y otro sin dejar un resquicio, en monótona sucesión de paredes y ventanas cerradas, que le dan a la calle el aspecto de un angosto pasillo o corredor. Las bicicletas avanzan sin que haya que pedalear, a una velocidad constante y moderada que hace innecesario el uso de los frenos. Son cuatro bicicletas; tres mujeres y un hombre empuñan los manillares. No es mediodía, todavía no, pero la orientación de la calle hace que el sol caiga de lleno sobre el asfalto y las aceras, sin conceder ni un estrecho pasillo de sombra.

A pesar del ambiente veraniego, las prendas frescas y coloridas y las flamantes zapatillas deportivas; a pesar de ser la bicicleta un vehículo amable y eminentemente festivo, los cuatro ciclistas avanzan con rostros serios, reconcentrados, con expresiones sombrías, en medio de un silencio sepulcral en el que sólo se oye el tintineo cuadriplicado del piñón de la rueda trasera. Nadie ha pronunciado una palabra desde que subieron a las bicis hace unos minutos. Ya van por la mitad de la calle cuando el hombre —el único hombre de este cuarteto— rompe finalmente el silencio.

—Verano azul… —dice Ginés con amargura.

—Es curioso… —dice María—. Lo echo de menos, ahora… lo echo en falta.

—¿El qué?

—A Hugo —responde María.

Nadie responde a las palabras de María, nadie se atreve a añadir nada; sólo se oye el crepitar inocente y festivo, como una matraca en sordina, de los piñones de las bicicletas. Un perro ladra, a lo lejos.

—No habían pasado doce horas —dice de pronto Nieves, con la mirada turbia, con una entonación de reproche—. No habían pasado doce horas; lo de Ibáñez fue… era la última guardia, no hace ni… ni…

De nuevo el silencio. Una bocacalle se abre a la izquierda; los ciclistas ven pasar fugazmente la perspectiva de la calleja recta y empinada. Ya han pasado cuando la mente analiza la imagen y avisa de una pequeña anomalía.

—Había algo al final —observa Amparo.

—Ya lo he visto —dice Ginés—. Será un perro.

—Parecía… parecía más grande —dice Amparo.

—Lo que tenemos que hacer es salir de aquí cuanto antes —dice Ginés—. ¡Mira, ya se ve: la carretera!

—¿Eso es la carretera?

—Claro, dirección Villallana; lo sé por el almacén de madera.

Ginés empieza a pedalear y las chicas le imitan. Unas decenas de metros más adelante las casas se acaban a un lado y otro, y la calle —después de un cambio de rasante— parece continuar en un ambiente suburbial, de naves industriales, y algún que otro chalet. Pero de momento las bicicletas ruedan todavía dentro del casco urbano. En la acera derecha, la calle se prolonga sin una sola abertura, como un muro continuado de edificios. Todas las bocacalles parecen estar a la izquierda: en ese lado aparece ahora una escalera, una plaza elevada con árboles y coches aparcados, y a continuación otra calle que desemboca, también en bajada.

—Esto está cada vez peor —dice Nieves, sin dejar de pedalear—, nunca habían sido dos de golpe.

»—Cada vez es más seguido —añade al cabo de unos segundos, respondiendo al silencio—. A lo mejor nos teníamos que haber quedado en el refugio…

—Rafa desapareció en el refugio —dice Ginés secamente.

—O haber ido hacia el norte…

—Si te gustan las carreteras de montaña… Al norte no hay núcleos de población, no hay más que monte y más monte; tardaríamos días en atravesar la cordillera…

—Lo lógico era ir hacia el sur —añade Ginés tras una breve pausa—, buenas carreteras y poblaciones cada vez más grandes… con las bicis nos plantamos mañana en La Capital… no hemos hecho más que lo que dicta la lógica…

—¿Cómo? —dice Nieves.

Nieves se ha retrasado un poco, y no ha oído bien las últimas palabras de Ginés.

—Digo —dice Ginés, volviendo la cabeza— que hemos hecho…

—¡Ginés!

Un chillido desgarrador, salido al unísono de las gargantas de Nieves y Amparo, acompaña el grito de advertencia dado por María. Un enorme camello, de pelo sucio y movimientos parsimoniosos, ha aparecido repentinamente por la derecha, hasta ocupar la mitad de la calle. Ginés lo ve en el último momento, cuando ya casi lo tiene encima. Ni siquiera intenta frenar; se ciñe a la izquierda y pasa, tensando todo su cuerpo, mientras María —que ha apretado sin éxito los frenos— acaba colándose de forma similar, rozando al camello, que se ha asustado en realidad tanto como los ciclistas, y retrocede con toda la rapidez que le permite su eminente tamaño, su vetusta anatomía. Esto favorece a las otras dos mujeres, que no hacen otra cosa que seguir su trayectoria, bloqueadas, petrificadas por el espanto, mientras el camello se eclipsa mostrando los cuartos traseros, difundiendo un mareante olor a estiércol.

Nieves separa los pies de los pedales y trastabilla, topa ligeramente con el manillar, con el brazo de Amparo, que a su vez ha notado en la mano derecha el azote de la raída cola del animal. Pero al final ambas consiguen pasar sin llegar a caerse, y se detienen sin dificultad al cabo de unos metros, junto a Ginés y María, que han observado atónitos la escena, sin poder hacer nada. La calle hace subida en este último tramo, desde la bocacalle por la que ha salido el camello hasta el nuevo cambio de rasante en que empieza la carretera, cuyo trazado vuelve a descender en una pendiente muy leve.

—¡Un camello! ¡Un… un camello! —dice María, mientras el animal se aleja con un trote decreciente, visible para los ciclistas porque la calle se abre a una especie de solar no edificado.

—O un dromedario —apunta Amparo.

—No, es al revés —corrige María, sin dejar de mirar al animal—. El dromedario es el que tiene una sola joroba.

—Hemos tenido suerte —dice Ginés—, podríamos… podríamos habernos caído…

—¡Este trasto no frena! —dice María—. ¡No frena una mierda!

—¡Y qué mal que olía el cabrón!

María sonríe ante el comentario de Amparo. Nieves, en cambio, reacciona de forma dramática ante el incidente.

—Yo… yo no puedo… —dice, con voz acobardada y temblorosa—, yo no puedo más. Todo esto de los animales… esto… esto es como una pesadilla. ¿Qué tienen que ver los animales con…?

—Podría tener… no sé… alguna explicación —dice María—. A mí me ha parecido ver que llevaba una tira, una brida… como un arnés, como si fuera parte de un arnés…

—¿Un arnés? —dice Ginés—. Yo no… no he visto nada, no me he fijado.

—Es que era por delante, en el cuello —insiste María—. Luego se ha dado la vuelta y…

Ginés está mirando al descampado que se abre a su derecha: una franja sin edificar que se prolonga en la lejanía hasta lo que parece un campo de fútbol, vallado con tela metálica. Junto al campo de fútbol, allá lejos, hay un solar, un terreno con hierbas resecas y desiguales, y unos garabatos negruzcos que podrían ser cepas ya muertas, sin el verde de las hojas. El camello se ha detenido, indeciso, a medio camino entre el cruce del encontronazo y el campo de fútbol. Tal vez ha visto lo mismo que Ginés: un movimiento reptante y huidizo entre la agostada vegetación de la viña abandonada, algo del mismo color que la hierba, tal vez más oscuro, más amarillento, unas manchas que aparecen y desaparecen a intervalos, con un desplazamiento acechante, husmeador, con esa forma de aplastarse contra el suelo al avanzar que sólo tienen los felinos.

—Larguémonos de aquí —dice Ginés buscando el pedal con el pie—. ¡Rápido!

—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?

—No lo sé, pero…

—Parecen… parecen…

Es la voz de Amparo la que duda. Ella y María ya han visto lo que llamaba la atención de Ginés. Nieves no; no ha querido mirar en esa dirección, y sin embargo ha hecho lo mismo que ellas, lo mismo que Ginés: arrancar lo más rápido posible hacia delante, en dirección a la carretera. Pero la calle hace subida, y la salida es torpe y vacilante. Hay quien no acierta a poner el pedal en la posición idónea para dejar caer todo el peso del cuerpo, quien se golpea en la espinilla al intentarlo, quien arranca empujando el asfalto con los pies, de puntillas, para luego dar unas primeras pedaladas muy lentas, sin fuerzas, brujuleando con un manillar que parece haber adquirido vida propia.

—¡Venga, vamos!

Ginés ha arrancado con más soltura, pero ahora se refrena para esperar a las chicas, para azuzarlas, mientras su mirada viaja una y otra vez hacia el horizonte del descampado. Ahora ya es evidente que son grandes felinos los que se mueven entre los rastrojos, probablemente leonas, pues no se ha visto en ningún momento la melena propia de los machos; y parece que han venteado a los ciclistas, o tal vez han oído sus gritos, porque su avanzar es cada vez menos rastrero, cada vez más decidido. Ahora ya ondulan a la carrera sus elásticos cuerpos, en línea recta, en dirección a ellos, mientras las bicicletas empiezan a adquirir inercia, remontan por fin el cambio de rasante y enfilan la carretera todavía dando tumbos, empujadas por toda la fuerza de la que son capaces sus conductores.

La suave bajada que hace la carretera, en línea recta, les ayuda a adquirir velocidad y distanciarse del cruce en poco tiempo. Ya han recorrido un buen centenar de metros cuando María mira unos segundos para atrás. Al hacerlo se ha desviado hacia la cuneta, sin darse cuenta, y tiene que corregir bruscamente la trayectoria. Pero lo que ha visto es tranquilizador.

—¡Se han quedado atrás! —grita a sus compañeros—. ¡Ya no nos siguen!… ¡Uno venía, pero se ha dado la vuelta!

—¡El camello, ahora persiguen al camello; ha tirado calle arriba! —dice Amparo, que también ha vuelto la cabeza, animada por la buena noticia.

—¡Mirad! ¡Mirad! —dice Ginés repentinamente, señalando a su derecha.

Los últimos edificios que les ocultaban el paisaje han quedado atrás, dejando a la vista una gran explanada en la que se eleva la inconfundible estructura de la carpa de un circo, rodeada de la habitual batería de camiones y caravanas. La carpa está a una buena distancia de la carretera, y no se aprecia ningún movimiento a su alrededor.

—¡Claro, había un circo! —dice Ginés con alegría, con un matiz de alivio en su voz.

—Eso explica lo del camello y… y los leones —dice María.

—¡Y el oso! —recuerda Amparo—. ¡Seguro que también ha salido de aquí!

Pero Nieves no celebra el descubrimiento que han hecho sus compañeros: sin dejar de mirar hacia delante, sin apartar la vista de la carretera, pedalea con todas sus fuerzas, mientras un llanto tierno y continuado, limpio como el de un niño, fluye de su garganta y de sus ojos, y de las enrojecidas aletas de su nariz.

La carretera llanea en línea recta hasta la lejanía, mostrándose y escondiéndose en sucesivos cambios de rasante, resiguiendo las suaves ondulaciones de la llanura. El paisaje es austero y funcional: grandes extensiones de tierras en barbecho y de trigales amarillentos, con algunas zonas grises, muertas, como resultado de la reciente sequía; algún cerro arbolado, algún pequeño pinar, un caserío arcaico y terroso, abandonado; y otras construcciones diseminadas por el paisaje, de utilidad evidentemente agraria, almacenes y silos, granjas, con el blanco impersonal o el gris sucio del acero galvanizado.

Los ciclistas pedalean ahora en silencio, sudorosos, con desesperante lentitud. Van mirando al asfalto, con las cabezas bajas, porque están agotados, porque no es necesario mirar a una carretera que se prolonga recta y sin sorpresas, en imperceptible subida, hasta un cambio de rasante, uno más, que parece que nunca va a llegar. Miran al suelo para no constatar la evidencia del calor abrasador, del asfalto que se licúa en la lejanía reflejando el cielo, de los barbechos que reverberan su aliento tórrido y tembloroso, como si los terrones fueran piezas refractarias recién salidas del horno.

De pronto, Nieves levanta la cabeza y mira a sus compañeros. Con el pelo recogido, bajo la visera de una llamativa gorra, sus ojos miran asustados, rodeados de una piel que blanquea en contraste con los pómulos y las mejillas perlados de sudor, enrojecidos por el calor y el esfuerzo.

—¿Cómo… cómo será cuando desapareces?

La pregunta de Nieves, planteada con ansiedad, con tímido nerviosismo, no ha obtenido respuesta. Sus compañeros se limitan a empujar los pedales, a mirar su propia sombra pegada al asfalto, a sorprender la caída de la próxima gota de sudor temblequeando en la punta de la nariz. Pero Nieves vuelve a la carga, colocando las frases en los intervalos de su respiración agitada por el esfuerzo.

—Debe de ser como… como morirse: desapareces y te mueres; se… se acaba todo… no… no creo que haga daño…

Por unos instantes, Nieves guarda silencio, como esperando que alguien abone su teoría. Pero nadie dice una palabra, y es de nuevo su voz jadeante la que se hace oír:

—No, seguro… seguro que no duele, pero…

—¡Ay, calla, por favor! —dice Amparo bruscamente—. ¡Llevas media hora con eso!

—Es que… es que… ¡Yo no quiero desaparecer! ¡No… no quiero morir, no entiendo cómo… cómo vosotros podéis… podéis estar tan tranquilos! Perdón…

Nieves ha dado un pequeño tumbo al distraerse del pedaleo; ha rozado el manillar de María, y ahora vuelve a tensar la cadena para mantener la línea recta. Sin volverse para mirarla, Amparo le responde alzando ligeramente la cabeza, el rostro en el que las gotas recientes resbalan sobre una capa de sudor ya seco.

—¿Te crees que yo… —dice resoplando entre cada frase— que yo no tengo miedo? Pero al menos… no me dedico a dar la monserga… me callo y me jodo… no sé… cómo no pierdes el… el resuello… dándole a los pedales y… y al mismo tiempo…

—Vamos, Nieves, no te comas el tarro —dice Ginés—, no… no pienses siempre lo malo…

—¿Y qué voy a pensar? Esto… esto no se para, no… no se ha parado, ¡cada vez es peor!

Nieves vocaliza con dificultad a causa del esfuerzo. Por su cara no corren las gotas de sudor como por las de sus compañeros; se diría que su piel enrojecida irradia un calor tan intenso, que evapora la transpiración en cuanto ésta sale por los poros. No es que Nieves se haya revelado como una caminante, como una ciclista débil y melindrosa; más bien ha dado muestras, a lo largo de la penosa peregrinación que ya dura más de un día, de un vigor y una resistencia sorprendentes dada su corpulencia; pero su manía de seguir hablando le representa un esfuerzo suplementario, y además está obsesionada por no separarse ni un centímetro del grupo, lo cual la obliga a vigilar y corregir constantemente su trayectoria. María, que está viendo todos sus padecimientos, se esfuerza en mirar para ella, y le habla en un tono más comprensivo:

—Vamos, mujer —dice entre jadeo y jadeo—, no te preocupes… estamos todos… todos aquí, contigo.

—Lo que… lo que va a pasar —dice Nieves con obstinación— es que de… de repente, en cualquier momento…

El grupo ha perdido su perfecta formación desde que ha empezado el cruce de palabras; se producen pequeños encontronazos que pueden provocar una caída; y además se ha disminuido la velocidad sensiblemente, lo cual se agrava por el hecho de que la carretera, sin que apenas se note, va aumentando su inclinación a medida que se acerca al cambio de rasante. Finalmente Ginés, que es el que va delante, se para de golpe y echa pie a tierra. Nadie ha chocado, porque la pendiente y la escasa velocidad les ha permitido detenerse enseguida; pero aun así se ha producido cierto amontonamiento, de modo que el grupo está más apretado y cercano que nunca. Sobreponiéndose a los resoplidos de alivio o de resignación, a las protestas de Amparo, la voz de Ginés se eleva comprensiva, didáctica, pero autoritaria:

—Vamos a ver, Nieves… No nos queda otro remedio que seguir; tenemos la… la obligación de seguir adelante…

—¡Pero es que me da miedo! —gimotea Nieves, interrumpiéndose a cada poco para respirar—. Me da miedo ver que… que vosotros estáis tan tranquilos, como si no pasara nada, y… y hacéis bromas y todo y… siempre que ha desaparecido alguien estábamos distraídos… ¡Es… es cuando nos lo pasamos bien, cuando nadie está vigilando!

—Y tú crees que si estás… —dice María con largas pausas, en las que respira dos o tres veces seguidas— que si estás siempre vigilando… si no dejas de pensar en eso… pues que no ocurrirá.

El silencio de Nieves, puerilmente avergonzado, tiene mucho de asentimiento.

—No sabemos… no sabemos cómo funciona eso, Nieves —dice Ginés; su voz suena tierna y cercana, como si intentara compensar la rígida separación que les imponen las bicicletas que no han descabalgado—, no sabemos por qué desaparece la gente… No sabemos nada… Pero lo que sé es que no… que no lo arreglaremos… no salvaremos a nadie obsesionándonos y dándole… dándole vueltas a la cabeza… Lo que debemos hacer es actuar… y actuar, ahora mismo, es llegar a Villallana.

—Pero es que yo no puedo… no puedo dejar de pensar…

—Pues entonces piensa otras cosas —dice Ginés—, piensa que, a lo mejor, ya no… ya no desaparece nadie más… A lo mejor Hugo, y Maribel, fueron los últimos. Piensa: cada vez vamos más hacia el sur, ¿por qué no pensar que más abajo, en La Capital…?

—¡Pero si no hay nadie… aquí tampoco hay nadie; cada vez… cada vez se ven más coches parados, estrellados…!

—El de la curva casi nos jode —apunta Amparo.

—Y el de la gasolinera —gimotea Nieves— con la manguera puesta y con… con las puertas abiertas… ¡Todo el mundo ha desaparecido!

—Pues lo siento, pero yo… yo no voy a abandonar la esperanza —dice María—. Es verdad, no es una pose; no es para… para aumentar la moral del grupo: es que no me creo que no haya nada más; no… no puedo creerme que a mí, precisamente a mí, me haya tocado ver… ver el fin del mundo… y menos aún ser la última superviviente. Me parece… eso sería demasiado presuntuoso.

—Claro —dice Nieves—, tú no le hiciste nada, tú no pusiste las mil pesetas…

—Mil quinientas —puntualiza Amparo.

—Ya estamos con eso —dice María con expresión de fastidio—, ¡esto es un diálogo de sordos!

—Es verdad —insiste Nieves—, todos… todos pagamos: los que queríamos hacerlo y los que no. Ese… ese dinero nos envenenó…

—Ya: las treinta monedas —dice María, con desdeñosa indiferencia—, nada nuevo bajo el sol.

—No hace falta que sea el fin del mundo —dice Amparo—, basta con que le dé tiempo para acabar con todos antes de que…

—Yo seré la siguiente —dice Nieves—; ahora… ahora me toca a mí… y yo… yo no quiero…

—¿Ah sí? ¿Y por qué tú? —le pregunta María.

—No sé… —dice Nieves, cada vez más cerca del llanto—, tengo… tengo un presentimiento…

—Mira, Nieves —dice Ginés—: todo esto es tan raro que… podría… podría ser cualquier cosa. No sé… he pensado… he pensado mucho en todo esto, en lo que ha pasado, en lo que nos está pasando, y creo… creo que es tan absurdo, tan fuera de lo normal, que… que a lo mejor no tiene una explicación, quiero decir una explicación racional, según las leyes naturales que conocemos, y…

—No marees la perdiz —dice Amparo—, todos sabemos lo que está pasando.

—No, no todos lo sabemos; no todos pensamos lo mismo. Lo que quiero decir es que a lo mejor los que desaparecen vuelven; vuelven al mundo normal, al de verdad, porque esto, esta situación… Algo pasó allí, aquella noche, en el refugio, una fractura… a lo mejor hemos pasado a otra… a otra dimensión. ¡Yo qué sé! Y los que desaparecen vuelven al mundo normal…

—Muy peliculero me suena eso… —sentencia Amparo.

—También es peliculero —replica Ginés— que una persona desaparezca, de golpe, sin dejar ni rastro.

—El mago ese —dice Amparo—, el que estaba liado con la Schiffer… ¿Cómo se llama?… El Copperfield, eso; pues hacía desaparecer un elefante.

—Pero no despoblaba una provincia —apunta María.

—Vale —dice Amparo de mala gana—. Estamos en la cuarta dimensión, en el túnel del tiempo o lo que sea, bien, y mientras tanto ¿qué pasa en el mundo «normal»? ¿Han seguido sin nosotros o qué?… Mira, a lo mejor la otra Amparo está currando ahora en el almacén. Me iría de perlas, porque… estos días tocaba inventario… Inventario —añade con un gesto de repulsión—, eso sí que es la cuarta dimensión.

Ginés menea la cabeza, sin poder evitar que una sonrisa se dibuje en su boca.

—Yo sólo intentaba abrir otros horizontes —dice indulgente—, apartar un poco de la obsesión… pero ya veo que tú lo haces bastante mejor que yo.

—A lo mejor es un sueño —dice María en tono insustancial— y los que desaparecen… es que despiertan.

—Pero ese sueño… ¿lo estás soñando tú? —dice Ginés—. Porque yo me siento muy de carne y hueso. Me niego a ser un personaje de tu sueño…

—Yo puedo soñar que tú dices eso —replica María. Ella y Ginés hablan con ligereza, más por el gusto de la pura dialéctica que por una verdadera fe en la idea que están desarrollando.

—Hombre… podría ser un sueño colectivo —dice Ginés— y lo estamos soñando todos, al mismo tiempo… Eso: aún estamos en el refugio, en las literas…

—Y los que han desaparecido es que ya han despertado —concluye Amparo.

—Exacto —dice Ginés.

—¿Y entonces por qué no nos despiertan? —pregunta María—. Por fuerza tienen que saber que estamos sufriendo…

—No siempre se recuerdan los sueños que has tenido —responde Ginés—. Ellos se han despertado pero no se acuerdan de que soñaban esto… Simplemente ven que nosotros seguimos durmiendo…

—Vamos a ver… —dice Amparo, con un gesto de irritación—. Es que a mí… a mí me da mucha rabia eso de explicarlo todo con un sueño. Es como en las películas: la típica película en la que van pasando cosas, un montón de cosas, y luego, como no saben cómo acabarla… pues resulta que todo era un sueño, y ya está: a cobrar por el guión… ¡No te jode! Como si no notara una la diferencia que hay entre estar soñando y estar despierta…

—Pero mientras sueñas sí que parece real —dice María—, es cuando te despiertas que te parece absurdo lo que has soñado.

—¡Callad, por favor! —dice Nieves.

—Eso, callad —bromea Amparo.

—¿Por qué? —dice María—, ¿por qué nos hemos de callar?

—¡Porque me da miedo!

Un silencio, un triple suspiro de fastidio, contenido, reprimido, sigue a la declaración de Nieves.

—Me da miedo pensar que nada es de verdad… —añade al poco rato—, que a lo mejor me estoy volviendo loca, que… que quiero despertarme y… y no puedo, ¡no puedo!

—¿Y pensar que el tipo ése nos está eliminando uno por uno… te tranquiliza más? —dice María.

—Al menos eso tiene un sentido —dice Nieves—, pero lo otro… lo otro… pensar que nada… nada de lo que…

—Vamos a ver, nena —le interrumpe Amparo—, verás, verás cómo yo te quito la tontería enseguida. A ver, ¿tú tienes la sensación de estar soñando… con toda la solana que está cayendo, y la cara ésa que llevas que parece un tomate, que seguro que se podría freír un huevo encima?

Nieves se pasa una mano por la mejilla, mientras su mirada pierde parte de su intensidad febril, y se vuelve algo más reflexiva.

—No… La verdad es que no —dice, algo más calmada.

—Pues yo tampoco, guapa, yo tampoco. Así que vamos a seguir pedaleando, aunque sólo sea para salir de este puñetero desierto, y vamos a pedalear calladitos, y sin hacer paradas, que yo esta noche, si es que llego a la noche, quiero dormir en una cama.

—¡No, por favor, sigamos hablando! —exclama Nieves alarmada, suplicante, al ver que sus compañeros se aferran de nuevo a los manillares.

—¡Vale ya, Nieves! —dice Ginés con severidad—, ¡esto ya pasa de castaño oscuro!

»No vamos a perder más tiempo —añade después de un breve silencio—. Vamos a seguir pedaleando; y si de verdad hay tanta necesidad de hablar, o de comentar cualquier cosa… pues aprovechamos la próxima parada… Pronto habrá que beber más agua; me parece que había otra gasolinera, o un hostal… ¡y además en un sitio que haya sombra, caramba… no aquí en medio de la carretera…! Pero ahora hay que avanzar…

Con un golpe de su pie derecho, Ginés hace girar el pedal para atrás, y después lo frena delante, afianzando firmemente el pie.

—¿Listos? —dice Ginés volviendo la cabeza.

—Listas —responde Amparo.

—¡Por favor, no sigáis! —lloriquea Nieves, sujetando el manillar pero con ambos pies en el suelo, mientras los demás dan la primera pedalada—. ¡No sigáis! ¡Esperadme!

Nieves arranca torpemente, dando tumbos, haciendo un gran esfuerzo para recuperar los pocos metros que el grupo le ha sacado de ventaja. Todavía no se ha puesto a su altura, cuando su voz vuelve a sonar, con frenética ansiedad:

—¿No has pensado que… que a lo mejor eso es lo que quiere?

Nieves habla para Ginés, pero éste sigue pedaleando sin inmutarse, sin dejar de mirar hacia delante, al cambio de rasante que se burla de ellos, cercano, pero inalcanzable.

—Quiere… quiere que actuemos —añade Nieves, pegándose a la rueda de María—, que sigamos el juego, y entonces nos va liquidando uno… uno tras otro. Sabe… sabe lo que vamos a hacer, hacia dónde vamos a ir. Lo que tendríamos que hacer es… es lo contrario… Tenemos que plantarnos… entonces… entonces no podrá jugar…

Ginés sigue mudo. Las miradas de Amparo y María viajan hacia él, se clavan en su nuca silenciosa, inexpresiva.

—Tú has tirado, Ginés… has tirado del grupo todo el rato —prosigue Nieves precipitadamente, como si tuviera prisa por expresar su idea—. Lo… lo has hecho bien; precisamente… precisamente lo has hecho muy bien, has… has hecho lo que haría… lo que dicta la lógica, como tú dices…

El discurso de Nieves se hace cada vez más entrecortado a causa del esfuerzo. Amparo, incluso María, la miran de reojo y luego miran a Ginés, como esperando algo de él. Pero Ginés sigue pedaleando con el mismo ritmo inalterable.

—Has hecho… —dice Nieves después de unas cuantas respiraciones— has hecho lo que haría un hombre… y eso es previsible, otro… otro hombre lo puede predecir… puede anticipar tus pasos uno a uno… Nosotras… nosotras somos mujeres…

Amparo mira alternativamente, con rápidos movimientos de cabeza, a Nieves y a Ginés. Ginés sigue pedaleando tercamente, con la vista fija en la carretera. Mientras se desarrolla la conversación, el grupo no ha dejado de avanzar, y el cambio de rasante cada vez está más cerca, apenas a unas decenas de metros.

—Ginés… —dice Amparo— a lo mejor deberíamos…

Amparo se interrumpe. Ginés se ha levantado del sillín y empieza a pedalear con más ímpetu, dejando caer todo el peso del cuerpo en cada pedalada. Las tres mujeres que le siguen, instintivamente, se han aplicado con renovada fuerza a los pedales, para no separarse de él.

—Muy bien —dice Ginés elevando el tono gradualmente, como si el volumen de su voz estuviera relacionado con la aceleración que está imprimiendo a la bicicleta—. Has hecho… has hecho un verdadero esfuerzo de… de imaginación. Nos… nos has impresionado a todos; nos has hecho… nos has hecho pensar, nos has hecho… ¿Y todo eso por qué?… ¿Por qué precisamente ahora quieres que nos paremos? ¡¿Por qué?!

—¡Porque yo soy la siguiente, joder… porque yo soy la siguiente!

—¡Acabáramos! —dice Ginés, dejándose caer de nuevo sobre el sillín. Acaban de superar el cambio de rasante. Una perspectiva descorazonadoramente parecida a la anterior se despliega ante su vista. Pero al menos hay un buen tramo de bajada suave, unos cuantos centenares de metros hasta que la carretera se vuelva a empinar de nuevo. Todos han dejado de pedalear, simultáneamente, mientras las bicicletas, como efecto de la bajada, empiezan parsimoniosamente a adquirir velocidad.

—No sabemos quién será el siguiente —dice María—, no sabemos, ni siquiera, si habrá un siguiente.

—Sí, sí que lo sabemos —dice Nieves—, lo sabemos, claro que lo sabemos; yo al menos lo sé… Le insulté, me… me burlé de él, una vez… no sé cómo… cómo no he ido yo antes que Maribel…

—¿Tú? —dice Amparo con incredulidad—, ¡pero si tú siempre fuiste… siempre le trataste muy bien! Le escuchabas, yo… yo no tenía tanta paciencia.

—Menos aquel día —dice Nieves.

»Fue al final… —añade, rompiendo el silencio de expectación que se ha creado—, una de las últimas veces, en uno de esos guateques que… que hacíamos en casa de Rafa…

Nieves se interrumpe, como si dudara o cogiera fuerzas para continuar. María aprovecha la pausa para introducir un irónico inciso:

—Me muero por saber la cosa tan terrible que ocurrió en un guateque…

—Estaba tumbado en el suelo, de cara al suelo —prosigue Nieves, obviando el comentario—, en aquella moqueta…

—¿Quién? ¿Quién estaba tumbado?

—Él. Estaba con Maribel, y con Rafa, porque había el altavoz y Rafa… no sé si había alguien más. Entonces Rafa y Maribel aún no salían, y yo… yo me fijé en que él… Andrés, estaba muy cerca de Maribel, casi pegado a ella… Llevaban un rato hablando, y cuando se levantaron… él tenía una erección…

—¡El Profeta… empalmado! —exclama Amparo, mirando un momento para atrás, hacia Nieves, mientras las bicicletas siguen avanzando.

—¡No seas bruta!

—Pero… ¿estabais desnudos? —pregunta María.

—No, hombre, no —dice Amparo—. Y tú… ¿estás segura? —añade, dirigiéndose a Nieves.

—Nadie se dio cuenta, porque había poca luz, pero… era evidente, y además él intentaba… disimular…

—Pero entonces… —dice Ginés— insinúas que Maribel…

—¡No, ella no! Ella hablaba con Rafa.

—¿Y ya está? —dice María—. ¿Eso es todo?

—Sí, ya ves qué tontería. Podía haberme callado… al fin y al cabo… pero, la verdad, me dio rabia, no lo pude evitar; me dio rabia por la hipocresía, porque él siempre iba de… de santurrón, y presumía… presumía de estar por encima…

—Pero mujer —dice Ginés—, eso a veces, en los hombres… no siempre es por…

—Ya, ya… —dice Amparo—. Piensa mal y acertarás, sobre todo tratándose de hombres.

—Pero ¿qué le dijiste —dice María— al tipo ése?, ¿qué…?

—¡Chist, callad! —dice Ginés—. ¿Qué es eso? ¿No oís?

Las voces cesan de golpe. Las cuatro bicicletas ruedan por su propio impulso, con sus ciclistas mudos, inmóviles, la mirada fija en la carretera pero sin verla, cerrada en sí misma, escudriñando el silencio con los oídos. No hay cigarras en el paisaje seco, con los árboles más cercanos a centenares de metros; se oye, en cambio, el vuelo de otros insectos menores, y el crepitar del piñón de las cuatro bicicletas. Pero hay algo más, otro componente de la calma que el oído no puede omitir, porque además va aumentando gradualmente, a medida que las bicicletas avanzan pendiente abajo: es como un lamento, un lamento inarmónico formado por una infinidad de voces, un grito inarticulado y grave, sonoro y vibrante, múltiple, como el que podría producir un fabuloso, un gigantesco instrumento de metal. Es un lamento, pero no parece humano, aunque tiene el inconfundible sello del dolor, y de la desesperación.

—¡Dios mío…! ¿Qué será eso?

—Pero… ¿Dónde… de dónde viene?

—¡No paréis! ¡No paréis!

—¡Pero es que… cada vez se oye más!

Es cierto que cada vez se oye con más intensidad, y cuanto más cercano más horrible resulta el quejumbroso bramido. Las bicis siguen rodando, pero se acercan al seno que forma el siguiente cambio de rasante, y cada vez van más despacio, con los ciclistas inmóviles, petrificados por el espanto, incapaces de decidir si sería mejor pararse de golpe, dar media vuelta, o acelerar para salir cuanto antes de la zona. Lo más terrible, lo más desconcertante es no saber de dónde sale, qué origen tiene el monstruoso quejido que lo llena todo y que suena cada vez más fuerte, cada vez más fuerte.

No se ve nada alrededor. La vista es amplia, hasta el horizonte, pero el paisaje está quieto, no da ninguna pista, no muestra nada que no sea lo que los ciclistas vienen contemplando desde hace kilómetros. Pero «aquello» suena cerca, tiene que estar cerca.

Las bicicletas están a punto de pararse. Ahora el clamor ha alcanzado una intensidad insoportable, no tanto por el volumen como por su horrible resonancia. Pero en cambio, por primera vez, suena un poco más localizado, a la izquierda de la carretera. Todos los ojos miran con pavor en esa dirección. Nada: campos y más campos, algún árbol, un edificio alargado, un silo, probablemente de cereal, quietud, inactividad.

Las bicicletas se paran. Los pies se apoyan en el suelo, por puro instinto; los corazones laten en el pecho con desmesurada violencia; las bocas permanecen abiertas, lo mismo que los ojos, agrandados por el pánico. Nieves está a punto de desmayarse, de gritar ella misma, sobreponiéndose al estruendo.

—¡La granja, es la granja —exclama de pronto María—, hay… hay animales, son los animales!

—¿Qué granja? ¿Dónde hay una granja?

—¡Allí, son vacas, seguro que son vacas… llevan días sin comer, nadie les ha dado de comer!

De pronto, todo parece adquirir un sentido. El edificio alargado tiene verdadero aspecto de granja, y los bramidos, aunque lo llenan todo, bien pueden proceder de allí. Probablemente, lo que contiene el silo que asoma tras el tejado es el pienso para los animales. Pero hace cuarenta horas que el motor que lo extrae no funciona, que nadie distribuye el pienso ni el agua por los pesebres.

El mugido de los animales parece haberse intensificado. Mirando hacia la granja, los ciclistas tienen que alzar la voz para hacerse oír entre ellos.

—¡Llevan casi dos días sin comer! —dice María.

—¡Ahora gritan más —berrea Amparo—, debe ser porque nos han oído!

—U olido…

—¡Pobres! —dice Nieves—, ¡pensarán que por fin llega el granjero!

—¡No sabía que las vacas hicieran este ruido! —grita Amparo—. Parecía… parecía algo…

—Yo sí que las había oído a veces —dice Nieves—, no tanto pero sí… no sé cómo no me he dado cuenta…

—El miedo, nena, el miedo —la interrumpe Amparo—, estábamos todos… ¡Oye, para ya!

El manillar de la bicicleta de Nieves, que ya le había rozado en algún momento, se apoya ahora, como una verdadera molestia, en la cadera de Amparo. Nieves estaba a la derecha de la carretera, al lado de Amparo, en el momento en que las bicis se pararon. Pero al mirar todos hacia la granja, ella quedó, por decirlo así, en la última fila que contemplaba el espectáculo.

Amparo se dispone a recriminar a Nieves, porque el manillar se le está clavando en el hueso, pero cuando se da la vuelta Nieves ya no está allí: tan sólo está su bicicleta, inclinada, todavía en pie precisamente porque se apoyaba en su trasero. Amparo da un grito. Ginés se da la vuelta y comprende al instante lo que ha ocurrido.

—¡Mierda! —dice con verdadera rabia, en el momento en que María se da la vuelta, y la bicicleta de Nieves cae al suelo, como resultado del empujón que le ha dado Amparo.

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