Fin

Fin


Hugo - Ibáñez

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HUGO - IBÁÑEZ

Una alegre luz matinal ilumina el dormitorio. Por un ventanuco alto que hay en una de las paredes se ve la copa de algunos árboles y un trozo de cielo azul. La puerta que da al comedor está abierta de par en par, y por ella se cuela una franja de luz estrecha y deslumbrante, encendiendo todo lo que toca: las diminutas partículas de polvo que flotan en el aire, las baldosas del suelo y las toscas mantas que cubren las literas, de un gris al que el fuego del sol arranca matices pardos, irisados. Silencio. Sólo se escucha el piar de los pájaros y el lejano rumor del río, tan naturales, tan integrados en la paz de la mañana como el aire fresco o el azul intenso del cielo.

La luz del sol revela la pobreza del austero dormitorio, con sus feas literas, con paredes desnudas de un blanco sucio, llenas de desconchones. Pero el silencio y la quietud le dan al interior un aspecto ascético y humilde, muy espiritual, que rememora el antiguo uso que había tenido el edificio. Casi todas las literas están desocupadas, cubierto el colchón por una modesta manta unificadora. En tres o cuatro de ellas, no obstante, hay bolsas, un neceser, piezas de ropa o un saco de dormir plegado y metido en su funda, todo muy pulcro y ordenado. Sólo en dos de las literas reina el desorden: una en la que yace un saco de dormir abierto, mezclando sus arrugas con las de la manta, y otra en la que el saco, de un llamativo azul eléctrico, aparece cerrado e hinchado por el bulto que podría hacer el cuerpo de una persona.

Nada se mueve en la habitación, nada hace ningún ruido, hasta el momento en que la franja de luz solar —que se ha ido desplazando y ensanchando a una velocidad imperceptible para el ojo humano— llega hasta esta última litera e ilumina el bulto inmóvil. Entonces el bulto se mueve, se humaniza, se encoge y se da la vuelta con los característicos movimientos, con la celosa negación de quien intenta sustraerse a la claridad del nuevo día para seguir durmiendo.

El bulto vuelve a la quietud. Parece que la persona, sea quien sea, va a seguir así indefinidamente, inmóvil, durmiendo. Pero de nuevo se remueve, con mayor brusquedad y energía que antes. Y después de otro breve instante de quietud, da un nuevo respingo todavía más violento, emitiendo incluso un gruñido de irritación. Parece imposible que nadie pueda volver a dormirse después de semejante agitación. Y efectivamente así es. El ocupante de la litera se yergue bruscamente de cintura para arriba, liberándose del saco con ambas manos. Es Hugo. En su rostro —desmejorado, abotargado por el sueño— negrea la sombra de la barba, mientras que su avanzada calvicie parece haberse acentuado. Con ojos entrecerrados, haciendo visera con ambas manos, mira un momento hacia el origen de la luz que le deslumbra; y después se deja caer de nuevo sobre el colchón, con un resoplido de cansancio.

—¡Cabrones —musita para sí, con voz pastosa—, se han dejado la puerta abierta!

Efectivamente, la puerta que comunica el dormitorio con el comedor está abierta de par en par, como lo está también la que da al exterior, y la situación de ambas permite que la luz del sol penetre en el interior del dormitorio, como una columna de luz que incide directamente en la litera que ocupa Hugo.

Hugo permanece un rato tumbado, como si estuviera acumulando energías para lo que hace a continuación, que es desembarazarse del saco con manos torpes, con más decisión que habilidad, y correr hacia la puerta parpadeando, cegado por la luz. Va enfundado en un pijama de verano, de pantalón corto, y mientras con su mano izquierda hace pantalla delante de los ojos, con la derecha se rasca enérgicamente en un muslo.

—¡Pues se van a joder! —dice al final de su caminata, alargando una mano en busca de la manilla de la puerta.

—Un momento, amigo —dice una voz desde la otra habitación—, la puerta está así a propósito.

Hugo ha reconocido a Ibáñez en la voz que le ha hablado, en la figura que ahora se recorta a contraluz en el marco de la puerta.

—¿A propósito? —dice Hugo, haciendo chasquear una lengua pegajosa, frotándose los ojos deslumbrados en un intento de distinguir el rostro de Ibáñez—. ¿Qué… qué hora es? ¿Y dónde están todos?

En el tiempo que Ibáñez tarda en contestar —no más de tres o cuatro segundos— un pausado silencio flota entre los dos hombres, como si realmente no hubiera nadie más en varios kilómetros a la redonda.

—La puerta está así para que te despiertes de una vez —dice por fin Ibáñez—. La gente… anda por ahí… Y no sabemos qué hora es.

—¿Cómo? ¿Que no sabéis? ¡No me jodas! —dice Hugo recobrando súbitamente una buena porción de conciencia—. Entonces los relojes… los móviles… ¿Todavía estamos…?

—No funciona nada.

Hugo se sienta en la litera que tiene más cerca lanzando un resoplido de cansancio, masajeándose la frente con ambas manos.

—¿Por qué no me lo decíais? —dice, interrumpiendo un momento la frotación—. Me habéis dejado…

—¡Pero si ya lo hemos intentado! —dice Ibáñez franqueando la puerta y deteniéndose de pie junto a Hugo—. Te hemos intentado despertar y no había manera. Es como despertar a un oso, igual de difícil… Y de peligroso.

—¿Dónde está Cova?

—Con las chicas. Han bajado hasta el río, todas juntas, las cinco…

—¿Al río?

—Sí, van a ver si encuentran a los escaladores y de paso…

—Un momento, un momento. ¿Qué escaladores? —dice Hugo mirando directamente a Ibáñez.

—Los escaladores… ¿no te acuerdas que ayer lo hablamos, cuando lo de los coches?

—No, no me acuerdo.

—A saber lo que estarías pensando… o haciendo, cuando lo dijimos. Bueno, da igual; son unos chicos que vi ayer, antes de que llegarais, unos tipos de esos que van con todo el equipo, y con unas mallas ajustadas. Ya era de noche, me dijeron que iban a acampar al río.

—¿Y para qué queréis ver a esa gente?

—Hombre… dada la situación en que estamos… no estaría de más encontrarse con algún ser humano. De momento sólo hemos visto perros. Y un corzo.

—¡¿Un corzo?!

—Sí, una especie de ciervo, se metió aquí al lado, en la sala; supongo que buscaba comida.

Hugo se queda unos momentos pensativo, silencioso. Las horas de sueño le han dejando unas bolsas grisáceas, arrugadas, bajo los ojos.

—¿Y no se perderán las chicas por ahí abajo?

—¡Hombre! Nieves y Amparo conocen bien el terreno, y Maribel. El camino tampoco tiene ningún secreto. Y además necesitaban…

—¿Y los coches? —dice Hugo, animándose repentinamente—. Hay que probar… a lo mejor ahora conseguimos…

—Ya lo hemos probado. Ginés se empeñó en que lo intentáramos; yo le decía que esperara a que tú…

—¿Y no han funcionado?

—Igual que ayer: el de Ginés ni siquiera se abre; de los diesel, ni hablar. Incluso probamos con el tuyo… bueno, el de tu mujer. Lo empujamos por la bajada, y… no veas…

—¿Qué? ¿Qué ha pasado?

—No, el coche está bien… pero casi nos matamos, bueno, Ginés, que era el que conducía. Resulta que es antiguo, tu coche, pero no tanto: casi no frenaba, y el volante iba durísimo; tiene dirección asistida, y los frenos igual. Si no va el motor no funciona todo eso.

—¡Jooooder! ¿Y qué pasó?

—Nada, al final nada; se metió por un camino que subía a la derecha y allí pudo frenar. Dio algún bandazo y rozó unas hierbas, pero hubo suerte, al final no tiene ni un rasguño; lo hemos dejado más o menos aparcado.

—¿Y no sabía Rafa eso de los frenos? ¿Cómo permitió que…?

—Es que Rafa no estaba.

—¿Cómo? ¿No fue con vosotros?… ¿Aún está enfadado?

—Debe de estarlo… Esta noche se ha largado, sin avisar a nadie.

—¿Cómo? ¿Que se ha ido…? ¿De verdad?

—De verdad.

—Pero… ¿y Maribel…?

—No, no, se fue solo.

—Pero… ¿se ha ido así, sin…?

Hugo interrumpe la frase y mira hacia la litera en la que está el saco desocupado. También hay una bolsa, a los pies: una bolsa de deporte bastante grande, con la cremallera abierta.

—Sí, es su litera —confirma Ibáñez—. Maribel no ha querido ni tocarla; está hecha polvo, la pobre.

—Pero… se ha dejado sus cosas…

—Se ha ido con lo puesto. No se ha llevado ni el anorak, como no hacía frío… Ah, ni el móvil: lo ha dejado aquí. Aunque al fin y al cabo para lo que servía…

Hugo se queda un momento pensativo, como si se hubiera olvidado de la presencia de su acompañante.

—Es muy raro eso de Rafa —dice finalmente—, irse así, a pie…

—A lo mejor pensaba que podría encender el coche. Las llaves sí que se las llevó.

—Pero el coche estaba en el mismo sitio, ¿no?

—Sí, lo intentaría, pero moverlo no lo movió.

—No sé, hay algo que no… No me cuadra que Rafa haga eso; él depende mucho de Maribel.

—Es lo que he pensado yo, pero resulta que… se ve que no estaban muy bien últimamente. Ella, Maribel, está muy disgustada, por eso las chicas se la han llevado de paseo.

—¿Qué quieres decir con lo de que no estaban bien?

—Se ve que ayer discutieron, cuando se fueron a acostar. Rafa decía que quería irse, y ella intentaba convencerle, con muy buen criterio, por otra parte, de que no eran horas… Supongo que Rafa se sentía atacado por todos, después de lo que pasó con la discusión que tuvo con Nieves y todo eso, y le debió parecer que Maribel se ponía de nuestra parte.

—A pesar de todo no me cuadra.

—Pues a Maribel sí que le cuadra. Ya te digo que no… que se ve que la cosa no va muy bien entre ellos dos.

—¿Y qué pareja va bien después de veinte años? En todas partes cuecen habas. Pero irse así, a lo bruto… precisamente con el tiempo, con el paso de los años, aprende uno a aguantarse y a no montar numeritos.

—También puede ser que vuelva.

—Pandilla de locos —dice Hugo como conclusión, dejándose caer de través en el colchón en el que está sentado.

—¡No, no, no, nada de eso! —se apresura a decir Ibáñez, al ver que Hugo vuelve a la posición horizontal—. Vístete y sal cuando puedas. Las chicas volverán en cualquier momento, y si ellas no traen alguna buena noticia, que lo dudo, tendremos que decidir entre todos qué es lo que hacemos…

—¿Buena noticia? —dice Hugo levantando la cabeza desde su posición tumbada—. ¿Qué buena noticia van a traer?

—Pues, por ejemplo, que los escaladores tienen un móvil que funciona, o un coche.

—Es verdad, es verdad, los escaladores, me lo has dicho antes.

Hugo se incorpora hasta quedar de nuevo sentado en la litera, pero no hace ningún intento de levantarse: se queda inmóvil, con la mirada fija, absorto en sus pensamientos.

—Va, date prisa —le dice Ibáñez—, se nos está pasando la mañana y… a lo mejor nos toca andar unos cuantos kilómetros.

Hugo mira a Ibáñez a los ojos, pero la suya es la mirada ausente, distraída, de quien ha oído sin atender a lo que le han dicho.

—Venga, que Cova te ha guardado un poco de café… no te quejarás.

—Ah… café… bien, bien…

—¡Joder, tío! Pensaba que eso te alegraría; Cova nos ha dicho que te despertarías bramando por una taza de café: «A coffee! My kingdom for a coffee!», que diría el de Stratford.

—Es igual —añade Ibáñez al ver que Hugo continúa ensimismado—, de todas formas el café está frío. Es del termo de ayer…

—Oye, podríamos —dice Hugo, dando forma por fin a sus pensamientos— podríamos subir hasta la urbanización. Está cerca; a lo mejor encontramos a alguien en alguna de las casas.

—Bien, bien, esa mente empieza a trabajar. Tampoco es el colmo de la originalidad, la propuesta, pero es un inicio. Venga, arréglate; te esperamos fuera. La verdad es que la mañana está estupenda para salir a andar; lástima que hayamos perdido las horas más fresquitas… Ahora empezará el calor.

Hugo se pone en pie y se estira todo él, desentumeciendo sus músculos. Y de pronto se encoge de nuevo, bruscamente, golpeado por una tos inoportuna que se prolonga en constantes sacudidas y que le acompaña mientras camina hacia su litera, mientras rebusca entre sus ropas hasta encontrar el paquete de tabaco, y luego busca todavía un rato más, con los hombros todavía agitados por la tos, con el cigarro colgando ya entre los labios, hasta que su mano emerge de un bolsillo triunfalmente, empuñando el encendedor; y por fin lo pulsa, a un instante del placer de la primera calada, y lo vuelve a pulsar, una vez y otra, cada vez más irritado; y de pronto se detiene mirando a la nada, iluminada su mente por una amarga revelación, e inmediatamente mira en derredor ávidamente, entre las literas, como el náufrago busca la tabla entre las olas.

—El encendedor que funciona está a buen recaudo —dice Ibáñez con expresión divertida, asomando de nuevo por la puerta—. Además no se puede fumar dentro del refugio.

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