Fin

Fin


Hugo - Ginés

Página 7 de 23

HUGO - GINÉS

Hugo ha salido a fumar a la plaza embaldosada que hay delante del refugio. La plaza está a oscuras; sólo en el interior del edificio hay luz: una luz que brota velada y difusa por la puerta abierta, mezclada con los acordes de la música y el murmullo confuso de las conversaciones. El cielo sigue encapotado, sin una luz, sin un brillo; pero la sensación de bochorno se ha mitigado, y una brisa tibia circula de vez en cuando. Es una brisa tan tenue, que sólo la piel del rostro es capaz de percibir su templada caricia. Hugo se ha dirigido a la esquina más apartada y oscura de la plaza. Por allí pasa el sendero que baja hacia el río, separado tan sólo por un muro bajo a modo de pretil.

Con el cigarrillo en la boca, Hugo saca el teléfono móvil y empieza a moverlo de un lado a otro, sin dejar de mirar la diminuta pantalla. En ese momento Ginés también sale a la plaza; avanza unos pasos, apartándose del cuadrado de luz que proyecta la puerta, escudriñando la oscuridad en derredor. Al final detecta el puntito ígneo, rojizo, del cigarro de Hugo, y un poco más abajo el otro más grande y frío, y movible, de la pantalla del móvil. Ginés sabe que se trata de Hugo, pero todavía no lo distingue con claridad. En cambio Hugo, que no lo esperaba, le ha identificado enseguida, porque ya lleva un rato en el exterior y sus ojos se han habituado a la oscuridad.

—Rafa dice que aquí, en esta esquina, ha pillado cobertura —dice Hugo con la naturalidad de quien prosigue una conversación—, pero yo llevo un rato probando… y nada.

—¿En qué compañía está?

—En Vodafón, como yo… pero bueno… ya sabes cómo es Rafa…

—Sé cómo era Rafa —dice Ginés—. Pero la gente cambia, a veces.

—Ibáñez dice que no —dice Hugo devolviendo el teléfono a su bolsillo—, dice que nuestra personalidad se forma cuando somos niños, y ya no cambia nunca. Se lo estaba explicando ahora a Cova, y a tu novia… ¡Anda que es tonto, también! Con las dos más guapas. Se ha ido acercando; al principio estaba hablando con Nieves, y ahora ya está pegándoles la paliza a ellas dos.

—El buitre leonado ataca de nuevo.

—El lirón careto, más bien —puntualiza Hugo, sonriendo en la oscuridad—. Se ha empezado a enrollar… Yo me he ido; ahora ya no tengo paciencia… ¿A ti no te pasa? Yo… vaya a donde vaya, tengo la impresión de que ya no hay ninguna conversación que me interese.

—Yo más bien tengo la impresión de que me interesan todas, por igual. No se a qué carta quedarme. En realidad… viene a ser lo mismo.

—¡Hombre! ¿Tú también fumas? —dice Hugo, que ha observado con creciente satisfacción cómo Ginés sacaba un cigarrillo y lo encendía.

—Siempre he fumado.

—Quiero decir que sigues fumando. Tú eres de los míos; aguantando impertérrito ante la persecución…

—La verdad es que me encantaría dejarlo. Lo he intentado varias veces, pero no soy capaz; no tengo fuerza de voluntad.

—Sí, claro… —dice Hugo, un tanto confuso—, de hecho… yo también lo he intentado dejar alguna vez.

Se produce un breve silencio. Ginés aspira con delectación y lanza el humo mirando hacia arriba, hacia el cielo apagado, de un negro mate.

—Me refiero a toda esa hipocresía —dice Hugo a destiempo—, esa actitud farisea de demonizar al que fuma, como si fuera un peligro para la sociedad, y en cambio… en cambio…

—Sí, eso es verdad —dice Ginés volviéndose bruscamente y mirando hacia la puerta del refugio—. Oye… ¿por qué hemos venido aquí?

—¿Qué quieres decir?

—Sí, esta cena, este encuentro… yo creo que a nadie le apetecía realmente venir aquí.

—Yo no quería venir —dice Hugo mientras apaga con el pie la colilla que acaba de tirar—. Cuando me llamó Nieves, la primera vez, le di largas; quedé en llamarla para darle una respuesta… yo en realidad iba con la intención de inventarme alguna excusa, pero a Cova le entusiasmó la idea y…

—Yo le dije que sí desde el primer momento —le interrumpe Ginés en tono reflexivo, como si no prestara atención a lo que le está diciendo su amigo—. No sé por qué le dije que sí. Si lo piensas bien es una idea absurda, venir aquí…

—¿Y la cena, tío? ¿Qué me dices de la cena? —dice Hugo animándose súbitamente—. Vale que lo ha hecho con toda la buena intención, y con todo el cariño, ya sabemos cómo es Nieves, pero…

Hugo duda un momento y busca la cara de Ginés en la penumbra, pero Ginés se refugia tras una enigmática nube de humo.

—Que sí, que es un poco cutre —prosigue Hugo—. Yo cuando veo los vasos de plástico y esos embutidos cortaditos todos iguales, pegados, ese jamón de York… ¡y traer una sola tortilla! No ha durado ni un minuto…

—Lo ha puesto todo ella —dice Ginés—, no quiere ni oír hablar de que le paguemos nada.

—Pues yo prefiero gastarme cincuenta euros y cenar en condiciones. Mira… en Somontano hay un sitio donde se come bastante bien; podríamos habernos encontrado allí; cenábamos todos juntos, estupendamente, y luego ya vendríamos aquí a hacer el calimocho, como en los viejos tiempos.

—No todo el mundo puede gastarse alegremente cincuenta euros en una cena. Seguramente a Nieves le ha costado mucho menos todo lo que ha traído.

—¿He dicho cincuenta? Quería decir veinticinco. Es que yo siempre cuento por duplicado… consecuencias de tener una mujer que no trabaja.

—Tu mujer… me ha parecido una persona… de una gran sensibilidad.

—Ah, sí; sensible sí que lo es, y cultivada; cultiva el cuerpo y el espíritu, las veinticuatro horas del día… tampoco tiene otra cosa que hacer.

—Tengo entendido que lleva… vamos, que se encarga de las tareas domésticas.

—Oye, ¿y tú cómo…?

—Hemos estado hablando con ella, María y yo. Le hemos preguntado por su trabajo y…

—¡Venga, hombre! No me digas que eso es trabajar…

—No sé, yo no lo he hecho nunca, no puedo juzgar por mi propia experiencia. Pero te puedo asegurar que hay gente por ahí que cobra un buen sueldo y trabaja bastante menos que un ama de casa…

—¿No lo dirás por mí? —dice Hugo poniéndose a la defensiva—. A mí me cuesta mis buenos esfuerzos ganarme la vida. No es agradable levantarse a las siete de la mañana, hacer cada día trescientos kilómetros y tener que aguantar a clientes estúpidos que…

—Hugo… en absoluto estaba pensando en ti. No dudo que tu trabajo sea duro. Yo sólo sugería que llevar un hogar seguramente ocupa mucho tiempo, y no debe de ser demasiado estimulante… por lo pronto, mucha vida social no creo que se haga mientras se friega el suelo y…

—Bueno… no te preocupes por Cova, de verdad. Ya se busca ella la «vida social» por su cuenta. Se apunta a todos los cursillos, seminarios o talleres que hay en el mundo… es un peligro que caiga un tríptico en sus manos.

Ginés sonríe espontáneamente, discretamente, ante el último comentario de Hugo.

—No es mi intención discutir —dice en tono afable—, cada cual sabe lo que hace con su vida. De todas formas… tú ibas a ser actor. No me digas que rodar una escena de cama con… yo qué sé, con Mónica Bellucci, es algo muy desagradable.

—Depende de los michelines —dice Hugo sonriendo—, de los tuyos, quiero decir… la cámara es muy despiadada. No, ahora en serio… eso es otra cosa, es diferente: si sabes hacer algo… algo muy difícil, excepcional, que no puede hacer cualquiera, algo que nadie sabe hacer mejor que tú… entonces es lógico que se valore mucho ese trabajo, y que tengas ciertos privilegios… Los artistas son otra cosa.

—A lo mejor Cova también querría ser artista.

—¿Cova…? —dice Hugo con incredulidad—. No, ella no… Oye, ¿y a qué viene todo este interrogatorio? No haces más que preguntarme, y tú en cambio no sueltas prenda… ¿Qué haces tú? ¿En qué trabajas? Parece ser que no te han ido mal las cosas…

—¿A mí? ¿Por qué lo dices?

—Hombre… un Cayenne no se paga con el salario base.

—Ah… el coche…

—Rafa ya se ha encargado de hacerte propaganda… de eso y de la «base del cráneo» del pobre jabalí, lo ha dicho como cincuenta veces.

—¿No habéis pensado que el coche podría ser de alquiler?

—¡Venga, hombre! Yo conozco el sector. Ninguna empresa alquila ese modelo.

—Todo se puede alquilar.

—Sí, para el que tiene dinero. Va, en serio, ¿en qué trabajas?

—¿Yo?… Nada… negocios…

—Pero ¡bueno! —dice Hugo sonriendo, más incrédulo que enojado—, ¿a qué viene tanto misterio con tu amigo…? Al final voy a pensar que…

—Negocios inmobiliarios.

—Vale, vale, ya está. Eso lo explica todo. No tienes que decirme nada más.

Los dos hombres permanecen un rato en silencio. Hugo se ha quedado pensativo, y Ginés se apoya en el muro y mira hacia el camino, hacia la montaña, como si realmente distinguiera algo en la negrura de la noche. De pronto tira el cigarrillo con cierta brusquedad. La colilla, muy corta, cae lejos, en el pavimento, y se apaga enseguida.

—Aún va a llover —dice Ginés—, si este aire fuese más frío, diría que va a llover.

Hugo sale de su ensimismamiento y alza la vista, aspirando el aire limpio y boscoso. En el poco tiempo que lleva fuera ha refrescado ligeramente, y la brisa es algo más intensa.

—¡Vaya putada lo del tiempo! Sobre todo para Nieves… después de haberlo montado todo…

—La noche es larga —dice Ginés sin dejar de mirar hacia delante—. Todavía se puede despejar.

—Ya, cuando estemos todos durmiendo. ¿Te crees que ahora aguantaremos despiertos, como antes? Antes era distinto: se aguanta todo lo que hace falta, horas y horas, si sabes que al final podrás tocar una teta.

—¿Tú tocaste alguna vez alguna teta, con las chicas?

—No, claro, con las chicas no: en todo caso con Irene y las otras… Me refería a que eso estaba en el ambiente, vamos, que flotaba en el aire; mira Rafa: al final pilló.

—Ya, pero… no se enrollaron de verdad hasta que no se acabó todo. Dentro del cogollito era muy difícil, yo diría que imposible.

—¡Hombre! Con el Profeta vigilando que no hubiera tocamientos impuros…

—No exageres; él nunca dijo eso…

—¿Ah, no? ¿No iba de santurrón y de… de perdonavidas, diciéndonos lo que estaba bien y lo que estaba mal? ¡Venga hombre! ¡Era ridículo!

—Por supuesto que lo era, en un joven y en esos tiempos, pero… no… Él… él lo hacía en realidad como una pose; no era capaz de mostrar su verdadera personalidad, de mostrarse tal cual, tenía algún problema y… adoptaba esa máscara como una forma de… era su manera de ser alguien, de tener una personalidad dentro del grupo.

—¡Joder, vaya análisis psicológico! —dice Hugo sacando un nuevo cigarrillo, y encendiéndolo, todo ello con movimientos rápidos, automáticos—. Es tan complicado que ni tú mismo te aclaras.

—Sí, es verdad que aún tengo muchas dudas…

—Venga, tío, no me fastidies. Tú eres una persona normal, has triunfado en la vida… Sí, ya sé que es una frase muy tópica pero ¡joder, es verdad! Las cosas te han ido bien, ganas dinero, tienes una novia que está buenísima… no sé por qué tienes que ponerte ahora a defender a un tarado que… que…

—Yo sólo intentaba ver las cosas desde otro punto de vista.

Hugo da una calada nerviosa, prolongada, antes de contestar.

—Mira, yo sólo sé que ese tío tuvo una oportunidad —dice humeando por nariz y boca—, le dimos una oportunidad, durante años. Estaba en una pandilla, un grupo de gente normal, chicos y chicas… y no lo supo aprovechar, no fue capaz de convertirse en una persona normal…

—Y con la broma sangrante que le hicimos al final, menos aún…

—¿Broma sangrante? ¡Pero si lo estaba pidiendo a gritos! ¿Tú sabes… sabías que una vez estuvo metiéndole mano a Maribel…? Bueno, intentándolo, en la furgo de Ibáñez, precisamente volviendo de aquí, una de las veces…

—No sabía nada de eso.

—Pues ahora ya lo sabes… tuvo suerte de que Maribel no quiso avergonzarlo, ahí, delante de todos.

Ginés permanece un momento en silencio, observado atentamente por Hugo, que al final le dice:

—Lo decidimos entre todos, Ginés, ¿no te acuerdas? Si se lo hubiera tomado por el lado bueno, a lo mejor hasta se volvía normal y todo. Es lo que necesitaba: un buen polvo que le quitase la tontería de una vez.

—¿Cómo puedes decir eso? Tú… tú eres una persona, eras… eres un artista, tienes una sensibilidad… ¿Te parece una buena forma de iniciarse, lo que le hicimos…?

—¡Joder, hablas como él! ¡Pues claro que me parece una buena forma! Al menos era una forma muy cara. A ti también te parecía bien cuando lo hicimos.

—Es igual, déjalo… Está claro que vemos el asunto de forma diferente. Volvamos a la fiesta —dice Ginés separándose del muro y empezando a caminar hacia el edificio, seguido por Hugo—. Por cierto… ¿tú crees que vendrá?

—¿Quién? ¿El Profeta? —dice Hugo parándose en seco—. ¡Cómo quieres que venga a estas horas! Ése ya no viene, hombre, te lo digo yo… Siempre lo dije, que no vendría.

—Sí, pero… es que… me extraña que Nieves… está preocupada… muy preocupada. ¿No te has fijado?

—Sí, ya lo he visto, pero… ya sabes…

—Sí: «Ya sabes cómo es Nieves», conozco la frase —le interrumpe Ginés sin ocultar su irritación—, pero me extraña mucho que esté tan preocupada, que tema, concretamente, que a Andrés le haya pasado…

—¿Andrés?

—¡Sí, Andrés! Que le haya pasado algo viniendo para aquí, un accidente, algún problema con el coche o algo así… Es como si, ella supiera, con mucha certeza, con absoluta certeza, que iba a venir.

Hugo da una última calada y tira la colilla antes de decir:

—Vale tío, yo me vuelvo adentro. Necesito una copa, al menos el whisky no va a faltar, ya me he encargado yo… y a ti tampoco te vendría mal un buen trago.

—Espera, espera… voy contigo —dice Ginés, mientras empieza a caminar siguiendo la estela de Hugo, sin llegar a alcanzarlo, hasta la puerta iluminada del refugio.

Ir a la siguiente página

Report Page