Fin

Fin


María - Ginés

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MARÍA - GINÉS

María y Ginés están tumbados en una cama. Es una cama amplia y confortable, cuadrada, de las que permiten que los dos miembros de una pareja puedan dormir con independencia, sin tener que recurrir a la drástica solución de las dos camas separadas. A los pies de la cama, a dos metros de distancia, se alza el rectángulo gris, aristado y vertical, de una pantalla de plasma. La habitación es amplia y despejada, con esa austeridad suntuosa, sin detalles superfluos, de las viviendas en cuya decoración se ha gastado, de golpe, un montón de dinero. El techo se inclina acogedoramente hacia la cabecera de la cama. No hay puerta de entrada: la habitación se abre a una escalera que conduce al piso inferior. Todo, las alfombras, la madera, el techo abuhardillado, el amplio ventanal con sus cristales dobles, con vistas al poniente, todo es cálido e insonorizado, aislante.

Pero ahora la ventana está abierta de par en par. La ha abierto Ginés, con la esperanza de que entre por ella algo del aire tibio que se disfruta en el exterior, pues la vivienda, a pesar de todas sus comodidades, resulta inhabitable sin la ayuda del aire acondicionado. Por eso ha abierto la ventana Ginés, por eso y para tener un poco más de luz, porque ni él ni María han encontrado nada para alumbrarse, ni una vela, en el precipitado registro que han hecho por toda la casa. La oscuridad es total en el piso inferior, en el que además han cerrado concienzudamente puertas y persianas; pero aquí arriba, en el dormitorio, hay una claridad difusa que entra por la ventana e ilumina vagamente los contornos de las cosas, que se refleja en la satinada pantalla del televisor como un brillo, como un fulgor irisado y fantasmal. La claridad procede del poniente. Sobre una moldura de negras montañas, recortadas en silueta, el cielo irradia aún una energía apagada, un deslumbrar fosforescente, como lo haría un metal fundido que empieza a enfriarse.

De todas formas, María y Ginés no necesitan la luz, de mutuo acuerdo han decidido emplear la noche en dormir, y levantarse lo antes posible, con la salida del sol. Se han bañado en la piscina a toda prisa, más por quitarse de encima el sudor que por recrearse en el baño; han rebuscado por toda la casa, han encontrado ropa limpia, se la han puesto, han encontrado comida y se la han comido, y todo esto lo han hecho precipitadamente, sin disfrutarlo, sin apenas hablarse, con la mirada perdida, con la mente fija en sus oscuros pensamientos, acuciados por la noche que se les iba echando encima. Finalmente han subido al dormitorio, han rehecho la cama y se han tumbado encima de la colcha, uno al lado del otro, agotados, doloridos, exhaustos, pero desvelados, incapaces de conciliar el sueño.

—Los mosquitos se nos van a comer —dice María.

—Dicen… dicen que no duele, que ni siquiera impresiona.

—¿El qué?

—Cuando te ataca un animal salvaje. Un día lo oí… era un reportaje, entrevistaban a gente que había sido atacada por… por animales, pero había sobrevivido. Algunos tenían heridas terribles, pero todos… todos coincidían en que no habían pasado miedo, que en ese momento, por lo que sea, lo… lo vives como un hecho muy natural.

—¿Lo dices para consolarme… para que esté más tranquila?

—María… lo digo para que lo sepas.

—Y yo… —María vacila un momento antes de continuar— yo te digo que no por eso me olvido de que he visto morir a esa pobre mujer, y que no… no hicimos nada para intentar… salvarla, y…

—Ya te he dicho que…

—¡Ya sé lo que has dicho! Pero a lo mejor, si hubiéramos gritado y… ¡yo qué sé! Si le hubiéramos tirado piedras…

—María… Estaba muerta, ya estaba muerta cuando… —Ginés se interrumpe. María ha lanzado algo parecido a un suspiro, a un sollozo. A pesar de la penumbra, Ginés puede ver cómo la chica se tapa la cara con las manos—. ¿Qué pasa? Ya hablamos antes de eso…

—¡No me llames María!

—Pero… ¿por qué?

—¡Porque no me llamo María, idiota! Porque no me llamo María.

—¿Entonces…?

—Me llamo Eva… Siempre me he llamado Eva… María es mi nombre de guerra. Tiene gracia… ya no voy a ejercer nunca más, me has sacado del arroyo, ¿no se decía así?… ¿Qué pasa?… ¿Qué pasa ahora?

María ha hecho la pregunta al ver que Ginés se incorporaba, hasta apoyar un codo en el colchón, y se quedaba mirando hacia ella, fijamente.

—Es que yo… yo en realidad me llamo Adán. Ginés es mi segundo nombre… lo uso porque…

—¡No me fastidies, no… no…!

—Era broma, mujer, era broma… —dice Ginés cambiando automáticamente de entonación, tumbándose de nuevo sobre el colchón—. No sé, me ha parecido… gracioso… Adán y Eva…

—Gracioso… ¿Tú crees que estamos para hacer chistes?… No sé cómo puedes, después de haber visto hace… hace menos de una hora…

—Lo siento. No sé por qué lo he dicho, me ha salido el chiste así, sin pensarlo…

Eva se ha quedado quieta. Sin las referencias que aporta el movimiento, los contornos de su figura se desdibujan imprecisos, engañosos, cambiantes. Es imposible adivinar la expresión del rostro, pero su tensa quietud sugiere un terrible potencial de irritación contenida. Su voz, cuando por fin se deja oír, confirma en parte esa impresión.

—¿Y tú? ¿Quién coño eres tú? No me has dicho nada. No sé dónde vives, dónde trabajas… A ver, ¿de qué trabajas tú? ¿De dónde sacas la pasta?

—Yo no trabajo…

—¿Cómo que no trabajas?

—No, no trabajo. A veces ayudo a un amigo mío, en su negocio, pero no: trabajo remunerado no hago ninguno.

—Entonces… estás forrado, eres multimillonario.

—No, soy rentista. Tengo una pequeña renta… bueno… una renta que me permite vivir… sin estrecheces.

—¿Sin estrecheces? Pero eso habrá salido de algún lado. ¿Te lo dejaron tus padres?

—¡No!… Mis padres, eran trabajadores… gente normal.

—¡Explícate de una vez, coño, explícate! ¡No sé a qué viene tanto misterio! Total… para lo que me queda en el convento…

—Fui el ayudante… durante unos años, fui una especie de secretario personal de un personaje muy influyente…

—¿De un famoso?

—No, famoso no: era un hombre… con mucho poder dentro del mundo de los negocios… pero no era conocido. Los más poderosos son los que no conoce nadie.

—Y tú te lo tirabas…

—¿Te parece que eso es lo más importante? ¿Que todo se puede reducir a eso?

—Me parece que te lo tirabas.

—Era un hombre mayor. Se portó muy bien conmigo, yo… yo le quería, de hecho… tuve un vínculo mucho más profundo con él que… que con mi propio padre…

—Y te dejó toda su fortuna…

—¡No, no era tan tonto!… ¿Tú no has leído El gran Gatsby? Su mujer y sus hijos me habrían despedazado, legalmente, se entiende. No… no me dejó nada en herencia; se limitó a ingresarme grandes cantidades en vida…

—Eso es mucha confianza…

—Era una de sus cualidades, tal vez la más… sobresaliente, una cualidad útil para los negocios. Conocía a las personas a golpe de vista, desde el primer momento. Y nunca se equivocaba.

—Ya veo que estabas enamorado.

—Ya te he dicho que le quería.

—¿Y no has tenido ninguna novia?

—Sí, alguna, pero… El problema no es que sea hombre o mujer, el problema es encontrar… El problema supongo que soy yo.

—¿Y por qué me llamaste a mí? ¿Por qué me contrataste?

—¿Por qué?… No sé… Por lo mismo que te contrata la gente, ¿no?, por comodidad, por no tener que dar un montón de explicaciones.

—Pero… con tus amigos… ¿qué necesidad tenías de aparentar…?

—Mis amigos… ¿Tú crees que nuestra amistad era muy profunda, después de todo lo que has visto?

—No quieres a nadie. En realidad no quieres a nadie de verdad… no sé cómo puedes vivir así.

—¿Y tú? ¿Quieres tú a alguien de verdad ahora? ¿Tienes algún novio? ¿Un gran amor romántico para toda la vida?… ¿O el principal objetivo de tu vida, en este momento, era asegurarte una buena prejubilación, como tú dices?

La oscuridad es casi total. Se diría que el bulto confuso que forma Eva se repliega en la inmovilidad, se reduce y se anula hasta desaparecer, fundido en la negrura del aire. Transcurren unos segundos.

—Cambiemos de tema —dice de pronto, en un tono trabajadamente neutro—. Encontré una cosa… aquí, en la casa.

Se produce un movimiento en el lado de Eva, un removerse que se percibe más como un sonido de telas y roces, como un oleaje en el colchón, que como verdaderas imágenes.

—Mira… toca…

—¿Qué es…? ¡Mierda! ¿De dónde lo has…?

—Abajo, en el despacho, en un cajón.

—No me gustan las armas… ¿Está cargada?

—Tiene el seguro puesto.

—No me gustan estos trastos. No… no me gusta… saber que tienes el poder sobre la vida y la muerte, de forma tan rápida, tan sencilla, con sólo mover un dedo…

—Pues yo no me cortaré un pelo de usarla… Si tú desapareces ahora, de golpe… Yo… yo no puedo pasar una noche sola, en este… en este…

Ya no se ve el rostro de Eva, pero su voz ha sonado agónica, angustiada, a punto de quebrarse. Ahora es Ginés el que se mueve. Su movimiento se percibe apenas como una confusa agitación, como un removerse del aire denso y latente, hormigueante, de la oscuridad. Se diría que Ginés se ha desplazado hasta juntarse con Eva. Se oye un sordo entrechocar de ropas, un silenciado crepitar de cabellos.

—No te preocupes, mujer… Eva… eso, Eva. Lo único… lo único positivo que ha tenido la… la muerte de Amparo es que… que nos deja la esperanza de que a lo mejor se han acabado las… las desapariciones.

—Ella también desapareció; de otra manera, pero… La verdad es que parece… parece… No creo para nada en la tontería ésa de vuestro profeta, pero parece… que alguien se dedica a irnos eliminando, sistemáticamente, según un plan preconcebido.

Silencio. Quietud. Al cabo de unos segundos se oye la voz de Ginés.

—¿Crees que podría haber… alguien…?

—No, creer no. No puedo creer, porque ese alguien tendría que ser todopoderoso, y yo no puedo creer en esas cosas, no me lo pide el cuerpo. Yo sólo he dicho que lo parece. Pero también podría ser una casualidad. Pura coincidencia.

De nuevo se produce el silencio.

—Tío… hueles a ajo…

—¡Oh, perdón! Debe de ser… es por ese embutido ibérico. Estaba muy bueno, pero…

—No, por favor, no te apartes. Abrázame así, fuerte… así…

El movimiento de los cuerpos se detiene un momento. Luego se oye otro pequeño movimiento, y a continuación la voz de la chica:

—Esa ventana me da miedo…

—Ningún animal… ningún animal peligroso podría trepar hasta aquí arriba… Si quieres la cierro, pero… nos asaremos de calor.

—No… es igual, déjalo. Abrázame fuerte y ya está.

Esta vez el silencio es más prolongado que en las anteriores ocasiones. El oído tiene tiempo de aislar el canto de los grillos que viene del exterior, su peculiar pulsación, y percibirlo como un elemento único, separado de la atmósfera y el aire cálido, quieto, que lo envuelve todo. También se percibe algún movimiento sobre la cama, un resituarse de los cuerpos, un esfuerzo, un roce del aire al salir por la boca y la nariz. Pero la oscuridad ha ido creciendo y ya es imposible distinguir ninguna forma, ningún volumen, aunque esté en movimiento.

—Pero… ¿qué coño te pasa?

La voz de Eva ha sonado brusca, inesperadamente, cortando por el medio la oscuridad.

—No, no, por favor… no puedo, no puedo hacerlo.

—Pero… estabas excitado… no me digas que no. Se te ha puesto gorda.

—No seas vulgar.

—¿No seas…? ¡Vete a la mierda, tío, eres un cabrón!

—Por favor, no va contigo la cosa… eres… eres deseable, eres…

—¿Pues entonces por qué no… por qué no te dejas…?

—Por favor, no me hagas esto, ahora no… Luego… luego, cuando… si salimos de ésta… tú eres la persona mejor… la persona que más…

—Hagamos el amor, Ginés —dice Eva con una voz que ha cambiado completamente—, por lo que más quieras, aún podemos… aún podemos salvarnos. No hay amor, no había amor, en ninguno de vosotros… ¡Eso es terrible! Pero aún podemos, nosotros podemos.

—Eso no es amor… es otra cosa.

—Pero es que… es el único, es lo único que puedes darme. No me lo niegues… A lo mejor… a lo mejor descubrimos…

—No puedo hacerlo, María… perdón, Eva. No me pidas que… que haga eso…

Ginés enmudece, como si no encontrara más palabras para continuar. Eva también está un rato en silencio. No se oye ningún movimiento de los cuerpos. Cuando por fin vuelve a sonar la voz de la chica, lo hace con un acento que sobrecoge por su serenidad y por su tristeza resignada, casi comprensiva.

—¿Es por el Profeta, verdad… es por ese tío, para no «desatar su ira»?

Un cuerpo rueda por la cama. El sonido ha sido inconfundible, apenas una vuelta, tal vez sólo media, después renace la quietud.

—Haz lo que quieras, Ginés. Descansemos… Yo también necesito dormir. A nadie se le puede pedir más de lo que es capaz.

—Perdona…

—No importa.

—Si quieres te abrazo…

—¿Con este calor?

El silencio responde a Eva. El silencio se prolonga unos cuantos segundos, hasta que una mano tantea sobre la colcha, tropieza con algo, y de nuevo vuelve a aquietarse. El aire, en la oscuridad, parece denso y hormigueante, poblado de sugestiones fantasmagóricas; sólo en el hueco de la ventana el aire se vuelve ligero y transparente, perfectamente rectangular, de un azul oscuro y terso en el que brillan con ferocidad los alfilerazos de luz de las estrellas.

—Cada vez hay más coches.

Ginés tiene razón, cada vez hay más coches. La carretera se acerca a la autopista de entrada a la ciudad, y no es raro encontrar dos y hasta tres coches en un mismo tramo de recta. Pero Eva y Ginés han perdido el interés por los coches abandonados; hay tantos que la aparición de uno más ya no representa ningún acontecimiento; ahora se limitan a constatar, con una rápida ojeada, sin bajar ni siquiera de la bici, que los vehículos están desocupados, que las llaves y los cinturones están indefectible, fatalmente, abrochados. Por otra parte, se empiezan a ver algunos accidentes bastante aparatosos, sin duda como resultado de la mayor velocidad que los coches llevaban en esta zona en el momento del apagón. La carretera, sin llegar a ser una autovía, se ha convertido en una vía rápida con arcenes considerablemente anchos y guardarraíles a ambos lados.

—Pues cuando lleguemos a la autopista aún será peor —dice Ginés—. Aquello ya puede ser el caos… menos mal que vamos en bicicleta.

El sol acaba de salir por detrás de una montaña fea y baja, precedida por una gran factoría cementera. La industria no sólo le ha transmitido al monte y los alrededores su color ceniciento, de excremento de pájaro, sino que además le ha arrancado un considerable bocado en forma de cantera, en la que amarillea el mineral del interior de la montaña. Eva y Ginés pedalean en dirección a la cementera, con el sol de cara.

La carretera fluye suavemente, en descenso, hacia la gran cuenca fluvial desecada, plagada de industrias, hacia el entresijo de arterias y vías de todo tipo, a todos los niveles, que unen la ciudad con el resto de la provincia. Las bicicletas, a moderada velocidad, con los pedales inmóviles, trazan una curva amplia, de noble trazado.

—Me he dejado las gafas allí… en el chalet —dice Ginés, haciendo visera con la mano a medida que la curva le encara directamente con el sol.

—¡Cuidado con ese coche!

Eva sí que lleva gafas de sol. Se ha alarmado porque realmente parecía que Ginés no hubiese visto el coche pegado al guardarraíl, amarillo y centelleante como el mismo sol que les deslumbra.

—Lo he visto, lo he visto… en el último momento pero lo he visto…

La pareja se ciñe al otro lado de la carretera; ahora ruedan sobre el arcén izquierdo. Es uno de los privilegios que les brinda su extraña situación de viajeros solitarios: el poder circular despreocupadamente por todo el ancho de la calzada. Ya van a salir de la curva cuando Ginés se fija en una pequeña carretera que discurre a un nivel más bajo, a su izquierda, a apenas cien metros de distancia. Se fija en un pequeño puente, y en la extraña curva que la carreterita describe para pasar por él y salvar así un torrente que después circula, canalizado, por debajo de la vía que ellos transitan. En el fondo del barranco, a un lado del puente, se ve una mancha gris, un objeto que habría pasado desapercibido si no fuera porque el sol de la mañana le arranca un brillo cegador a alguna pieza o superficie brillante que sin duda debe de tener. A medida que las bicicletas avanzan, el brillo desaparece, y en cambio se distingue mucho mejor la forma y el volumen del cuerpo que lo producía. Se trata de un coche, un coche de color gris oscuro, y en este momento apunta con sus faros mudos hacia los dos ciclistas. El cristal delantero, roto por el impacto, pero no desprendido, oculta el interior con su superficie translúcida, como un esmerilado sucio.

—Mira ese coche —dice Ginés.

—Se salió por la curva… El apagón le debió pillar en plena curva.

Las bicicletas siguen avanzando, y el coche va quedando atrás, ofreciendo ahora a la vista la superficie de uno de sus lados. Eva ya no le presta atención, pero Ginés lo ha ido siguiendo con la mirada a medida que avanzaban.

—¡Espera! —dice de pronto, al tiempo que aprieta los frenos y echa pie a tierra. Eva mira para atrás, y al ver a Ginés parado, frena a su vez la bicicleta y acaba deteniéndose unos metros más adelante.

—¿Qué pasa ahora? —dice, volviendo la cabeza.

Ginés tarda en responder. Está mirando, fijamente, sin pestañear, hacia el coche atravesado en el barranco.

—Hay algo… Hay algo dentro del coche.

Eva hace ademán de ir a replicar, pero al mirar hacia el coche su expresión cambia, se aparta las gafas de sol, dejándolas sobre la frente, y por unos instantes también ella se queda muda, con el ceño fruncido y la mirada fija y concentrada. En las plazas delanteras del coche, probablemente en la del conductor, hay un bulto erguido y rígido, inmóvil. El bulto bien podría corresponder a una persona, una persona sentada y ligeramente inclinada hacia delante.

Es evidente que este caso es diferente al de otros coches que han encontrado en el camino, coches en los que la forma de los reposacabezas, o de una chaqueta colgada en un respaldo, les engañó momentáneamente con la ilusión de una presencia humana. Sin bajarse de la bici, Eva da la vuelta y pedalea hasta llegar al lado de Ginés. Desde ahí el bulto todavía parece más humano, casi se distingue el color claro de la cara en contraste con el más oscuro de las prendas que le cubren el torso.

—Vayamos a ver qué es —dice Ginés.

Dejan las bicicletas en el suelo, saltan el guardarraíl y se quedan un momento al otro lado, inmóviles, indecisos. Desde esa distancia, el objeto que atrae toda su atención ya sólo puede ser una persona, o en todo caso un muñeco con la forma perfecta de una persona. La pareja empieza el descenso en completo silencio. El talud sobre el que se asienta la carretera es extenso y bastante inclinado, de tierra blanda en la que crece una hierba rala y desmedrada. Los talones se hunden en el descenso y la tierra se mete dentro del calzado, pero ni Ginés ni Eva piensan de momento en eliminar esa molestia. Finalmente llegan al pie del talud; allí empieza un terreno irregular pero más agradable, con arbustos y carrascas y una bajada no tan pronunciada. Aquí hacen otra pequeña parada. La figura del interior del coche sigue totalmente inmóvil; cada vez se ve más claro que es efectivamente un cuerpo humano, aunque choca un poco el hecho de que toda la cabeza se vea clara, y hasta brillante, como si no tuviera pelo.

—Debe de estar muerto —dice Ginés, sin ocultar su nerviosismo—. No puede ser que haya estado aquí, quieto, durante tanto…

Una brutal detonación interrumpe las palabras de Ginés, que se contrae y se lleva instintivamente las manos a la cabeza.

—¿Qué haces? ¿Estás loca? —dice, al ver a Eva con la pistola en la mano, alejándola de su cabeza para librarse del humo que desprende.

—Está muerto —dice Eva, sin mirar a Ginés—. No se ha movido, ni un milímetro.

—Claro… claro, pero… podrías haber avisado… ¿Al menos… al menos habrás disparado al aire…?

—Por supuesto.

Ginés todavía resopla del susto. No se esperaba el disparo, no esperaba siquiera que Eva cogiera la pistola antes de echarse a andar, a pesar de que era lo más lógico, lo más prudente. Pero Ginés estaba tan distraído, iba tan atento mirando al coche, que no ha reparado en lo que la chica estaba manipulando.

De nuevo se ponen en marcha. Eva extrae el cargador del arma y repone cuidadosamente la bala que falta con una que ha sacado de su bolsillo. Lo cierto es que hace apenas dos horas, cuando todavía estaban en la habitación, ha hecho algunas prácticas poniendo y sacando el cargador y disparando por la ventana.

—Es un cuerpo, es un cuerpo, quiero decir que…

—Que está muerto —concluye Eva.

—Sí, pero por lo menos… ¡es el primer ser humano que encontramos! Es buena señal, a lo mejor… a lo mejor… en la ciudad…

Ginés no concluye la frase. Han llegado a la pequeña carretera por la que circulaba el coche. La atraviesan y empiezan a bajar por el barranco, cuya pendiente es mucho más pronunciada. En algún momento incluso resbalan y bajan un trecho patinando, sujetándose con las manos a las matas ásperas y recias que crecen aquí y allá.

—La cabeza… —dice Ginés— es… es completamente calvo: el pelo… sólo… sólo tiene un poco, en las sienes, por eso se veía tan raro…

El coche está cada vez más cerca, ya sólo deben de faltar quince o veinte metros para llegar a él. A través del cristal de la ventanilla, iluminada directamente por el sol, la figura que hay en su interior parece esperar en una serena quietud, ligeramente inclinada hacia el volante. Ahora ya se puede afirmar que es un hombre, un varón más bien delgado, no joven, incluso podría ser un anciano; sólo en su rostro hay algo turbio y difuso, acentuado tal vez por el escorzo, que impide sacar más conclusiones.

—El primer ser humano. El primer ser humano que encontramos y… y está muerto…

Todo el nerviosismo, la ansiedad, la tensión del momento se le escapa a Ginés por la boca en forma de palabras. Eva ha optado por un austero silencio, pero su mirada, su expresión, la forma en que aferra la pistola, delatan la terrible tensión a la que se ve sometida.

Ya están junto al coche. Es una berlina de mediano tamaño, con bastantes años a cuestas. Resulta difícil precisar el estado de conservación en que se hallaba en el momento de sufrir el accidente. Ahora tiene la chapa sucia y magullada, las luces y algunos cristales resquebrajados, aristas hundidas, plásticos desprendidos y restos de vegetación adherida. Pero está de pie, no demasiado inclinado, inmovilizado en el fondo del barranco.

—¡Dios mío… la cara…! —dice Ginés acercándose con precaución a la ventanilla—, ¡tiene un hematoma… horrible! De lejos ya me parecía que había algo raro…

—No murió en el acto. Aunque pudo perder el conocimiento… seguramente perdió el conocimiento.

—¿Y tú cómo sabes eso? —dice Ginés, casi irritado.

—No lo sé, es por lógica: si estás muerto no hay circulación sanguínea. Todo se para… ah, y no llevaba puesto el cinturón.

—Por eso… por eso el golpe… El accidente… tampoco era para tanto.

Ginés se queda en el lado del conductor, con una actitud más reflexiva, más deductiva. En cambio Eva empieza a rodear el coche observándolo todo, lanzando, de vez en cuando, miradas a su alrededor.

—No era viejo, no lo parece… es la falta de pelo lo que le hacía parecer…

—Era más o menos como tú —dice Eva, empinándose para mirar sobre el techo.

—¿Como yo?

—De tu edad, quiero decir.

—De mi edad… —repite Ginés pensativo.

—Creo que no llegó a dar ni una vuelta de campana.

—Puede ser. No se ha roto del todo ningún cristal.

—Por eso está intacto…

—¿El qué?

—Él —dice Eva señalando al interior del coche—. Si no ya habría entrado alguna alimaña y…

—Los cristales cerrados… todos…

—Llevaría el aire acondicionado.

La tensión va decreciendo gradualmente, la ausencia de sorpresas contribuye a ello. La pistola cuelga al final del brazo, apuntando al suelo; pero Eva todavía mira de vez en cuando hacia el exterior, oteando el paisaje de los alrededores. Ginés, en cambio, se sume en un estado de atónita reflexión.

—¿Y cómo es que éste no… no desapareció…? —dice, con la mirada perdida—. Hemos visto un montón de coches, y algunos mucho más destrozados…

Eva acerca la cara a la ventanilla del lado del pasajero. No se tiene que agachar, más bien tiene que sujetarse a la moldura del techo, porque el terreno baja mucho por ese lado y el calzado tiende a resbalar sobre las hierbas.

—Podría ser… —dice Ginés—, puede ser que nos estemos alejando… que estemos saliendo de la zona… de la zona de influencia de…

Eva mira una vez más en derredor, con desconfianza, como el ratero que va a cometer un delito, y a continuación posa su mano en la manilla de la puerta. Pero no la acciona.

—A lo mejor más allá, en la ciudad… empieza a haber gente…

—Tendríamos que entrar —dice Eva— o sea… abrir alguna puerta. En realidad… habría que… certificar que realmente está muerto.

—¿Cómo quieres que no esté muerto? —replica Ginés, despertando de sus cavilaciones—. Con ese color que tiene en la piel…

—Desde aquí se le ve mejor la cara.

Eva acerca de nuevo su cara al cristal y la desplaza por éste en todas direcciones. Su mano izquierda se sujeta en la moldura del techo, mientras que la derecha, ocupada por la pistola, se apoya en el anclaje de lo que fue el retrovisor.

—Mira… hay una hoja de papel… entre la palanca de cambios y… parece ropa… una chaqueta.

Ginés rodea el coche hasta llegar al lado de Eva. Pero los pies le patinan en el terreno inclinado, y se agarra como buenamente puede al vehículo, que se balancea un momento, con un breve movimiento de barca.

—¡Cuidado! —dice Eva—. Aún se nos va a venir encima.

Ginés afianza bien los pies y se apoya en la carrocería, empujando en vez de estirar.

—¿Qué dices de un papel?

—Sí —dice Eva, apartándose un poco para dejar sitio a Ginés—, hay un folio, una hoja de papel…

Ginés se acerca a la ventanilla. Desde este punto de vista se ve mejor al ocupante del coche: el hematoma apenas afecta a la parte derecha de la cara, y además la cabeza está ligeramente girada hacia ese lado. Ginés mira un momento a través del cristal, moviendo la cabeza como antes ha hecho Eva, hasta que de pronto se queda quieto, en completa inmovilidad, durante unos segundos, y después empieza a retroceder muy lentamente, con el cuerpo muy erguido, mirando al coche como si lo viera en este momento por primera vez.

—¿Qué pasa? —dice Eva.

Ginés se ha quedado quieto a unos pasos del coche. Es evidente que alguna idea ocupa su cabeza, una idea que no tenía cuando empezaron a inspeccionar el coche, que nada tiene que ver con la curiosidad errática y reflexiva, un tanto miope, que ha mostrado hasta el momento.

—¿Qué pasa? ¡¿Qué coño pasa ahora?!

—Nada… nada —dice Ginés—, que… habrá que abrir. Habrá que abrir, como tú dices.

Ginés ha contestado, pero continúa con la vista clavada en el coche. Eva le mira un momento, en silencio, después deja escapar un resoplido corto y despectivo, y a continuación se da la vuelta y acciona la manilla de la puerta.

—Debe de estar atascada —dice, mientras tira de la manilla, cada vez con más fuerza— por el choque, la carrocería se debe de haber…

Eva deja la pistola sobre el capó, y agarra con las dos manos el tirador, estirando con todas sus fuerzas.

—No puede ser que esté cerrada —dice Eva, con la voz deformada por el esfuerzo—, el pivote… el pivote está…

La puerta se abre de golpe. Eva sale disparada hacia atrás, y además sus dedos pierden el asidero, de modo que se cae llevándose consigo a Ginés, que estaba detrás de ella y acaba también en el suelo. Los dos quedan en un torpe amontonamiento del que les cuesta un tanto levantarse, en una situación que habría resultado cómica en circunstancias menos dramáticas.

Finalmente, cuando ya están los dos en pie, con Eva en una posición más cercana al coche, les recibe el aliento inconfundible, vagamente dulzón, que la puerta abierta ha dejado salir al exterior.

—Creo que no hará falta comprobar si respira —dice Eva, llevándose una mano a la nariz.

Pero Ginés mira al interior del coche con ojos desorbitados, con una mirada fija y obsesiva que apenas puede ocultar el horror. En el asiento del conductor, el cadáver no se ha movido a pesar del balanceo que ha sufrido el vehículo con la apertura de la puerta; la rigidez del cuerpo se lo ha impedido. La boca está ligeramente abierta, mostrando un hueco negro y sin brillos; y entre los párpados entrecerrados, amoratados, se entreven las córneas veladas, con la opacidad de la muerte. Ya no hay vida en ese cuerpo, ni siquiera un reflejo de ella, sólo en las prendas de vestir —una camiseta de manga corta y un pantalón de chándal, con el aditamento de unas bambas un tanto chillonas— hay cierto aire de normalidad, de cotidianeidad. Eva se vuelve un momento para mirar a Ginés.

—Tranquilo, tío —dice al ver la expresión horrorizada de su compañero—, sólo es un muerto, no es un muerto viviente.

—Coge… coge la chaqueta, por favor… la chaqueta… en el asiento.

—¿La chaqueta?… ¿Para qué quieres la chaqueta? ¡¿Qué coño te pasa ahora?!

—La cartera… la documentación —dice Ginés, señalando vagamente hacia la puerta abierta, como si un temor supersticioso le impidiese acercarse—, seguro que la lleva en la chaqueta.

—¡Pero explícame qué pasa! —protesta Eva, con una irritación que tiene mucho de temor, de creciente nerviosismo.

—¡No puede ser! ¡No puede ser! —dice Ginés con una entonación suplicante, plañidera.

Eva da un paso hacia el coche, arrebata la chaqueta del asiento, de un manotazo, y la palpa y revuelve hasta dar con el inconfundible bulto de una cartera en uno de los bolsillos. Sacar la cartera, abrirla, buscar con la vista y leer un nombre le lleva pocos segundos.

—Andrés Gómez Garrido.

Ginés se queda boquiabierto, anonadado. Con el labio inferior flojo y húmedo, y los ojos horrorizados, parece que ha envejecido diez años de golpe. Tan sólo acierta a repetir «¡No puede ser, no puede ser!», como si su pensamiento, escapando a conclusiones más terribles, se hubiera quedado atascado en ese callejón sin salida.

—Pero ¿me puedes decir…? —empieza a decir Eva airadamente, hasta que de pronto se interrumpe impactada por un recuerdo, por una sospecha—. Un momento… Andrés… ¿Andrés no era… no se llamaba así…? ¡No me digas que…!

—Está muy cambiado —dice Ginés con voz llorosa—, pero… en realidad… la cara… desde el principio me lo pareció… y la cabeza… esa forma del cráneo, ¡es verdad!, ya empezaba a estar calvo entonces, con veinte años… era… era una rareza, nosotros nos burlábamos de eso… ¡Nos burlábamos!

—Andrés… ¡Andrés era el Profeta! ¡Es ese tipo… es el Profeta… es vuestro jodido Profeta… y está muerto!

Eva se ha animado súbitamente, como si el descubrimiento fuese para ella una excelente noticia. Negando con la cabeza, con alegre incredulidad, se apoya en el lateral del coche, a la altura de la puerta de las plazas traseras. Ginés en cambio ha retrocedido un paso más. Él también niega, pero su forma de negar es la del niño que intenta, sin fe, escapar de la jeringa que prepara el médico.

—¿Cómo puede ser?… Él no…

—¡Ésta sí que es buena! —dice Eva—. ¿Así que el famoso personaje…?

—Pero él… ¿Cómo es que él no…? ¡Es el único que no ha desaparecido! —dice Ginés, como el que se agarra a un clavo ardiendo—. ¿Y por qué lo hemos encontrado? ¿Por qué nosotros…?

—¡Por casualidad, hombre, por puñetera casualidad! Como todo lo demás que nos ha pasado, como el orden en que ha ido desapareciendo la gente…

—Te equivocas —dice Ginés con ansiedad, atropelladamente—, tiene que haber alguien, una inteligencia, aquí… aquí hay un plan, un plan preestablecido y además… ¿Por qué él… por qué… por qué lo hemos encontrado?

—¡Y dale!

Con un brusco movimiento, Eva se asoma al interior del coche y saca una hoja de papel, y se pone a leerla inmediatamente. La hoja podría ser una carta: tiene un breve encabezamiento, y después unos cuantos párrafos de apretada letra de ordenador que ocupan casi toda la página. Eva empieza a leer con un gesto de incredulidad, de incomprensión, con el ceño fruncido, y luego nace en su boca un gesto de vaga repulsión, una sonrisilla despectiva; después niega con la cabeza, resoplando por la nariz, con suficiencia, y de pronto levanta la mirada del texto y se queda unos segundos inmóvil, pensativa.

—¿Qué pasa? ¿Qué pone ahí? —dice Ginés suplicante, casi lloroso, al ver que Eva empieza a rodear el coche, sin soltar la cuartilla, hasta llegar junto a la puerta del conductor.

Eva mira a través de la ventanilla, en la parte más baja de ésta, haciendo pantalla con ambas manos para evitar los reflejos de la luz del sol. Pero al parecer no ha conseguido ver lo que buscaba, porque ahora abre la puerta —que en este caso se abre sin dificultad— y mira directamente en el interior. Su rostro refleja por un instante una expresión de triunfo, pero luego tuerce el gesto y cierra la puerta bruscamente, tapándose la boca y la nariz con ambas manos.

—¿Sabes por qué éste no se ha esfumado? —dice rodeando de nuevo el coche, ahora sin prisas, y enarbolando la hoja de papel retadoramente—. Iba a la fiesta, tenía preparado un discurso, se lo estaba estudiando… iba a la fiesta «puntualmente» pero se estrelló, el muy idiota, por el camino. Iría leyendo, repasando…

—No… puntual no… saldría muy tarde… el apagón.

—No se mató en el apagón: se mató antes, unas horas antes. Por eso no ha desaparecido. Es la primera persona que vemos que murió antes del apagón… estamos en un jodido mundo de muertos… se ve que los muertos no desaparecen.

—Eso no puede ser… ¿Y cómo lo sabes? ¿Cómo sabes cuándo…?

—Llevaba las luces apagadas, Ginés. Nadie va a la una de la noche con las luces apagadas… no en medio de la carretera, en una zona despoblada…

—Las luces… apagadas… y… ¿Y por qué lo hemos encontrado? ¿Por qué precisamente hemos tenido que ir a pasar…?

—¿Qué pasa? ¿Estabas mejor creyendo en tu dios particular… en tu todopoderoso ángel exterminador…?

—¡Responde a lo que te he dicho!

—Lo hemos encontrado porque debe de vivir por aquí, en uno de estos pueblos… estas urbanizaciones que hay por aquí… Es lógico, iba para allá, al refugio, estaba a punto de coger la carretera por donde hemos venido nosotros. Es el camino más corto.

—Pero… esto es una broma…

—¿Una broma?

Eva empieza a reírse. Se ha detenido de camino a Ginés, junto a uno de los faros del coche, y ha empezado a reírse, primero discretamente, tapándose la boca, con cierta ironía, y luego cada vez de forma más ruidosa, más espontánea, hasta que la risa se ha hecho incontenible, jocunda, casi grosera.

—¿Así que éste era vuestro temible Profeta? —dice Eva con la voz deformada por la risa, conteniéndola en parte por el esfuerzo de articular las palabras—. ¿Éste era el temible personaje que había adquirido un… un poder sobrehumano? ¡Vamos hombre! Un tipo que lleva un coche de hace veinte años, un coche de seiscientos euros… un tipo que va con calcetines blancos y con esa mierda de… un tipo que escribe esto…

—¡Está muerto… deberías respetar…!

—¡Pero si es verdad! —replica Eva, pasando de la risa a la rabia—. Era un tontito, un taradito… y por temor a este tío os habéis amargado la vida… por temor a este… pobre infeliz… Por temor a este tío ayer… no… no me quisiste hacer el amor… ¡hacer el amor! ¡El único acto de amor que…! Pero ahora ya no, ahora te vas a joder…

—¡Basta, por favor! No… no puede ser… ¿Y cómo es que nadie lo vio? Eso: ¿cómo es que nadie fue a socorrerlo hasta… hasta la hora del apagón?

—¡Y yo qué sé! Porque no lo verían. Nosotros lo hemos visto porque le daba el sol. ¿Tanto te cuesta admitir la verdad… admitir que el terrible Profeta no era más que un… un colgado de mierda…?

—¡Por favor, Eva!

—¡Pero si es verdad! ¿Quieres ver lo que pone? ¿Quieres que te lo lea?

Eva extiende la hoja, que había arrugado parcialmente, y se dispone a leerla; pero el sol da directamente en la hoja y le deslumbra, y le obliga a girar sobre sí misma hasta darle sombra con su propio cuerpo.

—«Inolvidables amigos: cuando llega un momento de tu vida que… que las cosas…», ¡su padre qué mal escrito está! —dice Eva interrumpiendo la lectura para mirar fugazmente a Ginés—. Cuesta leerlo de lo mal redactado que está, «… que las cosas han cambiado para uno, y se da cuenta de los errores que ha cometido, aunque no siempre por mi culpa, porque quizás unos padres demasiado protectores también tienen alguna culpa, y el ambiente religioso en que me educaron, que ya no se lleva con nuestros tiempos, produjeron un joven INCAPAZ DE MANIFESTAR SUS SENTIMIENTOS…», lo pone en mayúsculas, el tío, «… y al que una broma normal hecha sin mala intención podía hacerle mucho daño…». ¡Olé! ¿Para qué poner comas? …Bla bla bla, bla bla bla, sigue así un buen rato… ah, sí, aquí: «… pero creo que ha llegado el momento de perdonar, perdonar a los que yo creía que me odiaban aunque en verdad…», bla bla bla, «… y por eso decidí organizar esta fiesta, para que conozcáis al nuevo Andrés, y también alegremente…», ¡olé!,«… para que veáis que recuerdo un montón de cosas que nos pasaron, porque aunque tuve algunos disgustos la verdad es que los mejores momentos de mi juventud los pasé con vosotros…». Es igual, es lamentable… Pero lo mejor es lo del final: «… he conocido a una persona que me ha hecho ver las cosas diferentes, bueno, no la he conocido ahora, en realidad ya hace años que la conozco, porque es una vecina, y siempre nos habíamos saludado, pero ahora al fin me ha dado a entender, con palabras y con actos que yo creo que sólo pueden significar una cosa, y es que yo le importo algo, porque incluso hemos quedado para ir al cine dentro de unos días. Se trata de una persona atractiva, y muy sexi…», ¡de verdad, lo escribe así, es increíble!, «… y aunque aún no hemos llegado a ningún contacto…», bueno…

Eva se ha callado de golpe al levantar la vista del texto y mirar a Ginés. La sonrisa irónica y resabiada se ha borrado de su rostro a toda velocidad, como vuelve la forma a una almohada que estaba siendo apretada, como si los secretos hilos que tiraban de sus facciones y las contraían hubieran sido cortados de golpe, simultáneamente, y la piel tardara unos segundos en recuperar su posición de reposo. Ginés ya no está allí. Ella se ha vuelto a mirarle unas cuantas veces mientras leía, la penúltima hace unos pocos segundos, mientras se refería a la palabra «sexi», pero todavía ha leído una frase más, y la última mirada se ha encontrado con el vacío, con el paisaje, en el espacio que antes ocupaba Ginés.

Ahora es Eva la que niega, primero con la cabeza y después con la voz, con una voz que se convierte en un gemido angustioso, lloriqueante. Todavía tiene una última reacción, una loca esperanza, y rodea el coche frenéticamente, e incluso mira debajo de éste. Pero no hay lugar para la esperanza: el paraje, aunque angosto, es descampado, sin árboles, y nadie es capaz de recorrer cien metros de subida en tres segundos.

Eva sigue un rato caminando alrededor del coche, erráticamente, empujada tan sólo por la inercia de sus piernas.

—¡No, no, por favor, ahora no! —dice con voz llorosa—. ¡No me hagas esto! ¡Yo te quería! ¡Te quería! Te habría perdonado, es que estaba… es que estaba enfadada… ¡No, no me hagas esto!

Eva se detiene y se tapa la cara con las manos. Está un momento en silencio, en esa posición, y de pronto lanza un grito horrísono y prolongado, uno de esos gritos que nacen como un gemido que va creciendo y acaban estrangulados por su propia intensidad animal, dejando la garganta ronca y dolorida.

El grito cesa. No hay eco en el paisaje abierto, tapizado de pequeños arbustos. En un segundo ha renacido el silencio, el silencio opaco y persistente de la naturaleza inhabitada. Eva aparta las manos lentamente, y se queda unos instantes inmóvil, con la mirada fija y vidriosa. A su lado, el coche reposa serenamente como si nada hubiese ocurrido, iluminado por la alegre luz matinal, con su rígido ocupante sereno e indiferente, ajeno a todo lo sucedido.

Ahora se empiezan a notar los sonidos que en realidad pueblan el silencio: hay un pequeño zumbido, intermitente: el zumbido de las moscas que empiezan a entrar en el coche. De pronto Eva se pone bruscamente en movimiento y se abalanza sobre la pistola, que sigue encima del capó, donde la dejó hace unos minutos.

De pie junto al coche, respirando agitadamente, Eva abre la boca y dirige hacia ésta el tembloroso cañón de la pistola. El cañón se introduce unos centímetros en la boca abierta, y entonces Eva cierra los labios, con la mandíbula separada para no tocar el metal con los dientes. Luego cierra los ojos, primero con suavidad, expulsando el aire con un gesto casi de relajación, y después con mucha fuerza, apretando los párpados, crispando todas sus facciones al tiempo que las dos manos se cierran en torno a la culata, y uno de los pulgares se posa en el gatillo, y todavía Eva modifica la posición del arma elevando el cañón que ahora sí debe de estar tocando el paladar. Está así unos segundos, agitada por un tenso temblor que no es otra cosa que el resultado del esfuerzo estático que realizan sus músculos, de la terrible batalla que se está librando en su cabeza.

Pero al final la tensión se afloja. La boca se abre y la pistola sale lentamente, y desciende, como si de pronto se hubiera vuelto muy pesada, hasta quedar colgando inerte a la altura de los muslos, al borde de los dedos inútiles, incapaces ya del menor esfuerzo.

Y Eva empieza a llorar con los ojos todavía cerrados, con un llanto silencioso y convulso que agita sus hombros espasmódicamente, al ritmo creciente de los sollozos, que deforma su rostro en una mueca pueril, y lo moja con el caudal de las lágrimas, imparables, cada vez más copiosas.

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