Fin

Fin


María - Ginés - Amparo

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MARÍA - GINÉS - AMPARO

Ginés, María y Amparo están en una gasolinera, a la sombra del cobertizo que da techo a los surtidores. Están sentados en unas sillas, en un lugar en el que nadie, en circunstancias normales, habría tomado asiento, pues es lugar de tránsito y parada para los coches. Frente a ellos, apoyadas en los surtidores de gasolina, reposan las bicicletas, dos de las cuales han sido cambiadas y equipan alforjas que contienen botellas de agua y un botiquín de primeros auxilios. Detrás de los ciclistas está el edificio que alberga la caja y una pequeña tienda. No hay cristal en el escaparate; la enorme luna rectangular yace por el suelo hecha añicos; y sólo en su periferia, adheridos al marco, sobreviven algunos trozos de vidrio cuarteado, como un mosaico.

Aparentemente, la gasolinera estaba operativa en el momento en que se produjo el apagón y cesó bruscamente su actividad, pero los tres supervivientes no han encontrado manera de abrir la puerta de entrada al negocio, de accionamiento eléctrico, y han optado por la solución expeditiva de romper el cristal. Por lo demás, el hecho de que el local se haya mantenido cerrado les ha permitido acceder a algunos alimentos intactos y en un aceptable estado de conservación. Han podido ver, a lo largo del día, los estragos que los perros y otros animales han causado en cualquier comestible que haya quedado al descubierto, y el recuerdo de esa corrupción les ha hecho escoger lo más aséptico que han encontrado dentro de la escasa oferta proteica de la gasolinera: unos emparedados de origen industrial, cada uno con su envase de plástico de forma triangular, alineados sobre el blanco higiénico de los estantes de una vitrina frigorífica, ahora templada.

Los rayos del sol ya son bastante oblicuos, pero todavía hace calor, incluso a la sombra, y la luz, clara y luminosa, aún no amarillea. Más allá del cuadrado de sombra que cubre la zona de los surtidores se despliega un panorama de papeleras y guardarraíles, de asfalto manchado de aceite y macizos de hierba agostada. La vista tiene que viajar muy lejos, hasta el horizonte, para divisar el azul de las sierras remotas, brumoso y gris por la calima estival.

Después de haberlos olisqueado repetidamente, con aprensión, con desconfianza, María y Ginés mastican en silencio los primeros bocados que han arrancado a sus respectivos emparedados. Comen sin apetito, con expresión hosca, abatida, con la mirada perdida y absorta en sus cavilaciones.

Amparo consume su merienda con parecida desgana, pero su expresión tiene un matiz de indiferencia, un velo de insustancial distracción que oculta o sustituye a su auténtica mirada. Mientras distrae en su boca los bocados a medio masticar, pobremente insalivados, Amparo mira a un lado y a otro, a las grises papeleras, al techo que les da sombra, con la indolente curiosidad de un niño al que han puesto en una clase nueva. Y de pronto, como si se acordara súbitamente de algún asunto importante, empieza a rebuscar en los bolsillos de su pantalón, hasta que su mano emerge abrazando, ocultando un pequeño objeto.

Con los ojos bajos, subrepticiamente, María observa los movimientos de Amparo, e inmediatamente frunce el ceño al darse cuenta de que es un teléfono móvil lo que su compañera sujeta entre las manos, entre las dos manos, porque además ha dejado el sándwich a un lado, sobre el mismo suelo. Entonces María busca el rostro, la expresión que acompaña a esos gestos; pero Amparo, con la cabeza baja, ladeada, oculta la mirada a su acompañante y la concentra toda en el teléfono, cuyos botones ha empezado a tocar con obsesiva insistencia.

Parece que María va a decir algo, que le va a decir algo a Amparo, incluso llega a abrir la boca para empezar a hablar. Pero su boca se cierra emitiendo algo parecido a un suspiro, su cuerpo se afloja, y la mirada preocupada, pensativa, se posa sin verla en la bicicleta que tiene delante, a cuatro metros de distancia.

Ginés —sentado al otro lado, a la izquierda de María— no ha percibido estos sutiles movimientos: con una botella de zumo, ya mediada, junto a una pata de su silla, mastica con aire distraído, con la mirada ausente, una mirada que delata el fluir constante de sus pensamientos. Y de pronto el fluir se detiene, la mirada se intensifica y la masticación se va haciendo más lenta, más lenta, hasta que se detiene por completo, y Ginés se queda inmóvil, con la boca llena, con el bocadillo sujeto con ambas manos, a la altura del pecho.

—Hay un sitio en el que no hemos mirado —dice apartando la comida a un lado de la boca, con la vista fija, aparentemente, en los surtidores de gasolina.

—¿Qué sitio? —dice María.

Ginés tarda tres o cuatro segundos en responder, lo justo para que su silencio empiece a llamar la atención. Finalmente engulle el bocado con precipitación y dice, sin dejar de mirar al frente:

—En el tanatorio.

—Joder… —dice María.

Ahora se produce un silencio un poco más largo. María se queda inmóvil durante unos instantes; después gira la cabeza y mira a Ginés, pero éste sigue en la misma posición, como si estuviera contemplando los surtidores: tan sólo ha bajado un poco el bocadillo, hasta apoyar los antebrazos sobre los muslos. Amparo en cambio no ha tenido la menor reacción: como si las palabras de Ginés no hubieran llegado a sus oídos, continúa toqueteando en el teléfono cada vez más encorvada, cada vez más atenta a su muda pantalla.

—¿Y eso…? —dice María cautamente, como si temiera la respuesta.

—Tengo curiosidad —responde Ginés, con una entonación que se esfuerza en resultar neutra—. Si la gente no ha sido evacuada, sino que… desaparece… habría que ver si alguien que ha… fallecido, que ha fallecido recientemente…

—Recientemente… —repite María, en actitud pensativa.

—Sí, recientemente… pero antes del apagón —dice Ginés, acercando de nuevo la comida a la boca, pero sin llegar a tocarla.

María aparta la vista de Ginés, mira hacia el suelo unos segundos, en actitud pensativa, y luego, de repente, levanta la cabeza.

—A lo mejor no había nadie —dice, mirando de nuevo a Ginés—, ningún muerto… no sabemos si cada día… ¿Cuántos habitantes tiene…?

—No sé… —dice Ginés, dubitativo—, antes eran… en mis tiempos…

—Cuarenta mil.

La cifra la ha dado Amparo. Ginés y María miran hacia ella, sorprendidos, pero Amparo sigue encorvada sobre el teléfono, atenta, silenciosa. Si no fuera porque su voz es inconfundible, se diría que no ha sido ella la que ha hablado.

—¡Caramba… sí que ha crecido! —dice Ginés—. Sí, entonces sí… no soy experto en estadística, pero… De todas formas, podemos… podemos probar en La Capital. Allí… allí sí que no falla.

—¡Se ha encendido! —exclama de pronto Amparo—. ¡Mirad, se ha encendido!

María y Ginés se levantan de un salto y rodean a Amparo.

—¿Cómo? ¿Qué se ha…? ¡Déjame ver! —dice Ginés, pugnando por que Amparo le muestre el móvil que atesora entre sus manos, a un palmo de la cara.

Amparo continúa sentada, y Ginés y María revolotean con ansiedad en torno a su silla. Acercando la cabeza a la de ella, intentan ladear el teléfono, sujetándolo a través de las manos de su dueña, que lo tiene firmemente agarrado.

—A ver —dice Ginés, cuando por fin consigue ver de frente la pantalla—. Pero… no funciona. Está apagado…

—¿Cómo que no? —dice Amparo—. ¡Sí que funciona, mira!

De pronto el entusiasmo de Amparo se transforma en perplejidad, que a su vez se va convirtiendo en una especie de ofendida susceptibilidad.

—Antes… antes iba, y vosotros… —dice, sin dejar de mirar al teléfono— vosotros lo habéis apagado con tanto toquetear…

María y Ginés se miran un momento, en silencio. Sus miradas son serias, tácitas, cargadas de significado.

—¡Mira! ¿No ves?… No hace nada, pero se enciende —dice Amparo, renaciendo en su entusiasmo.

—Amparo… No se ha encendido. Es el reflejo del cielo que te ha engañado —dice Ginés, grave, triste, casi avergonzado.

—¡Venga, hombre! ¡Si lo sabré yo! —protesta Amparo—. Ves, ya se ha vuelto a apagar, es cuando lo tocáis… Se ha encendido. No hacía nada, pero se ha encendido. ¡Vamos… como si no supiese yo qué es lo que he visto!

Ginés y María se miran de nuevo con la misma mirada que han cruzado hace unos instantes. Se diría que ninguno de los dos quiere intervenir, replicar a Amparo; que cada uno espera que sea el otro el que tome la palabra. Pero María niega implícitamente, con un gesto de abatimiento, y es Ginés el que habla a una Amparo que no mira a sus amigos, que acaso no quiere mirarlos, atenta, ficticiamente, a su absurdo teléfono.

—Bueno… es igual, Amparo —dice Ginés—, es igual, no importa, no… no tiene importancia, tal vez sí, tal vez… no hemos mirado bien y… de todas formas da igual; si no funciona…

—¡No me hables como si estuviera loca, ¿vale?! —estalla Amparo, levantándose bruscamente de la silla—. ¡Tú siempre vas de listo! Eres… eres la máxima autoridad. ¡Ni que fueras el papa de Roma! ¡Hemos ido a donde tú has querido, te hemos… te hemos seguido, has hecho que llegáramos… que llegara a creer que tú nos salvarías, que teníamos salvación… cuando ni tú mismo te lo creías! ¡Eso… eso es lo que me da más rabia!…

—¡Qué sabes tú lo que cree o no cree Ginés! —dice María.

—¡Lo sé mejor que tú, guapa, lo sé mejor que tú! —dice Amparo encarándose con María—. Pregúntale… pregúntale a tu flamante novio, escarba un poco y verás… Mira… ni siquiera me caes mal, no es culpa tuya. Ginés… Ginés te sigue, te sigue el juego, es normal… se esfuerza en agradarte, no quiere… no quiere que se rompa la idea que te has formado de él, y supongo… supongo que también le gustaría creer, creer en lo que tú dices, pero en el fondo…

—En el fondo, ¿qué?

—¡Pues que él estuvo ahí y tú no! Si hubieras estado ahí, si hubieras… si hubieras visto cómo se puso… si hubieras estado allí aquel día, tú tampoco tendrías ninguna esperanza…

—¡Ya estamos otra vez con eso! —dice María—. ¡Esto es… esto es un… un puto diálogo de sordos, joder! ¿Pero es que no has visto… no has visto cómo estaba…? Es Villallana, es una ciudad de cuarenta mil habitantes: no es… no es una urbanización. ¡Y no había un alma! ¿Qué más tienes que ver para darte cuenta de que aquí ha pasado algo gordo, algo que no tiene nada que ver con ese pobre tipo, ni con… con… vuestros malditos problemas de conciencia?

—Tú no lo viste. ¡Fue algo horrible! —dice Amparo—. Cuando se dio cuenta, cuando descubrió el pastel… le salía, le salía espuma por la boca y… los ojos… los ojos… estaba como en trance, y dijo… dijo aquellas cosas… lo predijo todo, todo lo que está pasando.

La vista de María viaja con incredulidad, con una especie de interrogante repulsión, de Amparo hacia Ginés. Ginés desvía la mirada y dice, en actitud evasiva:

—Citó algunas frases, cosas de La Biblia… «No quedará piedra sobre piedra»… lo de la estatua de sal… Babilonia y Nínive… cosas…

—¡Es todo lo que está pasando! —exclama Amparo.

—¡Nadie habla ahora contigo! —dice María, cortante, sin ni siquiera mirar a Amparo—. ¿Y todo eso… fue en el guateque ése, cuando descubrió…?

—Fue una especie de ataque de histeria —dice Ginés incómodo, como si deseara acabar con el tema cuanto antes—, alguno pensó que hasta podía ser epilepsia…

—No se habla mientras se tiene un ataque de epilepsia —recuerda María.

—Ya lo sé, pero en el momento…

—Tú te quedarás —dice de pronto Amparo, mirando a María.

—¿Qué quieres decir? —dice María.

—Sí. Tú te quedarás. Serás la última…

—¡Vaya, hombre, gracias! —dice María—. Me dejas un panorama estupendo: sin mi novio, sola en el mundo… no, sola no: con la compañía de algunos animales salvajes. ¡No te jode!

—Eso ya es tu problema.

—¡Basta, por favor! —dice Ginés—. Intentemos… intentemos permanecer unidos, ya estamos… ya estamos cerca de La Capital. Si en algún sitio puede quedar alguien es ahí, en una gran ciudad de… millones de personas. Démonos… démonos esa última oportunidad.

—¿Y por qué? ¡A ver…! —dice Amparo, con airada rebeldía—. ¿Por qué ir a La Capital? Desde el primer momento nos has querido llevar ahí… ¿Por qué no ir para allá… o para allá? —añade señalando teatralmente a un lado y a otro.

—Es verdad, ¿por qué?… De todas formas vuestro «todopoderoso» Profeta —dice María, enfatizando burlonamente la palabra— nos perseguirá allá adonde vayamos, y apartará a cualquier ser humano…

—Por favor… —dice Ginés— no me lo pongas tú ahora más difícil; tú no, por favor…

—¡Pero si es que ya no sé a qué… a quién estoy ayudando! Ya… ya no sé quién eres, no… ¡Ahora me doy cuenta de que no… no sé nada de ti!

Ginés mira a María con extrañeza, vagamente anonadado. Parece que no acierte a pronunciar la respuesta que las palabras de María le han sugerido.

—Sabes lo mismo que sé yo… —dice al final, desviando la mirada—, bastantes problemas tengo a veces para saber quién soy…

María guarda silencio durante unos segundos, mira distraídamente a Amparo, que parece haberse desentendido de la conversación y toquetea de nuevo su teléfono móvil. Pero no es en Amparo en quien ahora está pensando.

—Tú también crees en lo del Profeta, ¿verdad? —dice de pronto mirando a Ginés, con una serenidad resignada, fatalista.

—¡Si creerá… que a lo mejor hasta está compinchado con él! —dice Amparo, levantando un momento la vista del teléfono.

Ginés se lleva una mano delante de los ojos, se masajea la frente con lentitud al tiempo que niega con la cabeza y expulsa el aire ruidosamente, como si se sintiera abatido por un gran cansancio.

—Lleguemos a La Capital —dice, mostrando de nuevo su rostro—. Sólo os pido eso… Y a partir de ahí que cada uno haga lo que quiera… Yo también estoy cansado de tirar del carro…

—Nos lleva al matadero —dice Amparo, con la misma escalofriante indiferencia de su última intervención—. Pero él tampoco se va a salvar. A lo mejor tú…

—¡Basta ya! —grita María, en un inesperado estallido—. Si vas a venir con nosotros, te guardas tu mierda para ti, ¿vale?… Todos pensamos cosas malas, pero… nos jodemos, y no andamos rallando al personal, sobre todo cuando estamos así… así de jodidos.

Por unos instantes todos permanecen en silencio. Sólo se oye el canto de las cigarras, y la respiración agitada de María, que hace subir y bajar su pecho. Amparo, por su parte, esboza un mohín desdeñoso, y vuelve a concentrarse en su teléfono móvil.

—¿Podremos llegar hoy a… a La Capital? —dice María, encarándose de nuevo con Ginés. En su voz parece haber una excesiva frialdad, pero tal vez sea fruto del esfuerzo por serenarse, después del rifirrafe con Amparo.

—El problema no es si llegaremos hoy: el problema es cuántos llegaremos —dice Amparo en voz baja, como hablando consigo misma.

María ha oído, un movimiento de sus ojos lo delata; pero está de espaldas a Amparo y opta por ignorarla. Ginés también obvia el comentario.

—No sé si llegaremos —dice, en actitud dubitativa—, depende de a qué velocidad…

—Yo no pienso dormir otra vez al raso —dice Amparo.

—Si no llegamos, nos faltará muy poco… —dice Ginés—, hay una zona residencial bastante pija, está a diez o quince kilómetros de La Capital… Buscamos uno, un buen chalet que tenga piscina y…

—Venga, vamos —dice María—, no perdamos más tiempo… de todas formas no parece que haya mucha hambre.

El sándwich de Amparo yace en el suelo, casi entero, junto a la silla que ésta ocupaba. En su camino hacia las bicicletas, Ginés y María recogen los suyos, que habían dejado precipitadamente sobre sus respectivos asientos. Con una expresión adusta, de incomodidad, María se desvía hasta la papelera más cercana, y tira allí lo que queda de su emparedado.

—No valía nada —dice, como para justificarse, caminando de nuevo hacia las bicis.

Ginés, en silencio, pensativo, recupera el envase de plástico, de forma triangular, y mete allí su sándwich a medio consumir, y después lo guarda en una de las alforjas de su bicicleta.

Ya han puesto las bicicletas en posición vertical, cuando los dos, al mismo tiempo, miran hacia Amparo.

Amparo viene despacio, desganada, mirando al teléfono móvil como lo haría una hija adolescente llamada por sus padres, hastiada del viaje y las horas de coche, en un área de servicio de cualquier autopista. Pero Amparo tiene más de cuarenta años, y el pelo cano, y un rostro curtido en el que las patas de gallo blanquean pálidas, rosadas, cuando levanta las cejas.

—Seguro que era él —dice mirando todavía el teléfono, mientras lo devuelve al bolsillo—. Al principio pensé que era otra cosa, pero ahora me doy cuenta de que era él, que se divierte jugando con nosotros.

Amparo mira a sus compañeros, y la expresión que ve en sus caras le hace darse la vuelta inmediatamente. Hay un perro detrás de ella, junto a las sillas en las que estaban sentados. El perro se agacha cauto, temeroso, por detrás de las sillas, y estira el cuello lentamente, centímetro a centímetro, hasta llegar con el hocico al sándwich que ha dejado Amparo; lo olisquea y empieza inmediatamente a comerlo a bocados, pero con delicadeza, con timidez, como si se esforzase en pasar desapercibido.

—¡Vaya! ¡Qué raros que son los galgos! —dice Amparo.

El perro, de color grisáceo, tiene todo el aspecto de un galgo de carreras: delgado, fibroso, con el hocico afilado y el espinazo curvo que sostiene una caja torácica ancha y redondeada en contraste con el vientre recogido, inexistente, y el remate de un rabo largo y filiforme que se esconde tímido entre las piernas, que busca el abdomen siguiendo el dibujo de la huidiza curva de la espalda.

—¡Es un galgo de carreras!

—Son más grandes de lo que yo pensaba.

—¡Mira, hay otro!

Distraídos como estaban mirando al primer animal, los tres ciclistas no han visto llegar al segundo, que ahora se acerca sigilosamente, hasta ponerse a la altura del afortunado devorador del bocadillo. Es un ejemplar de la misma raza que el primero, de la misma talla y con idénticas características físicas; sólo cambia el tono de su pelaje, que es de un color pardo tirando a ocre. Con la misma suavidad en los movimientos, con la misma timidez, va acercando su cabeza a la merienda que el otro agita con sus mordiscos, hasta que al final, como al descuido, como quitándole importancia, atrapa y trasiega hacia su garganta, todo en el mismo gesto, un trozo mediano de emparedado que había caído al suelo. Entonces el primero, desmintiendo su apocada actitud, se eriza y gruñe por lo bajo, enseñando los dientes, en una amenazadora demostración de agresividad contenida.

El segundo galgo se ha apartado bruscamente, pero se queda a la expectativa a unos pasos de distancia, cebado por la dulzura de lo que ha probado, esperando obtener todavía alguna otra migaja. Mientras tanto, María y Ginés han dejado sus bicis recostadas de nuevo contra los surtidores. Los dos, lo mismo que Amparo, detenida a unos pasos de ellos, contemplan la escena en silencio, fascinados por la extraña anatomía de los animales, por su extrema delgadez entre estilizada y grotesca, por la ondulante levedad de sus movimientos.

Pero algo les distrae, un movimiento que sus ojos han captado vagamente, en un extremo de su campo de visión. El movimiento proviene de una de las papeleras: allí hay otro perro, otro galgo, en este caso negro, que rebusca en posición rampante, metiendo el hocico delgado, famélico, en una de las bocas de la papelera. Alzado sobre sus patas traseras, con su color negro y su cuerpo más estirado todavía, más rectilíneo, con sus poderosas ancas tensas por el esfuerzo, el animal tiene un aspecto cómico, pero también inquietante.

—Ha olido el bocadillo que has tirado —dice Ginés.

—No me gustan esos bichos —dice Amparo, frunciendo el ceño—. Me dan miedo.

—Buscan comida —dice Ginés.

—En la tienda quedaban cosas —apunta María.

—Sí —dice Ginés—, pero empaquetadas.

—Pues entremos y les sacamos… ¡Ay! ¡Qué susto!

María se ha sobresaltado al notar en su mano un extraño tacto, una caricia húmeda y cálida, que resulta ser el leve toque de un hocico, de una lengua que no pertenece a ninguno de los tres perros hasta ahora vistos, sino a un nuevo ejemplar, también negro pero con alguna mancha blanca, tan sinuoso, tan pintoresco, tan galgo como los otros tres. Amparo, que ya estaba al lado de sus dos compañeros, retrocede bruscamente al percibir la presencia del animal.

—¿Adónde vas? —le dice María—. No hacen nada, mira: me lamía porque aún debo de oler al emparedado…

—Son de pura raza… —no puede menos que exclamar Ginés, al ver la extrema delgadez y al mismo tiempo la poderosa musculatura de los animales, su cabeza exageradamente alargada, puntiaguda, en la que los ojos sobresalen ligeramente saltones, como si no encontraran sitio para incrustarse en un cráneo tan estilizado.

—Pero… ¿por qué hay tantos? —dice Amparo, puerilmente quejosa, mientras que María, sonriente, juguetea con el galgo que la ha lamido. El animal parece más interesado en recoger los restos del aroma a comida que en recibir caricias, pues rehúye escurridizo la palma que intenta posarse sobre su cabeza, para después buscarla con la humedad de su hocico, devolviendo en cosquillas lo que ha rechazado en caricias.

—¿Por qué… por qué hay tantos?

Lo cierto es que han aparecido algunos ejemplares más, añadiendo el marrón, el crema, un blanco sucio, ligeramente moteado, a la gama cromática de tonos cenicientos. No se sabe muy bien de dónde salen, pero siguen llegando, por separado o en pequeños grupos. Hasta que llega un momento en que se pierde la cuenta, y si al principio sorprendía la rareza de cada individuo, lo que empieza a asombrar ahora es el número, la entidad de lo que a todas luces ya es una jauría de ejemplares tan atléticos como, de momento, discretos y suaves en sus movimientos.

—Se habrán escapado de un canódromo… —dice Ginés— o de un camión que los transportaba. A lo mejor chocó, en el apagón, y…

Ginés se queda fascinado mirando a María. La chica sonríe con cierto asombro, rodeada ahora por cuatro o cinco perros que alargan la cabeza hacia sus manos, pues otros ejemplares han venido a sumarse al anterior, atraídos por aquello —fuese lo que fuese— que aparentemente estaba recibiendo su compañero.

—Amparo —dice Ginés, apartando la vista de la escena—. ¿Sabes si hay algún canódromo por…?

Ginés enmudece. Amparo está inmóvil, con los brazos a la altura de la cabeza, petrificada por el pánico, cerrando los ojos en una contracción de todas sus facciones, abriéndolos de vez en cuando para mirar hacia abajo y ver que la tortura no ha acabado, que el horror sigue fluyendo a su alrededor. En realidad, lo que la rodea, a la altura de sus caderas, no es más que una profusión, una abundancia tal vez excesiva, un oleaje de lomos curvos y ondulantes, en los que se marcan una a una las vértebras. Pero las aguas, en su avance, las aguas pardo grisáceas, se abren y rodean a la aterrorizada mujer sin apenas tocarla.

—Mujer… —dice Ginés—, no hacen nada.

Pero él mismo empieza a sentir cierta inquietud al ver el ámbito entero de la gasolinera invadido por los galgos, olisqueantes, curiosos; al ver la aglomeración, mucho más apretada y bulliciosa, que se produce en torno a la papelera, en la que convergen los afilados hocicos, y también en el lugar en que estaba el bocadillo, ya invisible, tapado por un rebullir de cuerpos inquietos, bruscos, generando los primeros ladridos secos, agudos, como la anatomía de sus emisores.

Pero sobre todo le inquieta a Ginés la acumulación en torno a María, las bocas cada vez más codiciosas, más atrevidas, los primeros dientes que presionan la mano, todavía sin apretar, como si la sopesasen, como si el mordisco camuflado, al descuido, no hubiera sido más que un travieso exceso de confianza. Ginés mira el rostro de María, y comprende que la chica empieza a tener miedo; y al mismo tiempo se da cuenta de que en su bicicleta, a sus espaldas, está ocurriendo algo parecido, y que los perros, amontonados, pugnan por meter la cabeza en una de las alforjas de la bici, cuya tapa de lona Ginés tuvo la precaución de cerrar.

—Chicas —dice Ginés lentamente, sin alzar la voz, esforzándose en controlar su nerviosismo—, vamos a subir a las bicis… despacio… despacio… sin hacer movimientos bruscos…

María empieza a darse la vuelta lentamente, para quedar de nuevo de cara a su bicicleta. Su movimiento de rotación produce una agitación nerviosa, un vago movimiento de protesta en la piña de cuerpos que gusanean a su alrededor, en el panorama de hocicos levantados hacia el cielo y dientes al descubierto.

—Dame la mano… ¡Dame la mano! —dice entretanto Ginés, alargando su brazo, tendiendo un puente hacia Amparo que está bloqueada, petrificada, incapaz de salir de su inmovilidad. Finalmente, Ginés consigue atrapar su mano y empieza a tirar de ella, y Amparo se desplaza rodeada de perros, apartando sus cuerpos al avanzar, como el bañista que entra en el mar y se estira de puntillas, y esconde el estómago, intentando hurtarlo el mayor tiempo posible al contacto del agua demasiado fría.

Amparo va con los ojos cerrados, con el rostro crispado por una mueca de repulsión y sufrimiento; sólo mira para abajo fugazmente, de vez en cuando; pero Ginés la va guiando y la deja al lado de su bicicleta, y allí Amparo se sobrepone un poco, porque los galgos han ignorado precisamente su bici, que es la única que no lleva alforjas, y la menor densidad en la presencia canina le permite subir a la bicicleta y ponerse en disposición de salir.

María, entretanto, lo tiene un poco más difícil. Ha empuñado el manillar, y ahora está intentando pasar una pierna al otro lado del asiento. Pero su rostro revela una tensión máxima y un titánico esfuerzo de autocontrol, porque los canes que la rodean cada vez son más exigentes, más atrevidos, cada vez su renuente acercamiento se parece más a la agresividad, y ya los dientes sujetan un pie, una muñeca, ya un colmillo se ha enganchado y tira del pantalón, atravesando, de momento, tan sólo la tela.

Ginés ve el sufrimiento de María, pero tiene problemas más perentorios que resolver: su propia bicicleta está hasta tal punto rodeada de perros, es tan denso el confuso hormiguear en torno a la fatídica alforja, que sencillamente le resulta imposible acceder a la bici sin apartar de alguna manera ese conglomerado de cuerpos animales, de patas y lomos y cuellos en movimiento.

Ginés se queda anonadado por unos instantes, sin saber qué hacer. Parece mentira que los galgos no hayan despedazado ya la alforja a dentelladas; es como si su natural delicadeza les impidiera ser más expeditivos. Pero al mismo tiempo resulta terriblemente inquietante y amenazador pensar que sólo hay una fina membrana que separa la contención de la masacre, y que esa membrana se está tensando hasta la exasperación, y sólo hace falta una sutil aceleración, un movimiento más brusco, para que se desate todo el poder contenido de la jauría.

Entonces ocurre algo inesperado. La bicicleta de Ginés pierde el equilibrio como resultado de los tirones que sufre la alforja, cae hacia un lado, y los galgos se apartan bruscamente, rehuyendo el impacto de la estructura de acero. Ginés aprovecha el momento de confusión de los perros y se lanza sobre su bici, y se sube encima, no sin antes haber abierto y sacado de la alforja el recipiente de plástico cuyo contenido tanto atrae a los animales.

—¡Vamos! ¡Arranquemos ahora! —grita Ginés.

—¡No puedo! —dice María gritando, sollozando.

Ha conseguido sentarse en la bici, incluso poner un pie en el pedal, pero da la impresión de que los perros la retienen, la clavan al suelo tirando con los colmillos de los calcetines, de los cordones de sus bambas, y que en verdad le resulta materialmente imposible hacer girar los pedales. Lo cierto es que no puede arrancar, y en cambio corre el peligro de caer hacia un lado, maniatada a su bicicleta.

Entonces Ginés, levantando los brazos —porque los galgos a los que asustó la caída de la bici han vuelto ya, y le están rodeando, y alzan las cabezas hacia su codiciada presa—, saca el medio emparedado de su envase de plástico, y lo lanza lo más lejos que puede, en la dirección contraria a la que señalan las bicicletas.

—¡Ahora! —grita, al tiempo que deja caer todo su peso sobre los pedales.

En la jauría se ha producido un movimiento general, un replegarse y converger hacia el lugar en el que ha caído el bocadillo. Los ciclistas lo aprovechan para salir, pedaleando con todas sus fuerzas, hacia el lugar en el que la salida de la estación de servicio converge con la carretera. Pero al notar el movimiento de huida, algunos galgos, los más alejados del festín y también —por lo tanto— los más cercanos a María, vuelven hacia ella y persiguen con sus fauces los pies en movimiento, y uno de ellos se queda unido a la bici, con la cabeza describiendo círculos, con los colmillos enredados en los cordones, mientras que otros, con acercamientos rápidos como picotazos, intentan morder las piernas indefensas, cubiertas tan sólo hasta la mitad de los muslos por el pantalón de ciclista.

Entonces María lanza un grito desesperado, un chillido desgarrado y desgarrador, profundamente animal, que estremece a Ginés y Amparo y además tiene la virtud de asustar a los tres animales que todavía la acosaban, que se separan bruscamente de ella y quedan atrás en cuestión de segundos.

Ahora las bicis ya pisan la carretera, ya enfilan la bajada que providencialmente les espera, en dirección a La Capital, ya empiezan a coger velocidad, cada vez más velocidad; y las piernas siguen empujando los pedales con todas sus fuerzas, y nadie se atreve a mirar atrás, y tan sólo Ginés, con la voz deformada por el esfuerzo, le pregunta a María una y otra vez «¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Te han mordido?». Hasta que María, sin dejar de pedalear, abandona su enigmático silencio y dice, con una mezcla de rabia y amargura:

—¡Calla! ¡Estoy bien! ¡Cállate y dale caña!

Los ciclistas pedalean sin descanso por espacio de unos cuantos kilómetros. No pronuncian ni una palabra, no hace falta que nadie diga nada para saber que la evidente consigna es poner tierra de por medio y alejarse lo más posible, lo antes posible, de la gasolinera. Ya deben de llevar unos diez minutos pedaleando, y acaban de remontar una pendiente bastante prolongada, y la pendiente acaba en un alto, una especie de mirador desde el que se avizora el paisaje y se ve la prometedora bajada que empieza una veintena de metros más allá. Pero antes de que las bicicletas adquieran de nuevo velocidad, María se para en seco y echa pie a tierra.

—Parad un momento. Me mordió… me mordió uno de esos cabrones.

María deja caer a un lado la bicicleta, y gira la cabeza hasta mirar su pantorrilla derecha, en la que se aprecia una pequeña herida, un punto rojizo del que mana un hilillo de sangre. Ginés ha bajado de su bici precipitadamente, dejándola caer al suelo, y ya está arrodillado al pie de María, examinando el aspecto de la lesión.

—No parece muy profunda —dice, alejando la cabeza y entrecerrando los ojos, al tiempo que manipula la piel en torno a la herida—… lo justo para clavarte el colmillo ¡y el otro también! Se ve la marca de los dos, pero el otro no ha llegado a hacerte sangre, no llegó… no ha profundizado. ¿Te duele… cuando pedaleas?

—No, no. Sólo me escuece un poco.

—No debe de haber llegado ni al músculo.

—No es nada —dice María, con el gesto de malestar de quien se espanta una mosca— sólo… hay que echar agua oxigenada en cantidad, y yodo.

—Trae el botiquín —dice Ginés dirigiéndose a Amparo—, menos mal que pillamos el botiquín…

»¡Vamos, está ahí —señala Ginés, al ver que Amparo permanece inactiva—, en la alforja que ha quedado arriba!

Pero Amparo sigue agarrada a su bicicleta, mirando a María, a su herida, con una especie de atónita repulsión.

—¿Y si tenían la rabia? —dice, sin desviar ni un milímetro la mirada.

Ginés le lanza a Amparo una mirada seria, cargada de censura, y se pone en pie para coger él mismo el botiquín.

—Eran galgos de carreras, de competición —dice, mientras rebusca en la alforja—; esos animales están muy bien cuidados, los miman, seguro que están vacunados de todas las enfermedades posibles… De todas formas… no estaría de más buscar… en alguna farmacia o…

Ginés se arrodilla de nuevo junto a María y abre el botiquín, y saca un frasco de color amarillo y un rollo de gasa envuelto en plástico.

—No, el agua oxigenada —dice María, con expresión contrariada, impaciente.

La chica se agacha y coge ella misma el botellín del agua oxigenada, le quita el tapón, esboza un gesto de fastidio y se pone a mordisquear el otro tapón interior que viene sellado.

—¡Mierda! —dice después de algún intento infructuoso.

Ginés, mientras tanto, ha sacado una pequeña lanceta que hay en el botiquín; le coge la botella a María y corta a ras el pitorro de plástico, y empieza a rociar cuidadosamente la zona de la herida, ayudándose con un trozo de algodón.

—No, así no —dice María, tal vez con excesiva brusquedad—, tiene que ser… un buen chorro y…

Al final María se hace con la botella y, siguiendo sus instrucciones, Ginés manipula la piel, la pantorrilla tersa y morena, sin asomo de vello, hasta que la incisión hecha por el animal queda al descubierto, lo más abierta posible, y entonces María dirige al agujero un chorro delgado y mordiente, apretando la botella con todas sus fuerzas.

—Lo importante es que penetre —dice apretando los dientes, crispando el rostro, no se sabe si por el esfuerzo de estrujar la botella o por el escozor que ya debe de estar sintiendo—, la mitad de los microbios son anaerobios.

—La vas a acabar toda —dice Ginés, intentando represar con el algodón el torrente de agua oxigenada que baja hasta el calcetín.

—Luego cogemos más. De esto hay en cualquier lado.

—Podías haber gritado antes.

La frase la ha dicho Amparo. Ginés y María se habían olvidado de ella, y ahora le dirigen miradas sorprendidas, interrogantes, sosteniendo en las manos la botella y el algodón ya inactivos. Amparo está con ambos pies en el suelo, bajada del sillín pero con la bicicleta entre las piernas, con las manos en el manillar.

—Cuando gritó se asustaron —dice Amparo, como si ahora hablara sólo con Ginés—. Podría haber gritado antes.

María y Ginés vuelven a fijar su atención en la pierna herida. Su voluntad de ignorar a Amparo es tan unánime que se podría pensar, para alguien ajeno al asunto, que ni siquiera han oído sus palabras.

—Ahora a dejar que actúe —dice María—. Luego pondremos yodo… pero nada de tapar.

—Nos hemos puesto nerviosos. No… no había para tanto —dice Amparo, haciendo avanzar y retroceder las ruedas unos centímetros, de modo que el sillín le da unos golpecitos en el cóccix—, con un grito ya se han asustado.

Esta vez, sus dos compañeros ni siquiera miran hacia ella.

—Menos mal que se nos ocurrió coger un botiquín —dice Ginés, sopesando el frasco del yodo.

—Una escopeta es lo que tendríamos que haber cogido —dice María mirando al suelo, con un deje de desdeñosa irritación.

Ginés la mira un momento con una extraña expresión, como si la viese en este momento por primera vez. Pero María evita su mirada.

—Después de lo de los leones… —dice, con la misma expresión huraña—. No sé cómo no hemos pensado en buscar un arma.

—Yo lo pensé en algún momento —dice Ginés—, pero luego se me olvidó… además… no es tan sencillo… hay que encontrarla, saber cómo se usa, y la… la munición…

—¡Vaya problema —dice María—, pues se busca una armería y ya está!

—Siempre que podamos reventar la puerta —objeta Ginés—, precisamente una armería estará…

—¡Pero bueno! ¿Qué coño os pasa? —estalla María, pasando bruscamente al plural, aunque Amparo se limita, de momento, a guardar silencio—. ¿No queréis tener un arma… o es que vuestro Profeta también tiene el poder de neutralizarlas?… Sí, eso es lo que pasa: no hay nada que hacer; él es quien decide cómo y cuándo desaparece cada uno, ¿verdad?

Ginés guarda silencio, con la vista aparentemente fija en el botiquín.

—Las armas las carga el diablo —dice finalmente, sombrío, evasivo.

—Las armas dan el poder a quien las tiene —dice María.

—Por eso, por eso.

—No os dais cuenta —dice María, negando con la cabeza—. Aquí ha cambiado algo. Los animales… hay que recordarles que todavía somos nosotros los que mandamos, los seres humanos… aunque estemos en minoría.

—También puede servir para suicidarse —dice Amparo inesperadamente—, la escopeta, quiero decir.

María le lanza una mirada terrible, oscura, y después dice:

—A lo mejor tenéis razón y no es buena idea que tengamos a mano un arma de fuego… más que nada para evitar la tentación de «suicidar» a alguien en algún momento.

—Venga —dice Ginés, sujetándole de nuevo la pierna—, te voy a poner el yodo.

—«No había para tanto», dice la tía… ¡y estaba cagada de miedo! —dice María, hablando para sí, mientras Ginés da por buena la dosis de yodo y empieza a desempaquetar una gasa.

—No, nada de taparlo —dice María apartando la pierna, al reparar en lo que está haciendo Ginés—, que cicatrice cuanto antes. Venga, vamos. Ya hemos perdido bastante tiempo.

Ha pasado un cuarto de hora. Las tres bicicletas ruedan a buen ritmo por una zona relativamente llana, de pequeños valles u hondonadas atravesadas en línea recta por la carretera: valles verdes de viñedos y árboles frutales, con algún caserío aislado, flanqueados a ambos lados por cerros o montañas de escasa entidad, recubiertas de pinar. La carretera llega a un pequeño alto, traza una curva, como si perdiese el norte, y enseguida se interna en otra hondonada similar a la anterior.

Ya han recorrido cinco o seis kilómetros por este nuevo paisaje cuando, al final de un valle un poco más amplio que los otros, la carretera se empina hasta desaparecer en un altozano, entre los edificios de una pequeña población. La subida está rodeada por el verdor de los árboles, salpicada de señales que invitan a reducir la velocidad y avisan de la proximidad de un semáforo. Efectivamente el semáforo aparece cerca de las primeras casas. Es un semáforo mudo y apagado. Pero no es eso lo que llama la atención de los tres ciclistas: lo que llama su atención, lo que ha hecho exclamar a María, lo que les ha hecho recorrer los últimos metros con la vista fija en un punto muy concreto del paisaje, es una columna de humo, no muy definida, no muy densa —pero imposible de confundir con una nube—, que se eleva por encima de las casas del pueblo, un poco a la derecha del lugar en el que la carretera se oculta entre las casas.

—Humo —dice María, sin dejar de pedalear—, podría ser alguien… haber alguien…

—Mejor que no nos hagamos ilusiones —dice Ginés—, también podría ser un incendio.

—O un coche que se estrelló —sugiere Amparo.

—Pero ya no estaría… ¿tú crees que todavía estaría ardiendo? —dice María.

—No sé… —dice Ginés, dubitativo—, lo veo muy… difuminado. No sale de un punto concreto… no parece de una hoguera…

—Además —razona Amparo—, ¿quién va a querer hacer fuego, con el calor que hace?

—Podría ser —dice Ginés— para cocinar, o para… para defenderse de los animales.

—Sí —dice María—, arréglalo más tú.

—Mujer… al menos querría decir que hay alguien, seres humanos, personas…

—Sí, sé lo que es una persona, todavía me acuerdo.

La carretera empieza a empinarse imperceptiblemente, y los ciclistas tienen que emplearse de nuevo sobre los pedales para no perder el ritmo. Por delante de ellos se despliegan trescientos o cuatrocientos metros de subida, que aparentemente se acaba en el pueblo, aunque Ginés y Amparo saben que todavía queda mucha pendiente, ahora oculta por el paisaje, hasta un pequeño puerto de montaña que marca el punto más alto de la ruta.

La percepción de la carretera, de las distancias, cambia mucho cuando hay que ganarla metro a metro, pedaleando a los mandos de una bicicleta, pero Ginés había recorrido muchas veces esta carretera en su juventud, cuando vivía en Villallana, y a Amparo —aunque últimamente opta siempre por la autopista— tampoco le resulta desconocida.

El sol queda a sus espaldas. El bulto híbrido de bicicleta y hombre proyecta su sombra un metro por delante de la rueda delantera, como una flecha que indicara la obligación de seguir adelante. Pero sigue haciendo calor; parece incluso que el calor haya aumentado, aunque tal vez sea a causa del esfuerzo suplementario a que obliga la subida, al impacto perpendicular del sol en la espalda.

Unos minutos más tarde, los tres compañeros llegan jadeando a lo alto de la pendiente. El pueblo les recibe con un cartel, colgado de un lado a otro, en el que se anuncian las fiestas patronales.

—Mira, estaban en fiestas —dice Amparo, comprobando las fechas que figuran en el cartel.

A partir de ahí, coincidiendo con el semáforo y el cambio de rasante, la carretera discurre entre las casas del pueblo, en terreno llano, trazando una perezosa curva a la derecha. Por unos momentos pierden de vista la columna de humo; la masa de los edificios se la ha ocultado. Pero la población es pequeña, apenas los cien metros que recorre la curva, y aun así se ven síntomas de lo que debía ser una gran animación: muchos coches aparcados a un lado y a otro, y hasta tres bares, algunos con terrazas, con el típico desorden solitario, desolado, que los ciclistas ya conocen muy bien: las sillas separadas de las mesas, las botellas y los vasos con su contenido muerto, los paquetes de tabaco, y esa frivolidad un tanto fatua, que ahora resulta dramática, de las motos aparcadas una al lado de la otra. Las hileras de banderolas festivas, colgadas de un lado a otro de la carretera, ondean ahora suavemente, mecidas por la brisa, en medio de un silencio agorero, sobrecogedor.

A la salida de la curva, las casas se acaban de golpe. El pueblo se despide con un último establecimiento más grande que los otros; una especie de hostal con una explanada a modo de aparcamiento. El hostal, paradójicamente, aparece cerrado y sin coches.

La columna de humo ha reaparecido. No salía del pueblo sino de algún punto situado detrás de un cerro pedregoso, cubierto de matorral, que la carretera, después de trazar una breve recta, se dispone a rodear curvándose ahora en sentido contrario, es decir, hacia la izquierda. El terreno, que continúa siendo llano, tal vez incluso un poco descendente, invita a aumentar la velocidad. Pero el trío pedalea cada vez con menos fuerza, disminuyendo progresivamente, sin darse cuenta, el ritmo de su marcha.

—Vayamos con cuidado… no… no sabemos lo que puede haber ahí detrás —dice Ginés.

Pero incluso aflojando la marcha, incluso levantando el pie de los pedales, el cerro se va apartando lentamente, se hace a un lado, y finalmente les muestra un panorama que, si bien acaba de golpe con la ansiedad de la incertidumbre, representa en sí mismo una decepción. Tal como los ciclistas recordaban, la carretera se empina de nuevo, ascendiendo por una pendiente bastante pronunciada, ocultándose a ratos, perdiéndose en la lejanía hasta llegar a un alto, unas montañas que hasta entonces habían permanecido ocultas a la vista. Pero la mitad de ese paisaje ha sido ennegrecido por las llamas. El fuego procedía, efectivamente, de un incendio.

—¡Era un incendio!

—Ya os lo dije yo, que a lo mejor era un incendio…

—Y ha quemado todo… todo lo que hay a la izquierda de la carretera… está todo chamuscado…

—Y porque era matorral… aquí… aquí no hay árboles, mirad al otro lado. Como mucho algún árbol enano… ¡Cómo ha cambiado el paisaje!

—El fuego… el fuego ya se ha parado, ha llegado hasta aquí; ahora sólo sale humo pero… hace poco aún debía de haber llamas.

—Aún quedan algunas… ¡mira, allá… muy pequeñajas!

—Lo ha frenado ese torrente… estaba aprisionado: por un lado las rocas, por el otro la carretera ha… ha hecho de cortafuegos, y al llegar al torrente se ha frenado.

—Entonces… el fuego venía de arriba, ha venido avanzando hacia aquí, lo ha quemado todo a su paso…

—Claro… puede haber tardado… quiero decir que a lo mejor el fuego empezó en el momento… cuando el apagón…

—O antes. O después. En el verano es normal que haya incendios.

—De hecho aquí parece que ya ha habido incendios anteriormente. Este paisaje… fijaos en estos cerros: todo cubierto de matorral… aquí tendría que haber árboles, como en las montañas ésas de ahí arriba…

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