Fin

Fin


María - Ginés - Amparo

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Aunque visualmente no lo parezca, el terreno ya se ha empezado a inclinar, y los ciclistas se ven obligados de nuevo a empujar con fuerza los pedales. Las conversaciones han cesado. En el imponente silencio del paisaje yerto, sin ecos, tan sólo se oye el fuelle de las respiraciones, los pequeños gemidos de la mecánica pacífica y elemental de las bicicletas sometida a la tracción.

El paisaje es desolador; tiene algo de irreal con su doble rostro, negruzco por un lado y verde —de un verde austero y raquítico— por el otro. La carretera, como una recta trazada con tiralíneas, delimita con geométrica precisión esas dos caras del paisaje.

Hace calor, se diría que la brisa, junto con el olor a hierba quemada, empuja hacia los ciclistas el ardor de los rastrojos carbonizados, todavía humeantes. Pero aunque lentamente, el paisaje va desfilando, y lo que era una columna de humo, con las últimas lenguas del fuego en su base, se convierte en jirones bajos y rastreros, como un aliento neblinoso, y después desaparece por completo, y al cabo de unos minutos los ciclistas pedalean silenciosos, flanqueados a su izquierda por un paisaje monótono e interminable de tierra tiznada y fría, totalmente inactiva.

En silencio, tenazmente, empujados por el deseo de abandonar cuanto antes esos páramos, los tres supervivientes dejan atrás un primer cambio de rasante, y después otro, muy similar al anterior, y luego la carretera se curva un poco a la derecha, y sigue subiendo en línea recta hasta aproximarse a lo que ya parece el alto, el puerto de montaña, la promesa de que la carretera empezará a descender y les plantará en poco tiempo en la ciudad, en otros campos, en otro paisaje que no tenga la mitad de su rostro tiznado por el fuego.

Hay un rótulo a la derecha, un cartel como los que aparecen de vez en cuando en las carreteras para indicar el nombre de un río o de un viaducto. El rótulo todavía está lejos, ilegible, y los ciclistas clavan la vista en él con la esperanza de que acabe revelando el nombre del ansiado puerto de montaña. Tan atentos están al pequeño rectángulo pintado de color crema, que ninguno de los tres repara en la extraña estructura que, a medida que ascienden, va apareciendo a su izquierda, por detrás del cercano horizonte de una loma. No es que el objeto pueda ser confundido con una roca, pero tal vez los ciclistas no lo hayan visto porque presenta la misma tonalidad oscura y chamuscada de la tierra que lo rodea.

—¡Alto del Gordal! —grita de pronto Ginés—. ¿Lo veis…? Sabía que ya faltaba poco. Ahora viene una bajada muy larga, y si no me equivoco…

—Setecientos treinta y cinco metros —lee Amparo, obvia, literal.

—¿Qué es eso que hay ahí?

Las palabras de María atraen inmediatamente la atención de sus compañeros. Los tres van pedaleando, pero María mira con insistencia hacia las tierras calcinadas que quedan a su izquierda, en lo más alto de la vertiente. Ginés y Amparo no tardan en descubrir lo que señala María, la estructura redondeada y negruzca que asoma por detrás de la cresta, como si estuviera ya en la otra vertiente, en la de bajada, y ahora se hiciese visible, a medida que las bicicletas se acercan a la cima.

Es un objeto, un objeto grande. La distancia puede engañar, pero se diría que tiene el tamaño de un automóvil, o incluso de algo mayor, aunque la forma es más cilíndrica, más redondeada. A pesar de su aspecto vagamente mineral, la vista no tarda en descubrir en el extraño objeto detalles, texturas y calidades que delatan la presencia de la plancha de acero quemada, abollada, torturada por un gran impacto.

Los ciclistas han dejado de serlo. Primero se han parado, y luego han dejado sus bicicletas tumbadas en el asfalto y han cruzado la carretera en dirección al enigmático objeto. Torpes, con las piernas entumecidas, tienen que saltar el guardarraíl de acero duro y cortante, caldeado por el sol, y después bajar el talud de tierra, de un metro de altura, sobre el que se asienta la carretera. Resbalan, a punto están de perder el equilibrio, de caerse; pero al final caminan por el páramo, ascendiendo por la pendiente en dirección al objeto, con la impresión de que el terreno es mucho más irregular, mucho más accidentado de lo que parecía visto desde la carretera.

—¿No habría sido —dice Amparo cojeando ligeramente, con una mueca de dolor arrugándole el rostro— no habría sido mejor llegar primero a lo alto del puerto?

—La carretera se aleja —dice Ginés—. Aquí estábamos más cerca.

—Pero… a lo mejor es peligroso, no sabemos… no sabemos si hay algo…

—A lo mejor es un ovni —dice María—, una nave extraterrestre… a lo mejor es la que ha producido…

—¿El incendio?

—No… o todo, todo lo demás.

—No sé… —dice Ginés, dubitativo—, no me acaba de…

—Sí… vais a encontrar un marciano —dice Amparo, con un bufido de desprecio—, un marciano es el que tiene la culpa de todo.

—Vayamos con cuidado —dice María, con un temblor temeroso en la voz—. Podría ser peligroso…

—No sé… —dice Ginés—, todo esto está muy muerto… no hay actividad, no hay… no hay nada.

Los tres compañeros avanzan pisando piedras, haciéndolas rodar, aplastando negros esqueletos de plantas y arbustos que se desmenuzan en polvo, en hollín, tiznando su calzado y sus pantorrillas. El misterioso artefacto tiene un aspecto cada vez más mecánico, más industrial: ahora ya resulta evidente que la chapa que lo recubre estaba pintada de blanco, porque hay pequeñas zonas en las que este color pervive todavía, amarilleando en los bordes, respetado milagrosamente por las llamas.

Ya han llegado junto al aparato. Como a menudo ocurre en casos similares, el objeto parece mayor visto de cerca, al pie de sus curvadas paredes. Realmente tiene el tamaño de una furgoneta, de una furgoneta grande; por lo menos en la zona central, que es la más ancha. El artefacto es aparentemente de sección redonda, aunque de forma ligeramente ahusada, más estrecho en la zona que apunta hacia la carretera.

—Un momento… esto… —dice Ginés en actitud pensativa, alargando una mano hasta tocar la superficie de la plancha.

—¡Aquí hay unas letras! —dice María—. Se pueden leer porque están en relieve, no… no estaban pintadas…

—Aquí también —dice Ginés.

—¡Está en inglés! —dice Amparo.

—Pero… ¿esto no es el símbolo de los Rolls-Royce? —dice María—, ¿las dos erres superpuestas?

—¡Exactamente! —dice Ginés—. Ya me lo parecía, sabía… sabía que me recordaba algo y no… no conseguía…

—¡Pero esto no es un coche! —protesta Amparo.

—Rolls-Royce fabrica los reactores de un montón de aviones —dice Ginés—. Esto es un reactor, y de un trasto muy grande, un Jumbo o algo así. Si vamos allí, adelante, veremos el agujero de entrada, y las palas… las palas de la turbina.

Pero María ya ha subido hacia la parte delantera del reactor, e incluso unos metros más allá, y no mira lo que ha indicado Ginés, sino al otro lado, hacia abajo, a la otra vertiente de la montaña.

—¿No queríais saber dónde estaban los aviones… porqué no veíamos ningún avión en el cielo? —dice, volviéndose un momento hacia sus compañeros—. Pues ahí tenéis.

Ginés y Amparo corren hacia donde está María. El terreno hace subida, y sólo al final, al llegar junto a ella, se despliega ante su vista lo que les está señalando.

La primera impresión es que la falda de la montaña —que baja en suave declive hasta un terreno relativamente llano— es un vertedero improvisado y reciente en el que alguien ha ido dejando chatarra y basuras, de forma caótica, dispersa, sin intención de acumular los desechos en ningún lugar concreto. Más tarde, la vista descubre en la periferia algunos elementos de mayor tamaño —un trozo del fuselaje, la alta vela del timón, parte de un ala— que reportan dramáticamente al escenario de una catástrofe aérea. Pero el resto son trapos, ropa, trozos de tapicerías, maletas descuadernadas, ferralla y piezas de plástico, que le dan al conjunto un aspecto siniestramente hogareño, como de vertedero de electrodomésticos.

—El fuego —dice Amparo—, esto fue lo que lo causó.

—Está claro de dónde soplaba el viento —dice María.

—¿Qué quieres decir? —le pregunta Amparo.

—Está claro: la mitad del campo ni siquiera ardió. El fuego empezó aquí, bastante arriba… pero no retrocedió.

—Tenemos que mirar —dice Ginés, con la vista clavada en los restos que tapizan la ladera—, mirar si hay cuerpos…

—¡Claro que habrá! —protesta Amparo—, no seas macabro… los aviones no van nunca de vacío… deben de estar desperdigados por… por todos lados.

—También hemos visto coches estrellados… y no había nadie —replica Ginés desganadamente, sin dejar de mirar a su objetivo—. Además… no veo ningún animal carroñero… sería lo lógico, con tantos cadáveres. Y tampoco huele.

—Huele a goma quemada —constata Amparo.

María, que ha estado pensativa durante el último cruce de palabras, con la mirada perdida en sus propias reflexiones, reacciona de pronto, como si despertase.

—El avión se cayó —dice girando apenas la cabeza, hasta mirar a Ginés y Amparo con el rabillo del ojo— se cayó en el momento del apagón. Y cuando llegó a tierra… ya no había nadie…

—Eso es lo que vamos a intentar averiguar —dice Ginés—. También pudieron matarse todos y luego ir desapareciendo poco a poco.

—Entonces… al menos habría sangre, o manchas…

—No sabemos… no sabemos si la sangre, o cualquier cosa que pertenezca… que esté en contacto… todo parece indicar que la gente… los casos que hemos visto… también desaparecía la ropa. Recuerda: no había ningún bañador en el fondo de la piscina…

Un prolongado silencio sigue a las palabras de Ginés, un silencio que rompe él mismo con una explosión de rabia espontánea, sincera.

—¡No sabemos nada, joder! —dice, crispando momentáneamente el rostro y los puños.

»Vayamos… vayamos a mirar —añade unos segundos después un poco más calmado—, a lo mejor… ¡Yo qué sé! A lo mejor sí que hay algún cadáver…

Ginés echa a andar ladera abajo, y María le sigue poniéndose inmediatamente a su estela, dejando que sea él quien abra camino. Amparo también arranca para no quedarse atrás. Se ha retrasado unos metros, y sus primeros pasos son cortitos y apresurados, vagamente serviles, vagamente perrunos. Pero la expresión de su rostro desmiente la docilidad de sus movimientos: es una expresión escéptica y despectiva, resabiada; la expresión de quien deja que los niños se ilusionen con una pueril esperanza, de quien espera que sea la realidad la que acabe desengañándolos, brutal y definitivamente.

Una hora después el sol gravita ya sobre el horizonte, bañando las montañas con una luz melosa, que primero fue dorada y ahora empieza a adquirir un tono anaranjado y frío, apagado. La carretera, que atraviesa una zona boscosa, discurre la mayor parte del tiempo en sombra. El sol raramente llega al asfalto, y cuando lo hace es en forma de violento contraluz, de rayos sesgados que proyectan las sombras de los tres ciclistas, estirándolas grotescamente hasta desdibujarlas en el asfalto, a veinte o treinta metros de distancia. Cuando pedalean para vencer una pendiente, todavía van acalorados, pero en las bajadas disfrutan ya de un frescor, fruto de la simple velocidad, que hasta el momento no habían conocido.

Ahora llanean por una amplia curva, rodeados del silencio y el verde oscuro, en sombra, de los pinos. Sólo en las copas de los árboles el sol se deja ver todavía, como si hubieran sido pintados con un color naranja aguado y traslúcido. María habla de pronto. Da la impresión de que reanuda una conversación interrumpida hace rato, o que vuelve con una idea única y obsesiva, que ha repetido ya varias veces con anterioridad.

—Todos. Todos desaparecieron en el primer momento, en el momento del apagón. Andamos buscando como locos, como tontos, y aquí no queda ni Dios…

Parece que la conversación se va a acabar ahí, en ese breve monólogo. Pero al final, después de unos segundos de silencio, Ginés le da la réplica, sin demasiado entusiasmo, como si rebatir los argumentos de su compañera fuera una obligación tan tediosa, tan necesaria, como el pedalear.

—Quedamos nosotros. No puede ser que seamos los únicos. Puede haber otros grupos como el nuestro…

—¡Venga ya! Era un avión, un avión enorme, a diez mil metros de altitud, a mil kilómetros por hora, y no se ha salvado, no… no había nadie.

—No sabemos cuál es el radio de acción. Eso que has dicho son diez kilómetros de altura…

—¡Pero si… si hemos hecho más de cien kilómetros… entre la bici y la caminata de… del principio!

—No puede ser que estemos solos. Alguien tiene que haber, aunque… aunque sea al otro lado del mundo.

—¿Tendremos tiempo… tendremos tiempo para llegar a… a La Capital… al mar…? ¡Y tú quieres llegar a Australia! Te recuerdo que éramos ocho…

—Nueve.

—Eso, nueve, y ahora sólo somos tres.

—Hace rato… hace rato que no… puede ser que ya no… que ya no desaparezca nadie…

María guarda silencio esta vez, y Ginés tampoco se anima a añadir nada. Lo cierto es que el asfalto se ha ido empinando en el último tramo, y los ciclistas se concentran en el esfuerzo de coronar el cercano cambio de rasante. Amparo, que no ha intervenido para nada en la conversación, que desde que volvieron a la carretera se ha limitado a pedalear, encerrada en un terco silencio, hace oír su voz cuando llegan a lo alto del repecho.

—Parad un momento. Me estoy meando… Paremos aquí antes de que volvamos a embalarnos.

La carretera, efectivamente, empieza a descender, y continúa en considerable declive hasta donde alcanza la vista, prometiendo un descenso prolongado y veloz.

María y Ginés se paran dos metros por delante de Amparo. Han echado pie a tierra, aunque siguen encima de sus bicicletas.

—Daos la vuelta —dice Amparo al tiempo que baja de la bici y la deja en el suelo—, quiero decir que no miréis.

María y Ginés giran la cabeza y miran ostensiblemente a la izquierda. Reina el silencio, ahora que las bicicletas están paradas. Se oye el sonido de la propia respiración agitada por el esfuerzo, de los primeros grillos aislados, de las bambas de Amparo al pisar la tierra, al separar las hierbas que crecen al lado de la carretera.

La cuneta se ensancha en lo alto del repecho hasta formar un calvero, un claro de unos cuantos metros donde no crecen los árboles, donde proliferan unas hierbas duras y amarillentas. Amparo se detiene. María y Ginés oyen cómo se detiene, y no pueden evitar interrumpir por un momento sus respiraciones, expectantes, y entonces oyen cómo Amparo retrocede un poco más, en medio de un despiadado silencio en el que se oiría perfectamente el deslizar de una cremallera, el ruido de un pequeño chorro cayendo sobre la tierra.

—No queda nadie —dice María inesperadamente—. Desaparecieron todos en el primer momento. Todos. Y nosotros buscando…

—Ya estamos muy cerca —dice Ginés mirando, como ella, a los pinos del otro lado de la carretera—, la ciudad está aquí al lado. No nos podemos rendir hasta que no hayamos buscado en la ciudad.

—Sí, en la ciudad… en la ciudad encontraremos…

María ha enmudecido bruscamente. Se ha oído un gemido a sus espaldas, Ginés también lo ha oído: un gemido constreñido, estrangulado; podría ser un gemido de esfuerzo, pero tiene algo, un componente agudo que… Ahora se vuelve a oír.

—¿Amparo? —dice María, mirando todavía en la dirección contraria al origen del sonido.

Ginés y María miran a su derecha con el rabillo del ojo, sin atreverse todavía a girar la cabeza. Silencio. Y de pronto un ruido, pisadas, pisadas blandas, la hierba pisada, el calzado que se arrastra por la tierra, que se aleja…

—¡Amparo!

Por fin se dan la vuelta.

El tigre les mira fijamente, en silencio. Mientras va retrocediendo paso a paso, aplastando el vientre contra el suelo; mientras arrastra el cuerpo rígido de Amparo, la tenaza de la mandíbula cerrada en torno al cuello, el tigre les mira desde abajo con algo de culpabilidad en la mirada, como el niño que sabe que ha hecho una travesura. O tal vez no; tal vez su mirada es fría y calculadora, con la precisión del instinto, sopesando el peligro que pueden representar las dos figuras que están de pie, unidas a sus extrañas máquinas, calculando la distancia que le separa de ellas, y las posibilidades que éstas tendrían de arrebatarle su presa.

Pero Ginés y María no son capaces de ninguna reacción. Ni siquiera han gritado: de la garganta de ella apenas se ha escapado un gemido de escalofrío, una inspiración brusca y sonora provocada por la sorpresa y el pánico. Después se han quedado inmóviles, los dos, incapaces de cualquier acción de salvamento, incapaces de huir, incapaces de apartar los ojos desorbitados del polo de atracción que representa la cabeza del tigre, el cuerpo de Amparo arrastrado como un pelele, con los pantalones bajados, los muslos muy blancos contrastando con la oscura mancha del pubis, y esa cabeza inconcebible, con una torsión antinatural del cuello, pegada a las fauces del animal como una pelota, como la cabeza de un muñeco en el que alguien hubiese pintado unas facciones, unos ojos inmóviles y muy abiertos.

Pero la imagen se va alejando. El tigre va ganando en seguridad, sus movimientos adquieren fluidez, se permite incluso mirar para atrás en algún momento, y cuando lo hace, el cuerpo de Amparo, sus sesenta kilos, bailan de un lado a otro con brutal levedad. Al final, una vez ha llegado a los primeros árboles, se da la vuelta con insultante parsimonia y se aleja hasta perderse de vista, entre los troncos y la vegetación del sotobosque.

—Vamos… marchémonos de aquí —dice Ginés desde una total inmovilidad, con voz tan susurrante como alterada—, no podemos… no hemos podido hacer nada. Salgamos de aquí, podría… podría haber más…

Ginés pone un pie en el pedal, y arranca suavemente. María le imita: mirando a un lado y otro, mirando a sus espaldas una y otra vez, empuja los pedales y en poco tiempo empieza a adquirir velocidad. En sus ojos, en su mirada inquieta, en la expresión de su rostro, no hay más que miedo y cobardía y ansiedad, la ansiedad de poner tierra de por medio, cuanto antes, en el menor tiempo posible.

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