Fin

Fin


Hugo - María - Ginés - Amparo - Ibáñez - Maribel - Nieves

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—Ya me extrañaba a mí —dice Amparo— que nos dejaran el refugio para una fiesta privada.

—¡Dios! —dice Ginés llevándose las manos a las sienes.

—¿Y la sorpresa cuál era? —dice María.

—Hija mía, está bien claro —apunta Maribel.

—No sé… —vacila Nieves—, no sé si era algo, una cosa concreta… yo más bien, no sé por qué, interpreté que la sorpresa era eso: que él viniera, que no nos guardara rencor, que nos perdonara…

—Estamos bien jodidos —dice María—, y que conste que no me creo ni una palabra de vuestra mierda de teoría de la venganza…

—Todo sigue según su plan —dice Maribel—. Hugo sigue sufriendo, cada vez más… y el siguiente era Ibáñez. De cajón.

—¿Ah, sí? —dice María—. Entonces, ya que lo sabes todo, también sabrás quién es el siguiente de la lista. Porque hasta ahora te has limitado a vaticinar a toro pasado; y eso… convendrás conmigo en que no tiene mucho mérito.

—No sé —dice Maribel en tono evasivo—, ahora ya no está tan claro. Las chicas le tratábamos mejor, más o menos todas por un igual.

—¡Basta, por favor! —dice Nieves en actitud suplicante—. No sé cómo podéis… discutir, como si no pasara nada, y… en cualquier momento… en cualquier momento… ¡yo no quiero desaparecer!, ¡no quiero que desaparezca nadie!

—No, mujer, no te preocupes —dice María, abrazando de nuevo a Nieves.

—No entiendo que podáis discutir —repite Nieves.

—Cada cual pasa el miedo lo mejor que puede —sentencia Amparo desde abajo, pues sigue abrazando a Hugo que, a su vez, parece haberse dormido.

—Las… desapariciones han seguido un ciclo de unas doce horas —dice Ginés desganadamente—, en principio… si realmente se trata de una serie, no hay nada que temer durante un buen rato.

—Menos tendría que temer —dice Maribel— si no hubiera sido tan confiada.

—Maribel —dice Ginés con severidad— no tienes derecho a…

—¿Sabes lo que me gustaría, eh? —le interrumpe María, encarándose con Maribel—, ¿sabes lo que me encantaría que pasara? Pues que ahora llegáramos al pueblo… y hubiera gente, y nos dijeran que todo esto no había sido más que una evacuación preventiva… ¡cómo me iba a reír entonces!

—Eso nos gustaría a todos, María —dice Ginés.

—No sé yo —dice María—. No sé yo si a todos… Parece que aquí hay gente empeñada en que paguemos todos por sus pecados, queramos o no.

—Bueno, basta ya —dice Ginés—. Nieves tiene razón: no vamos a ganar nada discutiendo. Lo que hay que hacer es llegar al pueblo. Supongo que en eso estamos todos de acuerdo. Yo, por mi parte… Os diré una cosa: si consigo tomarme un café recién hecho, y darme un baño… Por mi que venga el fin del mundo. Ya me da igual, ya todo me da igual.

—Venga, vamos a levantar a Hugo —añade al poco rato, rompiendo la cavilosa tregua que sus palabras han provocado.

—Lo del café es fácil —dice Amparo, mientras entre todos aúpan a Hugo a la posición erguida—, basta con encontrar una cocina que tenga bombona de butano.

Arriba, por encima de sus cabezas, el cielo se ha decolorado completamente, con esa transparencia que adquiere antes de la salida del sol. Sólo las estrellas más brillantes siguen siendo visibles, separadas, perdidas en la inmensidad de la bóveda celeste como pequeñas partículas escapadas del sol que se adivina fulgurando detrás de las montañas. La claridad difuminada y traslúcida le da al paisaje, a las arboledas y los barrancos, una extraordinaria suavidad como de desnudo femenino, como sólo la tiene el paisaje cuando lo vemos entre dos luces.

Nieves y Amparo, ayudando a Hugo y a Maribel, pisan ya el asfalto de la carretera, avanzando muy lentamente, entre quejidos y paradas constantes. María y Ginés están todavía en el mirador, colgándose al hombro las escasas bolsas con las que ha venido cargando el grupo. Ginés retiene un momento a María cuando ésta arrancaba ya en dirección a la carretera, y le dice:

—No te ensañes con Maribel.

—¿Ensañarme, yo? ¡Pero si es ella la que…!

—Ya lo sé. Pero tienes que comprender que ha perdido a su marido y… y también tiene hijos. Toda esa paranoia del Profeta no es más que una justificación para toda su desgracia.

—Ya, pero es que esa paranoia tiene mucho éxito entre tus amigos y… ya estamos bastante jodidos para encima acabar locos.

—Ya lo sé, ya lo sé… Oye, otra cosa: perdona si antes… no sabía que querías ocultar… seguir ocultando…

—Ah, sí. Al final salió bien. No pasa nada.

—Me ha sorprendido…

—No quiero morir de puta. No lo he sido en la mayor parte de mi vida. No quiero acabar con el sambenito…

—¿Quién dice que vamos a morir?

—Todos vamos a morir… —dice María con la mirada perdida, y luego, al ver la expresión de Ginés, añade burlona— alguna vez, hombre, alguna vez.

—Bueno. Y tú no eres propiamente una puta. Yo no te considero así…

—¡Venga, hombre! Tú eres muy bueno, muy especial. Pero tus amigos… Te aseguro que ninguno de ellos, ni un solo segundo, dejaría de pensar que esa chica que está a su lado se dejaba follar por cierta cantidad de dinero. No quiero acabar sintiendo eso a mi alrededor.

—O sea, que no lo tienes tan asumido.

—Oye, no necesito que vengas a darme lecciones. Si no te importa ya me ocupo yo de mis propias contradicciones.

—Perdona…

—No, perdona tú. Tienes razón, es sólo que…

—No te preocupes. Míralo por el lado bueno: si en realidad no somos novios… y, además, no hemos tenido trato carnal, entonces el Profeta, que todo lo ve, no tiene por qué hacerte nada.

—Lo dices en coña, ¿no?

—Hay que ponerle una vela a Dios y otra al diablo. Una al Profeta y otra a los extraterrestres. O a los virus.

—Sí, tú ríete…

—Oh… Piensa en el chasco que se llevará Maribel… porque ella, la pobre, no lo ve todo. No es más que un heraldo del ángel exterminador.

—Lo dices en coña…

—No sé, estoy perdiendo la fe; la fe en la razón, quiero decir. Pero ¿sabes? Me alegro de haberte conocido. Cuando estoy contigo me siento mejor… incluso antes de haberme tomado el primer café.

María y Ginés corren hacia el cuarteto que avanza ya por la carretera, mientras el sol pone una corona de lava fundida entre dos montañas, en el último perfil del horizonte. En el centro de la explanada está la lámpara de butano, sola, medio inclinada. Ya no queda gas en la pequeña bombona; nadie ha cerrado el grifo, que estuvo abierto toda la noche, sin que nadie lo tocara, hasta que la llama consumió por completo todo el combustible.

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