Fin

Fin


Hugo - Cova

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HUGO - COVA

El teléfono sonó una, dos, tres veces. «¿Alguien puede coger ese teléfono?», gritó Hugo desde algún rincón de la casa; pero el teléfono sonó otra vez, y luego se hizo el silencio, y después volvió a sonar de nuevo. Hugo entró en el despacho con pasos precipitados, farfullando una palabrota, y descolgó a la mitad de un nuevo timbrazo. «Sí, diga», dijo mientras el auricular viajaba todavía hacia su oreja, en un tono apremiante, descortés, mezclando en su irritación al anónimo llamador y a quien le había obligado, con su pasividad, o tal vez con su ausencia, a atender la llamada.

Pero a la agitación de ese primer momento le siguió un instante de total silencio, de expectante quietud. Durante unos segundos, Hugo permaneció mudo, con la mirada fija, con el ceño fruncido. «¿Cómo?… No… no sé…», pronunció por fin, dubitativo, con largas pausas entre palabra y palabra. «No sé… la verdad… así, de golpe…». Las palabras se arrastraban prudentes, desconfiadas, mientras su mano apretaba ávidamente el auricular. «Oye, ¿quién…?», empezó a decir con decisión, con un asomo de irritación; pero se interrumpió a mitad de la pregunta, y un segundo después estalló en un tono completamente distinto. «¡Claro, Nieves… ahora… claro, hombre, claro… si tienes la misma voz…! Perdona, tú, es que… ¿Cómo iba a imaginar que…? ¿Cuánto hace que no…? No, claro, por la calle sí, vives por allá arriba… eso… sí, te veo a veces… sí, con los dos niños… ¿Ves? Te tengo controlada…».

Hugo continúa hablando con frases entrecortadas, interrumpiéndose al ritmo de las réplicas que le dan desde el otro lado del teléfono. Se ha relajado; su entonación es amable, ligera, acaso algo banal; y mira alternativamente, distraídamente, un dibujo enmarcado que cuelga cerca de la ventana y el paisaje de árboles y tejados que se ve a través de ésta. En su boca ha ido naciendo una suave sonrisa, un tanto irónica, mientras que en sus ojos sigue chispeando un malicioso brillo de curiosidad.

«No, claro, hablar, hablar… a lo mejor más de… ¡¿quince?! ¡Caray, cómo pasa el tiempo! ¿Y a qué debo el honor de…?». Se produce un largo silencio. Hugo interrumpe el vaivén que había imprimido a su cuerpo y se queda inmóvil, mirando a la ventana, de espaldas a la puerta por la que ha entrado hace unos segundos. «Ya no me acordaba… —dice rompiendo por fin el silencio—. No, perdona: que sí, que claro que me acordaba. Me acuerdo muchas veces de eso; quiero decir que no recordaba la fecha exacta, no… no sabía que fuera ahora».

Hugo gira pausadamente; sus movimientos se han hecho más lentos y su mirada es más reflexiva, más atenta; ahora mira de nuevo el dibujo colgado en la pared, durante un largo período en el que ningún sonido sale de su boca. Pero sus ojos captan algo en el extremo de su campo de visión. Cova está en la puerta, asomando medio cuerpo, apoyada en el marco. Hugo la mira a los ojos durante unos segundos, con una mirada totalmente neutra e impersonal, aparentemente concentrado en lo que le dice el auricular. «Sí, sí, te oigo… —dice de pronto, y de nuevo se da la vuelta dando la espalda a Cova—. Que sí mujer, que claro… por supuesto, pero… no deja de ser una cosa de… de adolescentes, éramos… éramos muy jóvenes entonces…». Hugo niega con la cabeza, abre la boca para hablar, la cierra, sonríe con un breve resoplido, de nuevo intenta hablar, pero no habla sino que cierra los ojos, y por fin hace oír su voz.

«No, no, que sí, que puede tener su gracia… sí… sí… ¡Hombre! Puede, puede ser interesante… sí, sí, será… será… ¿Y tú crees que vendrán? Conseguir que tanta gente… el mismo día… ¿Ah, sí? ¿En sábado? Cae en sábado… Sí, sí, una suerte… Ya, ya, todos…».

Los silencios entre una frase y otra son ahora más prolongados, como si desde el otro lado de la línea telefónica estuviera llegando información de más sustancia, más densa que las protocolarias presentaciones de hace un momento. Hasta que se produce una pausa todavía más larga, y el rostro de Hugo se transforma; desaparece la media sonrisa, todas sus facciones se aflojan y distienden, y su mirada se vuelve hacia dentro, absorta, ocupada exclusivamente en lo que está escuchando. De pronto su boca emite un sonido no articulado, gutural, tal vez de asentimiento; entonces mira de nuevo hacia la puerta y ve que Cova ya no está allí; pero todavía permanece un rato más en silencio, arrugando el entrecejo, y finalmente habla en un tono diferente al de antes, más inseguro y vacilante: «Estás… estás loca, no… no vendrá…», y de nuevo permanece a la escucha durante un buen rato. Cuando vuelve a hablar, lo hace con una entonación resolutiva, como quien desea concluir ya la conversación.

«Bueno, bueno… sí, sí, en principio sí… déjame que hable con… no sé, tengo que consultar, que no haya por ahí algún… Eso, será mejor, te llamo… no, no, de verdad, te llamaré yo antes; es sólo asegurarme… vale, te llamo a este número, este mismo número… no… vale, el móvil… sí, dámelo… espera, espera, que lo apunto directamente en la memoria».

Hugo manipula su teléfono móvil al tiempo que sujeta el auricular con el hombro, deletrea unos cuantos números, teclea velozmente, y se despide con cuatro fórmulas convencionales mientras guarda el móvil en su bolsillo, mientras cuelga el auricular y se queda pensativo mirando el teléfono, fijamente, largamente, sin pestañear.

—¿Quién era ésa?

Cova ha aparecido de nuevo en la puerta. Es una mujer esbelta, delgada, viste unos tejanos y una camiseta, sencillos, pero con el corte inconfundible de la ropa de calidad. Su aspecto es elegante; aparentemente no va maquillada, pero el peinado revela un cuidadoso trabajo de peluquería. Se ha quedado en la puerta, esperando la respuesta de Hugo. Pero la respuesta es un resoplido y un gesto de fastidio, un masajearse la frente con una mano, como quien se enfrenta a una ardua y desagradable tarea.

—Bueno, es igual —dice Cova secamente, haciendo ademán de marcharse—, ya veo que te representa un gran…

—No, no, espera, por favor. También te incumbe a ti.

—Ah, ¡fantástico! Y como me «incumbe», vas a hacer el terrible esfuerzo de explicarme algo de…

—Por favor, no empecemos —le interrumpe Hugo, con un gesto de cansancio—, no hagamos una discusión de esto. Es que… es que hay que explicar muchas cosas, cosas que no tienen ningún interés y…

—Cada vez te cuesta más explicarme tus cosas…

—Ya, y en el grupo de «crecimiento personal», o en el último manual de autoayuda que has leído, dice que hay que comentar las experiencias del día con la pareja, ¿no?… Pues aplícate el cuento y empieza por sonreír un poco más ¿no dicen eso los libros de autoayuda… que hay que sonreír todo el día como un tonto, porque así te lo acabas creyendo?

—Tus ataques cada vez son más burdos.

—No son ataques, son defensas; intento defender mi…

—Sabes perfectamente que sólo fui un día al curso de crecimiento personal, para probar, para saber lo que era, y ya te dije que no me gustó…

—Ya, ¿y quién pagó la matrícula de todo el mes, eh, quién la pagó?

—Claro, ya salió el argumento definitivo, el dinero, el gran argumento de un hombre que anda por ahí presumiendo… que se le llena la boca diciendo que es cualquier cosa menos materialista.

Cova ya no está en el marco de la puerta; se ha ido acercando a Hugo a medida que subía el tono de la discusión. Él, por su parte, se sienta en la butaca que hay al lado del teléfono, afectando una hastiada indiferencia.

—Sería menos materialista —dice girando ligeramente la cabeza hacia donde está Cova, pero sin mirarla directamente— si alguien aportase otro sueldo, por pequeño que fuese, a la manutención de este hogar.

—Bien… empezamos con el lenguaje notarial. Ya sé lo que viene ahora; ahora toca lo de que no has podido ser actor por culpa mía, y después viene lo de presumir de que siempre has sido fiel… como si eso fuera algo de lo que se puede presumir.

Cova ha pronunciado la última frase dejándose llevar por la indignación, casi al borde del llanto. La reacción de Hugo es calmarse todavía más, o al menos aparentarlo.

—Estás haciendo una caricatura de mí. Yo también te podría hacer una buena caricatura, bastaría con describir a Eva Wilt, pero claro… por desgracia somos más complejos que todo eso.

—Sí, eso, vete por las ramas, escóndete detrás de tu lógica y tu… maldita serenidad. Sabes perfectamente que no has sido actor porque no tuviste valor para luchar por ello. Te dio miedo, miedo a fracasar, no a ser pobre, a la bohemia, como tú dices…

—Por favor, Cova, ya hemos hablado muchas veces de eso —dice Hugo, cambiando por vez primera de actitud, en un tono sombrío y amenazante.

—¿Te crees que nos habría faltado el dinero? Mi padre estaba dispuesto a ayudarnos y yo… yo había conseguido aquel…

—Sí —dice Hugo, levantándose bruscamente de su asiento—, aquel brillante futuro laboral detrás de un mostrador, por menos del salario mínimo. Perfecto para sostener un hogar.

Hugo se ha detenido un momento, encarándose directamente con Cova, para arrancar después con paso decidido en dirección a la puerta. Ella le sigue.

—Tú también habías empezado a ganar algo con lo de los anuncios…

—Lo de los anuncios era una mierda, en todos los sentidos… Si no te dan protagonistas no vale para nada…

—Otros han empezado así.

Cova ha seguido a Hugo hasta la sala de estar, un espacio amplio y diáfano, con mucha luz, que se prolonga en una cocina abierta y espaciosa, un tanto aséptica en su aristada limpieza. Hugo se para bruscamente en mitad de la sala y se encara con Cova, que casi ha tropezado con él como resultado de la inesperada maniobra.

—¡Basta, por favor! —dice Hugo, levantando la voz por vez primera—. No estoy dispuesto a empezar otra vez esta discusión. Lo haces… lo haces para fastidiar, para que no…

—¡No es verdad! —protesta Cova.

—¡Pues lo parece, joder, lo parece! ¡Parece que te esfuerces con verdaderas ganas, con todo tu arte, en fastidiarme, en recordarme día tras día lo que no hice, lo que tendría que haber hecho, lo que podría haber llegado a ser!

Por unos instantes se quedan los dos en silencio, frente a frente. Los ojos de Cova enrojecen, se humedecen; va a hablar y su boca tiembla; vuelve a intentarlo y finalmente habla con voz temblona, esforzándose por contener el llanto.

—Lo hago para ayudarte, porque… porque quiero que estés bien… Tú no estás bien, Hugo… no eres feliz, estás siempre de mal humor…

—¿Y quién es feliz? ¿Eh? Dime. ¿Quién es feliz a los cuarenta y cinco, sabiendo que… que te tienes que levantar cada día, ir a currar y…? No hay escapatoria. Esto es la vida, amiga mía, no el último cursillo de relajación.

—Se puede cambiar de vida.

—¿Ah, sí? ¿Cambiamos de vida? ¡Estupendo! ¿Estarías dispuesta? ¿Estarías dispuesta a renunciar a todo esto? ¿Por qué no? Vendemos la casa: se acabó la hipoteca, aún sacaríamos algo de dinero y todo, para pagar la fianza del pisito de alquiler que nos buscaríamos. Una pareja «progre» rodeada de pisos patera, ¡viva la multiculturalidad! Eso… o que ganes tú los tres mil euros que nos reventamos cada mes. ¿Lo querrías, eso?

—No hay por qué exagerar —replica Cova—. ¿Por qué tienes que ser siempre tan radical? No se trata de cambiarlo todo de golpe; ya sé que eso no se puede hacer…

—Ya me extrañaba a mí.

—¡No, escúchame tú ahora! No te escondas detrás del sarcasmo. Me refería, por ejemplo, a trabajar menos; haces más horas que un reloj, vas siempre agobiado. ¿De verdad es tan necesario que te estés…?

—Soy vendedor, nena: si no trabajo no vendo, es así de sencillo. No soy un empleado de banca que…

—Pues vende un poco menos… y tendrás un poco más de tiempo para ti, para hacer las cosas que de verdad te gustan.

Hugo mira hacia un lado, en dirección al mueble bar, y deja escapar un resoplido de fastidio, de impaciencia, como el escolar que escucha de mala gana una reprimenda.

—Mira —prosigue Cova—, si acabaras dos horas antes…

—¡¿Dos horas?!

—¡Escucha! Escúchame por una vez en tu vida. Si volvieras un poco antes, a lo mejor bastaba con una hora y media, podrías apuntarte al curso de teatro que van a hacer ahora, en La Casona; van a traer a un profesor ruso que se ve que es muy famoso, pero los que lo organizan son los de Entreacto; en cuanto te vean te propondrán que entres en el grupo, seguro, precisamente… lo que más necesitan son actores maduros, quiero decir, que no sean muy jóvenes; podrías volver a actuar…

—Ya, en un grupo de aficionados, un grupo de pueblo…

—Un pueblo de treinta mil habitantes, pero bueno… si prefieres llamarlo así, pues un pueblo. Es lo que hay. Tal vez ya es tarde para empezar la carrera hacia el Oscar, pero no para hacer las cosas que a uno le gustan. Tú eres un actor; los actores necesitáis actuar, necesitáis el público…

—Ya no sé si soy actor…

—Pues claro que lo eres, todo el mundo lo dice; basta con verte en cualquier sobremesa, cuando te animas un poco… No sé por qué malgastas tu talento de esa manera.

—¿Y entrar en Entreacto no es malgastarlo?

—¡Pues no, no, no señor! Es mostrarlo, mostrarlo para que lo vea mucha gente; no sólo tu mujer y cuatro amigos.

Hugo permanece en silencio durante unos segundos, irritado, molesto, pero también reflexivo. Cova lo aprovecha para insistir en lo que ha dicho antes.

—Seguro que estarías de mejor humor. A lo mejor… a lo mejor yo también me apuntaba al curso ese… bueno, si no quieres, no… —se apresura a añadir al ver el espontáneo gesto de alarma de Hugo—, pero no sería una mala idea; así tendríamos algo de qué hablar. Apetece mucho comentar con alguien cómo ha ido la clase, las cosas que han pasado… cuando haces un curso así, interesante, que te apasiona…

Cova ha ido perdiendo empuje a medida que acababa la frase. Cada vez más insegura, más vacilante, la emoción se le acumula en los ojos, en la garganta, amenazando con desbordar en cualquier momento. Con un hilo de voz, precipitadamente, acaba su razonamiento:

—A lo mejor… así estarías un poco más… cariñoso conmigo, y nos pareceríamos más a una verdadera…

—Eso: entonces «pareceríamos» una pareja de verdad —dice Hugo enfatizando las imaginarias comillas.

—¿Es que… es que no tienes piedad, ni… ni…? —replica Cova recuperando la voz a fuerza de rabia—. ¡Nunca, nunca me perdonarás lo que hice! ¡Eso es lo que pasa!

—¡Basta! ¡No puedo más! —grita Hugo repentinamente, tapándose los oídos con ambas manos; y en el mismo momento, con movimientos rápidos, automáticos, corre hacia el mueble bar, se sirve generosamente de una botella, y se lleva a los labios el vaso ancho, sólido, repleto hasta la mitad de un líquido de color ambarino.

Cova contempla por unos momentos a Hugo, atónita, negando con la cabeza, y al final se da la vuelta y se marcha precipitadamente, buscando la puerta del pasillo. Pero Hugo ha dejado el vaso encima de la mesa a toda prisa, derramando parte de su contenido, y atrapa a Cova en el momento en que ésta franqueaba el marco de la puerta.

—Espera… espera, por favor —dice, sujetándola por ambos brazos, con la cara hundida en su cabellera—. No, en serio, espera —insiste con los ojos cerrados, reteniéndola todavía—, no debería haberte… no… estoy un poco nervioso últimamente…

Cova se zafa del abrazo y se da la vuelta. Ahora parece más serena, más dueña de sí.

—¡Sí que ha hecho efecto rápido! —dice con ironía.

—¿Cómo quieres que haga efecto en un segundo? —protesta Hugo recuperando el vaso y echando un trago rápido y seco.

—Pues el aliento ya te olía a whisky… te has acercado mucho…

—En las distancias cortas —recita Hugo levantando una ceja, con voz afectadamente sensual— es donde un hombre… se la juega. Colonia de hombre Brumel.

Cova menea la cabeza desaprobando.

—Ya está —dice con resignación—, la transformación del hombre lobo… bueno, al revés. No sé cómo puedes pasar, a semejante velocidad, del cabreo a… Y, por supuesto, con el alcohol de por medio.

—¡Pero bueno! ¿Es que también te has apuntado al ejército de salvación? Venga, mujer… sabes perfectamente que no soy un alcohólico… va, ven aquí —dice palmeando a su lado, en el sofá en el que se ha dejado caer—, tengo que explicarte lo de la tipa esa que ha llamado. Tenemos que decidir si vamos o no.

—Eso… cualquier cosa menos encarar de verdad los problemas —dice Cova, acercándose a él pero sin tomar asiento—. ¿Y adonde se supone que tenemos que ir?

—¿Adónde va a ser? A una cena… ¿Qué pasa? ¿Adónde vas?

Cova se ha acercado hasta la cocina, y vuelve con un trapo en la mano, una gamuza limpia y doblada, aparentemente nueva.

—Ya limpiarás eso luego —protesta Hugo.

—No parecía que se tratara de una simple cena cuando hablabas por teléfono —dice Cova, limpiando la mesa y el fondo del vaso—. Parecía algo más… excepcional.

—¡Vaya! Parece que estabas al loro… —dice Hugo, recuperando su vaso—. Pues sí… la verdad es que es una cosa bastante excepcional, una cosa que viene de hace veinticinco años nada menos.

—¿Veinticinco?… Yo oí que decías quince…

—No, nada de quince, ¿cómo iba a decir…? ¡Ah, claro, ya sé! Quince eran los años que hacía que no hablaba con esa loca. Pero lo que quiere celebrar es un vigesimoquinto aniversario.

—Unas bodas de plata…

Cova ha viajado de nuevo a la cocina, ha lavado el trapo y lo ha puesto a secar, y ahora está de nuevo al lado de Hugo.

—No, no va por ahí la cosa —dice éste—, aunque la verdad es que están todos en la edad; en la edad de empezar a celebrar ese tipo de cosas.

—¿Quiénes son «todos»?

—Mis amigos, la pandilla esa con la que iba de jovencito. Ya te he hablado alguna vez de ellos, el grupo de Ginés y todos ésos… Ginés era mi mejor amigo.

—Sí, me has hablado, pero… en realidad, nunca me has contado nada.

—Porque no hay nada que contar, al menos nada que tenga interés. Ya te puedes imaginar: la típica pandilla de adolescentes de hace dos décadas; conciertos, borracheras, excursiones más o menos ilegales, más o menos sin permiso, algún piño con el coche… ni siquiera fumábamos porros, éramos todos bastante aburridos. Ah, y por supuesto los noviazgos de una semana, las chicas que iban pasando de unos a otros, el que siempre hacía de paño de lágrimas y el que no ligaba nunca y acababa llorando, y borracho, en los guateques…

—Oí que la llamabas Nieves… Nieves no me suena…

—¿Cómo que no? Seguro que te he hablado más de una vez de ella. Le llamábamos «la abominable mujer de las nieves»…

Cova estalla en una risotada espontánea y sincera, que se prolonga durante un buen rato, ante la visible satisfacción de Hugo.

—Y a otra que se emborrachaba bastante y se llamaba Irene… pues «Irene Papas». Es el nombre de una actriz griega; existe de verdad, o existía…

—¡Qué cabrones! —dice Cova, dejándose caer en el sofá, al lado de Hugo—. Seguro que eso os lo inventabais entre los chicos… porque ellas no os hacían caso.

Hugo da un generoso trago de su vaso, y después lo contempla unos segundos meditativamente, antes de contestar.

—Algo de eso hay. En realidad Nieves… ahora porque se ha engordado, y los años no perdonan… por cierto, tú la has visto. Me parece que nos hemos cruzado con ella alguna vez, y yo la he saludado…

—No ando por ahí fijándome en todas las personas a las que saludas.

—Bueno, da igual, el caso es que de jovencita era guapa, grandota, eso sí, una «buena moza» que habría dicho mi abuela. El mote de «la abominable mujer de las nieves» se lo puso Ibáñez; y seguramente tienes razón y se lo puso porque ella no quiso enrollarse con él. Nieves… siempre ha sido igual, buena tía, pero un poco prima, un poco ingenua; era muy cariñosa con todo el mundo, te escuchaba, y claro, alguno se pensaba que podía ir más allá… pero de eso nada.

—Seguro que tú eras uno de esos.

—Ese es un dato irrelevante para la investigación —se apresura a decir Hugo cambiando la voz, imitando, probablemente, a algún personaje concreto—. El caso es que Nieves se casó pronto, con un tío alto y guapo, muy serio, un dechado de perfección. Se ve que los de la panda no dábamos la talla para ella…

—O sea: que era ingenua pero no tonta.

—No cantes victoria tan pronto. Las cosas no le han ido muy bien; se separó, también pronto; bueno, con el tiempo suficiente para producir dos niños que ha tenido que criar ella sola, con trabajillos que le han ido saliendo aquí y allá, porque ella se había preparado para ser esposa y madre ejemplar, no cabeza de familia.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? ¿No decías que no te interesaba para nada toda aquella gente… que quedaste harto de…?

—Es que me lo dijo ella misma. La pandilla se acabó en el ochenta y cuatro; muerta para siempre; ella es la única que ha intentado que no se perdieran del todo los vínculos… Es la típica tía que te llama de pronto, cuando hace años que ni te acuerdas de ella, para explicarte que se ha divorciado, o que le ha salido un grano en el culo.

—¡No seas grosero!

—¡No, es verdad! Un día me llamó explicándome que estaba muy preocupada porque le había salido una especie de forúnculo… ahí, «en el culete», decía ella, algo muy chungo porque… los médicos temían que pudiese ser un tumor. Se ve que al final no fue nada…

—Pobre mujer, estaba angustiada, y buscaba apoyo y consuelo en los tipos egoístas a los que tantas veces ella había consolado.

—¡Eh, eh, un momento, que a mí nunca me consoló y a los otros que yo sepa tampoco! Es verdad que era cariñosa, y tenía la costumbre de acariciar y besar en la mejilla, pero de ahí a…

—Mira, dejemos el tema… ya veo lo que entiendes tú por consolar. Explícame qué le pasa ahora a esa pobre mujer, que llevamos media hora hablando y aún no has soltado prenda.

—Pues le pasa que ya tiene a los hijos criados, vamos, que ya salen solos de juerga, y le ha parecido que es el momento de recuperar viejas amistades. En fin, que se aburre y se dedica a llamar a pacíficos ciudadanos que no le han hecho nada para obsequiarles con proposiciones trasnochadas…

—No te hagas el duro, ¿eh, cariño?, que por lo que pude oír hace un momento, ya casi le diste el sí. No le ha costado mucho convencerte.

—Yo no le he dado ningún sí; precisamente quería hablarlo contigo, y si no nos interesa… pues le digo que teníamos algún compromiso terriblemente ineludible, y ya está. Pero escucha, escucha primero y juzga tú misma si la idea no es un poco trasnochada. Hace veinticinco años… fíjate bien, ¿eh?, veinticinco, o sea, que éramos unos críos de veinte años, hicimos una excursión al castillo de Peñahonda.

—¿Peñahonda?

—Sí, está en El Tiemblo, cerca del desfiladero de Los Hoscos. Hay casi ciento cincuenta kilómetros desde aquí. Fuimos en la furgo de Ibáñez, y Rafa también llevaba su coche; por aquel entonces eran los únicos que podían disponer de vehículo propio durante dos días seguidos. Era la típica excursión: llegar por la tarde, dormir en el refugio, y al día siguiente recorrer el desfiladero. El refugio es un edificio antiguo que hay al lado del castillo. Lo usaban de casa de colonias y esas cosas; había que pedir la llave y no hacer demasiados destrozos… de todas formas estaba siempre hecho una mierda. Bien, pues aquella noche sacamos los sacos de dormir a una especie de plaza embaldosada que hay, y nos tumbamos a mirar las estrellas. Era en pleno verano y no hacía nada de frío…

—Pues no es la mejor época para ver las estrellas.

—Ya lo sé, pero no te creas, aquello está lejos de cualquier pueblo, sólo hay una urbanización muy cutre en las proximidades, medio ilegal, a lo mejor ya ni existe. El caso es que al no haber luces por allí cerca se veía el cielo bastante bien, yo diría que muy bien; la verdad es que impresionaba.

—Vamos, que era muy romántico…

—Tan romántico que a alguien se le ocurrió proponer que volviéramos allí veinticinco años después, el mismo día, a la misma hora, aunque entonces ya no fuéramos amigos, aunque alguno estuviera viviendo en el otro lado del mundo, aunque estuviéramos casados, separados, con hijos… daba igual, el caso es que juramos solemnemente no faltar a la cita, al aniversario. Y además nos lo creíamos, entonces nos lo creíamos, estábamos convencidos de que nadie iba a traicionar el juramento.

—Y eso es lo que quiere hacer ahora la famosa Nieves: conseguir que cumpláis con la promesa.

—Exacto; eso es lo que quiere hacer. Primero ha investigado si podríamos disponer del refugio, y ahora está llamando a la gente. Todavía falta un mes. Dice que sólo lo organizará si vamos todos: todos los que estuvimos allí aquella noche.

—Y, por lo que se ve, también están invitados los acompañantes.

—¡Pues claro! No es tonta. Así tiene más posibilidades de éxito, de que todo el mundo le diga que sí. De todas formas… déjame pensar… con Ibáñez soltero y sin compromiso, Amparo y Nieves separadas, y una pareja interna…

—¿Interna?

—Sí, Rafa y Maribel acabaron juntos; se conocieron en el grupo; se casaron y tienen dos niños, bueno, un niño y una niña, la parejita, hasta en eso son modélicos. O sea, que ya van… cinco que no traerán a ningún extraño. Por lo tanto, sólo quedamos Ginés y yo… No sé en qué situación está ahora Ginés.

—¿No decías que era tu mejor amigo?

—Sí, pero le perdí la pista hace tiempo. Se fue a Madrid, le salió un empleo de lo que había estudiado. Supongo que ahora estará emparejado, aunque sólo sea por una cuestión de estadística… vamos, que el cupo de corazones solitarios ya está completo. De modo que sólo habrá, en el mejor de los casos, dos personas ajenas al grupo, dos mujeres…

—¿Y quién te dice a ti que el tal Ginés no pueda aparecer con un novio, en vez de una novia?

Hugo se queda unos segundos desconcertado, sin saber qué decir. Cuando reacciona lo hace con una de sus imitaciones.

—¡Eh, que te he dicho que era mi mejor amigo! —dice con expresión soez, con voz aguardentosa—. ¿Cómo quieres que sea maricón?

—Vale, contemos a Ginés y señora… No me salen las cuentas. Me falta Irene Papas.

—No —dice Hugo sonriendo—, Irene Papas, y su hermana, eran primas de Nieves. Venían a veces. Había un montón de gente que pululaba por la pandilla, pero el cogollito éramos los ocho…

—¿Ocho? Yo he contado siete: cuatro chicos y tres chicas, por cierto.

—Vaya, no se te escapa una —dice Hugo con una sombra de irritación—. Sí, en realidad… aún falta otro. Pero ése no vendrá. Vamos, no creo que venga: acabó con muy mal rollo, enfadado con todos.

—Algo le haríais.

—¡¿Cómo que «algo le haríais»?! ¡Y tú qué sabes! ¡Pues sólo faltaba eso! —dice Hugo levantándose bruscamente del asiento, paseando de un lado para otro como un león enjaulado—. Fue él quien se cargó la pandilla… el típico inadaptado incapaz de… siempre nos estropeaba todas las fiestas con sus malos rollos, y al final, porque un día le gastamos una bromita, no veas el número que nos montó. Y lo que es peor, consiguió que todo el mundo se enfadara con todo el mundo… Allí se acabó la pandilla. Ya no nos recuperamos de aquel guateque.

—¿Qué broma le gastasteis?

Hugo se acerca de nuevo a la mesita y recupera su vaso, ya casi vacío, antes de contestar.

—Nada… ¡Yo qué sé!… Ya no me acuerdo… imagínate si sería importante que ya ni me acuerdo.

—Seguro que era algo humillante… y relacionado con el sexo.

—¡Pero bueno! ¿A qué viene ahora eso? No tienes ni idea… no sabes nada de todo aquello, y ya te estás montando la película. Y el malo soy yo, por supuesto, ¿quién iba a ser si no?

—No dramatices. Lo decía en broma. Lo importante es que todos, buenos o malos, estabais allí aquella noche, mirando las estrellas…

—Sí, claro, entonces sí… fue nuestro mejor momento; hasta él, el tipo ese, se comportó como una persona normal… La verdad es que todos guardamos un buen recuerdo de aquella noche…

—Y Nieves le ha invitado también a él…

—Por supuesto. Su amor hacia todas las criaturas llega hasta ese extremo… Le va a llamar; se ve que tiene su teléfono… no sé cómo lo habrá conseguido porque… nunca supimos nada más de él…

—Habrá buscado el nombre en la guía.

—Eso suponiendo que viva aquí. Yo no lo he visto nunca por la calle…

—A lo mejor ella sí que lo continuó viendo.

—Es muy capaz… de todas formas da igual, ya te he dicho que no creo que venga…

—¿Y cómo se llama? No me has dicho cómo se llamaba.

—¡Joder, el tipo ése! —exclama Hugo parándose en seco—. ¡Es lo que me fastidia, que siempre se acaba… siempre se acababa hablando de él!

La reacción de Hugo ha sido desproporcionada. Desde el sofá en el que continúa sentada, Cova le mira unos instantes con asombro, con preocupación.

—Hugo… sólo te he preguntado cómo se llamaba.

—¿Quieres saber cómo se llamaba? ¿Eh? ¿Quieres saberlo?… Se llamaba «el Profeta», ¿vale?, el Profeta. Nadie le llamó nunca de otra manera… Sí, por supuesto tenía un nombre, Juan o José o algo así, y un apellido igual de vulgar, pero siempre le llamamos el Profeta, ¿y sabes por qué? Pues porque era un friki, un colgado que siempre iba a misa, y se las daba de santo, y se ponía a darnos lecciones el muy…

—Pues parece que tú te lo tomabas en serio…

—No parece nada, señora, no parece nada. Lo que parece es que no vamos a ir a esa maldita fiesta.

—Por favor, Hugo, no empecemos otra vez…

—¡Pues no te dediques a pincharme sistemáticamente! Parece que lo haces a propósito. No iremos a esa fiesta, y ya está. Se acabó la discusión.

—Bueno. Se hará lo que tú digas, como siempre…

Cova se levanta del sofá con una expresión tensa y reconcentrada. Parece que va a salir de la sala, pero de pronto se detiene y le dice a Hugo:

—Tendrás que llamar a esa mujer, a Nieves… Yo lo haría cuanto antes, ya me entiendes, no sea que empiece a hacerse ilusiones.

—Por supuesto que la llamaré —dice Hugo.

Hugo va hacia la librería, rebusca en un estante y al final saca un paquete, y de éste un cigarrillo que enciende con rápidos movimientos y empieza a consumir inmediatamente, con avidez. Recupera entonces su vaso de whisky y se va, con vaso y cigarrillo, hacia los anchos ventanales que se abren al fondo de la sala. Está de espaldas a Cova, con la cara a unos centímetros del cristal, enfrentado a la mañana luminosa del domingo. Afuera hay un paisaje de árboles podados y arquitectura repetitiva, de pequeños jardines, alargados, con la barbacoa en una esquina.

Meneando la cabeza con desaprobación, irritada, silenciosa, Cova se apresura a abrir todas las ventanas.

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