Fin

Fin


Amparo - Cova - María - Hugo - Ibáñez - Maribel - Nieves - Ginés - Rafa

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Los cuatro hombres y las cinco mujeres forman un grupo irregular, desplegado en abanico en el centro de la plaza embaldosada. Sus rostros son manchas pálidas, inciertas, a la luz de las estrellas. Se reconoce a la persona por la voz, por una estatura determinante, por la masa peculiar de un peinado; pero no por las facciones, en realidad irreconocibles, cambiantes, hormigueantes, cada vez más cambiantes y mentirosas a medida que uno intenta reconocer algo en el óvalo de claridad lechosa que la luz fría y muerta de los astros permite diferenciar. Del mismo modo, la arquitectura circundante se convierte en enormes masas de sombra, y no hay manera de saber si las copas de los árboles más cercanos se mueven mecidas por la brisa, o por simple aprensión de los sentidos empeñados en diferenciar sus contornos. Pero las voces suenan nítidas, cotidianas, y el airecillo que circula por la explanada es cálido y optimista, perfectamente insustancial.

—Nieves, ¿dónde está el cuadro de las luces?

Es Hugo el que ha preguntado, mirando hacia su izquierda, hacia el lugar del que han salido las exclamaciones pronunciadas con la peculiar voz infantil de la organizadora de la fiesta.

—Está nada más entrar, a la derecha —responde Nieves—. Es como un armarito cerrado. La llave está encima.

—¿De verdad queréis encender ahora —dice Amparo—, con este espectáculo ahí arriba?

—Quiero saber si tenemos luz.

—Sí, hay que mirarlo —dice Ibáñez—. Me mosquea esta oscuridad tan absoluta… no se ve ningún fulgor en el horizonte.

—¿Alguien tiene una linterna? —pregunta Hugo.

—Yo tengo una… en el coche —dice Amparo.

—En el coche. ¡No te jode!

Al exabrupto de Hugo le sigue un breve silencio. Después es María quien habla.

—Rafa traía una… nos ha alumbrado por el camino, cuando bajábamos los cuatro…

Se produce un nuevo silencio, esta vez un poco más largo. Rafa no ha pronunciado palabra desde que se ha ido la luz. Excepto los que están más cerca de él, nadie sabe ni siquiera dónde está situado.

—La linterna está en el dormitorio —dice finalmente Maribel—, con nuestro equipaje.

—Peor me lo pones —dice Hugo.

—Alúmbrate con el móvil —sugiere María.

—¡Los móviles no alumbran una mierda! Además tengo poca batería —dice Hugo rebuscando en sus bolsillos, de los que finalmente saca algún objeto pequeño que produce una extraña pulsación, como un golpeteo sordo y arrítmico.

—¡Mierda, ahora no funciona!

—¿Qué es lo que no funciona?

—¡El encendedor, joder, el encendedor! —dice, pulsándolo todavía una y otra vez—. ¡Mira que ir a fallar ahora!… ¡Pero si hace un rato lo usé!

—Espera —dice Ginés—, a ver si el mío…

Ginés es fácilmente identificable en la penumbra porque es el más alto de la reunión. Todos miran con expectación cómo el bulto que hace su cuerpo se remueve unos instantes para después volver a la inmovilidad.

El mechero se enciende al segundo intento, generando una llama que resulta, después de tanta oscuridad, extraordinariamente cálida y brillante. Ya el primer intento fallido se ha visto como un explosivo chispazo de luz entre los dedos de Ginés. La llama baila unos segundos empujada por la brisa, y se extingue cuando Ginés levanta el dedo del pulsador para entregarle el encendedor a Hugo, que entretanto se ha acercado hasta él.

—El más ricachón… —dice Hugo— y tiene un BIC de gasolinera.

Ginés no responde al comentario, y Hugo empieza a caminar hacia el edificio, cuya puerta, apenas visible, no es más que una mancha todavía más negra en la oscura superficie de la fachada.

—¿Quieres que vaya contigo? —dice Nieves.

—No hace falta. No creo que sea muy complicado.

Hugo da la espalda al grupo y camina hacia el refugio. Va vestido en tonos oscuros, y sin las manchas pálidas de la cara y las manos como referencia, su figura se difumina en la sombra hasta desaparecer. Se diría que ya ha entrado en el edificio cuando un súbito resplandor amarillento recorta su silueta en negro, en el momento de trasponer la puerta abierta de par en par. Todos comprenden que ha encendido el mechero y que es la llama, oculta tras su cuerpo, la que ahora produce un baile de sombras fantasmagóricas en el interior de la sala. El resplandor se detiene un momento, oscilando apenas, y al poco rato suena la voz de Hugo, amortiguada por el grosor de las paredes:

—No tenemos corriente —dice en voz alta, para ser oído.

—¿Has probado a apretar el botón Test? —dice Ibáñez.

—¡Pero bueno! —dice Hugo—, ¿estoy hablando con Ibáñez o con Rafa? ¿A qué viene ahora tanta tecnología?… Por supuesto que le he dado al «test» —añade saliendo por la puerta, al tiempo que apaga el encendedor—, no es un problema de la instalación. El fallo viene de fuera.

—Estamos sin luz —dice alguien.

—Bueno, al fin y al cabo tampoco es tan terrible —dice Amparo con su inequívoca voz—, lo que queríamos era tumbarnos aquí, al sereno, a mirar las estrellas, ¿no?, pues ya lo tenemos, y sin nada que nos moleste.

—Ni tanto ni tan calvo —dice Ibáñez—, demasiadas estrellas me parecen éstas a mí.

—Sí, muy bonito —dice Maribel, pero no contesta a Ibáñez, sino a Amparo—, pero habrá que ir a las literas, a por las cosas… y al lavabo; y la verdad, con un mechero…

Maribel está en un extremo del grupo. Todos suponen que Rafa —cuya voz todavía no se ha dejado oír— está con ella, tal vez abrazado a ella, pero nada se distingue en el confuso bulto que en lugar de su cuerpo revela la oscuridad.

—Hay que ir a por la linterna de Rafa —dice Ibáñez—. Que vaya él, o Maribel. Que alguien les pase el encendedor.

La voz de Hugo suena de pronto, llegando de una dirección inesperada, más apartada que la de Maribel.

—El teléfono no funciona —dice con una entonación que ha perdido su matiz desdeñoso—. Mi móvil…

—¡Pues claro que no funciona! —dice Amparo—. ¿No sabes que no hay cobertura?

—Lo sé mejor que tú —responde Hugo—. No es eso. Es que ni siquiera se enciende.

—Se te ha muerto… la batería —dice María—. A mí me pasó una vez; no hacía ni pum.

—¡Qué raro…! —dice Hugo manipulando todavía—. Nada, no hay manera.

—Chicos… —dice Nieves con la voz un tanto alterada—. El mío tampoco va.

—¿No se enciende? ¿No hace nada? —dice María—. ¿Alguien más lleva el móvil encima?

—Yo lo dejé dentro, en el bolso —dice Cova—, como dijeron que no había cobertura…

—El nuestro… el de Rafa tampoco funciona —dice entonces Maribel.

—Tres a la vez… —dice Ginés. Su voz, tan indolente como siempre, transmite, por contraste, una extraña seguridad—. Ya es mucha coincidencia. Habrá… hay que ir adentro y comprobar si con los otros pasa lo mismo. Y de paso buscar esa linterna, o algún otro encendedor.

—Nadie más tiene encendedor —dice Nieves.

—Yo tengo un encendedor —dice María—, pero está en el bolso…

—¿Tú también fumas? —pregunta Hugo.

—A veces —dice María por toda respuesta.

Hugo va a decir algo, pero le interrumpe la voz de Ibáñez.

—María, tu encendedor… ¿es eléctrico o es de los de piedra, como el de Ginés?

—¿De piedra? —dice María, como si le hubieran hablado en chino.

—Sí —dice Ibáñez—, hay una ruedecita dentada que roza la piedra y produce chispas. En los otros es una chispa eléctrica, muy pequeñita.

—No sé, la verdad —vacila María—, me parece que es de ésos, de los eléctricos, supongo.

—Ya sé a dónde quiere llegar éste —dice Hugo—. ¡Tío, tú has visto muchas películas! Lo que insinúa Ibáñez es que ha habido una especie de radiación misteriosa que afecta a todos los aparatos eléctricos… Eso, eso —continúa animándose a medida que habla—, una radiación de rayos gamma; nos vamos a convertir todos en superhéroes: el superequipo. Y él será el cerebrito…

—Y tú la esponja humana —dice Ibáñez despertando alguna risa reprimida, aislada—. Lo único que digo es que el apagón no puede ser sólo de aquí, ni siquiera de la zona. Cuando veníamos aquí, y ya hace veinticinco años, se veía en el horizonte el resplandor, la radiación de luz de… de Somontano, supongo que sería, o de La Capital.

—La Capital está muy lejos.

—Pero produce una gran contaminación lumínica. Ésta no es una zona completamente aislada, por muy apartada que esté… no está libre de contaminación lumínica, sólo hay tres zonas en toda España, lo oí hace poco, por la radio, sólo hay tres zonas en las que no hay nada nada de luz, una está en Soria, la otra en… en Burgos, me parece, y la tercera en el norte de Extremadura.

—¿Y en qué programa era eso? —dice Hugo—, ¿en el de Gomaespuma?

—No es ninguna tontería lo que dice Ibáñez —interviene Ginés—, pero tampoco sería la primera vez que se produce un apagón general, de toda una provincia, o más, por alguna avería…

—Ya, pero ¿y lo de las nubes? —insiste Ibáñez—, que hayan desaparecido en… en tan poco tiempo. Y luego está lo de los móviles…

—¡Ay, no me asustéis —dice Amparo—, que bastante asustada está una ya! Sólo de pensar que nos vamos a tumbar aquí al sereno, en medio del monte… ¡Sólo falta que ahora me vengáis con radiaciones!

—Vamos a ver —dice Hugo en tono concluyente—. ¿Tú notas alguna radiación? ¿Tú has notado algo? ¿Te encuentras mal o algo así?

—En mi vida me había sentido mejor.

—¡Pues entonces!

—Yo no he dicho que tenga que afectar a las personas —puntualiza Ibáñez—, de hecho ni siquiera he dicho…

—No sé si soy la persona más indicada para intervenir —dice María—, pero… me parece que os complicáis demasiado la vida. Estáis aquí elucubrando… y a lo mejor vuelve la luz en cualquier momento. Y si no es así… pues aprovechadlo y relajaos. Al fin y al cabo estamos de fin de semana. Hay mucha gente por ahí que pagaría para poder pasar un día realmente incomunicado, de verdad, sin poder llamar a nadie ni ser llamado…

—Ginés —dice Hugo—, esta chica vale su peso en oro. La vamos a nombrar…

—Esta chica no tiene hijos a los que ha dejado a ciento cincuenta kilómetros de distancia.

Las palabras de Maribel han sonado con más paternalismo que acritud, pero aun así la carga crítica del razonamiento es evidente.

—¡Venga ya! —protesta Hugo—. Cuando hablaba de estar incomunicados se refería también a eso, ¿verdad, María? Además, para eso están los abuelos, ¿no?

—No sé otros… —dice Maribel—, pero en nuestro caso sólo tenemos una abuela y media, que podamos contar…

—Por favor —les interrumpe Ginés—, centrémonos en lo que ahora nos interesa. Entremos a por los móviles que faltan, y a por esa linterna… Maribel, ¿quieres venir?

—Ya voy yo.

La voz de Rafa, resonando de nuevo después de tanto tiempo, ha generado un repentino silencio. Ha sonado neutra, tal vez demasiado seria, pero sin poder ver el rostro es difícil valorar el significado de una entonación.

—Venga, vamos —dice Hugo poniéndose en movimiento, arrastrando tras de sí a María y a Ginés, a Rafa y a Amparo, y también a Ibáñez.

—Hugo —dice Cova cuando ya han dado unos pasos—, coge tú mi móvil…

—¿Dónde lo tienes?

—En el bolso, en la repisa ésa, junto a lo de la música.

El reducido grupo se pone de nuevo en movimiento.

—¡Tú, enciende el mechero de una vez —dice Amparo agarrándose a quien tiene más cerca, que resulta ser María— que aquí se tropieza uno!

—De eso nada —dice Hugo con complacencia—, hay que economizar el gas. A saber si tendremos que sobrevivir durante días con este mechero.

—Vete a la mierda.

En la explanada se han quedado Nieves, Maribel y Cova. Están bastante separadas, con Cova ocupando la posición central, más o menos equidistante de las otras dos. Han visto cómo el grupo desaparecía en el interior del edificio, alumbrándose ya con el mechero, y ahora permanecen en silencio, sin moverse del sitio, sin dejar de mirar hacia el refugio, del que ahora les llega apenas el murmullo de alguna voz confusa, ininteligible.

—Maribel… —dice de pronto Nieves, y su voz suena nítida y cálida—, perdóname… perdonadme, quiero pediros perdón. He estado muy desagradable antes, me… me acaloré en la discusión, en realidad… en realidad ni siquiera…

—Eso díselo a Rafa —dice Maribel—. Os habéis liado a discutir vosotros solitos, sin que nadie os mandara… ¿No ves que cuando le sacas ese tema se enciende?

—Yo también me encendí, no sé por qué, en realidad… yo tampoco soy tan radical, pero… me pesa mucho haberle dicho eso al final… ahora… si pudiera…

—Es igual; él tampoco se quedó mudo. Habla con él y ya está, dile lo que me has dicho a mí.

—Se lo diré, se lo diré…

Después de un breve silencio, es Maribel quien vuelve a tomar la palabra:

—Oye… perdona, no me acuerdo de cómo te llamabas…

—¿Yo? Cova.

—Que nombre más original, ¿no?

—Es por Covadonga, ¿verdad? —dice Nieves—. ¿Eres asturiana?

—No, no soy asturiana —dice Cova con cierta sequedad—, lo de Covadonga fue un capricho de mi padre… a mí no me gusta nada ese nombre.

—Tu padre sí que es asturiano —insiste Nieves, afirmando más que interrogando.

—No. Mi padre tampoco es asturiano. No hay ningún asturiano en mi familia en las últimas diez generaciones.

—¿Cuánto tiempo lleváis casados? —pregunta Maribel, sin dar lugar a que se produzca el silencio.

Cova duda unos instantes antes de contestar.

—Casi… quince años.

—¿Y no tenéis hijos?

—No.

—Se vive muy bien sin hijos. Yo lo echo de menos. Los años que estuvimos sin hijos, Rafa y yo, fueron los mejores… como pareja…

—Los matrimonios que no tienen hijos se quieren más —dice Nieves—, no hay que repartir el cariño, y no se hace uno viejo tan rápido.

—También podéis decir las cosas buenas —apunta Cova— de la maternidad, quiero decir. No me voy a deprimir.

—Claro que tiene cosas buenas —dice Nieves—, te llena mucho, demasiado. Los niños son encantadores cuando son pequeñitos. Hay una época, unos años, que los disfrutas de verdad…

—Yo más bien diría unos meses —apunta Maribel.

—Tienes hijos, los crías —dice Nieves reanudando su propio discurso—, pero te das cuenta de que en realidad no ha cambiado nada…

—¡Será que no te cambian la vida! —dice Maribel.

—Quiero decir como persona… Sí, has trabajado más, has hecho más cosas, pero… sigues teniendo los mismos defectos, los mismos problemas que antes; en realidad no has resuelto nada. Y luego se van, cuando ya los has criado, y te quedas… te quedas…

—Pero has creado una nueva vida —dice Cova—, la has lanzado al mundo, le has dado la posibilidad de ser feliz.

—Tal como está el mundo —dice Maribel— no sabe una si…

—Sí, cuando eres joven —dice Nieves—. De joven todo el mundo está convencido de que será feliz.

Las tres mujeres miran hacia el refugio. La expedición acaba de entrar en el dormitorio llevándose consigo el murmullo de las voces, el cálido bailoteo de la llama, que ha estado brujuleando por el interior de la sala como un insecto mágico, encendiéndose y apagándose, entrevisto a ratos por los huecos de la puerta y las ventanas. Ahora reina de nuevo la oscuridad y el silencio; y la cuadrada mole del edificio es una negra masa de sombra que se alza, vertical y amenazadora, frente a las tres mujeres. Es Cova, finalmente, la que rompe el silencio.

—¿Qué le hicisteis a ese chico en aquella fiesta? A Andrés, al que no ha venido.

—Eso pregúntaselo a tu marido —dice Maribel—. Lo sabe mejor que nadie; él fue quien lo organizó.

—Eso no es verdad —puntualiza Nieves—, lo organizamos entre todos, lo hicimos…

—Él no me lo quiere decir. Se lo he preguntado, pero… La primera vez me dijo que ni siquiera se acordaba.

Maribel sonríe con una especie de bufido irónico, despectivo. Parece que va a hacer algún comentario a lo dicho, pero permanece en silencio, igual que Nieves.

—No os preocupéis. Sé cómo es mi marido —dice Cova—, ahora está en la fase borde, luego pasará a la fase buen rollete histriónica. Y después se dormirá.

—Menos mal. Antes ni siquiera se dormía.

Las tres se ríen a un tiempo.

—Es broma —dice Nieves—. En realidad nos lo pasábamos muy bien, era un rollo de amigos, no había parejas…

—Lo que quiero decir es que podéis hablar de él con libertad —dice Cova.

—Hugo siempre fue el más gracioso —dice Maribel—. Ibáñez lo intentaba, pero sus chistes son siempre tan complicados… tiene un sentido del humor…

Maribel deja colgada la frase. El movedizo resplandor amarillento ha aparecido de nuevo, recortando por unos instantes la aristada geometría del hueco de la puerta. Luego se ha apagado otra vez, levantando un coro de protestas imprecisas, un murmullo que va en aumento hasta que una voz suena ya nítida y cercana. Es la voz de Hugo.

—Chicas: la radiación maligna se extiende por el mundo —dice ahuecando la voz—. No funciona ningún teléfono. Ni la linterna de Rafa. Ni el encendedor de María concluye con una pausa teatral entre cada frase.

El grupo ya se ha hecho visible. Algunos manipulan todavía en sus teléfonos, inútilmente, mientras que otros ya han renunciado a ello. Sus figuras se van definiendo y diferenciando a medida que se acercan a las tres mujeres que esperaban.

—¿Y Rafa? —dice Maribel.

—Estoy aquí —dice la voz de Rafa, desde unos metros más atrás—. Las pilas están descargadas…

—¿De la linterna?

—Sí. La he desmontado…

—¿Cómo sabe que están descargadas? —dice Amparo.

—Pones la lengua —dice Ibáñez— y si pica…

—Es verdad —dice Nieves—, cuando tienen carga pica un poquito, es como un repelús.

—Se la habrá dejado encendida —concluye Amparo.

—¿Quién? ¿Rafa?… No lo conocéis —dice Maribel, atenta, al parecer, a todos los comentarios.

—Por favor, centrémonos —dice Ibáñez—. Hay que organizar una expedición a los coches.

—¿Para qué? —dice Hugo—. ¿Ya quieres marcharte?

—No, no es que quiera marcharme, pero… convendría comprobar si los coches funcionan.

—¿Y si funcionan qué? ¿Qué harás?

—Un coche produce luz, un montón de luz. Podemos bajar uno aquí a la explanada… por la rampa se puede subir, y enfocarlo a la puerta, como hacíamos antes…

—Pero ahora no se puede —recuerda Nieves—. Está la barrera.

—Mira… pues ahora que lo dices —dice Ibáñez—, Rafa sabe cómo resolver ese problema. Antes no me lo he tomado muy en serio, pero ahora… la verdad es que nos puede ser muy útil.

—¿Vais a arrancar la valla? —dice Maribel—. ¡De eso nada! Un día quisimos arrastrar el coche de unos amigos, que se habían quedado… ¡y no veas la que liamos!

—Porque había demasiado barro —dice Rafa.

—Las mujeres —apunta Ibáñez— siempre preocupadas por el estado de la carrocería.

—A ver, por favor —dice María tomando la palabra—, escuchadme un momento. Yo os doy mi opinión; sólo es mi opinión, pero… me parece que nos estamos atemorizando todos un poco, y sin ninguna necesidad. Parece que efectivamente hay algún problema con la electricidad, o lo que sea. Pero no vamos a resolver nada ahora empezando a liarla, dando palos de ciego, y nunca mejor dicho, con lo oscuro que está todo… Pensad que dentro de unas horas va a salir el sol…

—Es verdad, sin darnos cuenta está pasando el tiempo…

—¿Qué hora será? Por cierto… los relojes… ¿funcionarán los relojes?

—¿Reloj? Yo ya no llevo reloj, para eso está el móvil…

—Un momento, un momento —dice Hugo—. Dejemos acabar a la chica. Dejemos que hable la voz de la juventud.

—No, ya está, sólo era eso, que… que de día las cosas se ven diferente y… lo que haría yo sería aprovechar el poco tiempo que nos queda y tumbarnos aquí a contemplar el espectáculo de este cielo, que a lo mejor nunca volveremos a tener una oportunidad de verlo así. Y además… esto era lo que queríais, ¿no?: ver las estrellas, y ahora os queréis pasar la noche andando por un camino de cabras, a oscuras, arrancando vallas, y deslumbrándonos aquí con unos faros…

—La chica tiene más razón que un santo —concluye Hugo.

—Una mujer —resume Amparo—. Los hombres sabéis demasiadas cosas: os perdéis de tan listos que sois.

—Sin ánimo de contradecirte —dice Ginés dirigiéndose a María— y a riesgo de parecer un cuarentón acobardado y receloso…

—Y excesivamente informado —apunta Ibáñez.

—Eso —continúa Ginés con una sonrisa—. Creo que lo cortés no quita lo valiente, y que dos o tres podemos acercarnos a los coches, que se llega en un momento, y más conociendo el camino, sin que ello signifique que dejemos de disfrutar de la noche estrellada, y de esta brisa tan agradable. Al fin y al cabo, aún nos quedan algunas horas de noche por delante, por mucho que haya volado el tiempo.

—Pues vete tú con Ibáñez —dice Maribel— que aquí necesitamos hombres… ¡Para que nos protejan, malpensados! —añade ante el murmullo jocoso que han levantado sus palabras—. Os recuerdo que por aquí rondan los jabalís, y además en pleno apagón…

—Está claro, Ginés —dice Ibáñez—, nos han tocado las dos pajitas largas.

—Las dos cortas, diría yo —murmura Hugo.

—Esto… convendría que nos pasarais todas las llaves —dice Ginés—, la tuya, Hugo, la de Rafa…

—Pero ¿para qué tanta llave? —protesta Hugo—, probáis con uno y…

—Los coches son muy diferentes —dice Ibáñez—, a lo mejor uno se pone en marcha y otro no.

—Bueno —dice Hugo rebuscando en los bolsillos—, ni siquiera es mi coche. Hemos venido con el de Cova.

—Por cierto, que… no sé si sabéis que hay otro coche —dice Maribel.

—¿Otro coche?

—Sí, nosotros pensábamos que era el de Hugo, que ya había llegado. Pero luego resulta que Hugo fue el último en llegar.

—¿Seguro que contasteis bien? —pregunta Ibáñez.

—Pues claro que contamos bien —replica Maribel—. Tú viniste con Amparo y con Nieves, ¿no?, los tres en el mismo coche…

—Sí… es verdad, pero… ¡Ya sé! —dice Ibáñez—, debe de ser el de los excursionistas.

—¿Qué excursionistas?

—Unos que me encontré antes: pasaron por aquí —dice Ibáñez, señalando al camino—, iban con material de escalada, a acampar al río…

—¿Escaladores? —dice María—. Ésos suelen ir con furgonetas…

—Bueno, da igual —dice Ginés—. Centrémonos ahora en lo que de verdad interesa… Amparo: también necesitaremos la llave del tuyo.

—Yo voy con vosotros —dice Amparo, produciendo un unánime giro de cabezas hacia el lugar en el que ha sonado su voz—. Conozco el camino, tengo piernas… y no sé si me apetece que me protejan.

—¿Y quién se queda con el encendedor? —pregunta Nieves.

—Vosotros —dice Ginés—, así podéis ir sacando los sacos y preparándolo todo. Lo complicado es dentro del refugio. Afuera aún se ve algo con la luz de las estrellas.

Una vez han conseguido las llaves de los coches de Cova y de Rafa, los dos hombres y la mujer salen al camino e inician la ascensión por su trazado irregular y pedregoso. El aire limpio transmite con nitidez, sin resonancias, el ruido de sus pasos, del calzado rozando la tierra, removiendo las piedras. Alguien, uno de los tres, ha resbalado momentáneamente; pero así como el sonido es nítido y recortado, la vista no distingue en la penumbra, no diferencia personajes en la fugaz agitación que se ha producido. Ahora vuelven a caminar a ritmo normal, ascendiendo, alejándose, hasta que las tres figuras imprecisas, visibles solamente por el hecho de estar en movimiento, se funden por completo con la sombra al entrar en contacto con la oscura masa de vegetación que rodea el sendero.

Ha pasado media hora, y los nueve integrantes del grupo están tumbados sobre mantas y sacos de dormir, bastante apiñados, ocupando un rectángulo relativamente centrado con el área de la plaza embaldosada. Rafa está en el extremo que mira hacia el sur, a la derecha del refugio según se sale por la puerta; a su lado está Maribel, y a continuación Nieves y Amparo. En el centro de todos está Cova, y después Hugo, María y Ginés mientras que Ibáñez queda en el otro extremo, cerrando el grupo. Todos están orientados en la misma dirección, con la cabeza hacia el refugio y los pies hacia el camino. Si no los conociéramos muy bien, desde hace tiempo, no podríamos distinguir sus voces ni identificarlas con ninguno de esos nombres. De hecho, si alguien se limitara a transcribir su conversación, sin acotarla con ningún tipo de indicación, no siempre podríamos diferenciar las voces masculinas de las femeninas.

—Chsssst, ¡callad un momento!

—¿Qué pasa?

—¡Que os calléis!

—Pero ¿qué pasa?

—Nada… nos quiere asustar.

—Pues lo tiene muy fácil. Por lo menos conmigo.

—Pero ¡¿queréis callaros?!

El silencio se impone sobre el grupo como una presencia más, como si el aire se hubiera vuelto de golpe más denso y llenara —o al menos ahora existiera la conciencia de ello— cada rincón, cada intersticio, cada pliegue entre la ropa y los sacos de dormir, entre éstos y el suelo. El silencio es total; se escucha hasta el más mínimo roce, el menor movimiento. Una pequeña tos, alguien que traga saliva, y después nada, unos segundos de total quietud, en los que parece que hasta las respiraciones se han detenido. Y entonces sí: entonces se oye el rumor del río en lo hondo de la quebrada, el chapoteo de las aguas calmas, tan misteriosas, en la oscuridad; y el susurro de las hojas de los árboles al entrechocar mecidas por la brisa. Y de pronto el ladrido de un perro, aislado y melancólico, lejano.

—¿Ya está? ¿Era eso? ¿Sabías que iba a ladrar el perro?

—¡No, hombre, no! Era para que oyerais el silencio.

—¡Caramba tío, eres un poeta!

—Sí que hay silencio sí, demasiado…

—La verdad: a mí me habría tranquilizado más oír el motor de un coche que el ladrido ése.

—Dicen que donde hay perros hay personas.

—También hay gente muy perra.

—A mí me habría gustado oír hasta un coche de ésos «chunda chunda»; uno de esos que llevan la música muy alta. Imagínate si estoy desesperada.

—¡Bueno, ¿tan asustados estáis?! ¿No os gusta la soledad?

—¡¿Pero qué soledad?! ¡Si somos nueve!

—Tú ya me entiendes.

—Ya. Tú quieres decir paz, tranquilidad, pero… la verdad, con un apagón general, los aparatos eléctricos que no funcionan, sin la posibilidad de comunicarse ni de desplazarse en coche… no sé yo si no es más bien la paz de los cementerios.

—Por cierto, Maribel: no vimos el coche fantasma.

—¿Qué coche fantasma?

—El que tú decías que había, aparte de los nuestros.

—Se marcharía después, mientras estábamos de fiesta.

—Mañana tenemos que probar con el coche de Hugo, como yo decía.

—¡Y dale! ¡Que no es el mío, que es el de Cova!

—Es el único de gasolina, ni siquiera va inyectado, tirándolo por la bajada tiene que ponerse en marcha…

—Con alguien dentro, a ser posible.

—Pero ¿los coches no tienen batería?

—La chispa de las bujías la produce directamente el generador, o algo así, ¿no es verdad, Rafa?… Rafa…

—Más o menos.

—¿Veis? Basta con que el motor gire unas vueltas; aunque no tenga nada de batería, tiene que ponerse en marcha.

—No sé por qué os preocupáis tanto. Mañana todo volverá a funcionar, ya lo veréis. Cuando estéis en la cola de la autopista, por la tarde, os acordaréis de mis palabras, y os lamentareis de que el apagón no fuera más en serio. Aquí nadie se va a salvar de ir a currar el lunes.

—¡Ay, no me hables del lunes!

—Pues disfruta entonces del sábado…

—Ahora ya es domingo.

—Bueeeeno, domingo. Mira qué cielo; esto es mejor que el planetario.

—Es verdad… hacía siglos que no veía la vía Láctea. Desde que era niña, en la aldea. Ya no recordaba que fuera así, tan… tan blanca; es como un camino…

—El camino de Santiago.

—Se ha movido, el cielo; se ha movido un buen trozo desde que se fue la luz y salimos…

—Gira sobre sí mismo en torno a esa estrella que hay ahí, ¿ves? Ésa es la única que no se mueve.

—Será que no hay estrellas. ¿Cómo quieres que sepa…?

—Es la Estrella Polar. Hay que mirar la recta de atrás del carro, y prolongarla…

—Por cierto, ¿alguien ha visto un avión?

—¿Qué quieres decir?

—Si habéis visto la luz de algún avión cruzando el cielo. Siempre se ve alguno… y ya llevamos aquí un buen rato.

—Pues… la verdad, yo no me he fijado.

—Yo tampoco.

—A lo mejor no pasan por aquí… No sé si habrá alguna línea que…

—Eh, que esto no es como el metro. Los aviones pasan por todas partes.

—Hombre… tanto como por todas partes…

—A lo mejor ha pasado cuando no mirábamos, cuando estábamos hablando, antes de tumbarnos.

—¿Sabéis que los satélites, los satélites artificiales, también se pueden ver? Yo un día vi uno.

—¿A simple vista?

—Sí, es como una estrella, pero que se va moviendo, siempre a la misma velocidad, siempre en línea recta. Y en completo silencio.

—¡Eso! El ruido… tampoco se ha oído ningún ruido, ningún reactor.

—No, si al final nos vas a acojonar, queramos o no.

—¡Silencio! Escuchad…

—¿Qué pasa ahora?

Un sonido nace en el seno mismo del grupo, creciendo en intensidad, pasando de ser un gemido lastimero, gutural, a un verdadero aullido prolongado y cambiante en sus modulaciones, como el de los lobos. Algunos se han sobresaltado momentáneamente, otros han comprendido enseguida que se trataba de Hugo, que obsequiaba a la concurrencia con una de sus elaboradas imitaciones. Ya han comenzado a felicitarle unos y a increparle las otras, cuando él mismo se calla impresionado. Su aullido ha desencadenado una serie de ladridos que llegan desde los cuatro puntos cardinales, desde distintos grados de lejanía, cada uno diferente, incitándose unos a otros, algunos incluso en forma de aullido como el del propio Hugo, algunos inquietantemente cercanos. El disperso concierto tiene un momento culminante, de máxima intensidad, y después va decreciendo gradualmente, espaciándose, hasta que sólo llega de vez en cuando algún ladrido aislado, cobarde, apagado por la lejanía y por el receso en la excitación.

—¡Están por todas partes!

—¡Estamos rodeados!

—Estarán en las casas de la urbanización.

—¿No quedamos en que no había nadie en las casas?

—Sí, hay zombies. Los perros no, a los perros no les afecta.

—¿El qué?

—La radiación.

—Sí, vosotros ir bromeando, ir aullando y… provocando a los animales. Ya veréis como vengan aquí unos perros de ésos…

—¿Qué problema hay? Así tendremos compañía. Estaremos protegidos.

—A veces en la montaña hay perros asilvestrados. Se vuelven salvajes y atacan al hombre.

—¿Y a la mujer no?

—Y no olvidéis que también hay jabalís. Eso lo sabemos positivamente, aquí hay personas que han visto uno hoy… personas muy respetables y poco dadas a…

Ibáñez no acaba la frase. Hugo ha empezado a emitir otro sonido inequívocamente animal. Es evidente que pretende reproducir el hozar de un jabalí, aunque la serie de gruñidos repetitivos y un tanto angustiosos que está lanzando sugiere más bien una escena rural de la matanza del cerdo. A pesar de todo, la broma tiene la capacidad de hacer reír a unos, y de exasperar, por contraste, el ánimo de los elementos más impresionables del grupo.

—¡Bueno, vale ya! ¡Sois unos irresponsables! Estamos en medio de una montaña solitaria, rodeados de bosque. ¿No os dais cuenta? ¡Es verdad, caramba, los jabalís son peligrosos!

—No hay que temer por los jabalís. Si no se ven acorralados no atacan nunca. Además… son vegetarianos…

—Ya… y también budistas, y macrobióticos.

—¿Qué pasa? ¿Es que no son vegetarianos?

—No se dice «vegetarianos», ser vegetariano es una cultura, una actitud vital. Cuando se trata de animales se dice que son herbívoros.

Por unos instantes reina el silencio, un silencio expectante. Parece que Rafa no va a replicar, pero al final responde.

—Bueno. No os preocupéis. No voy a decir nada más en toda la noche… Además Maribel y yo nos vamos a ir a dormir ahora mismo, a las literas.

—Rafa…

—¡Nos vamos ahora mismo!

Rafa y Maribel se levantan y empiezan a recoger sus cosas en medio de un tirante silencio.

—Llevad el encendedor… cuando estéis instalados lo dejáis encima de la primera litera, en la esquina que toca con la puerta.

Alguien cuchichea algo, en un susurro, cuando la pareja todavía camina en dirección al edificio. Después, cuando ya hace un rato que han entrado, suena la voz de Amparo, cauta, no muy alta, pero inteligible.

—Te podías haber callado…

—Lo siento, tú, me ha hecho gracia… pensar en los jabalís, ahí sentados, en un restaurante macrobiótico, pidiéndose una hamburguesa de soja…

—¡Va, cállate!

Hugo renuncia a una nueva réplica, y por unos momentos flota el silencio por encima del grupo. Luego se vuelve a oír la voz de Amparo:

—Creo que yo también me voy a dormir. No tengo paciencia, ni ganas, de quedarme aquí hasta que salga el sol.

—Nosotros nos quedamos un rato más, pero tampoco te creas… pronto iremos para dentro también.

—Buenas noches.

Un coro de buenas noches responde a Amparo, que se retira en medio de un prolongado silencio. Ya hace un buen rato que se ha apagado el sonido de sus pasos cuando alguien se decide a decir algo.

—Es curioso. No ha refrescado nada de momento.

—Ya refrescará. Cuando amanece siempre es el momento más frío.

—Pues ya no debe de faltar tanto.

—¡Los relojes! No los hemos mirado.

—Sí que los hemos mirado. Rafa miró el suyo, y nada… Ni siquiera sabemos la hora exacta… en que se paró, quiero decir. El suyo es digital, y estaba en blanco.

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