Fin

Fin


María - Ginés

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MARÍA - GINÉS

Los faros del coche iluminan alternativamente una masa de espesa vegetación, y después un tramo recto de asfalto, estrecho y lleno de socavones, y después otra vez la masa de arbusto y encinar que trepa por la cuneta, alargando sus ramas por encima de la calzada. Hace un buen rato que las curvas y las rectas, cada vez más breves, cada vez más precarias, se suceden monótona, interminablemente, como si no se fueran a acabar nunca.

—No recordaba que se tardara tanto en llegar —dice Ginés sin dejar de mirar fijamente la carretera—. También es verdad que siempre llegábamos de día… De noche se hace más pesado.

El coche es un vehículo de doble tracción, ancho y confortable, con la carrocería pintada de un negro severo y lustroso, empañado ahora por una fina capa de polvo. Es de noche; anocheció bruscamente cuando la carretera se internó en el bosque, bajo el túnel constante que forman las copas de los árboles. Desde el interior del coche, desde el asiento del pasajero, da la impresión de que la carretera no es más ancha que el propio vehículo.

—¿Y qué hacéis cuando viene un coche en sentido contrario? —dice María acercando la cara al cristal de su ventanilla, buscando inútilmente el asfalto—. Aquí no caben dos coches.

—Nunca viene nadie en sentido contrario —dice Ginés en tono intrascendente, sin mirar a su acompañante.

El coche es alto y aparatoso, pesado, con anchas ruedas que castigan el asfalto y levantan piedrecillas a su paso. Pero la potencia del motor, y el concurso de toda la tecnología imaginable, aíslan a los ocupantes de la cabina del calor sofocante que hace en el exterior, del polvo y la gravilla, de los baches y socavones del terreno, del rugido del motor y los terribles esfuerzos que realiza la mecánica para mover con vivacidad las dos toneladas que pesa el conjunto.

María se deja embaucar por el confort anestesiante que la rodea, por la suavidad con la que Ginés actúa sobre el volante, sobre la palanca de cambios, sin ningún esfuerzo, sin ningún ruido, como si también la seguridad estuviese garantizada por el lujo.

—Déjame ver otra vez esa foto —dice buscando la luz de cortesía que hay encima de su asiento—. Vamos a hacer un último repaso.

—Cógela tú misma. Está en la guantera… no, la de abajo —dice Ginés mirando fugazmente a su derecha—. Eso es… ahí.

Ginés corrige bruscamente la trayectoria, que se había desviado ligeramente durante su breve distracción. El bandazo llega blando y amortiguado, apenas perceptible. Ginés entrecierra los ojos y se acerca un poco más al parabrisas, huyendo del molesto reflejo de la luz que ha encendido María. María saca un disco compacto de la guantera. La foto está en la funda del disco, como si fuera la portada del CD.

—¡Es que… cada vez que la veo! —dice María—. ¡Vaya pintas! Parecéis el grupo de rechazados del casting de Fama.

—Eran los ochenta —dice Ginés sonriendo— supongo que en el 2030 nos reiremos del look que llevamos hoy.

—Lo de las chicas es casi peor… ¡Madre mía, qué peinado!

—Seguro que tú también llevaste ese peinado alguna vez.

—¿Yo? ¡Jamás! ¿De cuándo dices que es esta foto? ¿Del ochenta y tres?

—Sí, del ochenta y tres. Veinticinco años.

—Por aquella época yo aún llevaba pañales, como quien dice.

—Es verdad, ¡qué joven eres…!, o qué viejo soy yo.

—No te preocupes. Te aseguro que has ganado con la edad. ¿De dónde sacaste esa chaqueta?

—Causaba sensación. Era como la de Michael Jakson en Thriller.

María se queda unos momentos mirando con curiosidad a su acompañante, aprovechando que éste tiene que estar atento a la carretera para conducir. A pesar del sentido del humor, y del trato suave y el verbo fácil, en las palabras de Ginés gravita siempre una falta de entusiasmo, un deje de melancólica indiferencia.

—Lo dicho: estás mejor ahora —dice finalmente—. Vamos a repasar… Empezando por la izquierda: éste es Ibáñez, el que os llevaba en la furgoneta.

—¿Es el del pelo largo? —pregunta Ginés.

—Sí.

—Bien, primer acierto. Ibáñez con su furgoneta, el proletario del grupo; también era el más viejo, cuatro o cinco años más que el resto…

—A ver… —dice María mirando la última página del díptico que forma la funda del CD— Ibáñez… el número cuatro, le ha puesto a ¡Paco Ibáñez! La mala reputación

—Bueno… una especie de broma. Era escurridizo, o mejor ecléctico, en sus gustos musicales; pero es verdad que a veces salía con el discurso izquierdoso y comprometido, y que muchas veces citaba a los poetas…

—¿No decías que era el currante?

—Proletario. Proletario, que es muy distinto; compromiso, conciencia de clase, y la cultura como arma para salir de la alienación…

—Pero… todo eso es prehistórico.

—Ya lo era entonces. El pobre tipo llegó tarde a todas las revoluciones. A veces sacaba esa faceta para llamar la atención… ya te puedes imaginar el caso que le hacíamos. En realidad él venía por las chicas; supongo que estuvo enamorado de todas, cíclicamente… era… una personalidad esencialmente onanista… quiero decir que…

—Sé lo que es onanismo. Que le daba mucho…

—Bueno, me refería más genéricamente —le interrumpe Ginés—, como actitud vital. Todo intelectual es en cierto modo un onanista. Se ve que ha seguido leyendo, Ibáñez, y ahora va de eso, de intelectual, aunque por lo visto sigue haciendo reparto; lo único que ha cambiado es la furgoneta, que ahora es más grande…

—¡Vaya fauna! Al final vas a ser tú el más normal… Por cierto, ¿qué oías tú? —dice María, consultando de nuevo la contraportada—. A ver… Ginés… el siete, Pink Floyd, The Wall… hombre… no está mal, un clásico, aunque… ¿un poco peñazo, no, Pink Floyd? Con esos temas tan largos…

—Eso… son cosas de Nieves; no sé ni cómo se acuerda de lo que cada uno… A mí no es que me entusiasmase Pink Floyd, pero vi la película en su día y me gustó mucho…

—¿Qué película?

—Pues El muro, The Wall… ¿No te suena?

—Pues la verdad es que no. Recuerda que yo soy del neolítico.

—Es curioso… uno tiende a pensar que… ¡Cuidado!

El coche ha dado un salto, más brusco y pronunciado que cualquiera de los baches que hasta ahora venía salvando. Al mismo tiempo, una nube de polvo empaña ligeramente la visibilidad, mientras que los neumáticos transmiten ahora un sonido diferente, como un constante crepitar. Pero el coche no se ha parado.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado? —dice María alarmada, crispando las manos sobre el salpicadero.

—No, no ha sido nada —dice Ginés recuperando la calma—, es que se ha acabado el asfalto. Me ha asustado… pensé que se acababa la carretera, así, de golpe.

—Ve más despacio.

—Soy tonto; tendría que haber pensado que no estaría asfaltado hasta el final. Antes, cuando veníamos aquí, era todo pista de tierra; la carretera sólo llegaba hasta el puente, allá abajo, en el río ése que hemos pasado.

—Pues tampoco se lucieron mucho asfaltando… Estaba lleno de socavones; casi es mejor esto —dice María mirando la cinta de tierra que se extiende ante el coche, muy blanca a la luz de los faros, rodeada de una vegetación espesa que también blanquea de polvo o de luz.

—Se ve que nadie se ha preocupado de renovarlo… Todo esto parece muy abandonado. Por cierto, había una urbanización por aquí, en la falda de la montaña, y alguna casa quedaba al lado mismo de la pista; pero no he visto…

—Hemos pasado junto a una casa, hace un rato, una especie de chalet. Pero estaba cerrada, no había luces.

—A saber si la han clausurado. En aquella época se hicieron muchas urbanizaciones medio ilegales, sin contar con los permisos ni nada.

—Oye, ¿podemos seguir con el repaso? —dice María volviendo al CD—. Todavía nos faltan siete… bueno… seis sin contarte a ti. Al lado de Ibáñez hay otro tipo… No me dijiste quien era éste.

Ginés mira fugazmente a María, al CD que tiene entre las manos, antes de contestar.

—Oye… María… ¿de verdad crees que hace falta…? Nadie va a ponerte en un aprieto. Se supone que eres mi novia; sólo tienes que estar ahí y ya está. Aunque fueras mi mujer desde hace años tampoco tendrías por qué saber, necesariamente, todo lo referente a mis amigos de juventud.

María enmudece durante unos segundos. Aparentemente mira la carretera, la pista forestal que ha empeorado y aparece ahora llena de baches y piedras enterradas, de zanjas que cruzan de pronto la pista de un lado a otro, obligando al coche a reducir la velocidad hasta casi detenerse para salvarlas.

—Has contratado a una profesional —dice por fin María—. Que yo sepa soy la más cara, pero también la mejor. Conozco el protocolo y las normas de cortesía de la cultura occidental, y algo de la japonesa; podría ir a una cena diplomática sin desentonar; soy capaz de mantener una conversación con hombres o con mujeres de nivel cultural medio alto; conozco la actualidad, me documento diariamente, especialmente en temas de economía… comprenderás que tus amigos no representan un reto especialmente difícil para mí. Pero es una cuestión de profesionalidad. Mi trabajo consiste en hacerte quedar bien, eso es lo que pagas con tu dinero, y muy generosamente, por cierto. Si tus amigos fuesen banqueros les hablaría de sus beneficios anuales y de sus cotizaciones en bolsa; como no son banqueros sino amigos de la adolescencia, les encantará saber que no les has olvidado, que les recuerdas con nostalgia, que incluso a tu novia, a tu última novia, le hablas a menudo de ellos y le explicas las batallitas de cuando estabais juntos.

—Bien… me encanta que seas tan… que te lo curres tanto, de verdad. No… no quería ofenderte.

—No me has ofendido en absoluto. Por cierto: el contrato te da derecho a follarme; no soy tan ingenua como para intentar prescindir de esa cláusula, pero la cosa tiene ciertas limitaciones… exijo unos mínimos de comodidad e higiene, lo digo porque al parecer la cosa va de refugio mugriento y sacos de dormir. Ya sé lo que es eso: literas oxidadas y colchones de gomaespuma sin funda. Ah, y por supuesto, la actividad sexual se limitará a la estricta intimidad de pareja; nada de exhibiciones ni orgías en grupo.

—No tienes que preocuparte —dice Ginés con expresión de desagrado—. No va a haber nada de eso, no… mis amigos no eran gente… no eran personas sexualmente liberadas; ninguno de ellos. Y yo tampoco, así que… sigamos, sigamos repasando esa foto si tú quieres.

—Bien. Al lado de Ibáñez. Hay una chica.

—¿No me has dicho que…?

—¿A qué te refieres? —pregunta María—. ¿Qué es lo que te he dicho?

—Que había un chico…

—Sí, el chico está a su izquierda, pero ella va antes: está de pie, entre los dos.

—Ah, vale —dice Ginés—. Esa… no me acuerdo ahora, sólo he visto la foto dos o tres veces.

—Pues yo tampoco me acuerdo. Ya se me confunden los nombres. Nieves… Encarna…

—No, no hay ninguna Encarna, y Nieves está a la derecha de la foto, eso sí que lo recuerdo. A ver, trae, enséñamela un momento.

—¿Estás loco? Para el coche si quieres que…

—¡Va, mujer! Un segundo y te lo digo.

María mira a la carretera, después a Ginés, lanza un suspiro de resignación y pone la foto ante la cara de Ginés, a la altura de la boca, con la esperanza de que el camino siga visible por encima de la foto. Ginés mira la imagen fijamente. Apenas transcurren unos segundos, pero a María debe de parecerle una eternidad, porque aparta la foto antes de que Ginés le haya dicho nada.

—Pero… ¡dame tiempo, mujer! —protesta éste—. ¡Trae para acá!

Ginés le ha arrebatado a María el CD de un rápido manotazo. Sin dar tiempo a una nueva protesta, mira un instante la carretera, después se pone la foto delante de la vista, pero muy alejada, tocando casi el parabrisas, después vuelve a mirar la carretera, y a continuación de nuevo vuelve a mirar la foto…

—Es Amparo —dice finalmente, devolviéndole a María el objeto de la discordia.

—¡Es verdad, Amparo! Me lo habías dicho: la de la diadema, bueno… la cinta ésa en el pelo.

—A ver… ¿qué podemos decir de Amparo? —dice Ginés apartando una mano del volante para masajearse la cara—. Yo, en realidad, no sé nada de toda esta gente; quiero decir que no los he vuelto a ver desde entonces: lo poco que sé me lo ha explicado Nieves estos días. Ella sí que les ha seguido la pista…

—Nieves es la organizadora.

—Sí, la que ha montado todo este follón. Nieves… pero tú querrás saber algo acerca de Amparo.

—Pues sí, Amparo, la chica a la que le gustaba… —María consulta una vez más la lista de temas musicales—. ¿Gazabo?… Gazebo… «I like Chopin». Pues me parece muy bien. En mi vida lo había oído.

—Una cosa melódica, uno de tantos temas que suenan en todas partes durante unos meses y después se olvidan. No era malo del todo, denota cierto buen gusto… y una escasa cultura musical. No creo que Amparo oyera en su vida a Chopin, al de verdad… Amparo… Amparo era menuda y muy habladora, con una voz bastante… chillona. Era descarada, le cantaba las verdades al lucero del alba. Un día le montó una buena a un tipo de un chiringuito… la verdad es que nos quería estafar, aquel tipo; ella fue la única que se atrevió a protestar. Y éramos muy jóvenes entonces. Es curioso… ahora que lo explico… me doy cuenta de que su actitud, en realidad era reivindicativa… comprometida. Pero entonces no nos la tomábamos en serio, al menos los chicos no.

—¿Era guapa?

—Hombre… guapa… normal, aunque… tenía… tenía algo en la voz, como de ave rapaz, que a mí me resultaba desagradable… Por cierto, ahora me acuerdo; es curioso la de cosas…

—La de cosas… —repite María incitando a continuar a Ginés, que se ha quedado unos instantes pensativo.

—Sí —dice éste—, la de recuerdos que vuelven a la memoria cuando… cuando pone uno la máquina a trabajar. Un día las chicas se bañaron desnudas en el río, en una excursión; entraron en ropa interior y acabaron sin nada, o al menos en topless. Nosotros, los chicos, estábamos preparando el fuego, pero enseguida nos dimos cuenta de que había movida, porque las tías se reían mucho y… el caso es que a Hugo se le ocurrió la gracia de robarles la ropa y escondérsela; pero le pillaron cuando salía corriendo, abrazando un lío de camisetas y pantalones. Entonces él empezó a burlarse y a enseñarles la ropa como diciendo «venid a buscarla si tenéis narices». Pues bien, Amparo salió del agua lentamente, muy seria ella, muy digna, llegó hasta donde estaba Hugo con la boca abierta, más asustado que sorprendido, y le quitó la ropa sin encontrar la menor oposición… La verdad es que nos quedamos todos muy cortados. Imagínate cómo éramos, que después hubo discusiones acerca de si llevaba o no llevaba bragas; y unos decían que no, y otros que sí, pero mojadas. En fin… que no nos habíamos atrevido ni a mirar.

—¡Qué bueno! Ya me cae bien la tal Amparo.

—No te creas. Quiero decir que entre la pandilla, ese gesto sólo sirvió para aumentar su fama de excéntrica, o incluso algo peor… ya sabes… la mentalidad ésa de decir: «Amparo está loca, no hay que tomársela en serio».

—¡Vaya fauna! —dice María, y a continuación se queda unos instantes en silencio, como reflexionando acerca de todo lo que ha oído.

Ginés también guarda silencio; por unos instantes parece que la conversación ha concluido. Mientras tanto el camino ha ido perdiendo la pronunciada pendiente que tenía en el último tramo. El firme no está en mejor estado —Ginés sigue conduciendo muy despacio, intentando sortear o al menos minimizar el efecto de los abundantes baches que tiene el camino—, pero ahora la pista transcurre en terreno llano, y la vegetación ha empezado a ralear, desapareciendo, a trechos, en uno y otro lado.

—Me parece que ya estamos llegando —dice Ginés.

María se acerca al parabrisas para mirar hacia el cielo a través del cristal.

—Pues no sé si vais a poder ver las estrellas. Debe de estar nublado, porque… el cielo está negro como la tinta.

—Era una posibilidad que hemos asumido… de hecho, las previsiones anuncian intervalos de nubes.

María mira de nuevo la portada del CD, en la que un grupo de adolescentes mira a la cámara en un entorno vagamente campestre.

—Ahora le toca al tipo que está al lado… de éste no me has dicho nada.

—Ése dejémoslo para el final.

—¿Por qué? —dice María, poniéndose inmediatamente en alerta—. ¿Qué pasa con ese tipo?

—Bueno… —dice Ginés con un resoplido de resignación—, ya veo que no hay escapatoria. Es que… ésa es una historia muy triste…

Ginés enmudece repentinamente; algo ha llamado su atención. Cuando María se da cuenta de que es el retrovisor lo que Ginés está mirando con insistencia, se da la vuelta, mira hacia atrás, y distingue en la lejanía dos luces gemelas: los faros de otro coche que sigue la misma ruta que ellos, deslumbrando o perdiendo intensidad a merced de las irregularidades del terreno.

—Tiene que ser alguno de ellos —dice Ginés—. No creo que venga nadie más a este sitio, y a semejante hora.

—No escurras el bulto.

—No, no lo escurro… En fin, tarde o temprano… con todos ahí reunidos… el asunto saldrá a relucir. Lo mejor será que lo sepas cuanto antes…

Ginés cambia de marcha y acelera con decisión. La pista discurre ahora en llano, con pocos baches, y el coche mantiene una velocidad que hacía rato que no alcanzaba.

—Cuanto más misterio le eches, peor —dice María.

—Es que… no es fácil hablar de algo de lo que te arrepientes, de lo que te arrepientes mucho… de algo que… tal vez sea la cosa más estúpida y vergonzosa que has hecho en tu vida. Supongo que todo esto… contártelo a ti, venir aquí, a esta absurda fiesta, es en cierto modo una expiación…

Ginés hace una pausa que se prolonga, tensa, durante unos segundos, pero María no se atreve a decir nada, o tal vez está demasiado absorta en sus propias reflexiones, en el inesperado giro que ha tomado la conversación.

—Le gastamos una broma a ese chico —dice Ginés reanudando su discurso—, una broma cruel y… despiadada. Son cosas que se hacen cuando eres muy joven. Ahora, hoy en día, no tendría cara para autodisculparme, para eludir mi responsabilidad depositándola en el grupo, pero entonces…

Ginés enmudece súbitamente, y ahora acerca la cara al parabrisas mirando hacia fuera, a la pista, con desmesurada intensidad. María mira también hacia delante, buscando lo que ha llamado la atención de Ginés, y ve una especie de sombra gris en el límite del haz de luz de los faros, algo vagamente esférico que se desplaza hacia ellos, como una zarza rodando empujada por el viento. Todo transcurre en muy poco tiempo, apenas dos o tres segundos. El objeto no es una zarza, es algo grande, un animal que se detiene un momento, y después corre sesgadamente hacia ellos, buscando la cuneta, cruzando el camino en una amplia diagonal. Ginés no frena, no reduce la velocidad, sólo es capaz de mirar hacia delante atónito, petrificado por la sorpresa, por la curiosidad. Parece que no, que el animal, la enorme masa gris, parda, no va a chocar, que se apartará a tiempo de la trayectoria… De pronto se esfuma, desaparece de la vista, y en el mismo instante un impacto sordo, brutal, remueve y hace temblar toda la carrocería, frena fugazmente el vehículo, lo desvía de su trayectoria, y entonces sí, entonces Ginés reacciona y batalla unos instantes con la dirección, con el coche vertiginosamente inclinado hacia el lado de María, rodando ruidosamente por la cuneta, hasta que consigue devolverlo de nuevo al centro de la pista, y frena y se recuesta de nuevo en el respaldo, sujetando todavía el volante, exhalando un suspiro de alivio y de cansancio.

—¡¿Qué… qué era eso?!

—Un jabalí —dice Ginés—, me parece que era un jabalí.

—¡Pero si… ha movido todo el coche, casi nos hace volcar!

—Por aquí hay muchos… están proliferando últimamente, llegan a ser…

—El coche —dice María mirando hacia atrás—, el coche que venía detrás… se ha parado…

—Bien —dice Ginés resoplando todavía—, ahora sabremos quiénes son… y de paso evaluamos daños… aún se habrá cargado algo esa bestia.

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