Fin

Fin


Ginés - Hugo - Ibáñez

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GINÉS - HUGO - IBÁÑEZ

Ibáñez y Ginés están acodados en el muro, en una esquina de la plaza embaldosada. Se han ido allí a esperar el regreso de las mujeres, porque desde esa esquina se avizora el sendero que sube desde el río, y además es el único lugar de la plaza que queda en sombra, al recibir la que proyecta un enorme roble que crece a escasos metros del muro. Pero el sol ya está bastante alto, y su luz empieza a cegar al rebotar en la piedra caliza del edificio, en las baldosas del pavimento, descoloridas por la intemperie. Ibáñez, sin ninguna protección, entrecierra los ojos hasta convertirlos en dos rayitas negras, rodeadas de arrugas. Ginés, en cambio, lleva una gorra roja y blanca, con una larga visera que le da un aire vagamente americano.

—¿Y no había un grupo de casas allá abajo, antes de cruzar el río? —dice Ibáñez, haciendo visera con la mano sobre las cejas para mirar a Ginés—. Estoy harto de verlas desde la carretera, cuando se acaba aquella recta bastante larga y empieza la bajada…

—Sí, una especie de granja o algo así —dice Ginés—, pero yo diría que está abandonada, desde hace años. Yo no he visto ningún síntoma de actividad en esa granja.

—También es mala suerte —dice Ibáñez—. Todo esto está despoblado… lo típico: el éxodo hacia las ciudades de hace unas décadas. Pero aquí, para colmo, aún no han descubierto el maná del turismo rural, como en otras zonas; y mira que hay parajes bonitos por aquí: solamente el desfiladero…

—¿Y el bar ése que había en la carretera? El que tenía un cobertizo…

—Ah, pues… a lo mejor sí, podría ser que estuviera abierto —dice Ibáñez sin mucho entusiasmo—. No me fijé ayer cuando pasamos. Lo que pasa es que… para eso ya te plantas en Somontano; que no está ni a cinco kilómetros.

—¿Tan para atrás está ese bar?

—Sí, hijo, sí; además en domingo no creo que abra ningún bar de carretera. Aquí es al revés que en las zonas turísticas.

—Da igual, no nos anticipemos —dice Ginés—. Primero hay que probar en la urbanización.

—Si es que no se soluciona antes la cosa.

—¿Quieres decir que ellas…?

—O que vuelva la luz —sugiere Ibáñez.

—No sé… tengo un presentimiento…

—Los presentimientos son pura superstición —dice Ibáñez—. Yo más bien creo en el azar, el «redondo y seguro azar»…

—Tampoco es un pensamiento muy científico, que digamos.

—Científico no, pero racional sí. El azar rige la mayoría de…

—Buenos días. ¿Quién tiene el encendedor?

Los dos hombres interrumpen la conversación y miran en dirección al refugio. Es Hugo el que ha hablado; acaba de salir por la puerta y camina en dirección a ellos, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol. Tiene mejor aspecto que en el momento de levantarse. Se ha afeitado y se ha puesto ropa nueva, de tonos más claros que la que llevaba anoche. En su mano izquierda blanquea la línea de un cigarrillo inmaculado, todavía sin encender.

—Buenos días —dice Ginés.

—¡Vaya! —dice Ibáñez—. Has podido aguantar sin ponerte a frotar dos maderitas para conseguir fuego.

—Generalmente soy capaz de arrancar con un café bien caliente. O con un cigarro… encendido, por supuesto. Venga ¿dónde está el encendedor?

Ginés mete la mano en un bolsillo y le da el encendedor a Hugo, que se ha acercado unos pasos más hasta llegar a él.

—No me mires de esa manera —dice Hugo mientras enciende el cigarrillo, levantando sus gafas hacia Ginés—. ¿Tú no has fumado?

—No, hoy no.

—Entonces es que no eres fumador.

—Yo fumo por aburrimiento —dice Ginés—. Y hoy no estoy aburrido: más bien estoy preocupado.

Hugo expulsa con delectación la primera calada, al tiempo que lanza el mechero al fondo de un bolsillo de su pantalón con un movimiento rápido, distraído, con total naturalidad.

—¿Qué pasa ahora? —dice Hugo al ver la extraña expresión con que le contempla Ginés—. ¿Tampoco se puede fumar en el recinto de la plaza?

—¿Guardarás tú el encendedor? —dice Ginés.

—Ah, ¿era eso? Toma, hombre, toma, quédatelo tú —dice Hugo sacando el encendedor y alargando el brazo hacia Ginés—. Se ve que ya han elegido al jefe y yo no me he enterado.

—No hay ningún problema en que lo lleves tú —dice Ginés—. Sólo quería decir que… que seas consciente de que lo llevas…

—Y que de momento es la única fuente de energía que tenemos —remacha Ibáñez— aparte de la solar.

—¡A la mierda, estoy rodeado! Todo son normas, hasta mis amigos me imponen normas. Es como lo de fumar: antes fumaba uno tranquilo, los hombres fumaban, tu padre fumaba, ya se sabía, era lo normal. Ahora… ahora te hacen sentirte un delincuente por encender un cigarro, te quieren convencer de que te estás matando. Por eso se enferma la gente, porque ya fuma uno a disgusto, y eso no puede sentar bien. Antes la gente no se moría tanto de cáncer de pulmón y todo eso…

—Algo de razón tiene Hugo —apunta Ibáñez—. En nuestra civilización occidental llevamos quinientos años fumando como carreteros, y tampoco es que haya degenerado la raza ni haya bajado la población. El control demográfico ha venido de la mano de métodos bastante más expeditivos…

—Mira, ves: aquí, el intelectual me apoya.

—Nadie te ha atacado —dice Ginés pausadamente—. Es una cuestión de educación, simplemente: si molesta a una mayoría de personas es mejor no hacerlo.

—Ya, pero ¿por qué molesta? —dice Hugo—. ¿Porque la gente lo siente así de verdad, o porque los políticos están constantemente diciéndolo?

—La gente no hace mucho caso de los políticos —recuerda Ginés.

—Bueno, pues porque se ha puesto de moda… porque ahora todo el mundo, de repente, no puede soportar…

—Porque las sociedades evolucionan —dice Ginés— y en este caso hacia formas más respetuosas. En realidad… el tuyo es un pensamiento sumamente conservador.

—¿No estarás en contra de las mezquitas? —dice Ibáñez dirigiéndose a Hugo.

—No, yo… por cierto… ¡qué pasada lo de Rafa, ¿no?!

—Sí, nos hemos quedado todos… impresionados —dice Ginés—. Y tú… ¿qué opinas tú de eso?

—¿De que Rafa se haya ido?

—¿De qué va a ser si no? —dice Ibáñez.

—Yo qué sé… de todo, de que Rafa se haya ido, de la escena que tuvo ayer con Nieves, de que no funcione ni una sola máquina…

—Mira —dice Ginés mirando hacia el sendero—: las chicas… ya vuelven. Y parece que se lo están pasando mejor que nosotros.

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