Fin

Fin


Amparo - Cova - María - Hugo - Ibáñez - Maribel - Nieves - Ginés - Rafa

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AMPARO - COVA - MARÍA - HUGO - IBÁÑEZ - MARIBEL - NIEVES - GINÉS - RAFA

Los alimentos sólidos han desaparecido de la mesa. Tan sólo encima de algún plato abarquillado, olvidado, se aburre algún resto: lonchas del embutido menos apetecible, del queso más insípido que ni siquiera esa gula involuntaria y distraída, de cuando ya se tiene el estómago lleno, se ha atrevido a consumir. Silenciosamente, sin ostentación, sin estridencias, las botellas han acabado ganando la batalla, y ahora se alzan verticales y orgullosas, brillantes, sobre la caótica mortandad de platos y servilletas arrugadas. Son grandes botellas de refrescos: el rojo y negro de la cocacola, el naranja, el amarillo limón repleto, endurecido el envase de plástico por la presión del gas carbónico. Y también están las otras, las discretas botellas de vino, ahora transparentes, y las más aristadas y multiformes de los licores.

No hay humo, pero el aire está cargado, viciado de música y voces entremezcladas y luz insuficiente y tristona. Hombres y mujeres se han ido apartando de la mesa, como avergonzados de su reciente voracidad, y ahora sólo regresan a ella para llenar el vaso o dejar una servilleta, o apoyar el trasero en el borde a modo de taburete, dándole la espalda.

El equipo de música no suena muy bien en la sala espaciosa, de techo muy alto. Al final han optado por dejarlo a un volumen moderado, del que sólo sobresale de vez en cuando el agudo prolongado, irreconocible, de un tenor, en el disco de Il Divo que Rafa ha puesto en el cargador junto con otros cinco, satisfecho, orgulloso de su aportación.

A pesar de todo, la conversación es animada en los corrillos que se forman y se deshacen espontáneamente, como resultado del movimiento de unos y de la tendencia a la quietud, a la estabilidad, que muestran otros.

—Amparo dice que sí —dice Maribel, sosteniendo un vaso lleno hasta el borde de naranjada—, dice que vio gente en una de las casas, en el jardín, y además había el coche y todo, en el cobertizo.

Maribel, cuidado maquillaje entre húmedos rizos de peluquería, defiende su afirmación con un apasionamiento un tanto ingenuo, estimulado por las muestras de escepticismo de Hugo e Ibáñez.

—Pues debe de ser la única que ha visto a alguien en esa maldita urbanización —dice este último—. Yo iba con ella, en el mismo coche, y no vi un alma en todo el camino.

—Yo tampoco vi a nadie —dice Hugo—. Ya era noche cerrada cuando pasé, y no recuerdo haber visto una sola luz en todo el monte. Precisamente me fijé en ese detalle, porque recuerdo de antes, de cuando veníamos, que había varios chalés al borde de la carretera.

—No te confundas con el camino de arriba —dice Ibáñez—, el que hacíamos a pie cuando subíamos a la montaña; allí sí que había un montón de casas; pero en la carretera había muy pocas.

—¡Sí, hombre —rezonga Hugo—, líalo más tú ahora! La urbanización está abandonada, y ya está.

Hugo ha hablado con cierta pesadez, con una obstinación vagamente huraña, mientras su vaso, casi repleto, perdía parte de su contenido en cada movimiento de su brazo.

—Pues, la verdad, yo preferiría que hubiera mucha gente por aquí cerca —dice Maribel—, me da miedo esta montaña tan oscura, y tan solitaria… antes no era así.

—¡Claro que era así! —dice Hugo—, somos nosotros los que hemos cambiado, sobre todo vosotras, las mujeres… estáis acojonadas…

—Aovariadas sería más exacto —apunta Ibáñez.

—¡Ay, no os burléis! A vosotros no os ha atacado un jabalí.

—Ni se ha cebado con sus curvados colmillos en nuestras carnes morenas.

—A ti tampoco te ha atacado, que yo sepa —le dice Hugo a Maribel, ignorando la gracia de Ibáñez—. Fue el coche de Ginés el que chocó…

—Sí, Ginés lo estaba explicando antes —confirma Ibáñez—. Y, la verdad… no le daba demasiada importancia.

—¡Pero si estuvieron a punto de volcar! —gimotea Maribel—. El jabalí debía de ser enorme, movió todo el coche… No sé cómo Ginés puede decir… puede estar…

Hugo lanza una rápida mirada en derredor, para después decir, en actitud confidencial:

—La verdad… la verdad es que lo he encontrado un poco raro, a Ginés.

—¿Verdad? —exclama Maribel triunfalmente—. A mí también me lo ha parecido; Rafa me decía que no, que lo que pasa es que estaba asustado, por lo del jabalí, pero a mí me pareció precisamente lo contrario: que estaba… como despistado, como atontado…

Ibáñez guarda ahora silencio; se ha quedado muy quieto observando a Maribel, sosteniendo el vaso delicadamente por la base, con el ceño ligeramente fruncido, la sorpresa o la curiosidad, o cualquiera que sea el sentimiento que le han despertado las palabras de Maribel, oculto tras el cristal deformante de sus diminutas gafas. Mientras tanto, Hugo se ha quedado un momento mirando su vaso, en actitud reflexiva, para después alzar la vista y decir en el mismo tono secretista, encogiéndose ligeramente antes de empezar a hablar:

—He hablado con Ginés, ahí fuera, hace un rato… Se ve que tiene algunos… problemas…

—¿Qué tipo de problemas?

—Económicos… Se hartó a ganar dinero, negocios inmobiliarios, ya sabéis; y ahora, con la recesión… No me lo ha querido decir claramente, pero… seguramente está metido en un buen lío, deudas o cosas de ésas… En fin: cuanto más alto subas…

Ibáñez no ha participado en el reducido cónclave de cuellos encogidos y voces bisbiseantes; se ha mantenido erguido, con una quietud neutra, digna, aunque atenta. Pero ahora interviene dirigiéndose a Hugo.

—Tú eras su mejor amigo. Sería más lógico que estuvieras hablando con él del asunto, en vez de…

—¡Si es que no se quiere dejar ayudar! Poco se puede hacer cuando alguien no quiere reconocer el problema.

—¡Pobre Ginés! —dice Maribel—. Con la novia tan maja que tiene… tan bien vestido, tan elegantes los dos, y ese coche… y ahora resulta que está…

—Eh, que tampoco lo puedo asegurar al cien por cien. Yo me lo imagino; me he hecho mi composición de lugar con lo poco que he podido entresacar…

Hugo guarda silencio, como si no encontrase las palabras para continuar, como si prefiriese dejar el asunto, por desagradable, y cambiar de tema. Maribel se queda pensativa, asimilando lo que acaba de oír; pero es la voz de Hugo, una vez más, la que incide en el mismo tema.

—Yo sólo os quería avisar; que sepáis que si en algún momento… que si se pone desagradable o… yo qué sé, os da una mala respuesta… pues que ya sabéis cuál es el motivo.

—¿Se puso desagradable contigo? —pregunta Maribel.

—No, no del todo, pero…

—Os dejo un momento —dice Ibáñez repentinamente—. Voy a endulzar un poco mi «destornillador», me temo que esto es demasiado fuerte para mí. Uno ya no es lo que era.

«Capullo», vocaliza Ibáñez con los labios, sin emitir ningún sonido, en cuanto da la espalda a Hugo. Sus pasos le llevan hasta la mesa; allí deja el vaso un momento y abraza el cuello de una botella sin llegar a levantarla, mientras sus ojos miran a un lado y otro buscando algo. De pronto su mirada se detiene, permanece unos instantes fija, sin pestañear, enfocando al rincón en el que ganguea el equipo de música.

Ibáñez se aparta de la mesa, pero vuelve al poco rato para recuperar su vaso, y finalmente se dirige al lugar que ha localizado. Sólo hay dos personas en esa zona: Rafa y Ginés. Rafa está explicando algo con profusión de gestos, y Ginés le escucha con aparente atención, no tanta, a pesar de todo, como para dejar de echar de vez en cuando una mirada furtiva, subrepticia, a su alrededor. En una de esas miradas ve a Ibáñez, que camina ya abiertamente en dirección a ellos.

—Si lo llego a saber me traigo el cable —está diciendo Rafa—, tres mil quinientos kilos, tres toneladas y media, lo pone en el catálogo, y suelen tirar por lo bajo para asegurarse; lo ato a la valla esa, primera con reductora, bloqueo diferenciales, doble tracción directa, y verás tú si no la arranco, la mierda de valla ésa, por mucho cimiento que tenga. Ahora, eso sí, que no se ponga nadie detrás, ¿eh?, porque las ruedas arrancan piedras… pero piedras, ¿eh? —insiste Rafa sosteniendo un imaginario balón con sus manos—, de esas que están bien enterradas.

Ginés se limita a escuchar y a asentir constantemente con la cabeza, y de vez en cuando, en los momentos de mayor intensidad, con un resoplido de su nariz, una sonrisa vagamente admirativa que una sensibilidad poco exigente bien podría interpretar como un «caramba» o un «qué tío» o un «parece mentira». Pero en realidad no interviene, su actitud es esencialmente pasiva, y Rafa aprovecha esta circunstancia para seguir desgranando sus peculiares inquietudes.

—¿El tuyo tiene argolla de arrastre?…

Instado por el prolongado silencio, por la mirada inquisitiva de Rafa, Ginés carraspea y se obliga a contestar:

—No sé… no… nunca se me ha ocurrido…

—Me parece que no. Ya ni siquiera se la ponen, es como los neumáticos: no están preparados para hacer montaña de verdad, se acabarían rompiendo si los metieras en roca viva… ¿No lo sabías?… No aguantan, es por la carcasa, cumple las exigencias para alcanzar los doscientos cincuenta por hora, pero no aguantan la roca, aún no han conseguido que hagan las dos cosas, y como saben que el que se compra un trasto de ésos… en fin, que lo va a meter poco por caminos…

Mientras tanto, Ibáñez se ha unido a ellos limitándose a escuchar en respetuoso silencio, sin poder ocultar un brillo de maliciosa ironía en su mirada. Rafa apenas le ha prestado atención, como si le pareciera lo más normal del mundo que Ibáñez se plantara ahí sin decir nada, sólo para escucharlos. En cambio Ginés ha lanzado más de una mirada al recién llegado, una mirada inquieta que bien se podría interpretar como una demanda de auxilio.

—¿De verdad queréis arrancar esa valla? —dice Ibáñez por fin, aprovechando una pausa de Rafa—. Es fea, pero no os ha hecho nada, que diría el clásico…

—¿Cómo que no nos ha hecho nada? —protesta Rafa—. ¡A ver por qué tenemos que dejar los coches allá arriba, a un kilómetro de distancia! ¿Y si los roban? ¿Y si nos ocurriera alguna desgracia, yo qué sé, una urgencia, que tuviéramos que meter a alguien en un coche a toda prisa?

—Alguno he visto yo —apunta Ibáñez— que a lo mejor pronto necesita…

—¡Son esos cabrones de socialistas! —le interrumpe Rafa—, venga a cobrar impuestos, a cobrar multas, aparcamientos. ¿Y para qué? Para poner vallas y… y construir mezquitas.

Ginés frunce el ceño entre incrédulo y sorprendido, pero Ibáñez compone un gesto de ingenua ignorancia para preguntar:

—¿Van a construir aquí una mezquita?

—No, aquí no —dice Rafa—, me refiero en general, en…

—Pero ¿aquí gobiernan los socialistas? —pregunta Ginés.

—¿Aquí? ¿Qué quieres decir con…?

—Esto pertenece a Somontano ¿no?

—No, aquí no sé —dice Rafa algo molesto—, pero en la comunidad autónoma sí. Esto lo lleva la comunidad, los caminos y todo eso.

—Esto… la conversación se pone interesante —dice Ibáñez pidiendo tímidamente la palabra—, me apasiona el tema de los flujos… migratorios, por no hablar del asunto de la «roca viva», pero yo venía a buscar a este hombre —añade señalando a Ginés—. Su encantadora prometida le quiere enseñar algo, orografía o arquitectura, no sé muy bien…

—¿Y por qué no viene ella a buscarlo? —dice Rafa.

—Misterios de la feminidad… —responde Ibáñez—. Por cierto, le he pedido un baile, pero su carnet con tapas de nácar estaba repleto, rebosando de nombres y apellidos.

Ginés observa a Ibáñez con una sonrisa divertida, pero a Rafa, en cambio, parecen molestarle las alambicadas bromas del de la furgo.

—¿Por qué siempre tienes que hablar así? —dice espontáneamente—. Va, voy con vosotros —añade uniéndose a los dos, que ya han empezado a andar en dirección a la otra esquina de la sala.

—Ah, Rafa, por favor —dice entonces Ibáñez, parándose en seco—, hazme un favor muy grande, ¿por qué no vuelves a poner el disco de ABBA?

—Te ha gustado, ¿eh? —dice Rafa animándose súbitamente.

—Me encanta ABBA, sobre todo esa canción… esa que dice…

—¡Fernando! —sugiere Rafa con gesto esperanzado.

—¡Exacto!

Rafa se moviliza inmediatamente en dirección al equipo de música.

—Enseguida lo pongo —dice, dudando un instante ante los botones—, saco el cargador y…

—Dicen que la estupidez humana no tiene límites —dice Ibáñez al oído de Ginés, al tiempo que lo arrastra lejos de allí—, pero al parecer aún quedan algunas barreras, me refiero a la valla esa…

—No seas cruel con Rafa. No es mala persona, es sólo que…

—Bah, no te preocupes por nuestro amigo: el almíbar de esos suecos horteras le calmará, hará que se olvide del contubernio sarraceno-socialista.

—Muy agudo te veo —dice Ginés.

—Será feliz en su KaABBA particular, en su meca del mal gusto.

—¡Hombre!… Tampoco es tan malo ABBA…

—Puede ser —concede Ibáñez—, a lo mejor es que no puedo deslindar su música de… esas pintas y esos atuendos de película porno de ciencia ficción. Pero tiene razón: aprovechemos para escuchar música occidental ahora que podemos. La próxima vez que vengamos podríamos encontrarnos con un montón de babuchas alineadas junto a la puerta de entrada, y un panorama de culos en pompa, señalando al oeste, en el interior.

—Que no te oigan ésos, los del culo en pompa quiero decir; no creo que sean mucho más razonables que Rafa, al menos en lo referente a burlarse de sus símbolos religiosos.

—Ah, por supuesto; me burlo de Rafa por una simple cuestión de proximidad, porque es la intolerancia que me queda más cerca. No creo que esté de nuestro lado, en absoluto, la exclusiva de la estupidez.

Ginés e Ibáñez se han ido acercando, con algunas paradas, hacia un trío que conversa a un extremo de la mesa, compuesto por María, Cova y Amparo.

—Lo de María… era un pretexto, ¿no? —dice Ginés parándose una vez más.

—Por supuesto. Se trataba de librarte de nuestro común amigo; pero vayamos con las chicas de todas formas. El tema de la automoción y sus variantes es difícil de erradicar una vez ha brotado; se propaga con gran facilidad entre los varones, se regenera una y otra vez como un cáncer. Pero ellas están a salvo de esa plaga…

—Ginés… ¿sabías que Cova también hace contemporáneo? —dice María sonriendo a los recién llegados.

—Bueno… hice unos cuantos cursos —se apresura a decir Cova—, pero ahora hace algún tiempo…

—Contemporáneo… —dice Ginés lentamente, preguntando más que afirmando—, la verdad es que estoy perdido.

—Danza contemporánea —apunta Ibáñez—, el último estadio de la evolución de los tutús y las plumas de cisne.

—Vale, vale, ya capto —dice Ginés, y luego añade dirigiéndose a Cova—: ¿así que haces release? María está entusiasmada con el tema…

Mientras Cova intenta explicar de nuevo que su relación con la danza carece de actualidad, María mira a Ginés a los ojos, con una extraña expresión, una expresión en la que el enojo —un enojo por lo demás mundano y juguetón— no puede ocultar una nota de verdadero arrobo, de sorprendida admiración.

—Cariño… sabes perfectamente que lo que yo hago es contact.

—El release lleva al contact; es inevitable —dice Ibáñez—. Yo no me quedaría tranquilo dejando ir a mujeres tan atractivas a esas sesiones de… investigación corporal. Es verdad que el porcentaje de sodomitas es apabullante entre los varones que se interesan por esas actividades, pero también hay lesbianas…

—¡Ay, qué obsesión! —dice Amparo, bufando de fastidio.

—No me gusta la palabra «sodomita» —dice Cova frunciendo el ceño con desagrado—, me parece… ofensiva y…

—No deja de ser un gentilicio —dice Ibáñez—. Cambia sodomita por salmantino, y perderá gran parte de sus connotaciones… Espero que no haya ningún salmantino por aquí —añade mirando en derredor.

—Yo he empezado a ir a yoga —dice Amparo—, a unas clases que da una chica en el gimnasio municipal, y me está sentando muy bien. Antes siempre tenía las cervicales, aquí… como agarrotadas…

—El garrote vil curaba eso —dice Ibáñez— de forma un tanto drástica.

—¿Es que nunca puedes dejar de hacer chistes malos? —dice Amparo encarándose con Ibáñez, en un tono tal vez demasiado estridente.

—No.

—¿Y cuántos hombres van a esas clases de yoga? —tercia Cova oportunamente.

—¿Hombres? Ninguno. Tampoco nos los íbamos a comer, si vinieran; pero no se apuntan.

—Es lo que pasa en los pueblos —dice Cova—, seguramente a más de uno le gustaría apuntarse, pero no se atreven a ir a una clase en la que estarán rodeados de mujeres.

—En la escuela a la que voy yo hay bastantes chicos —dice María—, pero las mujeres siguen siendo mayoría.

—A mí me encantaría ir a una buena escuela —dice Cova—, aunque tendría que apuntarme al primer nivel, por supuesto. Una vez… hice un curso con un profesor muy bueno que trajeron a Villallana, antes se lo explicaba a María, ella lo conoce, y me dijo, ese profesor, que le gustaba mi movimiento, que tenía que seguir evolucionando. Incluso me dijo que me haría un precio especial, en sus clases, como si fuera profesional… Eran tres días por semana… pero yo no puedo ir a La Capital; no puedo permitirme ese lujo.

—Pues si no lo puedes hacer tú —dice Amparo—, que no tienes hijos y tampoco trabajas… quiero decir que no trabajas fuera de casa, que no tienes un horario.

—Tengo que preocuparme de la casa, y me gusta que Hugo lo tenga todo a punto cuando vuelve del trabajo. Trabaja mucho, el pobre…

—¡Uy! No seas ingenua, mujer —dice Amparo—. Todos dicen lo mismo: siempre quejándose de lo mucho que trabajan, y de lo terrible que es su jornada… y si les quitaras el trabajo no sabrían qué hacer. ¡Si en realidad se lo pasan bien trabajando! Tienen sus amigotes, y sus secretarias, no todos, ya lo sé, pero… yo sé lo que me digo: en el trabajo son algo, son alguien, y hasta te diría que tienen más libertad…

—¡Hombre, Amparo! —dice Ibáñez—, como paradoja no está mal esa afirmación… pero ¿no crees que te has pasado dos o tres pueblos? Por mi parte, mi libertad consiste en ir primero a Gráficas Carrasco que a Rovirosa Laboral, en vez de hacerlo al revés.

—Bien sabes tú que es verdad lo que digo. Seguro que cuando haces el reparto pasas por más de un puticlub.

—Afortunadamente mi recorrido, esencialmente urbano, evita esas sirtes de la carretera, esos Escila y Caribdis de la ruta. No es prudente exponer la débil carne humana a los cantos de las sirenas y sus potentes mafias de explotación.

—¿Es verdad eso, Ginés? —pregunta María—, ¿tú también te diviertes tanto en el trabajo?

—Digamos que… no podría vivir sin él. Al menos con el tren de vida que llevo.

—Que llevamos, cariño, que llevamos —puntualiza María, con una sonrisa de complicidad.

—Resulta frustrante estar junto a estos dos tortolitos —dice Ibáñez—, salta a la vista que todavía están de luna de miel, aunque no se hayan casado. Tanta felicidad empalaga…

—Bien que te gustaría a ti —dice Amparo— tener una novia joven y guapa, que te quisiera…

—No tengo ningún problema en admitir que tengo envidia, y no del todo sana, pero… de todas formas, la felicidad es un estado en cierto modo idiotizante, o al menos adormecedor. Intelectualmente hablando, es mucho más productivo el deseo, y sobre todo la pérdida.

—Entonces vas a producir más que una fábrica, tú —dice Amparo—, porque de pérdida, y de ganas, tienes en cantidades industriales.

—Yo no he dicho «ganas», he dicho «deseo». Y en cuanto a la pérdida, evidentemente no es mi problema.

—Sí que lo es, sí —insiste Amparo mirando a Ibáñez directamente a los ojos—. Bien sé yo que lo es.

—¡Tú no sabes nada! —responde él, con una energía y una acritud que sorprende a todos los presentes.

Nadie sabe qué decir en el engorroso silencio que se ha producido, que pesa sobre las cinco personas durante unos segundos. Ibáñez se queda un rato mirando a Amparo con expresión iracunda, con la respiración agitada, y después echa un trago de su vaso con evidente voluntad de controlarse. Amparo, por su parte, desvía la mirada, más tensa y alterada de lo que su altiva indiferencia pretende aparentar. Pero nadie se atreve a pronunciar palabra.

—¿Qué furgoneta tienes? —dice de pronto María, rompiendo el silencio.

—¿Cómo? —dice Ibáñez atónito, tan sorprendido como los demás.

—Sí, qué modelo es, de qué marca…

Ibáñez abre la boca; parece que va a contestar, pero al final estalla en una sonrisa divertida, espontánea.

—¿Qué pasa ahora? —pregunta María sonriendo a su vez.

Ibáñez ha recuperado su habitual actitud irónica y desenvuelta. Se diría que ha olvidado por completo el incidente de hace unos instantes, aunque un observador atento vería que evita cuidadosamente mirar a Amparo.

—No… estaba pensando… —dice en respuesta a la curiosidad de María—, esa pregunta es más propia de Rafa… Con él sería peligroso contestar, pero no creo que tú me recites el catálogo completo. Es una Fiat Ducato, Capitoné, la más grande, pero… ¿de verdad es eso lo que más te atrae de mi personalidad? Es bien triste no tener nada más relevante que tu vehículo.

—A mí me gustaría saber cómo te llamas, pero de nombre —dice Cova, atrayendo de golpe todas las miradas—.

Todo el mundo te llama Ibáñez, pero… no creo que «Ibáñez» esté en el santoral.

—José Manuel Ibáñez. De todas formas lo olvidarás al poco rato; mi apellido tiene demasiado carácter, acaba siempre comiéndose al nombre.

—Eso es lo que me molesta de las reuniones de ex compañeros —dice Cova—, que todo el mundo habla con claves y con motes, como si fuera lo más normal, como si todos tuviéramos que saberlo… Es como ese otro chico, el que no ha venido: aún no he conseguido que Hugo me diga cómo se llama, siempre que se refiere a eso dice…

—Se llama Andrés, ¿no? —dice María, e inmediatamente se queda muda, sorprendida por la evidente impresión que han causado sus palabras—. Ginés le llamó así cuando me habló de él —insiste María como disculpándose, como si el silencio que la rodea fuera una negación implícita—. Bueno… también me dijo que tenía un mote, ¿verdad, Ginés? «El Apóstol» o algo así…

Ginés no contesta a María. Es Cova quien lo hace:

—El Profeta. Hugo siempre dice el Profeta… ¡Qué raro! Erais amigos íntimos, siempre juntos —añade dirigiéndose a Ginés—, y en cambio en eso… ¿Qué piensas tú de eso? ¿Qué opinión te merece esa persona… el que no ha venido? Hugo siempre se pone muy negativo cuando habla de él.

—Es… es un asunto un poco complicado…

Ginés vacila antes de continuar, observado atenta, expectantemente, por Ibáñez y Amparo.

—Es un asunto —dice por fin Ginés con una sonrisa un tanto forzada— que requiere una copa más de las que ahora llevo. Luego… cuando estemos mirando las estrellas, te lo explico todo.

—Muy listo —dice María—. Con el cielo cubierto de nubes…

—Nieves dice que vendrá —dice Amparo de pronto, con aire ensimismado—. Todavía cree que vendrá…

—¿Quién? ¿Ése… el que no ha venido? —dice María.

—Sí, me lo ha dicho hace un momento; está preocupada, dice que si hubiera decidido no venir se lo habría dicho a ella… teme que le haya pasado algo por el camino, viniendo para aquí.

—A lo mejor se decidió a llamar un poco tarde —sugiere Cova—, cuando ya estabais aquí, y como aquí no funcionan los teléfonos…

—Pues explícaselo tú a ella —dice Amparo—, a ver si la convences… No sé por qué se preocupa tanto por…

—Es por lo del tiempo, por las nubes —dice Ginés— y por todo a la vez… Las cosas no están saliendo como ella quería.

—Es verdad —dice Amparo—, sigue nublado; yo he salido hace poco y no parece que vaya a despejar.

—A propósito de Nieves —dice Ibáñez, mirando hacia el otro extremo de la mesa—, me parece que se está acalorando un poco con Rafa. Estaban hablando, hace rato que me fijo, pero ahora más bien discuten…

Todos se vuelven a mirar en la dirección que señala Ibáñez. Con gestos enérgicos, Nieves está cerrando una botella de la que se acaba de servir; mientras habla con Rafa, al que no mira en este momento. Rafa está a su lado, escuchando con una desagradable expresión de rechazo, mientras que Maribel y Hugo, que conversaban a unos pocos pasos, se han acercado a los dos que discuten, aunque de momento no se atreven a intervenir. En el silencio de curiosidad que se ha producido, la voz de Nieves, un tanto elevada, se escucha con la suficiente nitidez como para que todos entiendan sus palabras.

—¡Es lo mismo! —dice Nieves—, ¡exactamente lo mismo! ¿Cómo te crees tú que veían en Alemania, o en Suiza, a los españolitos que llegaban allí buscando trabajo? Yo te diré cómo los veían: los veían como unos tipos pequeñajos y renegridos que sólo servían para trabajar de peones, que no sabían hablar su lengua y se pasaban la vida metidos en la casa de España, en sus guetos particulares, sin integrarse para nada en… en la vida…

—Al menos iban todos a trabajar, no a robar y a vender droga. Los españoles iban todos con un contrato de trabajo…

—No todos, ¿eh?, no todos.

—O porque les llamaban los que ya habían llegado antes —insiste Rafa— porque sabían que había trabajo…

—Lo mismito que pasa aquí ahora.

Maribel se acerca un poco más a Rafa.

—Vamos, Rafa —le dice discretamente, en tono conciliador, y después añade un resignado «Cuando se pone a hablar de eso…» dirigido a sí misma, más que al auditorio.

Pero Rafa está muy enzarzado en la discusión, y no le hace ningún caso.

—No, no es lo mismo —dice, replicando a la última afirmación de Nieves—. ¡No es lo mismo, joder! Nosotros, los españoles, cuando íbamos para allá, a esos países, nos portábamos como personas decentes, y estábamos bien calladitos y obedientes, ¿y sabes por qué? Pues porque en esos países, ¿eh?, los gobiernos ataban bien corto a los inmigrantes, y no les regalaban la compra en el supermercado, ni les pagaban el alquiler del piso, ni… ni les construían mezquitas, ni…

—Ah, o sea, ¿a ti te parece mal ayudar a las personas que llegan con dificultades, ayudarlos a que se instalen y que vivan dignamente…?

—Sí… les regalan la cesta de la compra, y luego ¿sabes dónde la meten? Pues en un Mercedes estupendo que tienen aparcado fuera. ¡Venga hombre, si van con unos cochazos, y unas joyas que… que ya me gustaría a mí poder tenerlos!

—Cariño —dice Maribel con la misma timidez de antes, tocando incluso el brazo de su marido para llamar su atención.

—Cállate tú ahora —le dice Rafa con la rapidez de la picadura de una serpiente.

Maribel retrocede de inmediato, musitando un prolongado «bueeeeno» que parece quitarle importancia al asunto, y al mismo tiempo expresa su renuncia a ejercer cualquier tipo de mediación. Hugo, mientras tanto, lo observa todo desde el borde de la mesa, sin desprenderse de su vaso, sin pronunciar palabra.

—Hablas de oídas —dice Nieves mientras tanto—. Todo eso de los coches y las joyas, ya lo he oído otras veces: todo eso son prejuicios; la mayoría viven miserablemente para poder enviar dinero a sus familias cada mes.

—Ya… y por eso vienen aquí a quitarnos el trabajo.

—Eso sí que no pensé que lo llegaras a decir —dice Nieves mirándole directamente a los ojos—, eso no, de verdad. Eso sólo se puede decir por ignorancia… o por mala fe. ¿Cómo puedes…? Sabes perfectamente que los inmigrantes hacen los trabajos más desagradables, los que nadie quiere hacer, los peor pagados…

—Pues ya me dirás tú cuándo trabajan. Los moros están siempre en la calle, en las esquinas, en las plazas, en las terrazas de los bares, y siempre en grupo, ¿eh?, no verás nunca a uno solo. Son cobardes, nunca van con la verdad por delante.

Desde el grupo de Ginés se ha seguido la discusión en silencio, desde la inmovilidad, con una atención total y no disimulada. Nieves mira hacia ellos, a Ginés, a Ibáñez, para decir:

—A ver, por favor, que alguien me eche una mano; que alguien le diga a este hombre que lo que está diciendo es una sarta de tópicos…

—Eso —dice Rafa—, que alguien me diga un país civilizado, uno solo, dónde construyan una mezquita para un grupo… para cien personas… o menos.

—¿A qué te refieres? —dice Nieves—. ¿A Villallana? La comunidad musulmana es mucho más grande. ¿Qué es eso de cien personas?

—No olvides —dice Rafa— que las mujeres no pueden ir a rezar.

—¡Tú qué sabes! Sí que rezan, pero en un espacio…

—¡Un momento! Haya paz, por favor —le interrumpe Ibáñez que se ha ido acercando, junto a sus acompañantes, al escenario del litigio—. Respecto a lo que preguntaba Rafa… Estados Unidos, que es uno de los países más conservadores del mundo, permite la libertad de culto; es más, es uno de los valores de los que se enorgullecen; el país está lleno de mezquitas, de sinagogas, de iglesias ortodoxas, católicas, protestantes… templos budistas… No sólo de musulmanes vive el odio… digo, el hombre.

—Sí —dice Rafa—, pero los templos se los construye cada uno con su dinero. No lo paga el estado.

—Ah, eso sí, por supuesto; Estados Unidos no sólo es el país de la libertad, sino también del «búscate la vida».

—A ver, un momento —dice entonces Ginés, con la expresión de incomodidad de quien no acaba de entender algo—. Eso de la mezquita… hay una cosa… me extraña mucho que… debe de ser una iniciativa municipal, ¿no?

—Sí, el ayuntamiento —dice Rafa—. Están construyendo un centro cívico, o no sé qué, y allí les van a hacer la mezquita, sin que tengan que pagar un duro…

—Pero… no es así —interviene Cova tímidamente—, lo que van a hacer es cederles uno de los locales, como a tantas otras entidades de la ciudad.

—No —dice Rafa sin apearse de su irritación—, como a tantas otras no, que eso ocupa mucho más sitio. Será un local enorme.

—Bueno… de todas formas es cedido —dice Cova ganando en aplomo a medida que habla—. Lo hacen porque la comunidad musulmana tiene muchos problemas. Estaban en un local de alquiler, pagado por ellos, pero los vecinos no han parado hasta echarlos.

—¿Ah, sí? —dice Rafa, aumentando tanto el volumen como el ritmo de sus palabras—. Pues yo también tengo problemas, ¿vale? Yo, que llevo toda la vida aquí, he querido instalarme por mi cuenta, ¿vale?, necesitaba una nave, un garaje, ¿y sabes lo que me dijeron los señores del ayuntamiento cuando les pedí una subvención? Pues que si no era ni joven, ni mujer, ni moro, ni… ni maricón, nada de nada, tenía que pagarme yo los mil quinientos euros que piden en todas partes por un local un poco decente.

—Hombre… —dice Ibáñez—, lo de maricón podría solucionarse, con un leve maquillaje y un poco de… gesticulación.

—¡Tú no te cachondees, que esto es muy serio!

—Bueno, hombre; yo sólo quería quitarle un poco de hierro a la cosa. Peor sería que os tirara un cubo de agua por encima a los dos. Porque tú también… Nieves…

—Mira por dónde —dice ésta dirigiéndose a Rafa—, ahora se ha descubierto de dónde viene el odio que les tienes a los musulmanes…

—No, no es sólo por eso, ¿vale? No es sólo por eso —dice Rafa—. Es porque encima se hacen los chulos y van por ahí de perdonavidas, ¿vale?, y además no se acostumbran… no se adaptan a nuestras costumbres; los ves por ahí vestidos con chilaba, y las mujeres con el pañuelo ése y…

—Porque son orgullosos —dice Nieves—. Son fuertes y orgullosos, y están contentos de ser lo que son. No se dejan asimilar…

—¡Pero bueno! —le interrumpe Rafa—, ¿qué coño te pasa a ti ahora? ¿A qué viene tanto defender a esa gentuza? ¿Es que te has enrollado con un moro o qué?… Seguro que es eso: ha tenido que venir alguien de fuera para calentarte la cama…

—No señor —dice Nieves después de un agorero silencio—, no me he enrollado con ningún «moro» como tú dices, lo que pasa es que me subleva la injusticia y… no entiendo cómo tú, precisamente tú…

—¿Qué quieres decir?

—Pues que tú tienes que saber lo que es sufrir la marginación en carne propia…

—¿Yo?… ¡¿Qué dices?!

—Tú sabes lo que es acostarte sin haber cenado…

—¡Nieves! —dice Amparo con severidad, intentando inútilmente frenar la inercia hiriente de la discusión.

—¡Eso no es verdad! —protesta Rafa.

—Sí —insiste Nieves—, y que se burlen de ti en el colegio porque tu padre hablaba un andaluz tan cerrado que no se le entendía, y además era un alcohólico que llegaba a casa a las tantas, borracho, y perdía un trabajo tras…

—¡No te metas con mi padre, mala puta! —replica Rafa perdiendo el control, empujado por una ira que cada vez se parece más al llanto—, ¡no te atrevas a meterte con él! Nos crió a todos, a todos sus hijos, con su sueldo. Si algún día se tomaba una copa era porque… porque ya no podía más, porque estaba harto de todos los cabrones que se metían con él y le hacían la vida imposible, y todo porque… porque…

—Vale ya, cariño, vale ya… —dice Maribel en voz baja, rodeándole los hombros con un brazo protector.

—Mi padre era una buena persona… Díselo tú —dice Rafa luchando por contener el llanto.

Nadie se atreve a mirar a Rafa. Nadie se atreve a pronunciar palabra. Tan sólo Maribel, ocupada en consolarle, rompe el pesado silencio.

—Claro que sí, cariño, claro que sí… Y tú —añade mirando a Nieves— nunca pensé que… nunca habría pensado que tú…

—Perdonad… perdonadme todos, es que… estoy muy nerviosa —dice Nieves perdiendo de golpe todo su aplomo, ahogando su agresividad en una ansiedad histérica—, es que… es que todo me sale mal, y Andrés… Andrés…

—¡Que le den a Andrés! —salta de pronto Hugo, que hasta ahora había permanecido en silencio—. ¡Siempre nos tiene que joder la fiesta: cuando viene, porque viene y no deja de fastidiar; y si no viene, va esta tonta y…!

—Por favor no empecemos así —dice Ginés—. No… no empecemos a descalificarnos unos a otros, porque entonces esto ya no habrá quien lo pare…

—Ginés tiene razón —dice Ibáñez—, además, las terapias de grupo ya no están de moda.

—¡Tú cállate! —le corta Hugo despectivamente—. Es verdad, no me digáis que no: el Profeta siempre nos acaba jorobando.

—Hablas como si fuera… —dice Amparo—, como si todavía estuviéramos…

—¿Y no es verdad que la fiesta se está yendo a la mierda?

—Pero no es culpa de él —dice Ginés—. Hemos sido nosotros los que nos hemos liado. Precisamente tú lo estás mitificando: le estás atribuyendo un poder que ese pobre tipo no tiene. A lo mejor es por tu mala conciencia…

—De mala conciencia nada. Me la paso por el culo la mala conciencia. Eso vosotros, que sois unos blandengues.

—¡Eh, un momento! —dice Amparo—, aquí vamos a partes iguales, ¿de acuerdo? Todos a una, así lo dijimos, así lo hicimos. Que nadie quiera ser más bueno… ni más malo que los demás.

—Mira, al menos Amparo los tiene bien puestos —dice Hugo—, más que alguno que…

—Por favor —dice Ginés—, estamos dando un espectáculo a nuestras… acompañantes. No sé qué van a pensar.

—Que hemos matado a alguien o algo así —dice Amparo.

—Ojalá lo hubiéramos hecho —dice Hugo.

—Eso no lo piensas de verdad —dice Nieves.

—En cierto modo lo hicimos —dice Ginés.

—¡No, no es verdad! —dice entonces Nieves—, hicimos algo malo, pero no… no fue algo irreparable. Andrés está bien, yo he hablado con él; por eso quería que viniera, para que vierais que… Y no sé por qué no viene; no sé qué le habrá pasado…

—Has vuelto a pecar de ingenua —dice Ibáñez—. Querría venir, pero al final no se ha decidido. La herida no estaría tan cicatrizada como te ha dicho.

Rafa es el único que no parece interesado en la conversación. Muy serio, con los ojos todavía enrojecidos, mira al suelo en silencio mientras va recuperando el ritmo normal de su respiración. Maribel ha permanecido pegada a él, pero no por ello ha dejado de atender a lo que decían unos y otros.

—Pero, tengo entendido —dice Cova tímidamente, atrayendo todas las miradas, como siempre que empieza a hablar—, ¿quién me lo ha dicho?, que no has llegado a hablar con él, que sólo te has comunicado por el ordenador.

—Bueno… —dice Nieves—, es una forma como otra cualquiera de comunicarse.

—Hombre… no deja de ser un poco raro —dice María— que no haya habido ni una sola llamada.

—¿He oído «mamada»? —dice Hugo.

—Muy gracioso —dice Nieves—. Andrés… era un poco tímido.

—¿Un poco? —dice Maribel—. A veces se quedaba sin habla.

—Sólo cuando se ponía nervioso —aclara Nieves, como si le incomodara tocar ese tema—. En general, con las chicas se cortaba más. Da igual: el caso es que el ordenador, el teclado… debe de resultarle mucho más cómodo.

—Bueno… y ahora se supone que tenemos que pasar la noche aquí —dice Hugo con una sonrisa cínica—. Con el buen rollete que hay en el ambiente.

—O que cada uno coja su coche y nos volvamos a casa —concluye Amparo.

—¡No! ¡Eso sí que no! —dice Nieves recuperando la energía—. Démonos de tiempo hasta… hasta las tres, para ver si despeja, y si entonces todo sigue igual ya veremos… Y poned más alta esa música, que no hay nada más tristón que ese ronroneo, ahí, constante…

Es Ibáñez el primero que se decide a ponerse en movimiento. Se va al equipo de música, revolotea con los dedos durante unos segundos en busca del dial del volumen, y cuando lo encuentra dirige allí su mano, dispuesto a hacerlo girar con delicadeza.

Pero no llega a tocarlo. El aparato enmudece antes, por sí solo. Y al mismo tiempo se ve un resplandor muy blanco en las ventanas, un resplandor que dura apenas un segundo. Y también, al mismo tiempo, se apaga la luz y la sala queda completamente a oscuras. Pero no está completamente a oscuras: los ojos, habituados a la claridad, así lo han interpretado en un primer momento. Pero al poco rato se empieza a distinguir una pálida claridad en las dos diminutas ventanas, apenas una fosforescencia fantasmal, como la que podría producir en mitad de la noche una luna curvada y menguante.

Para entonces ya se han dejado oír unas cuantas voces.

—¡Anda, ahora se va la luz! ¡Sólo faltaba eso!

—¿Qué has tocado, tío? Se han fundido…

—¡Yo no he tocada nada! La luz se ha ido antes.

—Ha sido un rayo…

—Sí, se ha visto un relámpago.

—Yo no he visto ningún relámpago.

—¿Dónde están los plomos? Tiene que haber una caja con…

—¡Dios! ¡Qué… qué pasada!

—¡¿Qué… qué pasa… qué hay ahí fuera?!

—¡Venid, tíos, venid! ¡Es impresionante!

—Pero ¿qué pasa? ¡No empujéis!

—¡El cielo, es el cielo, es… las estrellas!

Ya han salido todos. La habitación queda a oscuras, inmóvil, solitaria, con los dos cuadrados pálidos de las ventanas, y el más grande de la puerta como única referencia. Afuera, en el patio, las voces alteradas, las expresiones de admiración maravillada, pueril, se suceden una tras otra, como si no fueran a acabarse.

Hugo es el primero en salir. Se detiene en el quicio mismo de la puerta, mirando hacia arriba, y después da unos cuantos pasos vacilantes alejándose del edificio, lanzando ya las primeras exclamaciones. El cielo está cubierto, inundado, abarrotado de estrellas. El cielo es todo él una luz espolvoreada, fragmentada en millones de diminutos puntos que se aprietan y arraciman caprichosamente, en zonas de diferente densidad. Lo que más impresiona es la quietud inmutable del conjunto. Las estrellas no fulguran, no titilan: emiten una luz quieta y fría, perfectamente recortada, a pesar de su profusión, sobre el fondo negro como la tinta, carente de matices, idéntico e insondable desde el cénit hasta la oscura silueta, dentada e irregular, de las montañas. Ni una sola nube; sólo el aire tibio y seco que se las ha llevado y circula todavía lamiendo la tierra, rozando la piel con su sensual caricia.

Ya están saliendo los demás. En ninguna mente, en ninguna boca, hay lugar para algo más que el asombro y la admiración más directa y elemental.

—¡Es… es increíble!

—¿Lo habías visto así alguna vez?

—No, tan bestia no; ni siquiera entonces, cuando… no, no era así, no era tanto…

—¡Da miedo de tan… de tan…!

—¡Es precioso!

El espectáculo no se acaba; no se enturbia ni se degrada como una puesta de sol. Está ahí grandioso, cubriendo la totalidad de la bóveda celeste con una quietud y una nitidez que va en aumento a medida que las pupilas se relajan y dilatan, olvidando la agresión de los focos que había en la sala.

Sólo después de unos minutos, cuando se ha agotado el caudal de la primera admiración irreflexiva, empiezan a surgir las preguntas.

—Debe de haber un apagón, un apagón general. Por eso se ven tantas…

—No sabemos si hay un apagón. Primero hay que probar; a lo mejor sólo ha saltado el térmico, o el diferencial, y basta con rearmar y…

—No. Tiene que ser algo más. No se ve ninguna luz por los alrededores.

—Pero esto está muy aislado.

—Lo que no entiendo… ¿Cómo se ha podido despejar tan rápido? Yo salí hace poco y no…

—¿Y el rayo… el relámpago ése? ¿Cómo va a caer un rayo sin nubes?

—¿Qué rayo?

—¿Tú no lo viste?

—Será una tormenta seca.

—¡Eso es otra cosa, hombre! Seca quiere decir sin agua, pero no sin nubes; sin nubes no puede haber rayos…

—¡Es igual lo que haya sido! Fijaos qué viento más agradable, no es ni frío ni caliente.

—El viento es el que se ha llevado las nubes.

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